La
historia de mi vida en
3.500 palabras o menos
Si consigo regresar a Nueva York, todo irá bien
Tengo cinco años de edad. Acabamos de mudarnos de Nueva York a Los Ángeles y me encuentro al aire libre, en el patio de recreo de mi colegio en Doherty Drive, Beverly Hills. La luz del sol se filtra entre los árboles y estoy rodeada de niños rubios que ríen felices. Sólo puedo pensar: «¿Qué hago yo aquí?».
Lo que dijo mi madre
Mi madre pronuncia estas palabras por lo menos quinientas veces en el transcurso de mi crecimiento: «Todo es copia».
También dice: «Nunca se te ocurra comprar un abrigo rojo».
Lo que dijo mi profesor
Mi profesor de periodismo del instituto, que se llama Charles O. Simms, nos está enseñando a escribir un titular, la primera frase o párrafo de un artículo periodístico. Escribe en la pizarra las palabras «Quién, Qué, Dónde, Cuándo, Por qué y Cómo». Luego nos dicta una serie de hechos que son más o menos los siguientes: «Kenneth L. Peters, director del Instituto de Beverly Hills, anunció hoy que el claustro del Centro viajará el jueves a Sacramento para asistir a un coloquio sobre nuevos métodos de enseñanza. Los ponentes serán la antropóloga Margaret Mead y Robert Maynard Hutchins, decano de la Universidad de Chicago». Todos nos sentamos a las máquinas de escribir y escribimos nuestro titular, la mayoría invirtiendo la enumeración de los datos, algo así como: «Margaret Mead y el decano de la Universidad de Chicago Robert Maynard Hutchins se dirigirán al claustro el jueves en Sacramento en un coloquio sobre nuevos métodos de enseñanza, anunció hoy el director del instituto Kenneth L. Peters». Entregamos el trabajo. Todos estamos muy orgullosos. El señor Simms mira lo que hemos hecho y luego lo tira todo a la papelera. Dice: «El titular del artículo es "El jueves no habrá clase"». Una bombilla eléctrica se enciende en el globo que aparece sobre mi cabeza. En ese momento decido que voy a ser periodista. Unos meses después me presento a un concurso municipal de artículos de cincuenta palabras o menos sobre por qué quiero ser periodista. Gano el primer premio, dos entradas para el estreno mundial de una película de Doris Day.
Juro por Dios que Janice Glabman no volverá a reírse de mí jamás
Me voy a la universidad. Peso cuarenta y ocho kilos. Vuelvo de la universidad tres meses después. Peso cincuenta y siete doscientos. Una vez fui delgada y sin formas. Ahora soy gorda e, irónicamente, también sin formas. No me cabe nada, salvo la falda escocesa de tablas, que me hace más gorda todavía. Es una tragedia. Mi padre me echa una mirada nada más salir del avión y le dice a mi madre: «Bueno, puede que alguno se case con ella por su personalidad».
Vuelvo a la universidad. Sigo gorda. En la cafetería del colegio mayor hay una máquina que llaman La Vaca y cuando abres un grifo sale la leche más fría y deliciosa que haya probado en mi vida. Y también hay bollos y magdalenas y galletas. Nunca me había expuesto a tales delicias. Me encantan. Repito una y otra vez. Hay mantequilla por cualquier sitio que mire y, por supuesto, esa deliciosa leche fría. Y no estoy hablando de leche desnatada, amigas mías. Esto pasó hace tanto tiempo que nadie sabía nada de la leche desnatada.
Total, que pasan los meses. Vuelvo a casa a pasar el verano. Estoy tan gorda como siempre. No me cabe la ropa. Esto ya lo he dicho, pero sigue siendo verdad. Y, como es verano, ni siquiera me puedo poner la falda escocesa tableada. Así que me voy a casa de mi amiga Janice Glabman para que me deje ropa suya. Janice siempre ha estado gorda. Me pruebo uno de sus pantalones. Me quedan pequeños. Me quedan excesivamente pequeños. Ni siquiera puedo subirme la cremallera. Janice se ríe de mí. Éstas son las palabras exactas de Janice: «Ja, ja, ja, ja, ja». Al día siguiente me pongo a dieta. A los seis meses he vuelto a mis cuarenta y ocho kilos. Sigo a dieta desde entonces.
No he visto a Janice desde hace más de cuarenta años, pero, si la veo, estaré preparada. Estoy delgada. A pesar de que ahora peso cincuenta y siete kilos, exactamente lo mismo que pesaba cuando regresé a casa de la universidad convertida en una bola de grasa. No me lo explico.
