La paternidad responsable en tres pasos

Paso uno: nace la criatura

Para empezar, quiero decir que cuando di a luz a mis hijos, que no fue hace tanto, prácticamente no existía la paternidad como la entendemos hoy. Por supuesto que había progenitores, y había padres y madres (y paternidad y maternidad), pero el concepto de paternidad responsable estaba dando sus primeros pasos, si es que existía.

He aquí lo que es un padre responsable: un padre responsable es una persona que tiene hijos. Esto es lo que supone tener hijos: los quieres, sales con ellos de vez en cuando, lanzas pelotas, lees cuentos, te aseguras de que sepan cuál de los cubiertos es el tenedor de la ensalada, les enseñas a decir «por favor» y «gracias», te ocupas de que se corten el pelo de vez en cuando y les preguntas si han hecho los deberes. De vez en cuando, unas frases que nunca creíste que dirías (porque te las dijeron tus padres) se te escapan de la boca; frases como:

¿TIENES LA MENOR IDEA DE LO QUE HA COSTADO?

PORQUE TE LO DIGO YO, POR ESO

HE DICHO AHORA MISMO

PARA YA

VETE A TU CUARTO

ME IMPORTA UN RÁBANO LO QUE LA MADRE DE JESSICA LE DEJE HACER

¿UNA CORONA? ¿QUE QUIERES UNA CORONA?

En aquellos tiempos en que sólo había padres, y no personas comprometidas con la paternidad responsable, ser padres era algo bastante sencillo. No necesitabas libros y, en caso de tener uno, era el del doctor Spock, un pediatra, y rara vez lo consultabas a no ser que tu hijo tuviera cuarenta grados de fiebre o la tos ferina, o las dos cosas. Entendías que tu hijo tenía su personalidad. Había nacido con ella. Durante un cierto período, aquel chiquillo viviría contigo y tu personalidad, y los dos haríais lo posible por sobrevivir al otro.

«Realmente, nunca cambian», se decía con frecuencia (en aquellos tiempos) de los niños. Éste era un concepto un tanto desconcertante cuando tenías el primer hijo. ¿Qué era exactamente lo que nunca cambiaría? Después de todo es tremendamente difícil decir cuál es la personalidad exacta de un recién nacido cuando no es más que un recién nacido. (Utilizo el término «personalidad» en su sentido más amplio, el que significa «el paquete completo».) Pero por fin el crío en cuestión empieza a manifestar su personalidad y, por supuesto, y sorprendentemente, esa personalidad nunca cambia. Por ejemplo, cuando se presenta un policía para informarte de que tu hijo de ocho años acaba de tirar a West End Avenue una docena de huevos por la ventana del quinto piso, no puedes evitar recordar al niño de catorce meses que fue y que tiró las judías desde la trona al suelo y pensó que era lo más divertido del mundo.

En aquellos tiempos —y una vez más permítaseme insistir en que no hablo del siglo XIX, sino de hace unos pocos años—, nadie creía que se pudiera transformar a un recién nacido en un ser humano diferente del que era al nacer. T. Berry Brazelton, el pediatra que suplantó al doctor Spock en la década de 1980, era un discípulo de Piaget, y su libro dividía a los niños en tres tipos: activos, medios y tranquilos. Nunca sugirió que un niño tranquilo pudiera convertirse en activo o viceversa. Tu niño era tu niño y, si te agotaba con su actividad, o se quedaba tumbado en la cuna con la mirada fija en el móvil, eso era lo único que podías esperar de él.

Todo esto cambió más o menos cuando yo empecé a tener hijos. No se puede culpar a las feministas: uno de los postulados principales del movimiento de la mujer era que, dado que muchas de ellas se estaban incorporando al mundo laboral, hombres y mujeres tenían que compartir el cuidado de los hijos; de ahí el término neutro «progenitor» y la necesidad de elevar el cuidado de los niños a algo más que las interminables horas de dedicación en las que realmente consistía. Por el contrario, se puede echar la culpa a la reacción en contra del movimiento feminista: a muchas mujeres no les apetecía incorporarse al mercado de trabajo (ni compartir la educación de los hijos con sus maridos), pero esto las hacía sentirse culpables, así que se vieron empujadas a elevar la paternidad a jornada completa a la categoría de sacramento.

