La boca del Tártaro
Encerrada en la penumbra del
comedor de Perséfone, Atenea había perdido la noción de las horas.
La única forma de calcular el tiempo era por el número de velas.
Cuando se quedó encerrada en aquella mazmorra de piedra, decidió
racionar los cirios que ardían en los candelabros. Ya había gastado
quince y aún le quedaban quince más.
Al principio se dedicó a
golpear la pared de granito en el mismo punto en que su primer
lanzazo había hecho saltar esquirlas de piedra. No tardó demasiado
en horadar un boquete de buen tamaño. Pero cuando parecía a punto
de atravesar la losa, algo cayó con estrépito al otro lado, y
Atenea comprendió que habían reforzado la pared con un nuevo bloque
de piedra. Atenea se sentó en la mesa, descorazonada. Al parecer,
la fuerza bruta no la sacaría de aquella prisión.
Estaba hambrienta y
sedienta, pero no se atrevía a tocar las viandas ni el vino que aún
quedaban en la mesa. Como diosa, podía resistir un tiempo
indefinido sin comer ni beber, pero el ayuno le producía
somnolencia, y quedarse dormida en aquel lugar hostil era un lujo
temerario que no se podía permitir.
Caligenia seguía tumbada en
el mismo lugar donde había caído tras romperse el cráneo contra la
pared. Atenea la había visto mover los dedos una vez y, por si
acaso, le había vuelto a clavar la lanza en aquella horrible boca
que parecía un monstruo parásito dentro de un rostro humano. Sin
ambrosía, tardaría mucho en recuperarse.
La privación de la droga
divina era otro de los factores que crispaba los nervios de Atenea.
Ahora echaba de menos su sabor amargo y dulce, y si cerraba los
ojos demasiado rato le venía la imagen de su hermanastra Hebe
ofreciéndole una copa de oro llena de ambrosía.
Al menos, de haber
conservado sus ropas, se habría distraído contemplando el fragmento
de espejo mágico que guardaba bajo el cinturón. Lo había encontrado
en la Atalaya, cuando después de la malhadada partida de Zeus había
acudido a dejar allí la Égida. Sin la presencia poderosa de su
padre, el domo parecía más frío y vacío que nunca. Además, Atenea
había reparado en otra ausencia: el cuadro cubierto con el lienzo
ya no colgaba de la pared. Pero bajo el sitial de Zeus encontró un
trozo de cristal, y llevada por un extraño impulso lo recogió y se
lo llevó.
Tal vez el impulso no había
sido tan extraño. En aquel añico de espejo no se reflejaba el techo
del domo de la Atalaya, sino un incongruente cielo azul. De vuelta
a su propia alcoba, Atenea lo había examinado con curiosidad. Era
como asomarse por el ojo de una cerradura. Si se lo acercaba lo
bastante, su campo de visión se ampliaba y podía ver que al otro
lado el viento hacía oscilar las ramas de unos árboles, e incluso
podía escuchar el tenue silbido de su soplo.
- ¿Qué haces aquí?
¿Quién eres tú? -exclamó una voz, y Atenea se sobresaltó tanto que
puso el cristal boca abajo sobre una mesa.
Ya de noche, tras correr
las cortinas, se había vuelto a asomar al pequeño espejo, confiando
en que quien estuviera al otro lado no podría verla en la
oscuridad. Allí, en aquel lugar desconocido, aún debía estar
cayendo la tarde, pues el cielo se había teñido de un rojo sucio.
Al cabo de un rato, un rostro apareció ante ella. Tenía los rasgos
afilados y la barba y el cabello muy blancos. Atenea lo reconoció
por las pinturas que representaban el triunfo de su padre sobre los
titanes. Era su propio abuelo, Cronos, hijo de Gea. El dios parecía
mirar más allá de Atenea, y resopló con un gesto de decepción, como
si esperara encontrar a alguien que no había comparecido. ¿Tal vez
Zeus?