No me voy a casar con Stanley J. Fleck
Paso el verano trabajando como becaria en la Casa Blanca con Kennedy y estoy prometida a un joven abogado que lleva el nombre de Stanley J. Fleck. Toda la gente que conozco está prometida. Mi novio me ha venido a ver a Washington y le invito a un recorrido por la Casa Blanca, por donde puedo deambular libremente gracias a mi pase. Le enseño el Salón Rojo. Le enseño el Salón Azul. Le muestro el precioso retrato de Grace Coolidge. Le enseño la Rosaleda. Al final del recorrido me dice: «Mi mujer nunca trabajará en un lugar así».
Domingo en el parque
Me encuentro en un bote de remos en el lago de Central Park. Afortunadamente, no soy yo quien rema. Todavía estoy en la universidad, pero acabaré pronto, pronto viviré aquí, en la ciudad de Nueva York. Miro los altos edificios que rodean el parque y se me ocurre que, aparte del hombre que lleva los remos, no conozco a nadie en Nueva York. Y apenas conozco al hombre que me acompaña en el bote. Me pregunto si seré una de esas personas de las que hablan los periódicos, esas que viven en Nueva York y nunca llegan a conocer a nadie y acaban muriendo y nadie se entera hasta días después, cuando el hedor empieza a extenderse por el descansillo. Me juro solemnemente que algún día conoceré a alguien en Nueva York.
Voy a ser reportera en un periódico toda la vida
Estamos en 1963. He escrito un artículo para una parodia del New York Post durante una larga huelga del periódico. Los redactores del Post se molestan, pero al editor le parece divertido. «Alguien que puede hacer una parodia del Post puede trabajar en él —dice—. Contratadlos.» Cuando termina la huelga me ofrecen una semana a prueba en el periódico. La redacción de información local es polvorienta, sórdida y oscura. Las mesas están destartaladas y se caen a cachos. Huele fatal. Apenas hay teléfonos. El jefe de información local me manda al acuario de Coney Island a cubrir la información de dos focas monje a las que han puesto juntas para que se apareen y ni se miran. Escribo el artículo. Creo que me ha quedado divertido. Lo entrego. Oigo risas en la redacción de información local. A ellos también les parece que es divertido. Me contratan definitivamente. Nunca he sido tan feliz. He logrado cumplir la ambición de mi vida y tengo veintidós años.
Puede que no sea reportera en un periódico toda la vida
Una noche voy a un bar cercano a la redacción del Post con uno de mis compañeros y el director del periódico. Ha llovido. Después de unas cuantas copas, el director nos invita a su casa de Brooklyn Heights. Cuando llegamos me dice que espere en el porche. Encima de una de las ventanas hay un toldo. Mientras espero como me ha dicho, él recoge el toldo y unos cuarenta litros de agua me caen encima empapándome de la cabeza a los pies. Eso le parece tronchante.
Mi vida cambia
Escribo un artículo en una revista sobre tener el pecho pequeño. Ya soy escritora.
Lo que dijo mi madre (2)
Ahora creo que lo que mi madre quiso decir cuando dijo: «Todo es copia» es esto: cuando te resbalas con una piel de plátano, la gente se ríe de ti; pero cuando le cuentas a la gente que te has resbalado con una piel de plátano, eres tú quien se ríe. De manera que te conviertes en el héroe del chiste, en vez de en su víctima.
Creo que eso era lo que quería decir.
Por otro lado, puede que sólo quisiera decir: «Todo es copia».
Cuando estaba en el hospital, agonizando, me dijo: «Eres reportera, Nora. Toma notas». A mí me parece que eso no era lo mismo que «Todo es copia».
Mi madre murió de cirrosis, pero la causa inmediata de su muerte fue una sobredosis de pastillas para dormir que le administró mi padre. En aquel momento no me pareció que este hecho entrara en la categoría de «Todo es copia». Aunque sí se lo debió parecer a mi hermana Amy, quien lo contó en una novela. ¿Quién puede reprochárselo?
