Nunca he dado un do por un re, quiero decir que jamás he fallado una sola nota. Y van ya cuarenta años tocando, esos como profesional, que con los de estudio nos ponemos fácilmente por encima del medio siglo. Y en todo ese tiempo le aseguro, amigo Labastide, que nunca he fallado una sola nota, que nunca he dado un mi por un fa.
Sol. Hace sol esta mañana en Ginebra. Bruno se levanta con un fuerte dolor de cabeza, el estómago revuelto, la boca pastosa. Es aún muy joven, poco más que un adolescente, y su cuerpo no está aún acostumbrado a la ingesta masiva de alcoholes duros. Pero con el pianista no era cuestión de hacerse el estrecho, si él bebe yo le sigo.
—Soy un bebedor solvente, chaval, y me gusta que me hagas la segunda voz. Aprende a beber, es el mejor consejo que te puedo dar —le dijo el pianista.
De París a Ginebra, el tren apenas tarda un puñado de horas, pero cualquiera habría dicho que ese viaje le había puesto a Bruno unos cuantos años sobre la espalda. El torpe botones desgarbado y con acné se empezaba a transformar en un joven muy apuesto, con el cuerpo bien formado, y unos hoyuelos en las mejillas de su cara, ya más varonil y con barba incipiente y dura, que apuntaban maneras de armas de destrucción de las más altas defensas femeninas.
No es que la ciudad suiza fuese precisamente el arquetipo de exotismo que el joven Labastide buscaba, pero al menos estaba en otro país, y era todo lo que había podido encontrar en la sección de ofertas de empleo del diario atrapado entre cepos de madera que descansaba sobre una mesita del hall del hotel parisino en el que trabajaba. Una sustitución de verano, tres meses de contrato en un buen hotel de Ginebra, frente al lago, un sueldo decente más alojamiento y comida, además de un buen porcentaje de las propinas. Al joven Bruno aquello le sonó a música celestial, una oferta imposible de rechazar.
Metió sus cuatro cosas en un macuto y en una maleta grande y vieja, de cuero gastado, que había pertenecido a su padre y que solo había usado en una ocasión, la única vez que viajó. Y con todas sus pertenencias en aquel macuto y en aquella vieja maleta se fue a Ginebra. Uno solo posee aquello que no se puede perder en un naufragio, le había dicho años después un aventurero español en la barra del bar de un prostíbulo de Manila. Y aunque la frase no fuese muy original, era la primera vez que Bruno la escuchaba, y desde entonces la había convertido en su lema vital. Con dos maletas llegó a Ginebra y con dos maletas llegó a Venecia muchos años después. Y entre medias, mil naufragios.
Desde la estación de tren casi se intuye el lago, abajo, al final de la cuesta. El joven Labastide está en el andén, con sus dos maletas, gentes que vienen y van, abrazos de reencuentro, besos de despedida, la megafonía anunciando próximas salidas y llegadas, de vez en cuando el silbato de un revisor, y nada más. Aparte de eso allí todo era silencio, como si la estación estuviera insonorizada.
Comparada con París, esta ciudad es muy pequeña, piensa el joven Bruno, así que se pone a caminar con su maleta de cuero viejo y gastado en una mano y su macuto al hombro en busca del hotel. No tiene mapa. Pregunta a la gente, pero a nadie parece interesarle lo que el chaval les dice. Tras varios intentos consigue que le den algunas indicaciones. Hay que llegar al lago y bordear una buena parte de su ribera, caminando siempre en dirección a Coppet, le dicen. ¿Y dónde estará Coppet?, piensa Bruno.
El paseo es agradable, pero la distancia es larga. Por fin, a la salida de la ciudad, sobre las mansas aguas del lago, Bruno pudo ver las grandes y elegantes letras que anunciaban el hotel: Hôtel des Étoiles. Esa misma noche descubriría que algunos neones estaban fundidos, y que nadie se había preocupado de repararlos, por lo que desde lejos, y a falta de estrellas, se leía «Hôt es toi». Ciertamente, el edificio era magnífico, una impresionante residencia de mediados del XIX convertida en un alojamiento grandioso. El problema era que esa magnificencia hacía tiempo que había pasado a mejor vida, y ahora agonizaba con la dignidad de la marquesa que vende las joyas de la familia para seguir tirando una temporada más, pero que aún sigue tomando el té en el juego de porcelana china.
