Cheliabinsk resultó ser una ciudad extraña, un lugar sin demasiada historia a sus espaldas, apenas un par de siglos, y por lo tanto sin demasiado atractivo. La construcción del transiberiano, la ruta de tren que atravesaba el continente haciendo de Cheliabinsk una de sus principales paradas, había trastocado completamente la vida de la ciudad, provocando un crecimiento desmesurado y sin planificación, algo, por otro lado, muy habitual en esos años en muchos países. A la sombra del transiberiano se habían establecido un gran número de industrias pesadas, manufactureras, pero también de transformación alimentaria. Y ahí estaba la clave. El caviar se traía desde el mar Caspio, allí lo trataban y lo enlataban, y allí era —por tanto— donde comenzaba la primera parte del negocio. El trabajo de Bruno consistía en recoger la mercancía en una planta de tratamiento de alimentos de la que salía ya con todos los sellos de garantía y supuesta autenticidad, y llevarla hasta Leningrado. De allí la sacaba en tren hacia Helsinki, Sibelius se llamaba el tren, como el gran compositor, y a Labastide ciertamente le sonaba a música celestial el trayecto en ese tren, contemplando por la ventanilla un paisaje melancólico y maravilloso mientras se tomaba una copa y contaba las ganancias que le dejaba cada operación.
Cerca de un año estuvo Bruno Labastide cruzando la frontera, sacando del país cientos, miles de latas del mejor caviar adulterado del mundo. Había reunido ya una buena cantidad de dinero, suficiente para tomarse un tiempo de descanso en un lugar más cálido y recorrer mundo, que, al fin y al cabo, era lo que más deseaba. Además, el trabajo de contrabandista se le empezaba a hacer monótono, siempre igual, sin apenas emociones ni más riesgos de los imprescindibles. Los aduaneros sobornados eran ya casi como de la familia, y todo lo que había que hacer para mantener la maquinaria bien engrasada era ser generoso en el reparto, incorporando en ocasiones a algún nuevo supervisor demasiado estricto en el cumplimiento de sus funciones de vigilancia.
Así que un buen día decidió que era hora de cambiar de aires, habló con Kolya y con Alexiev, y fue, poco a poco, dejando el negocio en otras manos. Con la cuenta bancaria bien alimentada, joven, guapo y sin compromisos, tomó un avión y se fue a pasar unos días a la isla de Capri.
Allí, frente al golfo de Sorrento, no tardó en integrarse en los círculos de la alta sociedad que tenían sus residencias en maravillosos acantilados sobre el mar. Y tampoco le costó mucho conseguir que le invitaran a una elegante fiesta que ofrecía un rico empresario milanés para celebrar su cumpleaños. Bruno estaba interesado en lograr lo que él llamaba la triple corona: desplumar al tipo, seducir a su mujer y salir indemne.
—Querida, te presento al joven Bruno Labastide, un rico heredero de una de las mejores familias de Quebec, que está pasando unos días en Capri.
Él le besó la mano a la señora y le aguantó la mirada más de lo socialmente razonable. El marido, ajeno a lo que estaba pasando ante sus narices, le dijo a Labastide:
—Amigo, tome un canapé de caviar, es auténtico beluga del mar Caspio, el más caro que hay en el mercado, y además muy difícil de conseguir —alardeó orgulloso el millonario empresario.
Bruno ni siquiera necesitó probarlo, le bastó ver el color y la textura. Sonrió, negó amablemente con la cabeza, se excusó diciendo que no tenía hambre, y mirando a los ojos a la señora, que no estaba tomando nada, dijo:
—La señora y yo tomaremos champán.