Las despedidas son siempre momentos extraños. En ellas confluyen la nostalgia por lo que se ha vivido y que ya no se va a volver a repetir, la excitación por el futuro incierto, por los nuevos proyectos y aventuras que surgirán a partir de ahora. También la felicidad por los amigos conocidos y la melancolía que, inevitablemente, nos asalta siempre que algo se termina, siempre que se cierra un capítulo de nuestras vidas.
Puntual, y esta vez sí, impecable, llegó el pianista al bar, saludó, colocó sus partituras, se quitó los guantes, estiró sus dedos, crac-crac, bebió el primer trago de whisky, y dijo en voz alta y solemne:
—Esta primera canción se la dedico a mi joven amigo Bruno Labastide, que mañana dejará el hotel, y al que deseo éxitos y felicidad. ¡Y larga vida! —añadió mientras ya sonaban las primeras notas del Ojalá que te vaya bonito, de José Alfredo Jiménez.
La dama, como atraída por la música, como si de un encantamiento se tratara, no tardó en llegar. Si todas las noches iba radiante, la de hoy alcanzaba cotas sublimes, o al menos eso le parecía a Bruno. Y sin embargo, iba vestida más simple que nunca, una camisa blanca remangada y unos pantalones vaqueros, el pelo recogido, ni una joya, ni un adorno. Nada.
La piel, suave y morena, caliente —¿se había pasado la tarde tomando el sol?, pensó Bruno— y un aroma fresquísimo, limpio, que creaba a su alrededor una nube de bienestar difícil de describir.
El bar está hoy, curiosamente, más animado que nunca. Hay clientes nuevos, que el joven camarero nunca había visto antes, sin duda gente de paso que no se aloja en el hotel pero que quiere hacer una parada tranquila al final de la tarde. Hasta parece que hay más luz, piensa Labastide. Y realmente es así, porque por fin alguien de mantenimiento ha decidido sustituir las seis bombillas fundidas.
El pianista juega provocativamente con la dama, sin recato, devorándola con los ojos y con las letras de sus canciones. Ella se deja hacer, no parece molesta por las insinuaciones del pianista, Fly me to the moon, susurra ella mientras del piano brotan las notas de esa bella canción de Bart Howard, llévame a la luna o a donde quieras, piensa Bruno, que sigue la escena desde el otro lado de la barra mientras prepara un par de gin tonics.
Aún hubo tiempo para rellenar varias veces el vaso de whisky del pianista, atender a nuevos clientes y escuchar un buen puñado de canciones, antes de que la dama, la condesa Alma Capogentile, abandonara el salón con su elegancia habitual. Solo que esta vez ocurrieron las cosas de un modo diferente. Firmó su cuenta, como cada noche, pero esta vez, en lugar de dejar una generosa propina, miró a Bruno a los ojos, le sonrió y dejó sobre la barra una llave, habitación 324.
—No tardes mucho, caro, te estaré esperando —le dijo mientras se acariciaba el lóbulo de la oreja.
Y fue entonces, en ese preciso instante, cuando el pianista del lago, aturdido por lo que acababa de escuchar, por primera vez en su vida falló una nota.