Desde entonces, Atenea
buscaba el amparo de la oscuridad para asomarse de cuando en cuando
a aquella minúscula ventana que le permitía atisbar un resquicio de
otro mundo. Normalmente sólo veía el cielo azul y las ramas. Pero
en un par de ocasiones volvió a toparse con la mirada de Cronos. Y
la última vez, la noche antes de partir del Olimpo en su misión al
inframundo, había visto al titán en compañía de alguien que debía
ser un sirviente humano. Ambos conversaban en un idioma que a
Atenea le resultaba desconocido, aunque entendía todas las lenguas
de los mortales; o así lo había creído hasta entonces. El criado
vestía de una forma extraña, como el propio Cronos: ambos llevaban
prendas parecidas a las chaquetillas de las mujeres cretenses pero
con mangas y más cerradas, y debajo de ellas, túnicas blancas
cruzadas con sendos pañuelos de colores. Pero no tardaron en salir
del campo visual de Atenea, que en vano había girado el trozo de
espejo para intentar seguirlos.
En uno de sus momentos de
letargo, Atenea se dedicó a revolver en su memoria casi perfecta
las imágenes y los sonidos del espejo, tratando de encontrarles
algún sentido. Entonces, un agudo rechinar la sacó de su trance.
Abrió los ojos y vio que una losa de la pared se había levantado.
Atenea se abalanzó hacia la abertura. El bloque de piedra volvió a
caer en seguida, pero esta vez consiguió introducir la contera de
su lanza por el hueco. Cuando tiró del arma hacia arriba para
levantar la piedra, Némesis se dobló un
poco, pero el adamantio líquido del que estaba forjada era
indestructible y resistió. Aún así, el bloque de piedra debía pesar
como dos bueyes. Atenea, aunque había heredado parte de la fuerza
de su padre, comprendió que no podría alzarlo de aquella forma, y
buscó por la sala algún objeto que le sirviera de fulcro para
apoyar la lanza y aprovechar mejor sus energías. Una de las
estatuas de piedra, que representaba a un comensal calvo a punto de
llevarse a la boca la copa de vino, le pareció apropiada.
- Disculpa, buen amigo
-le dijo.
En ese momento sintió un
pellizco en la nalga. Sobresaltada, se volvió como una cobra
rabiosa y golpeó por instinto. Aunque no había nadie tras ella, sus
nudillos impactaron en algo duro. Un instante después se oyó un
repiqueteo metálico y dos cosas se materializaron ante su vista. La
primera, un yelmo dorado que rodaba por el suelo; y la segunda, su
tío Hades, que la miraba desde el suelo con gesto de perplejidad
mientras se acariciaba la barbilla.
- Pero -preguntó
Atenea-, ¿se puede saber por qué has hecho algo así?
- No lo sé -reconoció
el dios, poniéndose en pie-. Estabas agachada así… No he podido
resistir la tentación.
Atenea no supo qué decir.
Lo último que habría esperado de su tío era una frivolidad rijosa
como ésa, y la expresión del dios infernal revelaba que él mismo
estaba atónito por su propio atrevimiento. Sin duda, los aires del
inframundo no eran buenos para la salud mental. Decidida a fingir
que aquello no había sucedido, le preguntó:
- ¿Ya has vuelto de
ver a tu hermano Poseidón? ¿Qué tal está mi más querido tío?
- Pues sí, he
regresado. Antes de lo que se esperaban algunos, y sobre todo
algunas -dijo Hades, recogiendo del suelo
el yelmo de invisibilidad-. Lo suficiente para enterarme de muchas
cosas. Cosas que mi propia esposa pretendía ocultarme. ¡Ja! ¡A mí,
a Hades!
- Podrías haberme
sacado de aquí antes.
- ¿Qué te hace pensar
que he venido a sacarte de aquí?
Atenea resopló. Al parecer,
tendría que traer a colación de nuevo el embarazoso
incidente.
- Porque no te
considero tan estúpido como para entrar en este lugar sólo por
darme un pellizco en el culo.
- Ah, es verdad. Yo he
hecho eso -dijo Hades, tocándose de nuevo el mentón.
Hades era tan alto como
Zeus y tenía facciones parecidas. Pero donde el rostro de Zeus
ofrecía aristas y ángulos cortantes, el de Hades presentaba curvas
que insinuaban cierta blandura. También se diferenciaba de él en
los ojos. Sus iris no eran azules, sino pardos; y, en cualquier
caso, apenas se veían, pues estaban reducidos a dos estrechos
círculos alrededor de unas pupilas enormes y opacas, habituadas a
siglos de escudriñar las tinieblas subterráneas.
- Hay un problema en
mi reino -se explicó Hades-. Quiero que me ayudes, ya que entre mis
súbditos no tengo más que traidores e ineptos.
