Mudanzas
Era un piso enorme. Estaba en el quinto piso del Apthorp, un famoso edificio de piedra en la esquina de Broadway y la calle Setenta y Nueve. El alquiler era de mil quinientos dólares al mes, lo que era, para los criterios de Manhattan, casi una ganga. Lo era, de veras. Aparte de eso tenía que pagarle al inquilino anterior veinticuatro mil dólares en concepto de «dinero de llave» (como dicen en Nueva York) por el derecho a ocuparlo. Yo no tenía veinticuatro mil dólares. Fui al banco y les pedí un préstamo. En el edificio nadie podía creer que pagara tanto dinero por el traspaso de un apartamento en alquiler; era una cantidad astronómica. Pero tenía unas habitaciones preciosas, la mayoría pintadas de amarillo taxi (pero eso tenía fácil solución); techos altos; luz a raudales; dos preciosas chimeneas (aunque no funcionaban); y cinco, habéis leído bien, cinco dormitorios. Me parecía que, si vivía en el edificio veinticuatro años, la tarifa se amortizaría a mil dólares al año, un gravamen muy pequeño: sólo dos dólares con setenta y cuatro centavos al día, que es menos de lo que cuesta un capuchino en el Starbucks. Aunque entonces no existían los Starbucks. Y no es que yo pensara vivir veinticuatro años en el Apthorp. Pensaba vivir allí para siempre. Hasta que la muerte nos separara. Con lo que probablemente se amortizaría todavía por menos. Así era como me lo planteaba. (Debo señalar que normalmente no utilizo la palabra «amortizar» a menos que intente demostrar que algo que en realidad no me puedo permitir no sólo es una ganga, sino casi gratis. Por lo general, esto consiste en dividir el precio del artículo que no me puedo permitir entre el número de años que pienso utilizarlo, y, si eso no funciona, entre el número de días, de horas o de minutos, hasta que llego a una cifra menor que el precio de un capuchino.)
Pero no hablemos de dinero. Al fin y al cabo, ésta no es una historia de dinero. Es una historia de amor. Y todas las historias de amor empiezan con cierta dosis de racionalización.
Nunca me había planteado vivir en el Upper West Side, pero al cabo de unas semanas no me podía imaginar viviendo en ningún otro sitio y empecé a hacer, a mi manera, una religión de mi vecindario. Probablemente fuera consecuencia de no tener en mi vida una religión propiamente dicha, pero da lo mismo. Estaba a una calle de H & H Bagels y de Zabar's
Mi auténtico celo religioso, sin embargo, se centró en el propio Apthorp. Creía sinceramente que un edificio me había rescatado en el peor momento de mi vida adulta. Ya sé que me estoy poniendo melodramática, pero eso era lo que creía. Un año antes me había trasladado de Nueva York a Washington creyendo sinceramente que sería para lo que me quedaba de vida. Intenté tomármelo con buena disposición. Pero la espantosa realidad no dejaba de darme golpes. Miraba por la ventana de mi piso de Washington, que daba a la jaula de los leones del National Zoo. ¡Los leones del National Zoo! ¡Ay, las metáforas de cautividad que evocaba mi imaginación! Los leones vivían en un espacio amplio y cómodo, como yo, y tenían comida abundante, como yo. Pero ¿eran felices? Etcétera. Otras veces resonaba en mi cabeza el antiguo anuncio de tinte Clairol —«Sólo tengo una vida, y voy a vivirla de rubia»—, aunque mi versión nada tenía que ver con el color del pelo. Si sólo tengo una vida, pensaba llena de autocompasión, ¿por qué la estoy viviendo aquí? Pero entonces, naturalmente, recordaba el porqué: estaba casada y mi marido vivía en Washington, y yo estaba enamorada de él, y teníamos un hijo y otro en camino.
Cuando mi matrimonio llegó a su fin me di cuenta de que ya nunca iba a tener que preocuparme por si en el barrio marginal en el que vivíamos abrirían alguna vez una tienda de quesos. Era libre para volver a Nueva York, que no sólo era la Gran Manzana, sino también la Central Quesera. Pero no albergaba la menor esperanza de encontrar un sitio de alquiler asequible y con habitaciones suficientes para todos los que éramos.
