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obre el éxtasis

Acabo de resurgir después de varios días en estado de éxtasis… con un libro. Adoro este libro. He adorado cada segundo de su lectura, me he sentido transportada a su mundo. Me ha recordado un montón de cosas de mi propia vida. He pasado angustia por el destino de sus personajes. Me he sentido viva y comprometida, y definitivamente brillante, repleta de ideas, desbordante de recuerdos de otros libros que me gustan. He pergeñado una docena de cartas al autor, cartas que nunca escribiré y mucho menos mandaré. He imaginado cartas elogiosas. He pensado cartas relacionando detalles totalmente improcedentes de mi vida privada con el tema planteado por el autor. Hasta he imaginado una carta de reproche por la muerte de uno de los personajes que me ha causado una gran aflicción. Pero sobre todo he escrito cartas de gratitud: el grado de éxtasis que experimento al leer un libro maravilloso es una de las principales razones por las que leo, pero no me pasa siempre, ni siquiera la mitad de las veces, y cuando eso ocurre mi entusiasmo se desborda.

Cuando era una niña, prácticamente todos los libros que leía me ponían en ese estado de éxtasis. ¿Es posible que esté idealizando mis primeras experiencias como lectora? No lo creo. Puedo enumerar muchos libros que leí una y otra vez de pequeña —entre los que destacan los de la colección de Oz, que me obsesionaban— y muchos otros que se convirtieron en favoritos de una forma irresistible. Deseaba desesperadamente ser Jane Banks, que crecía en Londres teniendo a Mary Poppins como niñera, o Homer Price, criado en Centerburg con un tío que tenía una máquina que hacía rosquillas sin cesar. La pequeña Sarah Crewe del clásico de Frances Hodgson Burnett La princesita era mi alter ego —de un modo no muy real, comprenderéis; ella era una niña mucho mejor de lo que yo fui nunca—, pero me fascinó de manera extraordinaria la historia de la pobre niña rica que acaba trabajando de fregona y viviendo en la buhardilla del elegante internado en el que ha sido una alumna mimada antes de morir su padre. ¡Ah, cuánto deseaba ser huérfana! Leí La historia de una monja y ¡cuánto deseaba ser monja! ¡Me moría de ganas de naufragar en una isla desierta y de perderme en el Krakatoa! Quería ser Ozma y Jo March, y Ana Frank y Nancy Drew, y Eloísa y Ana de las Tejas Verdes, y, al menos en mi imaginación, podía serlo.

De pequeña, casi siempre leía en mi cama o en un sofá de ratán en el mirador de la casa en la que crecí. Éste es un dato curioso: cada vez que leo un libro que me gusta, empiezo a recordar todos los demás que me han conducido a ese estado de éxtasis y recuerdo dónde vivía y el sillón donde me sentaba cuando los leí. Después de la universidad, cuando vivía en Greenwich Village, me sentaba en mi flamante e inmenso sofá nuevo de pana y leía El cuaderno dorado de Doris Lessing, la extraordinaria novela que cambió mi vida y la de tantas mujeres jóvenes de la década de 1960. Conservo el ejemplar en rústica que leí entonces y está abarquillado: marqué epifanía tras epifanía para poder encontrarlas rápidamente. ¿Lee alguien El cuaderno dorado hoy en día? No lo sé, pero entonces, inmediatamente antes de que empezara la segunda fase del movimiento de liberación de la mujer, me sentí cautivada por Anna, la heroína de Lessing, y su lucha por convertirse en una mujer libre. Trabajo, amistad, amor, sexo, política, psicoanálisis, literatura, todas las cosas que me interesaban eran los temas de Lessing, y recuerdo muy bien la cantidad de veces que cerré el libro, impactada por su genialidad y clarividencia.

Corte a unos años después. El sofá está cubierto con una funda violeta y leo por puro placer: se trata de El padrino de Mario Puzo, un libro divino que me sumerge en una oleada de delirio romántico. ¡Quiero ser un mañoso! No, eso no está muy bien. De acuerdo, ¡entonces quiero ser la mujer de un mañoso!

Unos cuantos años después estoy divorciada. Hasta aquí, todo normal. El sofá y yo nos hemos mudado a un oscuro apartamento en las calles Cincuenta Oeste. Es un fin de semana de verano. No tengo nada que hacer y debería sentirme sola, pero no es así… estoy leyendo las obras completas de Raymond Chandler.