En cualquier caso, un día, de repente, apareció esa cosa llamada paternidad responsable. La paternidad responsable era muy seria. La paternidad responsable era rigurosa. La paternidad responsable era solemne. La paternidad responsable era poner cedés de Mozart durante el embarazo, parir sin epidural y darle el pecho al niño hasta que tenía edad para desabrocharte él mismo la blusa. La paternidad responsable se basaba en la convicción de que tu hijo era una figura de barro que podía ser modelado (a base de grandes esfuerzos, información y refuerzos positivos) hasta convertirse en la persona perfecta que algún día sería admitido en la universidad que habías elegido para él. No consistía sólo en criar un hijo, sino en transformarlo, alimentándolo a la fuerza como a una oca productora de foie gras, alterando, modificando, modulando, manipulando, suavizando, mejorando. (Es curioso que la cultura llegara a la convicción de que era posible el perfeccionamiento del retoño al mismo tiempo que empezaba a creer en la contradictoria teoría de que en la naturaleza humana prácticamente todo es genético, demostrando así que quien dijera que la habilidad de defender dos ideas contradictorias al mismo tiempo es un signo de inteligencia no sabía lo que estaba diciendo.)

Y, por cierto, para alcanzar los efectos transformadores que son el objetivo de la paternidad responsable era indispensable una variada gama de personal complementario: susurradoras de bebés, consejeros del sueño, psicólogos, terapeutas del aprendizaje, terapeutas de familia, terapeutas del lenguaje, tutores y, si era necesario, medicación de cambio de conducta, la cual, no sé si casualmente o no, se inventó casi al mismo tiempo que apareció el concepto de paternidad responsable.

La paternidad responsable conllevaba la implícita aceptación de que un minuto es un minuto de calidad si el padre o la madre, o los dos, están presentes. En consecuencia, se te exigía tu presencia en las actividades más prosaicas a fin de observar, animar y guiar, si fuera necesario, aunque esto significara perder el fin de semana conduciendo tres horas y veinte minutos de ida y otras tantas de vuelta para luego sentarte en el vestuario oscuro y agobiante de un gimnasio en el que tu adorado vástago era estruendosamente derrotado en un campeonato de ajedrez al que a ti no se te permitía asistir porque tu mera presencia supondría una coacción injusta para él. (La disponibilidad de ambos padres a estar presentes en cualquier sitio a cualquier hora tenía el curioso efecto secundario de permitir que los colegios confiaran a ellos la supervisión de actividades que hasta entonces supervisaban profesionales.)

Ser padres responsables significaba que, tanto si tus hijos te entendían como si no, era tu obligación entenderles a ellos; la comprensión era la clave de todo. Si tus hijos sentían que les comprendías, o que al menos intentabas comprenderles, no te odiarían cuando fueran adolescentes. Es más: crecerían y se convertirían en adultos felices y bien adaptados que nunca tendrían que despilfarrar su dinero (o, lo que es más probable, el tuyo) en psicoanálisis o cualquier otro método de mejora personal que pudiera aparecer para ocupar su puesto.

La paternidad responsable hablaba un lenguaje totalmente distinto del de la paternidad sencilla: nunca se escribía en grandes letras mayúsculas que dejaran traslucir que se había expresado de forma impulsiva o encolerizada. Era más o menos así:

Estoy segura de que no querías romper el jarrón de mamá, cariño.

Deberíamos hablar de esto.

Sé lo frustrada y furiosa que debes sentirte en este momento.

¿Por qué no vas a tu habitación y descansas un ratito y vuelves cuando te encuentres mejor?

Si quieres, puedo llamar a la madre de Jessica y me entero de sus argumentos.