Siempre que una deja su casa en Nueva York para irse a otra ciudad, la ciudad de Nueva York se convierte en la peor versión de sí misma. Una persona que conozco dijo una vez que la expresión «Es un sitio bonito para ver, pero no me gustaría vivir aquí» es totalmente desacertada en el caso de Nueva York; es justo lo contrario. Nueva York es una ciudad muy habitable. Pero cuando dejas de vivir en ella y te conviertes en visitante parece que se vuelve contra ti. Es mucho más cara (porque tienes que hacer todas las comidas en la calle y pagar para dormir) y mucho menos acogedora. En Nueva York las cosas cambian; las cosas cambian todo el tiempo. Cuando vives aquí eso no te importa; cuando vives aquí forma parte del encanto cafeinado de esta ciudad que nunca duerme. Pero cuando te vas vives estos cambios como una traición. Vas andando por la Tercera Avenida pensando en comprarte un brownie en una pastelería a la que siempre has sido fiel, y el establecimiento ha desaparecido. El de la tintorería se muda a Florida; tu dentista se jubila; la señora que hacía las tartas en la calle Cuarta Oeste desaparece; el maitre de P. J. Clake's se despide y comprendes que vas a tener que empezar de cero una vez más y abrirte camino a golpe de propina hasta el corazón de la fría y elegante joven que ahora custodia la puerta. Sólo les has dado la espalda un momento y, de repente, todo es diferente. Eras una de ellos, una nativa, una viajera de metro, una persona capaz de ofrecer consejos expertos de dónde encontrar lo mejor, y ahora no eres más que otra turista asidua, atrapada en un taxi en Gran Central Parkway en los trayectos de ida y vuelta al aeropuerto de La Guardia. Mientras, lees que los alquileres de Manhattan siguen subiendo, que están cada vez más altos, que alcanzan la estratosfera. Parece que en cuanto te fuiste levantaron un muro y que nunca lograrás saltarlo y volver a formar parte de la ciudad. Encontrar el piso del Apthorp fue como un milagro urbano. Había encontrado mi refugio. Y la arquitectura del edificio contribuía a la ilusión.
El Apthorp, que fue construido en 1908 por la familia Astor, tiene el tamaño de toda una manzana. Desde la calle es un mazacote centroeuropeo, y sólido como un petrolero, pero su núcleo central está formado por un amplio patio con dos preciosas fuentes de mármol y un jardín delicioso. Al entrar en el patio la ciudad desaparece; una se ve abrazada por un parque protegido. Hay bancos de piedra para sentarse por las tardes mientras los niños corretean alegres, montan en bicicleta, se pelean unos con otros y corren el peligro de caerse a la fuente y ahogarse. En primavera hay tulipanes y azaleas; en verano, hostas de color azul pálido y hortensias.
La mayoría de la gente que no vive en Nueva York no tiene ni idea de que los neoyorquinos poseen exactamente el mismo sentido de vecindad que existe supuestamente en las ciudades pequeñas de Norteamérica; en el Apthorp este sentido se ve magnificado porque el patio proporciona a sus residentes innumerables oportunidades para coincidir unos con otros y acaban por aprenderse el nombre de los demás. En Halloween, los que tenemos niños pequeños transformamos las farolas del patio en una fantasía fantasmagórica con cabeza de calabaza; en diciembre los dueños erigen una menorá eléctrica que convive con un árbol de Navidad lleno de lucecitas parpadeantes.
Por esas cosas de la vida, yo conocía a varias personas que vivían en el edificio y algunas acabaron por convertirse en grandes amigos, en parte porque éramos vecinos. El hombre con el que salía, y con el que acabé por casarme, logró acceder, a base de propinas, a un apartamento en alquiler de la última planta. Mi hermana Delia y su marido se mudaron al edificio; ella también pensaba vivir allí hasta el último día de su vida. Cuando las dos trabajábamos juntas escribiendo guiones de cine, la cosa era tan fácil como bajar de su piso, cruzar el patio y subir al mío; en días de lluvia podía incluso ir por un pasadizo subterráneo. Mi amiga Rosie O'Donell se mudó a un apartamento en el último piso y quedó tan fascinada por el portero, llamado George, que tenía una gran personalidad, que se lo llevó a su programa de televisión. Como la mayoría de los porteros del Apthorp, George no te abría la puerta —que, por cierto, era una pesada verja de hierro, y a menudo, para abrirla, necesitabas desesperadamente ayuda—, pero aportaba continuos comentarios sobre la vida de todos los residentes del edificio y, cada vez que llegaba a casa, me ponía al tanto de los movimientos de mi marido, mis hijos, la niñera, mi cuñado y hasta de Rosie, que había pintado el apartamento de naranja, instalado enormes estanterías para almacenar su colección de juguetes de las Happy Meals, discutido con la vecina por los perros, reñido con los propietarios porque su lavadora estaba irrevocablemente conectada al desagüe de la bañera, y se había marchado. Me quedé de piedra. No podía creer que alguien se fuera del Apthorp voluntariamente. Yo no pensaba irme nunca. Me sacarían con los pies por delante, decía.
