En aquella época, la mayor parte de los extranjeros que conseguían un visado para entrar en Moscú terminaban alojándose en el Hotel Intourist. Era una enorme mole de cemento y cristal, fea y sin gracia, un descomunal ladrillo que solo tenía una virtud: estaba a tres pasos de la Plaza Roja y del Kremlin. En el interior un hall grande y prácticamente vacío, sin mobiliario. Y personal, mucho personal, como si fuera parte de la decoración, porque simplemente parecían no tener asignada tarea alguna. Así que Bruno, que si de algo sabía era de hoteles, se preparó para un largo y tedioso registro de entrada, rellenando impresos y mostrando toda su documentación una y otra vez.
Cuarenta y cinco minutos después llegó por fin a su habitación, en el octavo piso, un cuarto pequeño y espartano como la celda de un monje. Estaba agotado por el largo viaje, así que decidió darse una larga ducha y meterse en la cama. Sin embargo, del grifo no salió una sola gota de agua. Nada. Sobre la mesita de noche había un teléfono verde oliva, grande, de plástico, que parecía de juguete. A ver si este funciona, pensó, y marcó el número de la recepción. Cuatro tonos después tuvo suerte y escuchó la voz de la recepcionista.
—Verá, es que en mi habitación no hay agua, vamos, que no sale agua de los grifos.
—Ya —le contestaron—, eso es normal.
—¿Normal? —exclamó Bruno.
—Está usted en el octavo piso, y a veces la presión del agua no llega hasta ahí, depende de cuánta gente en otras habitaciones tenga abiertos los grifos, o de si las cañerías se han congelado. Hay muchos factores.
Labastide no daba crédito a lo que oía.
—O sea, que por estar en el octavo piso tengo menos posibilidades de tener agua corriente que si, dijéramos, estuviera en el segundo.
—Exactamente —replicó impertérrita la recepcionista.
Bruno decidió no discutir y tomar el camino más práctico.
—Bueno, pues entonces quiero una habitación en el segundo piso —dijo.
—Eso es imposible —le contestó la voz de la recepción—, usted ya tiene asignada una habitación.
—Pues quiero otra —gritó Bruno.
—¿Quiere usted dos habitaciones?
—¡No! Quiero solo una, una donde haya agua.
—En la suya hay agua, señor, en todas las habitaciones hay agua.
Aquello consiguió desesperar a Labastide.
—Pues en la mía no hay, suba y compruébelo si quiere.
—No me está entendiendo, señor —dijo la recepcionista—. A su habitación también llega el agua, pero quizás no ahora.
—Ah, muy bonito —exclamó Bruno—. ¿Y cuándo llegará? —preguntó.
—Eso no lo sé, señor, debería usted estar atento.
—¿Atento? ¿Atento a qué? ¿Pretende que me pase la noche delante del grifo abierto para ver si llega el agua? —estalló Labastide fuera de sus casillas.
—Esa es una posibilidad —dijo secamente la recepcionista—, pero también hay otras, y el método que finalmente elija es cosa suya.
Exhausto y vencido colgó el teléfono y se tiró sobre la cama. Aquello era disparatado, un mundo kafkiano.
Bienvenido a la Unión Soviética, le dijo al día siguiente Kolya entre carcajadas, abriendo ceremoniosamente sus brazos. Aquí no funciona nada. Salvo que tengas dinero, claro, y entonces, milagrosamente, todo funciona como una maquinaria perfectamente engrasada. Pero bueno, supongo que eso mismo ocurre en todos los países del mundo, ¿no?
Kolya era un tipo de unos cincuenta años, grande como un oso siberiano, con un bigote de morsa y el pelo abundante cortado a cepillo. Tenía los ojos pequeños, y además miraba tan fijamente que parecían aún más diminutos, como dos dardos a punto de dispararte.
Kolya era el contacto que el pianista del lago le había dado a Bruno por si quería hacer carrera en Moscú.
—Me debe un par de favores que ya no le voy a poder cobrar —dijo misterioso el pianista—, así que no tengas reparo en cobrártelos tú en mi nombre, la vida no es más que un banco de favores y en este tengo crédito. Gástalo tú.
Bruno se preguntaba si el pianista habría dicho lo mismo tras la última noche en Ginebra, y quiso pensar que sí, que el pianista era un hombre generoso que entendía las pasiones humanas. De lo contrario, nunca se habría atrevido a viajar a Moscú y a contactar con Kolya.
—¿Kolya es el diminutivo de Nikolai? —preguntó Bruno con ingenuidad.
El ruso lo fulminó con la mirada.
—Haces demasiadas preguntas.
Bruno se ruborizó.
—¿Demasiadas? —preguntó—, si es la primera que he hecho.
El otro clavó los dardos de sus ojos en los de Bruno y le espetó:
—Pues debes aprender que en este trabajo una pregunta ya es mucho, aquí se está para ver, oír, hacer el negocio y callar. Y llevarse el dinero. Y cuanto menos sepas del resto mejor, y cuanto menos sepa el resto de ti, mejor para ti. Quid pro quo —dijo el ruso marcándose un latinismo totalmente fuera de lugar.
Bruno, que llevaba un tiempo pensando qué le molestaba tanto de aquel tipo, se dio cuenta entonces: durante toda la conversación no había dejado de juguetear con un palillo en la boca.
