Considera la alternativa

Cuando cumplí los sesenta di una gran fiesta en Las Vegas, que resulta que es uno de mis cinco sitios favoritos. Pasamos el fin de semana comiendo, bebiendo, apostando y pasándolo en grande. Uno de mis amigos hizo siete tiradas en la mesa de los dados y todos ganamos un poco de dinero, y gritamos y chillamos y nos fuimos a la cama locamente felices. La magia duró unos cuantos días y, como resultado, conseguí evitar toda reflexión sobre lo que eso significaba. La negación ha sido para mí un modo de vida durante años. La verdad es que creo en la negación. Me parece que la única manera de enfrentarse a un cumpleaños de este tipo es hacer todo lo posible para quitárselo de la cabeza. No hay nada en mí que sea mejor hoy que a los cincuenta, a los cuarenta o a los treinta, pero sin duda llevo el mejor corte de pelo de toda mi vida, me gusta mi nuevo piso y, como se suele decir, «considera la alternativa».

Ya hace cuatro años que cumplí los sesenta y para cuando alguien lea esto probablemente hará más de cinco. Sobreviví a los sesenta años, no me hizo ninguna gracia cumplir sesenta y uno, menos todavía cumplir sesenta y dos, no me gustó especialmente cumplir sesenta y tres, detesté cumplir sesenta y cuatro y odiaré cumplir sesenta y cinco. No dejo traslucir estos sentimientos en persona; en persona soy alegre y juvenil como Pollyanna. Pero la cruda realidad es que es triste tener más de sesenta años. Las largas sombras están por todas partes: amigos que mueren o luchan contra enfermedades. Flota en el ambiente una emanación de melancolía que te obliga a enfrentarte con el hecho de que tu vida, por muy feliz y fructífera que haya sido, ha estado llena de decepciones y errores, pequeños y grandes. Hay sueños que probablemente nunca se cumplirán, ambiciones que seguramente nunca se alcanzarán. Quedan, en resumen, cosas de las que una se arrepiente. Edith Piaf se hizo famosa cantando una canción titulada Non, je ne regrette rien (No me arrepiento de nada). Es una buena canción. Entiendo lo que quería decir. Puedo identificarme con su mensaje; podría presumir de que no me arrepiento de nada. Después de todo, la mayor parte de mis errores han resultado ser cosas a las que he sobrevivido, o se han convertido en anécdotas divertidas o, en alguna ocasión, con las que incluso he ganado dinero. Pero la verdad esque je regrette beaucoup.

Se han escrito toda clase de libros para mujeres mayores. Son, por lo que yo he visto, uniformemente optimistas y llenos de fórmulas convencionales y panegíricos sobre lo agradable que puede ser la vida cuando una se libera de las asfixiantes obligaciones de los niños, de las reglas mensuales y, en algunos casos, de los trabajos a jornada completa. Esos libros me parecen sencillamente inútiles, igual que me lo parecieron todos los libros que una vez leí sobre la menopausia. ¿Por qué escribe la gente libros en los que se dice que es mejor ser mayor que ser joven? No es mejor. Aunque una conserve intactas todas las facultades, se pasa la vida intentando recordar el nombre de la persona que le presentaron anteayer. Y, aunque estés en magnífica forma, no puedes picar una cebolla como antes, ni recorrer en bicicleta varios kilómetros sin convertirte en una seria candidata al arrastre. Si trabajas, te rodea gente joven con presencia en el mercado, en las estadísticas, con empuje; quiere quedarse con tu trabajo y algún día se hará con él. Si eres lo bastante afortunada para mantener una relación sexual, no será como la que conociste en otros tiempos. Además, no puedes llevar bikini. Oh, cómo me arrepiento de no haber llevado bikini el año entero cuando tenía veintiséis años. Si alguna joven lee esto, por favor que vaya en este mismo instante a ponerse un bikini y que no se lo quite hasta cumplir los treinta y cuatro.

El otro día me llamó la editora de una revista, una editora que, como yo, tiene más de sesenta años. Su revista preparaba un número sobre la edad y quería que escribiera algo. Nos pusimos a hablar y me dijo: «¿Sabes lo que me saca de mis casillas? Que las mujeres de nuestras edad digan: "En mis tiempos…". Éstos son nuestros tiempos».