De vez en cuando, una ambulancia entraba en el patio y se llevaba efectivamente a un inquilino con los pies por delante, y, en cuestión de segundos, al casero lo atosigaban con consultas sobre la disponibilidad de la vivienda del difunto, sobre todo inquilinos que habían visto entrar o salir la ambulancia (o se habían enterado por George) y querían mudarse a un espacio más amplio.
Cuando me mudé, el Apthorp era propiedad de tres personas muy mayores, aunque, si lo pienso, no eran mucho mayores de lo que ahora soy yo. Una de ellas era un caballero encantador y cortés comprometido con toda clase de actividades benéficas a favor de los supervivientes del Holocausto. Vivió lo suficiente para ser denunciado ante los tribunales por una serie de causas, aunque no por un crimen del que yo sabía que era culpable, esto es, forrarse los bolsillos con los sobornos en efectivo que le entregaban las personas que querían tanto entrar como salir del edificio. Yo les tenía mucho cariño a él y a su Porsche deportivo rojo, que condujo hasta el mismo día en que le ingresaron en el hospital. Allí recibió el último soborno de unos vecinos y murió. El soborno en cuestión consistía en 50.000 dólares: parte de los 285.000 de traspaso que unos vecinos habían cobrado a los nuevos inquilinos por el derecho a quedarse con su alquiler. Así es. Alguien pagó 285.000 dólares de traspaso por mudarse al Apthorp. ¿Cómo es posible? ¿En qué estaría pensando? En realidad, puedo adivinarlo: pensaría que en cincuenta y seis años los 285.000 dólares se amortizarían con cuatro capuchinos diarios. Capuchinos grandes. Capuchinos muy grandes.
Viví en el Apthorp en un estado de aturullado delirio unos diez años. A veces el agua del grifo de la bañera salía marrón, los radiadores probablemente tenían amianto y la fachada del edificio estaba manchada de hollín. Además había ratones. ¿Qué más daba? Mi alquiler iba subiendo poco a poco —las leyes de estabilización de los alquileres permitían a los arrendadores subir los precios un 8 por ciento cada dos años—, pero mi piso seguía siendo una ganga. Por aquel entonces ya había empezado el boom inmobiliario de Nueva York y los periódicos se llenaron de artículos alarmantes sobre las subidas de alquiler: había apartamentos de una habitación en Manhattan que se alquilaban por 2.000 al mes. Yo pagaba la misma cantidad por ocho habitaciones. Me creía un genio.
Y mientras tanto, había inquilinos descontentos en el edificio que denunciaban a los dueños por diferentes agravios; yo no podía entender por qué. ¿Qué querían? ¿Servicio? ¿Qué lo pintaran cada dos por tres? ¿La sustitución inmediata de un electrodoméstico roto? Incluso había residentes que protestaban porque no estaba permitido que te subieran comida china al apartamento. ¿Y qué? Cada vez que cruzaba el patio al acabar el día me enamoraba de nuevo.
Mis sentimientos fueron perfectamente resumidos por un policía que se presentó una noche para mediar en un altercado en mi planta. Mi vecino de la puerta de al lado era un profesor amable y tranquilo, el tipo de persona que no mataría a una mosca; su hijo solía dejar la bicicleta en el rellano. A su vecino del otro lado, un contable, le enfurecía la bicicleta del hijo del profesor, que, al parecer, consideraba una visión desagradable, y probablemente lo fuera. Una tarde decidió ponerla directamente delante de la puerta del profesor, bloqueándola. El profesor la encontró allí y la volvió a dejar en el rellano. El contable la volvió a poner delante de la puerta del profesor. Todo este trajín producía unos ruidos que me llamaron la atención; por tanto, cuando se representó el último acto de aquel drama, yo estaba agazapada detrás de la puerta espiando lo que ocurría en el rellano.