Era evidente que el caserón a orillas del lago había vivido mejores tiempos, pero aún conservaba la clase que un día atrajera a la mejor aristocracia de media Europa. Salones amplios con alfombras persas ya gastadas que, algún día, fueron mullidas. Lámparas de cristales imposibles, de mil reflejos, de Bohemia o de Murano. Muebles de madera noble de Alsacia. Y estucos y cuadros y tapices y pinturas y humedades y desconchones y telas de araña. Y el servicio con sus trajes de gala, con un siete recosido en los pantalones o un jirón ajado en las hombreras. Ese era el Hôtel des Étoiles, el hotel de las estrellas, no se sabe si del cine o de los cielos.
A la derecha del hall de entrada, la recepción, y detrás el piano bar, en un salón amplio, con muebles que algún día fueron modernos, una barra de madera de caoba y un par de arañas con seis bombillas fundidas. Mejor. El ambiente así es más íntimo, sobre todo cuando el pianista del lago se quita los guantes, hace crujir sus dedos, crac-crac, y ataca la primera melodía, heaven, I am in heaven, Cole Porter, y ciertamente cada nota en su sitio, ni una falla el tipo.
—¿Por qué lleva guantes el pianista? —pregunta ingenuamente Bruno al concierge.
—Porque sus manos son un tesoro y tiene que protegerlas. ¿Acaso no sabes que es el único pianista del mundo que jamás ha errado una nota?
Bruno se sonroja y baja la cabeza. Su voz es casi inaudible.
—Me lo dijo ayer, pero no le creí.
—Pues muy mal, muchacho —dice el concierge enfadado—. Si no eres capaz de creer en la palabra de tus mayores, mal te va a ir en la vida.
La rutina en el hotel es lánguida, perezosa, pero también placentera. Bruno atiende por las mañanas en el salón de desayunos, grande y despejado, con unas cuantas mesas en la terraza exterior sobre el lago. El café y las tostadas con mantequilla y mermelada son los claros triunfadores del menú, seguido por las infusiones, la bollería y los cereales. Casi todos los huéspedes desayunan en silencio, roto por el tintineo rítmico de los cubiertos contra los platos. Solo una pareja con dos niños se hacen notar, niños, estaos quietos, grita histérica la madre, sin darse cuenta de que su voz molesta más que los infantiles juegos de los pequeños.
La clientela es, cuando menos, curiosa. Parecen todos personajes de otra época, como si hubieran estado habitando el hotel desde que este se construyó. Están de vacaciones, si es que se puede usar esa palabra para designar el descanso de los que no trabajan. Gente adinerada venida a menos que traslada su residencia en verano a orillas del lago en busca del aire fresco y puro del cantón de Vaud, huyendo del inmisericorde calor veraniego de París, Milán o Viena. Y de paso, claro, para controlar sus ahorros e inversiones.
No hay nada que incomode más a un camarero que el cliente que llega cuando está ya a punto de cerrar, en ese momento fronterizo en el que aún no se ha cumplido el horario anunciado de cierre, pero que le obligará a alargar su jornada aún un buen rato. Normalmente, y en función del cliente, se le disuade amablemente o se le sirve apresuradamente advirtiéndole de que tendrá que irse en unos minutos. Pero con ella eso nunca funcionaba. Como clavara sus ojos azabache en los tuyos, no había valiente que le hiciera frente. Y siempre llegaba cuando el turno de desayunos estaba a punto de terminar.
—Buenos días, señora. ¿Lo de siempre?
Ella levanta levemente la cabeza, se acaricia el lóbulo de la oreja, entorna los ojos, que brillan como el carbón, y asiente. Ni una palabra hasta que el camarero le trae la copa de champán y el plato de fresas silvestres. Entonces da la última calada al cigarrillo, lo apaga con suavidad en el cenicero de porcelana, cambia de dirección el cruce de las piernas y, finalmente, con una voz suave, pero desafiante, da las gracias en un susurrante francés con acento ligeramente italiano. Después se pone las gafas de sol, toma una fresa y la moja en el champán. La fresa entre los labios, pero aún no la muerde, simplemente la chupa, la acaricia con la lengua, hasta que, de pronto, desaparece en un visto y no visto, en dos bocados, garganta abajo.
—¿Necesitas algo? —pregunta la dama al camarero.
Bruno se ruboriza, no se ha dado cuenta de que seguía allí, en pie, inmóvil frente a la señora, como si estuviera hipnotizado.
—No…, disculpe, señora.
Y se retira. Siente cómo le quema la mirada de la dama. Él no puede verla, claro, porque ya camina dando la espalda a la terraza, pero está seguro de que ella le está mirando.