Pero no son nuestros tiempos. Son sus tiempos. Nosotras sólo vamos tirando. No podemos llevar camisetas de tirantes, no tenemos la menor idea de quiénes son 50 Cent y apenas conocemos las distintas funciones de un teléfono móvil. Si apretamos sin darnos cuenta un botón del mando a distancia y la pantalla de la televisión se llena de nieve, no tenemos ni idea de cómo volver a poner el canal en el que estaba. (Esto es la auténtica pesadilla del nido vacío: tus hijos se han ido y ellos eran los únicos de la casa que sabían cómo funcionaba el mando.) La tecnología es una lata. Ya no sé qué botones de la radio del coche tengo que apretar para escuchar mis emisoras favoritas. Las marchas de mi bicicleta me desconciertan. ¡De mi bicicleta! Y gracias a Dios nadie me ha regalado un reloj digital. De hecho, si alguno de mis amigos lee esto, por favor, nunca me regaléis un reloj digital.

Hace unos días me fui de compras a una tienda de Los Ángeles que, mira tú por dónde, tienen vaqueros que de verdad me llegan hasta la cintura, y me quedé pasmada al ver que la clienta que iba delante de mí era Nancy Reagan. Eso da una idea de lo vieja que soy: Nancy Reagan y yo compramos en la misma tienda.

Total, que le dije a la editora que estaba equivocada: «Estás totalmente equivocada, éstos no son nuestros días, éstos son sus días». Pero ella continuó imperturbable. Me dijo: «Bueno, pues entonces tengo otra idea, ¿por qué no escribes sobre la vergüenza de la edad?». Y le dije: «Búscate a alguien que no tenga más de cincuenta años para escribir sobre ese tema. Yo ya he pasado con creces la vergüenza de la edad, si alguna vez la tuve. Estoy encantada de estar aquí sin más».

En fin, la cuestión es que no sé por qué se escriben tantas tonterías sobre la edad, aunque por supuesto entiendo que nadie quiera leer un libro en el que se diga que la edad es una putada. Somos una generación que se ha acostumbrado a creer que podemos hacer algo para cambiarlo todo. Somos activas… ¿Qué digo? Somos proactivas. Somos positivistas. Tenemos el poder. Nos tomamos todas las sugerencias en serio. Si hay una pastilla que nos pueda ayudar, nos la tomamos. Si estar en la Zona nos puede ayudar, entraremos en la Zona

[8] . Si oímos hablar de la última crema antiarrugas escandalosamente cara que garantiza que vuelve atrás el reloj, nos echamos a la calle y vamos a por ella a pesar de que sabemos que las últimas cinco cremas antiarrugas que compramos eran completamente inútiles. Hacemos crucigramas para mantener a raya al Alzheimer y comemos seis almendras al día para alejar el cáncer; exploramos nuestro cuerpo para encontrar cualquier cosa que pueda ser eliminada de raíz. Nosotras controlamos. Llevamos las riendas. Estamos a la vanguardia. Hacemos listas. Buscamos opciones. Navegamos por la red.

Pero hay algunas cosas que son categórica, definitiva y completamente incontrolables.

Estoy dando vueltas alrededor de la palabra que empieza por M, pero no quiero ser ambigua. Cuando una llega a la mitad de los sesenta las probabilidades de morir —o sencillamente de ponerse horriblemente enferma antes de morir— se disparan. La muerte es una francotiradora. Alcanza a gente que amas, a gente que te gusta, a gente que conoces, está por todas partes. Tú podrías ser la siguiente. Pero la cuestión es que no lo eres. Aunque sigues siendo candidata.

Mientras tanto, tus amigas mueren y tú te quedas no sólo desamparada, no sólo apesadumbrada, no sólo sintiéndote culpable, sino lisa y llanamente indefensa. No puedes hacer nada. Todos tenemos que morir.

— ¿Cuál es la respuesta? —le preguntó Gertrude Stein en el lecho de muerte a Alice B. Toklas.

No hubo contestación.

— En ese caso, ¿cuál es la pregunta? —inquirió Stein.

Bueno, exactamente.