Atenea pensó en alguna
respuesta cáustica, pero se limitó a dar un fuerte tirón de la
lanza para extraerla de debajo de la losa de granito. Después se
acercó a su tío, con una mirada severa para recordarle que no sería
buena idea tocarla de nuevo. Bajo sus pies, un cuadrado de suelo de
dos codos de lado empezó a descender, y Atenea se preguntó si
habría un solo bloque de piedra fijo en esa sala en la que, según
sus cálculos, llevaba encerrada casi cuatro días.
El improvisado elevador los
depositó en el suelo de una galería oscura, excavada en una veta de
roca cuajada de cristales de cuarzo. Allí, con una antorcha, los
esperaba Ascálafo, el sirviente de confianza de Hades que había
denunciado a Perséfone por comer unas pepitas de granada.
- ¡Vamos! -dijo Hades
a su sobrina-. ¡No hay tiempo que perder!
Bajaron por el túnel. Hades
corría con largas zancadas de grulla, arremangándose el manto negro
para no tropezar. La galería desembocó en una cúpula de la que
partían otros tres túneles. Hades eligió uno sin vacilar. Siguieron
descendiendo, en una cuesta cada vez más inclinada. El nuevo
corredor terminaba de golpe en un acantilado que se abría a un
abismo. A sus pies corría un río de lava.
- Es el Piriflegetón
-dijo Hades-. Un espectáculo para los visitantes, pero ahora no
tenemos tiempo para disfrutarlo.
Un puente colgante de
maderos y sogas sorteaba la sima. Lo cruzaron, guiados siempre por
Ascálafo y su antorcha. El puente se bamboleaba bajo sus pies y del
Piriflegetón subían vaharadas de calor que hacían vibrar las
imágenes en el aire. En la pared del otro lado se abría un nuevo
túnel, que los condujo a una escalera tallada con peldaños tan
altos que había que bajarlos a brincos.
Llegaron por fin a una gran
caverna. Su techo se curvaba en las alturas, formando una cúpula
casi perfecta donde revoloteaban demonios alados que se antojaban
híbridos de humanos, murciélagos gigantes y pajarracos de plumaje
gris. Pero lo más interesante estaba abajo. Un gran lago de lava
amarilla, muy caliente y luminosa, ocupaba casi toda la caverna, y
en su centro había una isla circular, una especie de columna negra
que se alzaba sobre la roca fundida y que medía unos cincuenta
codos de diámetro. Sobre ella se levantaba un brocal metálico, y
encima de éste los agudos ojos de Atenea distinguieron una ancha
rueda horizontal de radios de metal. Aquélla era la enorme
cerradura que bloqueaba la entrada al Tártaro.
- ¿Dónde está el
intruso? -preguntó Hades, mirando a los tres seres que aguardaban
al borde del lago de lava.
- ¡Llegas tarde! ¡Lo
hemos derrotado! -contestó uno de ellos.
- ¡Nosotros solos!
-dijo el segundo.
- ¡Nadie burla a los
guardianes! -añadió el tercero.
Cuando Atenea era muy joven
y le preguntaba a su padre por los tres hermanos hecatonquiros, él
solía despacharlos con una sola palabra: Indescriptibles. Y en verdad lo eran. Uno de ellos,
al que Hades presentó como Briareo, se movía sobre raíces que
agitaba como tentáculos, y su cuerpo era una especie de árbol
nudoso cuyas ramas terminaban en manos de larguísimos dedos, y de
cuyos grietas y rugosidades asomaban ojos y bocas cruzados en todas
las geometrías posibles. El segundo, Giges, era una masa amorfa del
tamaño de un elefante que se desplazaba resbalando sobre unas
protuberancias gelatinosas que hacía brotar de su cuerpo. Como su
hermano, también estaba sembrado de ojos de todos los colores que
miraban sin cesar a uno y otro lado, y en su piel blancuzca había
innumerables grietas y ranuras que se abrían y cerraban de una
manera casi obscena para dejar salir su voz oscura y confusa. En
cuanto al tercero, Coto, era a quien más le cuadraba el apodo de
hecatonquiro o centimano, pues parecía un gigantesco erizo que en
vez de púas tuviera brazos rematados en garras metálicas. Para
moverse encogía los huesudos codos y rodaba por el suelo como un
arbusto espinoso arrastrado por el viento. Si aquella criatura
tenía ojos, debían estar tan bien escondidos tras la maraña de
brazos que apenas se adivinaban.
