Lo encontró en el suelo, delante de una farmacia de la calle Esmeralda, mientras se dirigía caminito de Maipú. Un paquete envuelto para regalo, abandonado, olvidado en la calle. Miró a un lado y a otro, buscando unos ojos que coincidieran con los suyos y aguantaran el contacto más de tres segundos. En realidad lo mismo que había estado buscando toda su vida. Pero nada ocurrió.
Quien hubiese perdido aquel paquete ya estaría lejos. Podía imaginarse su gesto de rabia al descubrir el olvido, su cara de sorpresa al darse cuenta del error, y el proceso mental automático recordando cada paso, reconstruyendo el trayecto, pensando dónde demonios lo había dejado.
Era un libro, o al menos eso parecía, y Horacio pensó con ironía que el destino no podía haber elegido a nadie más adecuado que él para encontrarlo. Él, Horacio Ricott, el «recetador».
—Disculpe, pero me temo que no he entendido nada.
Horacio Ricott esbozó una sonrisa, apuró lo que quedaba del café y se recostó en la silla mirando a la chica.
—Pues eso, que soy «recetador», receto libros, como otros recetan medicinas, o conjuros, o fondos de inversión. Yo receto libros.
—O sea, que es usted un librero o algo así.
—No, no, por favor. Un librero compra y vende libros, los clasifica, los almacena, los devuelve a las editoriales o se los queda, depende del librero. Pero yo ni compro ni vendo, ni tengo nada almacenado. Yo simplemente los recomiendo, los receto, eso es todo.
La chica se mordió el labio. Era un gesto que excitaba profundamente a Horacio. Ella siempre lo hacía cuando no entendía algo, o cuando necesitaba pensar, y eso le resultaba irresistible al recetador. Eso y los dientes blanquísimos y los coloretes que se le dibujaban en la carita de porcelana y los ojos verdes como los mares que bañaban otras ciudades que no eran Buenos Aires. Eso, como tantas otras cosas, lo había visto Horacio en los libros.
—La verdad, nunca podría haber imaginado que alguien se dedicara a esto —dijo la chica—. Es usted el primer recetador de libros que conozco.
Él sonrió satisfecho con los ojos miopes tras las gruesas gafas de pasta.
—De todos modos —dijo ella—, no acabo de tenerlo muy claro. ¿Me permite que le haga una pregunta?
—Por supuesto, faltaría más.
—Y esto que usted hace, ¿sirve para algo?
La mirada de Horacio cambió por completo, como si una espina muy dolorosa se le hubiera clavado en el fondo del alma. Movió la cabeza a ambos lados, sin perder nunca la mirada de la chica. Ella estaba expectante, retadora y —¿por qué no decirlo?— más hermosa que nunca.
—Pues mire, señorita —dijo Horacio con firmeza—, hasta el momento he salvado tres matrimonios y a un adolescente del suicidio. Creo que mi trabajo ha sido ya mucho más útil que el de la mayoría de ustedes.
Dijo lo de «ustedes» con evidente intención, como si quisiera vengarse del atrevimiento y la insolencia de la chica, y de todos aquellos que tenían trabajos convencionales y lo consideraban a él un loco.
Ella lo miró muy seria, parecía enfadada, y enfadada resultaba incluso más atractiva. Horacio pensó que podía perder la cabeza en cualquier momento por aquella mujer a la que doblaba en edad, que bien podría ser su hija, y este pensamiento en lugar de desanimarle lo excitó aún más. Los ojos verdes de la chica se clavaban en los suyos, los ojos tristes tras las gruesas gafas de pasta de un cincuentón que se había pasado la vida buscando una mirada que aguantase el contacto más de tres segundos y que le invitara a cruzar el umbral.
—Y tú —preguntó ella—, ¿qué libro me recetarías?
Él tragó saliva con dificultad, no le había pasado por alto que era la primera vez que ella le tuteaba. Intentó que su cerebro pensara a marchas forzadas, pero estaba bloqueado. No pudo reprimir una risa interior, viste, por fin un argentino que se queda sin palabras, pensó.