El profesor acababa de dejar una vez más la bicicleta en el rellano y también él esperaba detrás de la puerta con la esperanza de pillar al contable en el acto de devolvérsela. Los dos nos habíamos quedado como idiotas mirando por las cortinas transparentes de las cristaleras de nuestras puertas. Como era de esperar, el contable fue al rellano, cogió la bicicleta y la puso delante de la puerta del profesor. En ese momento, éste abrió la puerta de golpe y se puso a gritarle al contable, a quien, por cierto, aventajaba en altura. Al cabo de unos segundos perdió la calma y le dio un golpe. Fue increíblemente emocionante. El contable llamó a la policía. La policía llegó enseguida. Puesto que yo, gracias a mi curiosidad, había sido testigo del incidente, me invité a la reunión de la policía y mis dos vecinos. La reunión se celebró en el piso de renta antigua del profesor, que tenía todavía más dormitorios que el mío. Todos dieron su versión de los hechos, y luego yo di la mía. Tengo que decir que la mía fue la mejor, porque incluía una digresión breve, extremadamente perspicaz y seguramente por completo irrelevante, sobre la poca paciencia que tienen las personas sin hijos con las que tienen hijos (y bicicletas). Tendríais que haberme visto. En fin, que, cuando todos terminamos, el policía movió la cabeza y se levantó. «¿Por qué no pueden llevarse bien? —dijo mientras se dirigía a la puerta—. Yo mataría por vivir en este edificio.»
Al final empecé a tener un sueño recurrente sobre el Apthorp, aunque, para ser exactos, era una pesadilla recurrente: soñaba que me había marchado inconscientemente del edificio, que caía en la cuenta de que era el peor error que había cometido en mi vida y que no podía recuperar mi piso. He ido a psicoanálisis el tiempo suficiente para no tomarme los sueños al pie de la letra, pero no deja de ser sorprendente que, cuando mi inconsciente buscaba un símbolo de lo que más me dolería perder, se me ocurriera pensar en el piso.
Alrededor de 1990 empezaron a extenderse rumores de que las leyes estaban a punto de cambiar: en determinadas circunstancias se aboliría la ley de estabilización de alquileres y los propietarios podrían subir los precios hasta lo que se conocía como un valor justo de mercado. Me negué a hacer el menor caso. Mis vecinos estaban obsesionados con lo que podía pasar; sugerían que nuestros alquileres podían subir hasta ocho o diez mil dólares al mes. Yo pensaba que se estaban volviendo increíblemente neuróticos. Los alquileres de renta antigua eran una parte tan indestructible de la vida de Nueva York como Gray's Papaya
La señorita Ross era una mujer menuda y aterradora de piel pálida, labios de un rojo intenso y pelo negro azabache con un cardado inmenso. Éste era tan grande y extraño que me recordaba la leyenda urbana de la década de 1950 sobre la mujer que se cardaba tanto el pelo que se le hizo un nido de cucarachas dentro. Hablaba con una voz que chorreaba miel, lo que la hacía todavía más aterradora. Podía tener cuarenta años, o tal vez setenta, nadie lo sabía. Llevaba trajes de seda salvaje rosa con enormes hombreras. Merodeaba por todas partes. Vivía en Nueva Jersey, pero pasaba las noches de los viernes en el despacho del edificio y se corrió el rumor de que recorría las plantas a hurtadillas descalza con intención de pillar al ascensorista dando cabezadas. Repartía comunicados en los que desaconsejaba a los niños que jugaran a la pelota en el patio. Arregló el pavimento del patio y cubrió los adoquines de alquitrán. Tenía un arte especial para acercársete en los pasillos y hacerte sentir culpable aunque fueras totalmente inocente. Era, en resumen, un personaje de pesadilla, hasta tal punto que no tardó en convertirse en una presencia constante en las mías: empecé a soñar que me había ido inconscientemente del Apthorp, que me daba cuenta de que había sido el mayor error de mi vida y que no podía recuperar el piso por culpa de la señorita Ross.