Bueno, no tan exactamente. He aquí algunas preguntas a las que estoy dando vueltas constantemente: ¿hay que derrochar o hay que ahorrar? ¿Hay que vivir cada día como si fuera el último o es mejor guardar el dinero por si acaso vives veinte años más? ¿La vida es demasiado corta o puede que sea demasiado larga? ¿Tienes que trabajar todo lo que puedas o pararte a oler las rosas? Y en todo esto, ¿qué lugar ocupan los hidratos de carbono? ¿De verdad vamos a tener que pasar los últimos años de nuestras vidas sin probar el pan, sobre todo ahora que el pan en Norteamérica es tan increíblemente delicioso? ¿Y qué me dices del chocolate? Ahí tienes una pregunta para ti, Gertrude, ¿qué me dices del chocolate?

Mi amiga Judy murió el año pasado. Era la persona a la que se lo contaba todo. Era mi mejor amiga, mi hermana de repuesto, mi verdadera madre, a veces hasta mi hija, era todas esas cosas y un día me llamó para decirme que le había pasado una cosa de lo más rara, que le había salido un bulto en la lengua. Menos de un año después había muerto. Tenía sesenta y seis años de edad. No tuvo el menor interés en morir hasta el último momento. Tuvo una muerte horrible. Y se ha ido. Pienso en ella todos los días, en ocasiones hasta seis y siete veces al día. Este fin de semana era el que íbamos juntas a la feria de jardín y de antigüedades de primavera de Bridgehampton. La pantalla de la chimenea del cuarto de al lado la descubrió en un rincón de esa feria y encima del hogar hay un cartel con una gaviota que me regaló hace sólo dos veranos. Ahora estamos en junio; es el mes en que una de las dos hacía el pudín de maíz, una receta absurda que a ambas nos encantaba, hecha con mezcla de bizcocho de maíz y maíz de lata. Ella hacía el suyo con crema agria y yo lo hacía sin crema. «Hola, corazón», me decía cuando me llamaba. «Hola, guapa.» «Hola cariño mío.» Creo que nunca me llamó, ni a mí ni a nadie conocido, por el nombre real. Tengo su chal de cachemir blanco. Lo llevé puesto días y días después de su muerte; me envolvía en él; incluso dormía con él. Pero ahora no puedo soportar ponérmelo, porque me parece que es lo único que me queda de mi Judy. Quiero hablar con ella. Quiero comer con ella. Quiero que me deje un libro que ha leído y le ha parecido maravilloso. Ella es mi miembro fantasma y no puedo creer que me haya quedado sin él.

Unos meses antes de que le descubrieran el bulto en la lengua, Judy y yo salimos a comer para celebrar el cumpleaños de una amiga. Había sido un año difícil: no había pasado ni una sola semana sin que tuviéramos horribles noticias sobre la salud de alguien. En la comida les dije: «¿Qué vamos a hacer? ¿Vamos a hablar del tema?». A esto han llegado nuestras vidas. La muerte nos rodea por todas partes. ¿Cómo nos enfrentamos a esta situación? La amiga que cumplía años dijo: «Por favor, no seamos morbosas».

Eso. No seamos morbosas.

No lo seamos.

Pero, por otro lado, me hice el propósito de tener una conversación con Judy sobre la muerte. Antes de que alguna de las dos se pusiera mala o muriera. Me propuse tener una de esas conversaciones directas en las que se comenta Lo Que Quieres Que Se Haga ante esa eventualidad… bueno, digo «esa eventualidad», pero ésta es una de las cosas más raras del asunto. La muerte no nos parece eventual o inevitable. Nos sigue pareciendo… eludible de alguna manera. Pero no lo es. En alguna parte de nuestro cerebro todos sabemos que vamos a morir, pero a cierto nivel no nos lo acabamos de creer.

Pero me propuse tener esa conversación con Judy a fin de que, cuando lo inevitable llegara, supiéramos cuáles eran nuestras intenciones y pudiéramos ayudarnos la una a la otra a morir de la forma que eligiéramos. Pero, claro, una vez que le descubrieron el bulto, ya no hubo forma de tener esa conversación. Los testamentos vitales son mucho más fáciles de redactar cuando uno está vivo que cuando se enfrenta a la posibilidad de la muerte; son de lo más hipotéticos. ¿Y algo habría cambiado si hubiéramos tenido aquella conversación? Antes de caer enfermo uno no tiene ni idea de cómo va a reaccionar cuando le ocurra. Puede que imagines que serás valiente, pero es igualmente probable que te entre pánico. Puede que creas que vas a encontrar un medio para aceptar la muerte, pero no sería extraño que acabaras maldiciéndola. No tienes ni idea de cuál va a ser tu diagnóstico en particular, ni cuál va a ser tu reacción, o qué opciones se te ofrecen. No tienes ni la menor idea siquiera de si conocerás alguna vez la verdad de tu diagnóstico, porque la verdadera cuestión es: ¿qué es la verdad y quién nos la va a contar? ¿Y vamos nosotros a querer saberla?