- ¿Quién es ella?
-preguntó Briareo, el gigante-árbol.
- Soy Atenea, hija de
Zeus. He venido de parte de mi padre, para verificar que seguís
guardando la puerta del Tártaro y mantenéis confinadas a las
espantosas criaturas que moran en él.
Aunque, añadió para sí, no
se imaginaba qué seres más espantosos que los propios hecatonquiros
podían vivir en aquella sima.
- ¿De parte de tu
padre? -preguntó Hades-. Pero si lo han…
- ¡Silencio! -dijo
Atenea, asaeteando con los ojos a Hades, sin importarle que fuera
un Segundo Nacido y estuviera en su propio reino. Después volvió su
atención a los Hecatonquiros-. ¿Qué ha pasado aquí?
- Allí es donde yace
el intruso -dijo Coto, estirando diez brazos a la vez para señalar
hacia el lago. En un punto de la borboteante superficie se
adivinaba una ligera concavidad, como si algo acabara de hundirse
bajo el magma.
- Hemos luchado con él
y lo hemos derrotado -dijo Briareo.
- Sí. Somos buenos
guardianes -añadió Coto.
- Cuéntaselo a tu
padre -dijo Giges, con aquella voz que parecía una ventosidad
múltiple-. Él nos sacó de los horrores del Tártaro.
- Por eso le debemos
pleitesía -explicó Briareo.
Atenea apreció entonces los
restos del combate que se acababa de librar en aquella caverna.
Junto a la orilla del lago de lava yacían al menos diez brazos,
unos de Briareo y otros de Coto. Algunos aún agitaban en vano los
dedos. Y cuando Giges se giró sobre sus seudópodos, Atenea comprobó
que buena parte de su piel viscosa y pálida se veía abrasada.
- ¿Contra qué habéis
luchado?
- ¡Contra un dragón!
-dijo Briareo, cuya voz sonaba como el viento soplando a la vez por
veinte tubos de madera-. ¡Lo hemos arrojado a la lava para que
muera!
- ¿Era un dragón?
Entonces no lo habéis derrotado.
- ¡Imposible! -gruñó
Giges-. ¡Lo hemos visto hundirse en la lava!
Por toda respuesta, Atenea
señaló al lago. La concavidad de su superficie se había convertido
ahora en una curva sinuosa que se desplazaba hacia el islote
central entre humeantes borbotones. Cuando el extremo de la curva
llegó a la isla, la corteza amarilla se rompió y de ella asomó una
cabeza de dragón. La criatura empezó a trepar por la pared de la
columna negra, aferrándose a la roca con sus largas garras. Su
cuerpo inacabable emergió poco a poco de la lava, que resbalaba en
grandes cuajarones sobre sus escamas metálicas. Éstas brillaban
como hierro en la forja, pero era evidente que el gran reptil no
había sufrido ningún daño, pese a que la lava estaba tan caliente
que se veía casi blanca.
Cuando la cabeza y las
patas superiores alcanzaron la parte superior del islote, la cola
aún no había terminado de salir del lago. Las alas, la parte más
frágil del dragón, no estaban a la vista, pues las tenía recogidas
a la espalda y había plegado sobre ellas las grandes placas
dorsales que corrían a ambos lados de su larguísimo espinazo. Una
vez arriba, el dragón se volvió hacia ellos, estiró el cuello y
trompeteó una nota de desafío que reverberó en las paredes de la
caverna. Atenea reparó en que le faltaba el ojo derecho, y comprobó
que ese ojo, una gruesa esfera de ámbar, yacía junto a los brazos
cercenados de los hecatonquiros.
En el momento en que le
dijeron que el intruso era un dragón, Atenea supo que no podía
haber perecido en la lava. Precisamente, la invulnerabilidad de la
Égida estribaba en su cobertura de escamas de dragón, un blindaje
inmune al choque del acero y al calor del fuego de un volcán. Sólo
había un metal capaz de penetrar aquella coraza: el adamantio de su
propia lanza.
- ¡Tienes que impedir
que abra la puerta del Tártaro, o estoy perdido! -exclamó Hades,
apretando los puños en un gesto de desesperación.