Mientras tanto ocurrió lo impensable. La asamblea del Estado aprobó una ley de liberalización de los artículos de lujo por la que todo inquilino que tuviera unos ingresos superiores a los 250.000 dólares anuales era automáticamente excluido de los alquileres de renta antigua. No me lo podía creer. Me quedé pasmada. Podía entender que la ley se aplicara a los nuevos inquilinos, pero ¿cómo demonios se iba a aplicar a los que llevábamos años viviendo en el edificio al amparo de la ganga implícita que suponían los alquileres estabilizados? A mí el edificio no me había pintado la casa ni una sola vez. Yo nunca se lo había pedido, y ahora los propietarios me iban a tratar como si viviera en un apartamento de lujo. ¡Era prácticamente inconstitucional! ¡Era totalmente injusto! ¡Completamente arbitrario! ¡Estaba mal hecho! Por supuesto, a los otros habitantes del mundo exterior les traía sin cuidado. Yo vivía mejor que bien. Me iban a subir el alquiler. De hecho, iba a ser la primera persona del edificio en conocer la experiencia. Y a nadie le importaba un bledo. Ni siquiera me habría importado a mí, de no ser yo. Por otro lado, yo no era exactamente yo. Estaba enamorada. Era una auténtica creyente, como uno de aquellos campesinos franceses de la Edad Media que llegaban a creer haber visto las lágrimas de santa Cecilia en un retal de tela. Era protagonista de un caso de alucinación colectiva y de locura de masas. En resumen, estaba como una cabra.
De modo que fui a ver a la señorita Ross. Que yo recuerde, le eché un emotivo discurso sobre mi amor al edificio. Fue increíblemente enternecedor, aunque no para ella. Me informó de que mi alquiler se iba a multiplicar por tres. Negociamos. Bajó el precio. Lo bajó lo justo para que yo creyera que había logrado una pequeña victoria. ¿A cuánto lo bajó? No me es posible decirlo. Me da demasiada vergüenza escribir la cifra. Aunque asegurara que, en el contexto de los alquileres de Nueva York, no era del todo escandaloso, nadie me creería. La cuestión es que acepté pagarlo. Firmé un nuevo contrato de alquiler.
Lo firmé porque tenía suficiente dinero para pagar un alquiler pero ni de lejos para comprar un apartamento tan bonito como aquél en ningún barrio de la ciudad.
Firmé porque mi contable logró convencerme, de esa manera irresistible que tienen los contables, de que el dinero que iba a pagar por el alquiler era menos que el que tendría que pagar por los gastos mensuales y la hipoteca de un piso en propiedad.
Firmé porque era, como muy bien sabéis, una experta en racionalización y me convencí a mí misma de que quedarme en el edificio equivalía a un gran ahorro. Los costes de la mudanza, por ejemplo. El precio de un nuevo servicio de teléfono. El coste del correo que exigiría notificar a todo mis amigos que iba a cambiar de dirección. Los gastos de los muebles, en caso de que necesitara nuevos muebles para el piso nuevo que no había encontrado y al que no me mudaba. Las horas, los días e incluso las semanas que habría tenido que dedicar a localizar a la compañía de televisión por cable, tiempo durante el cual podría escribir una gran novela con la que ganaría una pequeña fortuna que pagaría con creces la subida del alquiler.
Pero, como ya dije, esto no es una historia de dinero. Es una historia de amor. Firmé el contrato porque no estaba preparada para divorciarme… de mi edificio.
Hace muchos años, cuando iba a psicoanálisis, mi terapeuta solía decirme: «El amor es nostalgia». Lo que quería decir es que uno tiene tendencia a enamorarse de alguien que le recuerda a uno de sus padres. Ésta, por supuesto, es una de esas cosas que los psicoanalistas dicen a pesar de que en realidad no son ciertas. Casi todos los habitantes del planeta pueden recordarte en algo a uno de tus padres, aunque no sea más que por un hoyuelo. Pero no quiero divagar. A lo que quiero llegar es a que el amor puede ser nostalgia o no, pero la nostalgia es, sin lugar a dudas, amor. Mi piso en el Apthorp era el único espacio en el que habíamos vivido juntos mis hijos y yo. Desde el día en que nos mudamos ni siquiera habíamos cerrado la puerta con llave. Era el lugar en el que a Max se le había quedado atascada la cabeza en un molde de tarta y en el que Jacob aprendió a atarse los cordones de los zapatos. Nick y yo nos casamos allí, delante de la inoperante chimenea del salón. Era un símbolo de la familia. Era el emblema del momento de mi vida en que cambió mi suerte. Era parte de mi identidad. Como estaba en el poco elegante West Side, sólo por vivir allí me sentía virtuosa e intelectual. Que fuera de alquiler hacía que me sintiera poco pretenciosa. Que estuviera destartalado hacía que me sintiera chic. En suma, era mi hogar en un sentido profundo, probablemente narcisista y sospecho que muy típico, y a mí me parecía que no había otro lugar en el mundo que me hiciera sentir así.