Habría que invocar el atenuante del nerviosismo, incluso el de la enajenación mental transitoria, o el del enamoramiento, que al fin y al cabo es todo lo mismo. El caso es que presionado por aquellos labios —ya no miraba a la chica a los ojos, solo la miraba a la boca— dijo una estupidez:
—Te recetaría una novela de amor —balbuceó con la inseguridad de un colegial ante un examen para el que no estaba preparado.
Ella hizo un breve gesto, casi imperceptible, pero suficiente para que se le resaltaran los coloretes de las mejillas. Apenas despegó un poquito los labios, como si fuera un suspiro, dejando entrever los dientes blancos que Horacio se imaginaba mordisqueando lugares prohibidos de su cuerpo. Finalmente sonrió, ladeó la cabeza, y mirándole a los ojos le soltó a quemarropa:
—Lástima, a mí me gustan más las historias de sexo.
A partir de ahí el relato de Horacio Ricott, el recetador, es deslavazado e inconexo, confuso, incluso contradictorio en ocasiones. En él se juntan un billete sobre la mesa para pagar las consumiciones, sin esperar el cambio, lo que dejaba una propina desproporcionada, un paseo por las aceras —¿o fue por las nubes?— de San Telmo, la Plaza Dorrego bajo la lluvia de otoño, las escaleras de dos en dos hasta llegar a su apartamento, la ropa por el pasillo, el olor a sardinas a la plancha que se filtraba por el patio, el rechinar de los muelles de la vieja cama de hierro, el techo con humedades, sus senos perfectos con los pezones duros como dedos acusadores, como lanzas amenazantes que le recuerdan que aquello no es amor, que Horacio Ricott se está inmolando conscientemente en una pira, y que con los coloretes y los senos perfectos se irán muchas más cosas. Pero ahora no hay tiempo para pensar en eso, porque las caderas no dejan de moverse, y del vientre firme y duro sale un calor volcánico, el origen del mundo, pensó Horacio, recetándose a sí mismo un libro de cuadros de Courbet.
Fue entonces cuando dijo la segunda estupidez de la tarde:
—Quédate a dormir.
La carcajada de la chica tuvo que oírse en el boliche de la esquina. Pero no dijo nada. Se levantó de la cama, desnuda como una diosa de seda, abrió el armario de Horacio rebuscando entre las perchas, ante la mirada asustada y pasiva del pobre recetador, tomó la camisa que más le gustó, una de cuadros rojos y negros, de esas que llevan los leñadores en Alaska —Jack London, pensó Horacio— que se había comprado años atrás durante un viaje al Calafate, se la puso sobre la piel desnuda, se paseó por la casa como si fuera suya, se dio una larga ducha, se vistió y se fue. Y aquí el relato vuelve a ser confuso e inconexo, no queda muy claro si se fue sin despedirse, si sonrió y envió un beso desde la puerta, si se acercó a la cama en la que el recetador seguía inmóvil como si se hubiera quedado tetrapléjico, para abrazarle y despedirse, o si simplemente cerró la puerta tras de sí y desapareció. Ciao.
Lo que sí está comprobado es que al día siguiente unos golpes violentos contra la puerta de la casa sacaron a Horacio Ricott de sus plácidas lecturas. Acompáñenos, por favor, pero ustedes quiénes son, policía, queda usted detenido, registradlo todo, oiga no rompan eso, no tienen derecho, por el amor de dios, cállese, pero… El bofetón le voló las gafas de pasta, que fueron a parar junto a la puerta de la cocina.
No encontraron nada. Como la vuelva a ver, avísenos si no quiere tener problemas, le dijeron. Pero había algo que no encajaba en todo aquello. Se lo contó Horacio al día siguiente a su amigo Ricardo, tomando unas Quilmes en el bar La Coruña, junto al mercado.
—Los tipos no eran policías, tenían mala pinta hasta para ser policías. Te digo que estos iban persiguiendo otra cosa.