Cómo murió: mi versión
Mi madre está en el hospital. Mi padre llama todos los días y nos dice que se acabó, que la van a desconectar. Pero no hay nada que desconectar. Mi madre vuelve a casa. Pasan algunos días. Un día mi padre dice que le va a dar la noche libre a la enfermera. Esa noche, más tarde, me llama y me dice que mi madre ha muerto. La funeraria ya ha ido a casa y se ha llevado el cuerpo. Voy a la casa. Son las cuatro de la madrugada. Me siento un rato con mi padre y luego los dos decidimos descabezar un sueño antes de que empiece el nuevo día. Mi padre mete la mano en el bolsillo de su albornoz y saca un frasco de pastillas para dormir. «El médico me dio esto por si tenía dificultades para dormir —me dice—. Tíralas por el retrete.» Voy al cuarto de baño y las tiro por el retrete. A la mañana siguiente, cuando llegan mis hermanas, les cuento lo de las pastillas. Mi hermana Amy me dice:
— ¿Contaste las pastillas?
— No —contesto.
— Puf…
Estuve seis años casada con él
Mi primer marido es una persona totalmente encantadora, aunque tiene una relación patológica con sus gatos. Estamos en 1972, en el apogeo del movimiento de liberación de la mujer, y todo el mundo se divorcia, incluso las mujeres con maridos que no tienen una relación patológica con sus gatos. Mi marido está planeando un safari fotográfico por África y yo le digo:
— No puedo hacer ese viaje.
— ¿Por qué no?
— Porque es muy caro y probablemente vamos a separarnos y me sentiría horriblemente culpable de que te hayas gastado esa cantidad de dinero para llevarme a África.
— No seas tonta —me dice—. Yo te quiero y tú me quieres y no nos vamos a divorciar y, aunque así fuera, eres la persona con la que quiero ir a África. Así que nos vamos.
Así que nos vamos a África. Es un viaje maravilloso. Cuando volvemos le digo a mi marido que quiero el divorcio. «¡Pero si te he llevado a África!», me dice.
Esto no te lo puedes inventar
Estoy trabajando en un artículo sobre una mujer, presidenta del Bennington College, que ha sido despedida de su trabajo. He leído un reportaje sobre ella en The New York Times que dice que la han despedido —junto a su marido, vicepresidente de Bennington— por su inamovible postura en contra de la titularidad de los profesores. Sospecho que su despido no tiene nada que ver con su firme posición en contra de la titularidad, aunque no tengo la menor idea de cuál es el motivo. Voy a Bennington y descubro que el verdadero motivo del despido es que tenía una aventura con un profesor de la facultad, que los dos daban juntos un curso sobre Hawthorne y que ambos llevaban a clase camisetas iguales con una A escarlata en el pecho.
Todo es copia
Estoy embarazada de siete meses de mi segundo hijo y acabo de descubrir que mi segundo marido está enamorado de otra persona. Ella también está casada. Su marido me llama por teléfono. Es el embajador inglés en los Estados Unidos. No es broma. Y resulta que es una de esas personas que tienden a considerar cualquier cosa en términos generales. Me sugiere que quedemos a comer. Quedamos delante de un restaurante chino en Connecticut Avenue y nos echamos el uno en brazos del otro, llorando.
— Oh, Peter—le digo—, ¿no te parece horrible?
— Es horrible —dice él—. ¿Qué le está pasando a este país?
Lloro desconsoladamente, pero pienso que algún día esto será una historia divertida.
Estuve casada con él dos años y ocho meses
Vuelo a Nueva York para ver a mi loquera. Entro en su despacho y rompo a llorar. Le cuento lo que me ha hecho mi marido. Le digo que tengo el corazón hecho trizas. Le digo que soy una ruina total y que nunca volveré a ser la misma. No puedo dejar de llorar. Ella me mira y dice: «Tienes que entender una cosa: tú le ibas a dejar tarde o temprano».
Bien pensado,a lo mejor sí se puede inventar
Total, que escribo una novela. Cambio los gatos de mi primer marido por hámsters y cambio al embajador inglés por un subsecretario de Estado y le pongo barba a mi segundo marido.
Una de las cosas más tristes del divorcio
Esto lo cuenta mi hermana Delia y tiene razón. Cuando éramos pequeñas nos encantaba que nos contaran cómo se habían conocido nuestros padres y cómo se habían enamorado y se habían fugado un verano mientras trabajaban como monitores en un campamento. Formaba una parte intensa de nuestra vida, como una canción que se canta una y otra vez; pasara lo que pasara, independientemente de las cosas horribles que ocurrieran entre ellos, siempre sabríamos que nuestros padres habían estado locamente enamorados en un tiempo.
Pero cuando llega el divorcio nunca se les dice a los hijos que una vez estuviste locamente enamorada de su padre porque les resultaría demasiado confuso.
Y luego, con el tiempo, ni siquiera puedes recordar si lo estuviste.