Las situaciones extrañas empezaron a multiplicarse. Se encontró un misterioso cadáver en el tejado del edificio. Uno de los apartamentos ardió. Entraron a robar en un apartamento del piso once y el residente que lo ocupaba fue agredido.
Y luego empezaron a ocurrir cosas realmente alarmantes. ¡Los propietarios limpiaron el edificio! Aquellos propietarios, que no habían hecho esencialmente nada desde que yo me había mudado, limpiaron el hollín de la fachada con chorros de arena, cambiaron las cañerías, sustituyeron los ascensores y pintaron los techos de éstos y del vestíbulo de dorado. Vistieron a los empleados de uniforme, con galones dorados y charreteras; la plantilla empezó a parecerse a una versión hispana de la Banda del Club de Corazones Solitarios del Sargento Pepper. El mayor de los propietarios, un nonagenario llamado Nason Gordon, quitó los buzones de la entrada y los sustituyó por una gran estatua de mármol de una mujer desnuda que los inquilinos bautizaron de inmediato como Nuestra Señora del Apthorp. Engalanó el patio con horrorosas vasijas y leones de escayola blanca. Los inquilinos vivieron todas estas medidas —hasta la menor de ellas— como actos de hostilidad. Era evidente que las reformas obedecían a un único propósito: subirnos el alquiler. Y era cierto; cada vez que los propietarios gastaban dinero en el edificio, salían corriendo a la Junta de Rentas Antiguas y solicitaban un aumento en los alquileres basándose en los gastos contraídos. En consecuencia, un número cada vez mayor de inquilinos se enfrentaba a un lujo desenfrenado y a un estado de absoluto pánico. El temor se veía agravado por el hecho de que la nueva ley permitía a los propietarios un comportamiento totalmente caprichoso en materia de subidas. Después de todo, ¿cuál era el valor justo de mercado de un piso de ocho habitaciones en una ciudad en la que casi no había pisos de ocho habitaciones para alquilar?
La década de 1990 alcanzaba su cúspide y grandes cantidades de dinero fluían por las calles de Nueva York. Los pisos vacíos del Apthorp renovaban sus alquileres, la señorita Ross los decoraba con recargadas lámparas de araña y los ocupaban inquilinos ricos. De hecho, uno de los nuevos inquilinos pagaba veinticuatro mil dólares al mes. Veinticuatro mil dólares al mes, y el portero seguía sin ayudarte a abrir la puerta y no permitían que te subiesen comida china. Millonarios divorciados se mudaron al edificio. Las estrellas de cine iban y venían.
El patio que una vez fue un lugar idílico lleno de niños jubilosos de repente fue tomado por ociosas limusinas que esperaban a los nuevos inquilinos para trasladarlos a sus fabulosos trabajos en el centro. Los antiguos blandían furiosos peticiones y papeles legales y propagaban nuevos rumores de subidas inminentes de alquiler.
Mi contrato venció una vez más y la señorita Ross me llamó para decirme que volvían a subirme el precio. Los dueños estaban dispuestos a ofrecerme un contrato de tres años: diez mil dólares al mes el primer año, once mil el segundo y doce mil el tercero. De hecho, mi alquiler se había incrementado un 400 por ciento en tres años.