Seis años más tarde, otro divorcio. Llevo semanas incapaz de concentrarme, incapaz de asentarme, de leer nada de nada. La amiga que me ha acogido en su casa me da las galeradas encuadernadas de La gente de Smiley. Me hundo en la cama del cuarto de huéspedes y me entrego sin reservas a John le Carré. Adoro a John le Carré, pero todavía quiero más a su héroe, George Smiley, el espía con el corazón destrozado. Quiero que George Smiley supere su desencanto. Quiero que olvide a esa horrible ex mujer suya que le traicionó. Quiero que George Smiley se enamore. Quiero que George Smiley se enamore de mí. Pensándolo bien, George Smiley es exactamente el tipo de hombre con el que debería casarme y no lo hago. Tomo nota mentalmente para escribirle a John le Carré una carta y ofrecerle el beneficio de mi sabiduría en este asunto.

Pero entretanto he perdido el sofá violeta en el divorcio y compro uno nuevo, una cosa maravillosa y mullida tapizada con un tejido cálido y acogedor, con brazos en los apoyarse y cojines en los que hundirse, según si quieres leer sentada o tumbada. En él leo casi toda la obra de Anthony Trollope y toda la de Edith Wharton, ambos ya muertos y a los que no puedo escribir. Qué pena; me gustaría decirles que sus libros siguen siendo tan contemporáneos como lo eran cuando los escribieron. Me leo toda Jane Austen, seis novelas de principio a fin, y paso días felizmente preocupada por si los amantes superaran los malentendidos, las objeciones, los equívocos, los defectos de los personajes y los demás obstáculos del amor. Leo estas novelas en un estado de suspense tan intenso que uno nunca creería que ya los he leído al menos diez veces antes.

Y por fin, un día, leo la novela que seguramente es el libro que mayor estado de éxtasis me ha inducido en mi vida adulta. En una tumbona de la playa, un precioso día de verano, abro la obra maestra de Wilkie Collins La mujer de blanco, probablemente la primera obra literaria de misterio que se haya escrito (aunque esa descripción no le hace justicia del todo), y me pierdo de inmediato en su universo. Pasan los días mientras saboreo cada una de sus palabras. Cada minuto que paso alejada del libro aparentando interesarme por las cosas de la vida cotidiana es una amargura. ¿Cómo he podido tardar tanto en leer este libro? ¿Cuándo podré volver a él? A media lectura vuelvo a Nueva York a trabajar, a acabar una película y me siento en el estudio de mezclas incapaz de concentrarme en nada que no sea si mi personaje favorito sobrevivirá o no. No sería capaz de soportar que le pasara nada malo a Marian Halcombe. De vez en cuando aparto los ojos del libro y me encuentro con una sala llena de gente que espera que tome una decisión sobre si la música está demasiado baja o el trueno demasiado alto y me cuesta creer que no comprendan que lo que estoy haciendo es mucho más importante. Estoy leyendo el libro más maravilloso.

Hay una cosa que se llama «el vértigo de las profundidades» y se refiere a lo que les sucede a los buceadores de mar abierto cuando pasan demasiado tiempo en el fondo del mar y no saben en qué dirección está la superficie. Cuando emergen están expuestos a sufrir lo que se llama embolia gaseosa (enfermedad de los buzos) porque el cuerpo no se adapta a los niveles de oxígeno de la atmósfera. Todo esto me pasa a mí cuando emerjo de un buen libro. El libro del que acabo de emerger —el que he mencionado al principio de este capítulo— se titula Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael Chabon. Trata de dos hombres que se dedican a crear personajes de cómic, pero también trata de cómo los artistas son capaces de crear cosas mágicas y fantásticas a partir de los acontecimientos de la vida diaria. En un momento de la novela se describe una habitación llena de polillas y luego, unas páginas más adelante, ven una inmensa polilla luna posada en un arce de Union Square Park, y todo esto da lugar más tarde en una heroína de cómic llamada Polilla Luna. El momento en que la imagen pasa de ser real a fantástica es tan mágico que tuve que dejar el libro. Estaba aturdida por la capacidad lúdica del autor y por su habilidad para hacer algo tan difícil con esa aparente sencillez. La novela de Chabon ocurre en Nueva York, en la década de 1940 y, aunque acabé de leerla hace más de una semana, sigo allí. Fumo Camel y Salvador Dalí está en una fiesta en el cuarto de al lado. Tarde o temprano tendré que volver a respirar el aire del Nueva York de hoy pero, por otro lado, tal vez no sea necesario. Encontraré otro libro que me encante y desapareceré en su interior. Deseadme suerte.