Si acabas los deberes podemos hablar de la corona.

Paso dos: el hijo llega a la adolescencia

La adolescencia supone un shock tremendo para los padres modernos, en gran medida porque se parece mucho a la adolescencia que ellos mismos vivieron. Tu adolescente es huraño. Tu adolescente es irascible. Tu adolescente se porta mal. Más exactamente, tu adolescente se porta mal contigo.

Tu adolescente dice palabras que a ti no se te permitían decir en tu juventud, la verdad es que ni siquiera las habías oído hasta que leíste El guardián en el centeno. Tu adolescente probablemente fuma marihuana, que puede que tú también hayas fumado, pero no antes de cumplir los dieciocho años por lo menos. No cabe la menor duda de que tu adolescente tiene relaciones sexuales inconvenientes y sin sentido, que tú no tuviste hasta bien cumplidos los veinte, si las tuviste. Tu adolescente se avergüenza de ti y va diez pasos por delante para que nadie sepa que estáis siquiera remotamente relacionados. Tu adolescente es desagradecido. Tú guardas un vago recuerdo de haber sido calificada de ingrata por tus padres, pero ¿qué tenías que agradecer tú? Casi nada. Tus padres no sabían lo que era la paternidad responsable. No eran más que simples padres. Al menos uno de ellos bebía como un cosaco. Mientras que tú eres ejemplar. Has dedicado años a dejarles claro a tus hijos que te preocupa hasta la más pequeña emoción que hayan sentido. Has llenado cada segundo de su vida de actividades culturales. Las palabras «me aburro» nunca han salido de su boca porque no han tenido tiempo de aburrirse. Tus hijos han tenido todo lo que les has podido dar… Todo y más, si cuentas las zapatillas de deportes. Les quieres con locura, mucho más de lo que te quisieron tus padres. Y, sin embargo, parecen haber salido exactamente igual que todos los adolescentes de la historia. Pero peor. ¿Cómo ha ocurrido? ¿Qué has hecho mal?

Más aún, gracias a los avances de la nutrición moderna, tu adolescente es grande, probablemente más grande que tú. La paga semanal que le das es comparable al producto interior bruto de Burkina Faso, un pequeño y empobrecido país de África del que ni tú ni tu adolescente sabíais nada hasta hace poco, cuando ambos pasasteis varios días haciendo un trabajo para sociales sobre él.

Tu adolescente ha cambiado, pero en ninguna de las direcciones que esperabas cuando empezaste a moldearle. Y también tú has cambiado. Has pasado de ser un ser humano moderadamente neurótico y bastante alegre a una ruina irritable, gruñona y hecha polvo.

Pero no te preocupes. Hay un lugar al que puedes acudir a pedir ayuda. Puedes acudir a todos los terapeutas y consejeros a los que consultaste los años anteriores a que tus hijos se convirtieran en adolescentes, esos terapeutas y consejeros que han mandado a sus hijos a la universidad y probablemente incluso a la facultad de Derecho gracias a tu permanente confianza en ellos.

Esto es lo que te dirán:

La adolescencia es para los adolescentes, no para los padres.

Sirve para ayudar a los niños dependientes, o excesivamente dependientes, a distanciarse, como entrenamiento para el inevitable momento de abandonar el nido.

Hay algunas cosas que puedes hacer para simplificarte la vida.

Este consejo te costará cientos (o miles) de dólares, dependiendo de si vives en un área metropolitana importante o en una no tan importante. Y es completamente falso:

La adolescencia es para los padres, no para los adolescentes.

Sirve para ayudar a los padres dependientes, o excesivamente dependientes, a distanciarse, en preparación para el inevitable momento en que los hijos abandonen el nido.

No hay nada que se pueda hacer para simplificarte la vida, salvo esperar a que se pase.