El dragón se había
enroscado alrededor del brocal y con sus grandes garras había
empezado a mover la rueda. Pese al ruidoso borbotear de la lava, el
agudo rechinar del eje de metal que volvía a girar después de
tantos años reverberó en toda la caverna.
- ¡Si abre el pozo,
saldrán todas las criaturas del Tártaro! -Hades agarró el codo de
Atenea, con el rostro desencajado de terror-. ¡No puedes
permitirlo, sobrina! ¡Los titanes querrán vengarse de mí!
Atenea se dio cuenta de que
todas las miradas estaban clavadas en ella; y, en el caso de los
hecatonquiros, eso significaba muchos ojos.
- Está bien. Un dios
guerrero que se precie no es tal hasta que no mata a un dragón
-dijo, aferrando con fuerza a Némesis.
- Ponte mi yelmo,
sobrina -le dijo Hades-. Así el dragón no te verá.
Atenea empezaba a notar que
algo caliente le corría por las venas y se mezclaba con el icor
divino. Tras la guerra contra los titanes, Zeus y Poseidón habían
aniquilado a muchos dragones, y esas proezas aún se recordaban en
gloriosos poemas épicos. Era el momento de que ella se demostrara
digna hija de su padre. Tal vez así alcanzaría su perdón, si alguna
vez volvían a reunirse.
- No quiero tu yelmo,
tío -dijo, mientras retrocedía para tomar impulso-. Atenea no roba
la victoria.
Dedicado a girar la rueda,
el dragón le ofrecía ahora su costado izquierdo. Atenea calculó que
había casi cuatrocientos codos hasta el islote. Sin perder de vista
el ojo del reptil, siguió retrocediendo hasta topar con la pared de
la caverna. Una vez allí, respiró hondo y arrancó a correr. Dos
pasos antes de llegar al borde de aquella burbujeante masa de roca
fundida, clavó los pies y arrojó la lanza con toda la fuerza de sus
hombros y sus caderas. Némesis silbó en el
aire girando sobre sí misma durante lo que pareció una eternidad.
Atenea esperó junto a la orilla del lago conteniendo el aliento. La
lanza alcanzó el punto más alto de su trayectoria, empezó a
descender y por fin, con un rechinante impacto que arrancó una
lluvia de chispas, se clavó en el cuello del dragón.
- ¡Maldición! -exclamó
Atenea.
- Ha sido un excelente
lanzamiento -dijo Briareo.
- Óptimo, diría yo
-opinó Coto.
Atenea meneó la cabeza.
Había buscado el ojo izquierdo del dragón, pero era casi imposible
acertar a esa distancia. Al menos, Némesis había logrado taladrar
las escamas metálicas que acorazaban al monstruo, una proeza que
ninguna otra arma habría conseguido. El dragón se revolvió y rugió,
escupiendo llamas por sus fauces. Después retorció una garra para
arrancarse la lanza, pero la articulación de su hombro no era lo
bastante flexible para alcanzarla. Frustrado, rugió una vez más y
se dedicó de nuevo a girar la rueda.
- Tengo que llegar
hasta él para rematarlo -dijo Atenea, mirando a los hecatonquiros-.
Supongo que vosotros no podéis cruzar la lava.
Briareo levantó más de
treinta brazos en un gesto de horror y Giges emitió un repugnante
sonido membranoso.
- Ya lo habríamos
hecho si pudiéramos -explicó Coto.
Atenea se preguntó cómo a
Zeus y a sus hermanos se les había ocurrido encargar la vigilancia
de la puerta del Tártaro a unas criaturas que no podían llegar
hasta ella. Pero ahora era cuestión de actuar, no de hacerse
preguntas estériles. Levantó la vista hacia la cúpula, donde los
demonios alados, algunos colgados del techo y otros revoloteando en
círculos, contemplaban con indiferencia lo que ocurría. La diosa
los llamó, agitó los brazos y silbó, pero los demonios no
respondieron. Al comprender su intento, Hades gritó:
- ¡Bajad ahora mismo,
condenados plumíferos, si no queréis que os hierva en las aguas del
Cocito!
Una bandada de demonios
bajó, obedeciendo a su señor. Atenea levantó los brazos. Las
criaturas pelearon entre ellas a zarpazos y picotazos, hasta que
dos de ellas, casi tan grandes como humanos, se impusieron sobre
las demás. Los demonios vencedores rodearon las muñecas de Atenea
con sus garras y la alzaron en vilo. La diosa voló hacia el islote,
rodeada por decenas de criaturas aladas que emitían graznidos y
chillonas carcajadas.
