Cuando al inspector Harpo le notificaron su nueva misión se quedó sin palabras. Su historial era intachable, eso es cierto, siempre había cumplido escrupulosamente sus misiones, había cosechado algunos éxitos notables y se sentía valorado por sus superiores. Pero aquello sobrepasaba con creces sus expectativas: había sido elegido para desmantelar el complejo entramado de la resistencia, la misteriosa organización que había tenido la desfachatez de desafiar al sistema, vulnerando el orden establecido y sublevando a capas cada vez mayores de la población.

Al llegar a casa, el inspector Harpo siguió su rutina de cada día. Se dejó caer en el sofá, se quitó los zapatos, se aflojó el nudo de la corbata y se sirvió una copa. Sonrió a su mujer. Más de treinta años de matrimonio permitían averiguar los estados de ánimo, intuir tristezas, preocupaciones y cansancios, pero también alegría o excitación. Y esta vez los ojos de Harpo hablaban con un brillo especial.

Cuando le contó lo del ascenso, la nueva misión que le habían encargado, Harpo no ocultó su satisfacción. Le producía un orgullo especial haber sido elegido para aquella misión, seguramente la más compleja de todas a cuantas había tenido que enfrentarse en su dilatada carrera. El enemigo ahora era global, como la sociedad, y las acciones de la resistencia, negándose a pagar por hablar, se propagaban como la pólvora por todo el mundo. El inspector Harpo imaginaba que tendría que hacer frente a una organización muy compleja, bien estructurada, con ramificaciones en múltiples lugares, poseedora de una amplia red de confidentes, colaboradores y espías, un engranaje astutamente diseñado para sembrar el caos, sublevar a los ciudadanos y poner contra las cuerdas a la autoridad.

Pero a Harpo la misión no le arredraba. Tendría que dedicarle muchas horas, eso sí, y seguramente sería su familia quien más lo pagaría, al final siempre son los mismos —la familia, los amigos— los damnificados por el exceso de trabajo. Pero qué importaba, la misión que le habían encargado merecía la pena, era la oportunidad profesional de su vida, compensaba cualquier ausencia y, además, con el impuesto sobre las palabras cada vez se hablaba menos con ellos y, como si se tratara de una espiral, al hablar cada vez menos, cada vez tenían menos cosas que decirse.

Se sirvió un refresco, aunque esta vez añadió una gotita de ginebra. Vaya, pensó su mujer, pues sí que hoy es un día importante. Y con inmensa dulzura en su mirada observó a su marido desde la cocina, con el delantal puesto mientras freía las patatas.

Harpo, siempre metódico, le dio un buen trago a su copa. Ese era el que más le gustaba, el primero, en el que las burbujas del refresco le hacían cosquillas en la nariz. Notó el sabor amargo de la ginebra y frunció el ceño. Bueno, manos a la obra, pensó.

Abrió su libreta de detective y extendió sobre la mesa un gran mapa de la ciudad. Anotó los lugares donde habían ocurrido las acciones de la resistencia. Trató de encontrar un denominador común, una lógica en aquella cascada de actuaciones que habían puesto en jaque a las autoridades. Pero no encontró nada, ni siquiera uniendo con rotulador los puntos geográficos donde se habían producido los hechos. Nada. Aquello parecía no obedecer a ninguna secuencia lógica. Y Harpo pensó que se estaba enfrentando a un enemigo mucho más organizado y mucho más inteligente de lo que había creído.