Ciega como un topo
Soy incapaz de leer una sola palabra en un mapa. Sé que estamos en la carretera 110 en dirección al norte porque acabamos de pasar un enorme cartel indicador que lo dice. Ahora parece que estamos en Fort Salonga. Estoy segura de que Fort Salonga aparece en el mapa, pero no consigo encontrar las gafas de leer y no puedo verlo. Una de las cosas más agradables de consultar un mapa, algo que yo podía hacer cuando no necesitaba gafas de cerca, es que nunca estás perdida del todo si eres capaz de localizarte en él. Pero esos días han pasado; estamos perdidas. Odiamos estar perdidas. Yo odio estar perdida, él odia estar perdido y nuestro matrimonio odia estar perdido. Por otro lado, tengo que admitir que nos estamos acostumbrando. Y, como es culpa mía (y no de mi marido) que no pueda encontrar las gafas de leer, a pesar de que sea culpa suya (y no mía) que no haya una lupa en la guantera, digo frases de ánimo como «Bueno, por lo menos vamos en la dirección correcta». También mi marido dice frases alentadoras, como «En fin, nunca hemos venido por aquí, así que puede ser interesante». Sólo que fuera está muy oscuro y lo único que veo con claridad es un cartel indicador que dice que estamos en la carretera 10, en dirección norte, pasando por Fort Salonga. Dondequiera que esté.
Soy incapaz de leer una sola palabra en el listín telefónico. Cuando de joven trabajaba como reportera en un periódico, siempre empezaba a investigar buscando en la guía de teléfonos. Es realmente asombrosa la cantidad de gente que sale en sus páginas, a la espera de que alguien la descubra. Años más tarde intenté trasmitir este conocimiento a mis hijos, pero no me hicieron ni caso. Me sacaban de mis casillas. Mis hijos creían que llamar al teléfono de información era gratis y, encima, luego marcaban el «1» para conectar directamente, lo cual añadía al coste un suplemento de treinta y cinco centavos que me ponía más furiosa todavía. Ahora que ya no puedo leer la letra pequeña de la guía, me veo obligada a llamar a información. Hablo con una grabación. Echo de menos mi relación con la guía de teléfonos. Echo de menos lo que significaba. Autosuficiencia. Democracia. La certeza de que podías encontrar lo que buscabas en un lugar al que todo el mundo tenía acceso. Sólo de pensar en la guía de teléfonos me embarga la melancolía: ahí había un mundo en el que estaban todos —o casi todos— y, lo que es más, yo era capaz de encontrarlos sin la ayuda de una grabación incorpórea que no entiende una palabra de lo que le digo.
Soy incapaz de leer una sola palabra en un menú. Soy incapaz de leer una sola palabra en las revistas semanales de televisión. Soy incapaz de leer una sola palabra en un libro de cocina. Soy incapaz de hacer un crucigrama. Soy incapaz de leer ni una palabra de nada, a no ser que la letra sea extremadamente grande, cuanto más grande mejor. El otro día saqué del ordenador un artículo que escribí hace tres años y estaba escrito en una tipografía tan pequeña que no consigo entender cómo logré escribirlo en su momento. Antes escribía en cuerpo doce; ahora escribo en dieciséis y estoy pensando en pasarme al dieciocho, o incluso al veinte. Todo esto me entristece mucho. Pero lo que más me entristece es la pura lectura. Cuando paso por delante de una estantería me gusta sacar un libro y hojearlo. Cuando veo un periódico encima del sofá, me gusta sentarme a leerlo. Cuando llega el correo me gusta abrir los sobres. Leer es una de las principales actividades de mi vida. La lectura lo es todo. La lectura me hace sentir que he conseguido algo, que he aprendido algo, que me he vuelto mejor persona. La lectura me hace más sabia. La lectura me da temas de los que hablar después. La lectura es la forma maravillosamente sana que tiene mi trastorno de déficit de atención de medicarse a sí mismo. La lectura es un escape y lo contrario de un escape; es una forma de mantener contacto con la realidad después de un día de inventarse cosas, y es la forma de entrar en contacto con la imaginación de otro después de un día excesivamente real. La lectura es provechosa. La lectura es la felicidad. Pero mi habilidad para pillar algo y leerlo —algo que me había pasado inadvertido hasta ahora— depende por completo en este momento del paradero de mis gafas. Las busco. ¿Por qué no están en este cuarto? La semana pasada compré seis en una oferta y las repartí por toda la casa, pero no hay ninguna a la vista. ¿Dónde están?
Odio necesitar gafas para leer. Odio ser incapaz de leer sin ellas una sola palabra en un mapa, en la guía de teléfonos, en un menú, en un libro o en cualquier otro sitio. ¡Y el frasco de las pastillas! Se me había olvidado hablar del frasco de las pastillas. ¿Dice que tome dos cada cuatro horas o que tome cuatro cada dos horas? ¿Dice: «Caduca el 12/8/07» o: «Murió. Punto. Se acabó lo que se daba»? No tengo ni idea de lo que pone y eso es grave. Podría morir por no ser capaz de leer la etiqueta del frasco de pastillas. De hecho, la letra del frasco de pastillas es tan pequeña que dudo de que nadie pueda leerla. No estoy segura de haber podido leerla cuando no necesitaba gafas para leer. Pero ¿quién recuerda esos tiempos?