- ¡Callaos, malditas
seáis!
Pero era inútil. El dragón,
alertado por aquella algarabía, había dejado de afanarse con la
rueda y ahora aguardaba a Atenea. Los demonios se detuvieron sobre
su cabeza y, sin preocuparse más de su carga, abrieron las garras y
la soltaron.
Atenea se precipitó sobre
el dragón. Éste intentó alzarse sobre las patas traseras, pero la
lanza se enganchó en la rueda de metal y se lo impidió con su peso
sobrenatural. La diosa cayó en su lomo y rodó sobre las placas
metálicas que protegían sus alas, hasta aterrizar junto al costado
derecho de la bestia.
El enorme reptil se
revolvió e intentó llegar a Atenea a la vez con la cabeza y con la
cola, y al no conseguirlo rugió de rabia y frustración. Su cuerpo
desprendía un intenso calor tras su travesía por la lava. Tan cerca
de él, su gran tamaño se convertía en una ventaja para la diosa,
que se deslizó rápidamente bajo su cuerpo para pasar al costado
donde le había clavado la lanza. Mientras rodaba por el suelo,
buscó en su vientre los puntos débiles de los que había oído
hablar. Pero no encontró ningún resquicio de carne entre las
prietas escamas de metal. El dragón trató de aplastarla golpeando
el suelo con la panza, pero Atenea ya estaba al otro lado. La
bestia levantó la zarpa y Atenea rodeó el brocal de hierro para
esquivar su golpe. Pero al hacerlo estuvo a punto de recibir un
coletazo, pues el dragón era más rápido y flexible de lo que había
previsto. Lo esquivó a duras penas, y al saltar adelante se
encontró casi de frente con la cabeza del monstruo. Pero allí, tras
el maligno ojo amarillo, asomaba su lanza.
- ¡Ithi eme! -exclamó Atenea.
Némesis salió por sí
sola del cuello del reptil y voló hacia la mano de la diosa, que la
levantó sobre su cabeza y se arrojó contra el dragón. Éste abrió
las fauces, y Atenea, durante un instante eterno, contempló cómo al
fondo de la boca se abría la monstruosa faringe. Una luz amarilla
se encendió en su interior y un chorro de llamas brotó con un
ensordecedor rugido. Atenea, deslumbrada por el resplandor del
fuego, hizo un quiebro a ciegas hacia el broquel. Salió de las
llamas sintiendo que le ardían el pelo y la ropa, pero ahora tenía
a su izquierda aquella pupila rasgada que la miraba con gélido
odio. Atenea plantó una pierna en el pozal de hierro, la flexionó
para tomar impulso, saltó contra el dragón y golpeó con todas sus
fuerzas.
Némesis rasgó la
córnea y se hundió en el ojo, del que brotó un chorro de líquido
tibio y amarillo que empapó la mano de Atenea. Con un agudo
bramido, el dragón se puso en pie sobre las patas traseras, pero
Atenea, lejos de soltar la lanza, siguió hurgando con ella hasta
notar cómo taladraba el hueso. El dragón sacudió el cuello y rugió
con tal furia que pareció que toda la caverna se vendría abajo.
Pero la punta de adamantio había penetrado ya casi dos codos en su
cráneo, y no había fuerza sobre la tierra que pudiera despegar a
Atenea de su lanza en contra de su voluntad. Con las piernas
colgando sobre el lago de lava, la diosa guerrera removió su arma.
El dragón, al comprobar que no se soltaba, estiró la garra
izquierda y retorció su largo cuello hasta que consiguió apresarla.
El aire escapó del pecho de Atenea y sus costillas crujieron entre
aquellos dedos gruesos como brazos humanos, pero a cambio las
llamas de su ropa se apagaron. Sabiendo que sus huesos tan sólo
aguantarían unos segundos antes de quebrarse en mil astillas,
Atenea clavó aún más la lanza y gritó con sus últimas
fuerzas:
- ¡Zeus
Salvador!