Y sin previo aviso, me desenamoré. Doce mil dólares al mes son un montón de capuchinos. Y ¿sabéis una cosa? Yo no tomo capuchinos. Nunca me han gustado. Llamé a una agencia inmobiliaria y me puse a buscar otro piso. Como ya dijo Lorenz Hart en una canción, el amor no correspondido es un aburrimiento. Había tardado mucho más en darme cuenta de esto en el terreno inmobiliario de lo que nunca había tardado en el terreno matrimonial, pero por fin lo sabía, irrevocablemente. Y, dado que estaba enzarzada en una historia de amor unilateral con el edificio, dejar de estarlo fue algo bastante sencillo. Mis hijos ya eran mayores y no podían recurrir a las mismas objeciones que habían esgrimido en las conversaciones previas sobre el tema, en las que me imploraban que no nos fuéramos de la única casa que habían conocido. Mi marido estaba conforme con lo que fuera. Mi hermana ya se había puesto a buscar un sitio nuevo; mi hermana —que había salido en The New York Times hablando de «el corazón y el alma del Apthorp»— se había lanzado a la calle, con la mirada fría, sin sentimientos, y amenazando con mudarse al centro. Llamé a mi contable y me explicó que era más sensato comprar que alquilar (con la misma convicción con que unos años antes me había explicado que era más sensato alquilar que comprar).
Así que nos preparamos para la mudanza. Nos deshicimos de fragmentos enteros de nuestras vidas: los Osos Amorosos, las estanterías metálicas del trastero que había en el sótano, las cajas llenas de papeles del banco, los carteles que colgamos en las paredes cuando éramos jóvenes, los altavoces del estéreo que ya no funcionaban, el primer ordenador que compramos en nuestra vida, el snowboard, la tabla de surf, la batería, los cartapacios llenos de documentos relacionados con películas que nunca se hicieron. Mandamos cajas de ropa para los pobres. Cajas de libros a las bibliotecas de los refugios para personas sin hogar. Nos sentíamos purificados. Habíamos vuelto a lo esencial. Nos vimos obligados a enfrentarnos a como habíamos crecido, a lo que no necesitábamos, a quienes éramos. Hicimos balance. Era como si hubiéramos muerto pero tuviéramos que seleccionar nuestras cosas; era como si hubiéramos renacido y ahora pudiéramos empezar a acumular cosas de nuevo.
Nuestra nueva casa era considerablemente más pequeña que la del Apthorp. Estaba en el Upper East Side, un barrio que, a ciertos niveles, yo llevaba veinte años considerando la antítesis de todo lo que me gustaba. No estaba cerca de ningún restaurante chino-cubano. Pero la chimenea funcionaba, el portero abría la puerta y te subían a casa la comida china. Al cabo de unas horas de habernos mudado me sentía en casa. Estaba sorprendida. Estaba asombrada. Y sobre todo, estaba disgustada. No me había sentido tan disgustada desde el fin de mi segundo matrimonio y muchas de las cosas que se me habían pasado por la cabeza a propósito de mi matrimonio se me pasaban también ahora: ¿por qué no me había ido al percibir el primer rastro del perfume de otra mujer? ¿Por qué no me había dado cuenta de hasta qué punto lo que yo había creído que era amor no era más que mi propio don inconmensurable para hacer limonada? ¿Qué fallo en la imaginación me había hecho olvidar que la vida estaba llena de otras posibilidades, entre ellas la de volver a enamorarme?
Por otro lado, no voy a volver a soñar con este nuevo piso.
Al menos no lo he hecho hasta ahora.
Y no me voy a poner en plan romántico con el barrio, aunque debo confesar que es mucho más atractivo de lo que había imaginado. Es más, ha resultado reunir muchas de las cualidades que daban su increíble interés al Apthorp: la proximidad de un quiosco de prensa abierto las veinticuatro horas, una tienda coreana de alimentación abierta las veinticuatro horas y hasta un Kinko's abierto las veinticuatro horas. Ahora es primavera y puedo ver por las ventanas que los perales están en flor y son completamente preciosos… Y, por cierto, comprar comida en esta parte de la ciudad está igual de bien que en el West Side, el barrio está mucho más cerca del aeropuerto, el metro es mejor y os voy a decir otra cosa que he descubierto del East Side: le da más el sol, de veras. No sé por qué, la luz es más clara en el lado este que en el lado oeste de la ciudad. Además, aquí hace más calor en invierno porque estamos más lejos de los gélidos embates del viento que emergen del río Hudson. Y mucho más cerca de las consultas de todos mis médicos, que, siento decirlo, es algo que a mi edad hay que tener en cuenta. A una manzana de aquí hay un sitio donde venden el yogur griego más divino, y a otra manzana en dirección contraria hay un restaurante en el que, de verdad, podría cenar todas las noches. Así es de bueno.
Pero no es amor. Sólo es el lugar en el que vivo.