Entonces Kolya sacó un paquete de una bolsa de deporte, de esas que en unos pocos años se acabarían convirtiendo en carísimas joyas vintage en los países ricos de Occidente, y lo puso sobre la mesa.
—Yo… esto… no —balbuceó malamente Labastide.
—La vas a necesitar —dijo Kolya—. En este negocio, tarde o temprano, se acaba necesitando.
En ese momento, el joven Bruno Labastide tomó una decisión que mantendría con firmeza el resto de su vida: no usar nunca armas de fuego. Y seguramente fue una de las decisiones más inteligentes que jamás tomó.
Kolya recogió el paquete con la pistola y las dos cajas de cartuchos que le había dejado sobre la mesa y volvió a guardarlo en su bolsa de deporte, encogiéndose de hombros y sin entender nada. Tú verás, acertó a musitar, entre la sorpresa y el desprecio.
Le había citado en una pequeña tienda de artesanía de la calle Arbat. Ahora estaba allí, en una salita escondida tras la cortina, mientras afuera se vendían objetos decorativos y réplicas de iconos ortodoxos. Cuando años después Bruno regresó a Moscú, por razones que nada tienen que ver con esta historia, no pudo reconocer nada. La calle Arbat se había convertido en un monótono mercadillo turístico lleno de la misma mercancía barata made in China que se podía encontrar en cualquier otro lugar del mundo.
Con las instrucciones claras volvió dando un largo paseo hasta el hotel. De pronto, al girar en una calle, vio una larga cola de gente, mujeres, casi todas muy mayores, con sus pañuelos anudados a la cabeza. Era invierno, y hacía un frío terrible, pero las mujeres estaban allí, con bolsas o carritos de la compra vacíos a su lado, esperando no se sabía qué. Bruno decidió encender un cigarrillo y ver cómo terminaba aquel extraño desfile.
En ese momento llegó un camión, no demasiado grande, más bien una furgoneta, abrió el portón trasero y comenzó a repartir comida. Las señoras —algunas llevaban horas esperando a temperaturas bajo cero— se llevaban legumbres, alguna fruta o un par de latas de arenques ahumados. Pagaban con sus humildes y gastados rublos, y se iban felices con la mercancía que habían podido conseguir. Bruno no entendía muy bien aquel sistema, por qué las abuelas y las amas de casa hacían esas largas colas para comprar. Solo lo entendió cuando entró por vez primera en una tienda de comestibles. Allí no había nada, el desabastecimiento era total, solo había estanterías vacías. En una de ellas, al fondo, Bruno pudo ver que aún quedaba a la venta un solitario trozo de queso, como si fuera una trampa preparada para cazar a un ratón.
Aprovechó para pasear por la ciudad, a pesar del frío, eso le ayudaba a analizar con más lucidez la conversación que acababa de tener con Kolya, y a valorar si el riesgo que iba a asumir realmente merecía la pena. Estaba a punto de cruzar un umbral tras el que, quizás, no hubiera una fácil vuelta atrás.
Cuando por fin llegó al hotel se fue directo a su habitación, ya había aprendido la lección y sabía que de nada serviría iniciar una conversación absurda para saber si ya tendría agua corriente en el baño. Así que pulsó la tecla del ascensor, pero esta vez no se encendió ninguna luz, ninguna señal de vida en el aparato.
—Está estropeado —le dijo otro huésped extranjero que acababa de entrar, un tipo viscoso con el pelo engominado que hablaba un inglés petulante mal pronunciado—. Habrá que subir andando —añadió—. A mí tampoco me importa mucho, porque mi habitación está en el segundo piso.
Y encima tendrá agua el muy capullo, pensó Bruno, valorando estrangular allí mismo al simpático imbécil.
Cuando por fin llegó al octavo, con la lengua fuera y jadeando, lo primero que pensó Labastide es que debería hacer más ejercicio, no era normal estar tan desfondado a su edad. Después vio a la cuidadora de planta, o al menos así la llamaba él, una señora descomunal con el pelo cardado que se pasaba el día paseando por el pasillo de las habitaciones, como un policía en posición de patrulla. Esta vez, sin embargo, le sorprendió la voz provocativa que escuchó a su espalda mientras buscaba la llave. Una chica rubia, guapísima, joven, con los labios exageradamente pintados de carmín rojo y con la mínima ropa para no ser detenida por escándalo público.
—¿Me invitas a tu habitación, guapo? —preguntó en un inglés rudimentario.
La cuidadora de planta, o vigilante, o perro mastín, cualquiera que fuera su raza y profesión, se levantó de su silla y caminó en dirección contraria, dejando privacidad a la pareja. Hasta estos límites llega la corrupción, pensó Bruno. Luego recordó a las señoras de la cola ante el furgón de alimentos, peleando en silencio por llevar algo de comida a casa, y su juicio se hizo menos severo y más compasivo. Lo único claro es que aquel sistema era perverso.
Sonrió amable y negó con la cabeza, no, gracias, que tengas buena noche. Y al ver los hoyuelos de las mejillas y la sensibilidad y belleza del chico, ella exclamó:
—Por favor, déjame entrar, si quieres te lo hago gratis.
Pero Bruno ya había cerrado la puerta y su mente estaba ocupada en otros asuntos.