Un hombre y una mujer viven en una casa en una península desierta
Alice Arlen y yo hemos escrito el guión de la película Silkwood. Está basada en la historia real de Karen Silkwood, que trabajó en una planta de plutonio de Oklahoma; murió en un misterioso accidente de coche mientras se dirigía a una reunión con un periodista de The New York Times para hablar de las condiciones de la planta. La va a dirigir Mike Nichols; en realidad iba a dirigir un musical de Broadway, pero todo se vino abajo cuando le traicionó una amiga íntima que también participaba en el espectáculo. Vamos a llamar a esta amiga Juanita a efectos de la narración.
Total, que nos ponemos todos a trabajar en el siguiente borrador del guión y Mike no deja de sugerir escenas en las que Karen Silkwood es traicionada por una amiga. Tiene otro millón de ideas por el estilo, y ninguna de ellas guarda el menor parecido con lo que le ocurrió a Karen Silkwood, aunque sí se parecen mucho a lo que le ocurrió a Mike y a su amiga Juanita. Por fin le digo:
— Mike, Juanita no mató a Karen Silkwood.
— Sí —dice Mike—, ya sé lo que quieres decirme. Es el cuento de la península.
Y nos cuenta el cuento de la península: Un hombre y una mujer viven en una casa que está en una península desierta. La madre del hombre va a visitarles y el hombre se marcha de viaje de negocios. La mujer coge el transbordador y va a tierra firme a ver a su amante. Hacen el amor. Guando terminan, la mujer se da cuenta de que se ha hecho tarde y se levanta, se viste y sale corriendo a coger el último transbordador. Pero pierde el barco. Le suplica al capitán del ferry. Éste le dice que la llevará a la península si le paga seis veces la tarifa normal. Pero no tiene ese dinero. Así que se ve obligada a volver andando a la península y por el camino la violan y asesinan.
Y la pregunta es: ¿quién es responsable de su muerte y en qué orden: la mujer, el hombre, la madre, el capitán del ferry, el amante o el violador?
La pregunta es un test de Rorschach, dice Mike, y si se la haces a tus amigos, cada uno responderá de diferente manera.
Otra vez se enciende la bombilla.
Ésta señala el fin de mi amor por el periodismo y el momento en que empiezo a comprender que prácticamente todo es un cuento.
O, como una vez escribió E. L. Doctorow, de modo mucho más sucinto
«Esto me lleva a pensar que no existen la ficción o la no ficción como solemos entenderlas; no existe más que la narrativa.»
De mi guión de Cuando Harry encontró a Sally
HARRY: ¿Por qué no me cuentas la historia de tu vida?
SALLY: ¿La historia de mi vida?
HARRY: Nos quedan dieciocho horas para llegar a Nueva York.
SALLY: La historia de mi vida no duraría ni hasta que salgamos de Chicago. Quiero decir que todavía no me ha pasado nada. Por eso me voy a Nueva York.
HARRY: ¿Para que te pase algo?
SALLY: Sí.
HARRY: ¿Como qué?
SALLY: Como ir a la escuela de periodismo para ser reportera.
HARRY: ¿Para escribir lo que les pasa a otros?
SALLY: Es una forma de verlo.
HARRY: Imagínate que no te ocurre nada. Imagínate que vives allí toda la vida y no te ocurre nada. Que nunca conoces a nadie, no llegas a ser nada y al final tienes una de esas muertes neoyorquinas de las que nadie se entera hasta dos semanas después, cuando el hedor empieza a extenderse por el descansillo.
Un tío entra en un restaurante
Estoy cenando con unos amigos en un restaurante. Un conocido mío se acerca a la mesa. Es un chico tremendamente encantador. Su matrimonio se rompió más o menos al mismo tiempo que el mío. Me dice: «¿Cómo puedo dar contigo?».
No se puede hacer todo
Estoy en una pequeña sala de proyección esperando a que empiece la película. La sala se llena. No hay asientos suficientes. En los pasillos la gente se amontona desesperada. Yo estoy con mi amigo Bob Gottlieb, observándolo todo. El director de la película decide resolver el problema pidiendo a los niños asistentes que compartan los asientos. Observo con una frustración creciente. Al final le digo a Bob:
— La verdad es que es bien sencillo. Que traigan sillas plegables y las pongan en los pasillos.
Bob me mira.
— Nora —me dice—, no se puede hacer todo.
En mi cabeza se hace una claridad sorprendente.
Me ha sido confiado el secreto de la vida.
Aunque, probablemente, un poco tarde.
Y por cierto
El otro día me compré un abrigo rojo de rebajas. Pero todavía no me lo he puesto.