La punta de Némesis debió perforar algún punto vital del cerebro
del dragón, pues éste abrió la garra de pronto, sacudió el cuello
una sola vez y se desplomó. Atenea, aún agarrada al astil de su
lanza, cayó sobre la cabeza del dragón. La cola y las patas
posteriores habían quedado colgando por fuera del islote, y la
bestia entera empezó a resbalar. ¡Apélaune!, gritó Atenea. La lanza se desclavó del
cuerpo del dragón y ella saltó al suelo; justo a tiempo, pues el
dragón ya caía hacia el lago, donde se hundió entre enormes
borbotones de lava.
Atenea cayó de rodillas,
jadeando, y se arrancó los jirones abrasados de la túnica. Tenía
buena parte del cabello del lado izquierdo quemado, y la piel del
brazo y del costado enrojecida. Un humano habría muerto abrasado
por las llamas, pero a ella sólo la habían alcanzado durante un
instante y su naturaleza divina la había protegido del intenso
calor. Aún así, el dolor era tan intenso que tenía que morderse el
labio para contener las lágrimas.
Un graznido la hizo
levantar la mirada. Sobre su cabeza, un demonio dejó caer una
prenda negra. Era el manto de Hades. Atenea se lo enrolló alrededor
del cuerpo y luego dejó que las criaturas aladas la sacaran del
islote.
- Has luchado bien -la
felicitó Giges.
- Eres digna hija de
Zeus -asintió Briareo, y Atenea sintió que el dolor de sus
quemaduras quedaba compensado.
Atenea convenció a Hades de
que pusiera una guardia sobre el mismo pozo que cerraba el Tártaro,
y no al otro lado del lago de magma. Tras confeccionar una red de
gruesas cuerdas, la bandada de demonios transportó al islote
central a Briareo, que parecía ser el más fuerte y decidido de los
hecatonquiros. El gigante arbóreo se quedó plantado junto al brocal
y se despidió de Atenea agitando un manojo de brazos.
Hades, admirado del valor
de su sobrina, no escatimó ambrosia en sus heridas. Ella, sabedora
de que no andaban muy sobrados del elixir divino y de que tardaría
en llegar un nuevo abasto, se lo agradeció. Dos días después de
matar ál dragón su piel estaba curada, y su cabello quedó en un
estado aceptable tras dejárselo casi tan corto como Ártemis.
Recuperada y habiendo cumplido su misión, se dispuso a regresar al
Olimpo. Para su alegría, Hades había confinado a Perséfone en una
estrecha celda de paredes de bronce, con lo que se libró de
despedirse de ella.
Atenea no había conseguido
sonsacar a su tío sobre sus conversaciones con Poseidón, pero al
menos había comprobado que Hades no tenía ningún interés en apoyar
la conjura femenina de su hermana Hera; y, aún más importante,
también se había cerciorado de que no dejaría escapar a las
criaturas del Tártaro, pues sentía auténtico pavor por ellas.
Cuando salieron del
palacio, Atenea vio que al otro lado del Aqueronte la multitud de
muertos había crecido tanto que ya ni siquiera se adivinaba la
pradera de los asfódelos bajo aquella masa compacta y
verdosa.
- ¿Qué ha
ocurrido?
- No dejan de llegar
-respondió Hades-. Hace tres días debió librarse una batalla
inconcebible. Jamás habíamos recibido tantos muertos a la vez. Hay
al menos cien mil. ¿Qué puedo hacer con ellos, si ni siquiera los
han quemado?
Cien mil. Atenea recordó
las palabras de Ares. Puedo movilizar a cien
mil tracios. Así que, como ella había previsto, la campaña
contra los gigantes había terminado en desastre. Eso significaba
que tenía que apresurarse aún más para defender el Olimpo.
Ataviada con sus propias
ropas, Atenea montó a lomos de Glauce. Hades había tenido la
deferencia de hacer que trajeran a la hipogrifo a su propio palacio
para evitar que Atenea tuviera que cruzar de nuevo entre la
muchedumbre de muertos. La diosa se caló el yelmo, empuñó la lanza
y emprendió el vuelo hacia el mundo exterior.
- ¿Estás seguro de que
mi hermano sigue vivo? -le llegó la voz de Hades desde abajo.
- ¡Sí! -gritó Atenea-.
¡Sé leal a Zeus y serás recompensado!
Después, apretó las
rodillas y susurró al oído de la hipogrifo:
- Vamos, Glauce.
Volvemos a casa.