Mi amigo Henry murió hace unos meses. Era una de esas personas que solemos calificar de afortunadas. Murió a los ochenta y dos años después de vivir una vida plena, rica y llena de éxitos. Había plantado cara valientemente a una degeneración macular —durante casi dos años la mayoría de sus amigos ni se dieron cuenta de que no veía— y escribió un libro sobre la experiencia de quedarse ciego que probablemente sobrevivirá a todos sus otros logros, que fueron considerables. Murió de un paro cardíaco, serenamente, mientras dormía, rodeado por su amante familia. El día anterior a su muerte pidió que le llevaran una gran carpeta marrón de acordeón que guardaba en su despacho. En ella tenía las cartas de amor que había recibido cuando era más joven. Las devolvió a las mujeres que las habían escrito, acompañadas de unas notas encantadoras para todas ellas, y rompió el resto. Lo que es más, dejó instrucciones precisas y detalladas para su funeral, incluida la música que quería, todo ello minuciosamente descrito en un documento de su ordenador que había llamado «Salida».

Admiro profundamente a Henry y su forma de afrontar su muerte. Es un modelo a seguir. Aun así, no consigo imaginar cómo aplicar todo esto a mi caso. Para empezar, he conseguido perder todas mis cartas de amor. La verdad es que tampoco tenía demasiadas. Y, si alguna vez las recuperara y se las devolviera a los hombres que las escribieron, puedo asegurar que se quedarían totalmente pasmados. Llevo años sin saber nada de ninguno de ellos y, a juzgar por la evidencia, todos parecen haber hecho un trabajo increíblemente bueno para sobreponerse a mi amor. En cuanto a las instrucciones para mi funeral, supongo que sí podría sugerir algunas. Por ejemplo, si se hace una recepción después, sé el tipo de comida que me gustaría que se sirviera: esos sandwichitos alargados que venden en ese sitio de Lexington Avenue llamado William Poll. Y champán estaría bien. Me encanta el champán. Es tan festivo… Pero, por lo demás, no tengo ni idea. Ni siquiera he pensado si prefiero que me entierren o me incineren… en buena medida porque siempre me ha preocupado que la incineración reduzca dramáticamente las posibilidades de reencarnarse. (Si es que eso existe.) (Que sé que no.) (Y aun así…)

— No quiero morir —dijo Judy.

— Creo en los milagros —dijo.

— Te quiero —dijo.

— ¿Te puedes creer lo que está pasando? —dijo.

No, no lo puedo creer. Todavía sigo sin poder.

Pero no seamos morbosas.

Pongámonos pequeñas máscaras sonrientes sobre la cara.

Sonría, por favor.

Come, bebe y sé feliz.

Vive el momento.

La vida sigue.

Podría ser peor.

Y el muy popular «Considera la alternativa».

Y mientras, seguimos aquí.

¿Qué le vamos a hacer?

No lo sé. Espero que haya quedado claro. Dentro de unos minutos acabaré de escribir estas líneas y regresaré a la vida real. Las ardillas han hecho un agujero en el tejado y no sé muy bien qué hacer. Pronto se pondrá a llover; probablemente habría que meter los cojines en casa. Necesito más aceite de baño. Y eso me recuerda que quiero decir algo sobre el aceite de baño. Yo utilizo un aceite de baño que adoro sin reservas. Se llama Baño de Limón del Dr. Hauschka. Cuesta unos veinte dólares la botella, que da para dos semanas de baños si se siguen las instrucciones. Según éstas, hay que poner un tapón por bañera. Pero un tapón no hace nada. Un tapón no es suficiente. Esto lo sé desde hace tiempo. Pero, si los acontecimientos de los últimos años me han enseñado algo, es que me voy a sentir como una idiota si me muero mañana y hoy he escatimado el aceite de baño. Así que pongo un montón de aceite de baño. Más de lo imaginable. Después de darme un baño, mi bañera es un terreno tan peligroso como una marea negra. Pero gracias al aceite de baño soy suave como la seda. Ahora mismo voy a salir a comprar más. Adiós.

FIN