Cada tarde, cuando el sol se escondía por poniente, una joven japonesa de sonrisa tímida y ojos del color de la miel se sentaba frente al escritorio y abría las cartas que habían dejado en el buzón. Y cada tarde encontraba allí, en sobres encintos de historias y de versos, una joya, la palabra precisa, el lirismo más desatado, la pasión más hermosa.
—Si no creyera en el reencuentro, la muerte nos habría llegado al separarnos.
Qué verso más bonito, pensó, creo que este será hoy el elegido.
Y así cada tarde, cuando el sol se escondía por poniente, la joven japonesa de mirada tímida y ojos del color de la miel ponía un poco de justicia en medio del caos universal, una gota de rebeldía frente al terco devenir de la vida, en la que casi nunca gana quien más se lo merece.
No importaba si eras guapo o feo, rico o pobre, hombre o mujer, risueño o atormentado, elegante o desarrapado, fuerte o débil. No importaba si en el implacable sorteo de las virtudes la naturaleza había sido generosa contigo, si te había bendecido con la belleza y la gracia o castigado con la terrible condena de la vulgaridad. Allí solo contaban las palabras, el verso escrito, el sentimiento derramado sobre el papel. Esas eran las reglas en el universo de la joven japonesa, el autor de la historia que consiguiera emocionarla era el elegido. Y así cada noche. Tan sencillo como eso. Y Keiko, que así se llamaba la japonesa, se acostaba con el elegido.
Cada tarde, cuando el sol se escondía por poniente, la habitación en la que vivía Keiko se convertía en un burdel, el burdel de Dorsoduro.