—¿Quién es la dama? —pregunta Bruno al concierge.
Este se quita las gafas de leer, enarca las cejas mirando de arriba abajo al joven Labastide y le dice:
—Olvídate, chaval, esa es demasiada yegua para tan poco jinete.
Bruno se ruboriza y agacha la cabeza, no es precisamente el valor una de sus mayores virtudes. Se va humillado, y sigue haciendo su trabajo de la tarde, dar almuerzos o atender eventualmente el servicio de habitaciones. Después tiene unas horas libres hasta la noche, cuando le corresponde atender la barra del piano bar.
Ese es el mejor momento del día, cuando llega el pianista del lago, recién salido de la ducha, con el pelo aún mojado y la cara perfectamente rasurada, oliendo a colonia fresca para después del afeitado. Lleva siempre consigo un pequeño maletín negro, como de médico rural, y dentro las partituras encuadernadas en unas gastadas tapas con letras doradas en el lomo. Cuando se sienta frente al teclado ya le ha llegado el primer whisky de la noche, servido con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza por Bruno, aleccionado ya con las costumbres del pianista. Hay que vigilar que el vaso, bajo y con tres piedras de hielo, esté siempre bien servido del destilado ambarino. De lo contrario, el pianista, simplemente, dejará de tocar.
—Hola, chaval, ¿qué tal te ha ido el día? —le pregunta mientras se quita los guantes y hace estiramientos con sus dedos, crac-crac.
Pero Bruno apenas tiene tiempo de musitar un bien, gracias, porque en ese momento entra en el bar del hotel la dama del desayuno, como si caminase a cámara lenta, como si tuviese el poder de detener el tiempo a su paso, y todos los clientes parecen seguirla con la mirada en su viaje hacia la barra, hacia el taburete más cercano al piano, del que en ese momento comienzan a brotar las primeras notas de la Garota de Ipanema. Esta noche lleva un vestido negro entallado, que remarca unos pechos morenos y generosos y deja ver con holgura unas piernas duras pero de piel suave. Lo demás ya se lo puede imaginar uno, sobre todo el joven Labastide, fascinado por la dama.
Ella vuelve a pedir champán, y Bruno se pregunta si esa mujer solo se alimenta de burbujas. Le gustaría preguntárselo, pero no se atreve, aún tiene grabadas a fuego las palabras del concierge, soy poca cosa para entablar conversación con ella, piensa.
Sin embargo, el pianista no parece temerla, la mira descaradamente mientras recorre el teclado con sus manos, en un juego que sugiere que, en realidad, está recorriendo sus piernas. Ella se deja tocar por la mirada del pianista, se deja acariciar por las manos ficticias que se deslizan sobre las teclas, blancas y negras, como si fuera un tablero de ajedrez mágico del que salen, ni más ni menos, maravillosas melodías.
Bruno prepara dos dry martinis y un san francisco para una mesa de americanos que acaban de llegar. El ruido de la coctelera no es capaz de acallar las notas rotundas que el pianista le dedica a la dama, pisando el pedal de resonancia del piano como si fuera el acelerador de un coche de carreras, la Cumparsita, si supieras que aún dentro de mi alma conservo aquel cariño que tuve para ti, quién sabe, si supieras que nunca te he olvidado. Y ella sonríe, y cierra los ojos, y por un momento parece que está cantando en silencio los hermosos versos que inmortalizó Gardel.
Pocos dry martinis más agitados se habrán servido, porque Bruno sigue batiendo la coctelera arriba y abajo, una y otra vez, incapaz de apartar la mirada de la escena. Estos se traen una buena historia desde hace tiempo, piensa Bruno, que sirve las copas a los americanos, y antes de atender a una pareja que lleva ya un rato esperando en una de las mesas del fondo corre hacia la barra en busca de la botella de whisky, que apenas queda ya nada en el vaso del pianista y no vaya a ser cosa de que deje de tocar, se enfunde las manos en los guantes, y se acabe la magia.
Ciao, bello. La dama firma la cuenta y deja sobre la barra un billete de propina. Propina generosa acompañada de una sonrisa y un guiño cómplice. Y tal como entró se va, al bamboleo de las caderas con las miradas de la clientela apuntando directamente al final de su espalda. Entonces se para, se acaricia el lóbulo de la oreja y se quita los zapatos de tacón. Y así, cual condesa descalza de Mankiewicz, camina sobre las alfombras persas que algún día fueron mullidas, en dirección a su habitación.