—¿Pero cómo se te ocurre meterte en este lío, boludo? —preguntó Ricardo—. ¿Cómo se llamaba ese bellezón que va a acabar contigo?
Horacio Ricott, el recetador de libros, palideció cuando escuchó la pregunta. Miró a su amigo con ojos de sorpresa y pena, como el torturado que realmente ignora la información que le quieren sacar, y dijo: no lo sé.
Ricardo Kublait era el mejor cliente del recetador, no había semana que no le visitara para pedirle algún título. Con el paso del tiempo se habían convertido en algo parecido a eso que llaman amigos, o al menos esa era la convención que ambos mantenían.
—A ver, cuéntamelo bien.
Entonces Horacio le explicó que se había encontrado un paquete en el suelo, frente a una farmacia de la calle Esmeralda, y que por la forma y el peso el paquete parecía contener un libro. Que buscó con la mirada a quien lo hubiera podido perder, y que no encontró a nadie. Que caminó varias cuadras camino de su casa con el libro bajo el brazo, y que cuando ya estaba muy cerca de llegar se metió en un bar a tomarse un café, y que entonces se le presentó una chica joven preciosa que le pidió permiso para sentarse a su mesa porque estaba sola y le apetecía charlar un rato con alguien, y que nunca había visto una belleza igual, que tenía unos ojos verdes increíbles, y unos dientes, y unos coloretes en las mejillas, y una gorra de lana roja que llevaba ladeada y le dejaba un mechón rubio al descubierto, y me contó que le gustaba la pintura, y yo le conté lo que hacía, y…
—Y te lo creíste.
—Bueno, no sé, ¿por qué habría de dudar?
—¿Por qué? Porque eres un retrasado mental, o sea, un bombón de veinte años se sienta a tu mesa, así, de repente, y a ti te parece normal. Horacio, por favor, deberías recetarte a ti mismo un manual para combatir la imbecilidad.
—Y a ti debería recetarte una novela policiaca, para echarle combustible a esa imaginación tuya tan delirante.
—A ver, está claro, la chica dejó el paquete en el suelo para que lo transportara un incauto, vamos, el primer tonto que pasara por allí. Te siguió y cuando le pareció oportuno se acercó a ti hasta conseguir recuperarlo ya sin riesgo.
Horacio quedó pensativo.
—Ya —dijo finalmente—. Y por eso se acostó conmigo, ¿no?
Ricardo respiró hondo, dio un largo trago a su cerveza, y mirando fijamente a los ojos miopes escondidos tras las gafas de pasta del recetador, le dijo:
—A eso reconozco que no tengo respuesta, y cuanto más te miro, menos me lo explico.
Cuando se fueron los policías, o las personas que se hacían pasar por tales, Horacio colocó de nuevo las cosas en su sitio. Habían roto un cajón del armario, desgarrado las mangas de un abrigo y rajado los cojines del sofá. Todo lo demás era simple desorden.
Cuando todo estuvo colocado en su sitio, Horacio se dio cuenta de que faltaba el paquete que había encontrado frente a la farmacia de la calle Esmeralda, pero recordaba con seguridad que los tipos no se lo habían llevado. Así que solo había podido ser ella.
Esa tarde Horacio la pasó inquieto. Recibió a dos clientes, los escuchó y les recetó un par de buenos libros, uno de Thomas de Quincey para un estudiante de matemáticas que comenzaba a tontear con las drogas, y otro de Laclós para una señora madura que quería vengarse de su marido infiel.
Después se preparó algo rápido para cenar, restos encontrados en una nevera que no había conocido mujer desde hacía tiempo. Se tumbó en el sofá y se puso a leer. No podía concentrarse. Lo intentó con música, pero en realidad no la escuchaba, era un ruido de fondo más que otra cosa. Con la televisión le ocurrió lo mismo, y como ya no se podía caer más bajo en la escala del entretenimiento, decidió tomarse un somnífero y meterse en la cama.