JFK y yo:

ahora lo puedo conta r -

Una becaria de JFK lo admite todo

Una becaria de John F. Kennedy reconoció ayer al Daily News: «Yo soy Mimi».

Marión (Mimi) Fahnestock, que ahora tiene 60 años, dijo que se quitaba un gran peso de encima al hacer por fin pública su aventura amorosa con el apuesto presidente hace cuatro décadas. «Para mí, el beneficio de esto es que me ha permitido contar a mis dos hijas casadas un secreto que llevo ocultando 41 años —dijo—. Es un gran alivio. Y ya no pienso hacer más comentarios. Solicito a los medios que respeten mi intimidad y la de mi familia.»

Yo fui becaria en la Casa Blanca de JFK. De verdad. Éste no es uno de esos artículos de humor en los que la autora finge haber tenido una experiencia que ahora está de actualidad en los medios con el fin de llegar a una conclusión «divertida». Fue en 1961 y me contrató Pierre Salinger para trabajar en la oficina de prensa de la Casa Blanca, exactamente en el mismo lugar en el que trabajaría Mimi Fahnestock al año siguiente. Y ahora que Mimi Fahnestock se ha visto forzada a dar un paso adelante y confesar que tuvo una aventura con JFK, yo también puedo contar mi historia.

He observado que en todos los artículos se cita a otra mujer de la oficina de prensa, Barbara Gamarekian, que delató a la pobre Mimi en las vistas orales de la Biblioteca Kennedy. Gamarekian declaró viperinamente, según los periódicos, que Mimi «no sabía ni escribir a máquina». Bueno, lo único que puedo decir a eso es: ¡ja! Aún más diría yo: ¡ja, ja! En la oficina de Salinger había seis mujeres cuando yo trabajaba allí. Una se llamaba Faddle (su mejor amiga, Fiddle, trabajaba para Kennedy) y, que yo sepa, todo su trabajo consistía en firmar las fotos del jefe de prensa Pierre Salinger. El trabajo de Fiddle era autografiar las de Kennedy. La mecanografía no parecía ser una habilidad imprescindible para nadie y, desde luego, no era necesaria para las becarias como yo (y como Mimi, me atrevería a decir), porque NO HABÍA NINGÚN ESCRITORIO PARA LAS BECARIAS NI, POR CONSIGUIENTE, MÁQUINA EN LA QUE ESCRIBIR.

Sí, ¡todavía estoy resentida! Porque yo no sólo era la única mujer joven en la Casa Blanca que no podía permitirse una sucesión interminable de vestidos trapecio de lino sin mangas como los de Jackie, sino que además era la única persona de la oficina de prensa sin un sitio donde sentarse. Y entonces, como ahora, era capaz de escribir cien palabras por minuto. Teóricamente, cada jornada de ocho horas se quedaban sin escribir cuarenta y ocho mil palabras porque NO TENÍA ESCRITORIO.

Además llevaba una permanente realmente horrenda. Éste es un dato muy relevante para la historia, una vez que las cosas se animen.

Conocí al presidente a los pocos minutos de empezar a trabajar en la Casa Blanca. En mi primera mañana de trabajo él iba a Annapolis a pronunciar el discurso de aceptación y Salinger me invitó a unirme al grupo de periodistas en el helicóptero de prensa. Cuando regresé a la Casa Blanca Pierre me llevó a conocer a Kennedy. Era el hombre más guapo que había visto en mi vida. No recuerdo los detalles de nuestra conversación, pero puede que estén incluidas en las declaraciones de Salinger en la Biblioteca Kennedy. Algún día las buscaré. Lo que sí recuerdo es que fue una reunión breve, de unos diez o quince segundos. Después volví a la oficina de prensa y descubrí lo que tú, lector, ya sabes: que no tenía donde sentarme.

O sea que me pasé el verano vagando por el pasillo de los archivos. Leí casi todo lo que había en ellos, incluidas algunas interesantes notas que llevaban el sello «Información clasificada» y «Confidencial». Justo al lado de los archivos estaban los lavabos de caballeros y un día el portavoz de la Casa Blanca, Sam Rayburn, se quedó encerrado sin querer. Si yo no hubiera estado por allí, tal vez siguiera encerrado.

De vez en cuando iba al Despacho Oval y observaba cómo fotografiaban al presidente con diversos dirigentes extranjeros. Estoy bastante segura de que algunas veces se daba cuenta de que le miraba.

Lo que me lleva al encuentro crucial con JFK, aquel sobre el que a nadie de la Biblioteca Kennedy se le ha ocurrido preguntarme. Fue un viernes por la tarde y, como no tenía dónde sentarme (ver más arriba) y nada que hacer (ídem), decidí salir al jardín y ver al presidente subirse al helicóptero que le iba a llevar a Hyannis Port a pasar el fin de semana. Hacía un día maravilloso y me puse en el porche que da a la Rosaleda, nada más salir del Despacho Oval. Aterrizó el helicóptero. El ruido era ensordecedor. El viento que levantaban las hélices lo sacudía todo (aunque la permanente no permitía que se me moviera ni un pelo). Y entonces, de repente, en vez de salir de la zona de residencia, el presidente surgió del despacho y pasó por mi lado. Se dio la vuelta. Me vio. Me reconoció. A pesar del ruido atronador me habló. No pude oír nada, pero le leí los labios y estoy bastante segura de que dijo: «¿Qué tal te van las cosas?». Pero no estaba completamente segura. Así que contesté lo mejor que pude: «¿Qué?».

Y ya está. Se subió al helicóptero y yo volví a merodear por la Casa Blanca hasta que acabó el verano. Nunca le volví a ver.

Ahora que he leído los artículos sobre Mimi Fahnestock, me ha quedado terriblemente claro que probablemente haya sido la única mujer joven que haya trabajado en la Casa Blanca a la que Kennedy no le tiró los tejos. Puede que fuera por la permanente, que en verdad fue un desafortunado error. Puede que fuera la ropa que llevaba, que consistía principalmente en vestidos multicolor de poliéster que parecían hechos de queso Velveeta. Puede que fuera por ser judía. No os riáis; pensadlo, pensad en la larga lista de mujeres con las que se acostó JFK. ¿Había alguna judía? Me parece que no.

Por otro lado, es posible que no pasara nada entre nosotros sencillamente porque JFK presintió de alguna manera que «discreción» no era mi segundo nombre. Vamos, puedo asegurar que, si hubiera pasado algo entre nosotros, nadie habría tenido que esperar tanto para enterarse.

Pero, en fin, he aquí mi historia. No me preocupa hacerla pública, pues se la he contado prácticamente a todas las personas que he conocido en los últimos cuarenta y dos años. Y ahora, como Mimi Fahnestock, no voy a hacer más comentarios. Pido a los medios que respeten mi intimidad y la de mi familia.