Por cierto, hay un viejo chiste que probablemente inventara el padre o la madre de algún adolescente. No soy muy buena contando chistes. Y, aunque lo fuera, de todas maneras daría lo mismo porque es muy largo de contar y requiere uno de esos acentos yiddish que pone la gente cuando cuenta chistes de viejos rabinos. Bueno, a lo que íbamos, es una pareja que va a ver al rabino. «Qué puedo hacer por vosotros», les pregunta el rabino. «Tenemos un problema horrible, rabino —dice la pareja—. Tenemos cinco hijos y vivimos todos en una casa de una sola habitación y nos estamos volviendo locos.» El rabino les dice: «Meted una oveja en casa». Y ellos meten una oveja en la casa. Una semana después van a verle de nuevo y le dicen que las cosas van peor que nunca, y además está la oveja. «Meted una vaca», les dice el rabino. A la semana siguiente vuelven a quejarse porque las cosas van peor que nunca con la vaca además de todo. «Meted un caballo», les dice el rabino. A la semana siguiente va la pareja a ver al rabino y le dice que las cosas van peor que peor. «Ya estáis listos para la solución —les dice el rabino—. Sacad los animales.»

Paso tres: el hijo se va

Ah, el drama del nido vacío. La ansiedad. Los miedos. ¿Cómo va a ser la vida ahora? ¿Tendréis vosotros algo de lo que hablar una vez que se hayan ido los hijos? ¿Volveréis a tener relaciones sexuales ahora que la presencia de los niños no es una excusa válida para no tenerlas?

Por fin llega el día. Tu hijo se va a la universidad. Esperas que te embargue la melancolía. Pero antes de que se presente, antes incluso de que tenga tiempo de presentarse, pasa algo sorprendente: tu hijo vuelve. El curso académico en la universidad norteamericana parece consistir en una serie de breves episodios de asistencia a clase interrumpida por largas vacaciones. Las vacaciones no se llaman vacaciones, se llaman «descansos» y «períodos de lectura». Hay universidades que tienen incluso un descanso en octubre. ¿Cuándo se ha oído hablar de descanso en octubre? Considerando el gasto diario y lo que pagas de manutención, tu hijo podría estar viviendo en un encantador hotel de París.

En cualquier caso, cuatro años pasan deprisa entre una cosa y otra. Los chicos se van. Los chicos vuelven. Las matrículas suben.

Pero la universidad acaba por fin y se van para siempre.

El nido queda vacío definitivamente.

Sigues siendo padre y responsable, pero tus días de paternidad responsable se han terminado.

Y ahora qué.

Tiene que haber algo que puedas hacer.

Pero no lo hay.

No hay nada que puedas hacer.

Créeme.

Si sientes nostalgia por las continuas actividades cotidianas que te exigía la paternidad moderna, queda una solución: hazte con un perro. Yo no lo recomiendo porque los perros requieren un compromiso tremendo, pero definitivamente te dan cosas que hacer. Además son adorables y, lo que es más importante, nada críticos. Y los puedes adiestrar.

Pero eso es más o menos todo lo que hacen.

Mientras tanto, tienes una habitación libre. El cuarto de tu hijo. En ninguna circunstancia dejes el cuarto de tu hijo como estaba. El cuarto de tu hijo no es un templo. No se va a convertir en un museo. Haz en él un estudio, un gimnasio, un cuarto de invitados o (si ya tienes esas tres cosas) un cuarto para envolver regalos de Navidad. Hazlo en cuanto puedas. Dejar el cuarto de los chicos tal cual es una invitación a que vuelvan. Y tú no quieres que eso pase.

Ellos vienen de visita de vez en cuando. Y son, sorprendentemente, unas personas totalmente encantadoras. Te cuesta creer la suerte que tienes de conocerles. Te hacen reír. Hacen que te sientas orgullosa. Los quieres con locura. Han sobrevivido a ti. Y tú has sobrevivido a ellos. Se te pasa por la cabeza que, a ciertos niveles, pasaste horas, días, meses, años sin prestarles suficiente atención, pero no le des más vueltas. No sirve de nada. Se ha acabado.

Todo menos la preocupación.

La preocupación dura siempre.