CAPÍTULO 32
ESTRELLA DE DRAGÓN
La primera parte del viaje a las estrellas había sido relativamente tranquila. Asombrados y atemorizados ante la visión del suelo deslizándose debajo de ellos, elfos y humanos se acurrucaban juntos, buscando de forma patética la compañía y el apoyo de los demás. En numerosas ocasiones, hablaban de la catástrofe que les había sobrevenido. Envueltos en el cálido manto de la tragedia compartida, intentaron incluso atraer a su círculo de camaradería al enano, pero Drugar no les hizo el menor caso y permaneció sentado en un rincón del puente, malhumorado y melancólico, sin apenas moverse de allí y haciéndolo, en esas contadas ocasiones, movido por la más estricta necesidad.
Los viajeros hablaron agitadamente sobre la estrella a la que se dirigían, sobre su nuevo mundo y su nueva vida. Haplo se sorprendió al advertir que, una vez estaban todos camino de una estrella, el viejo hechicero describía ésta con palabras muy evasivas.
—¿Cómo es? ¿Qué causa la luz? —inquirió Roland en cierta ocasión.
—Es una luz sagrada —respondió Lenthan Quindiniar con un tono de leve reproche—. Y no deben hacerse preguntas acerca de ella.
—En realidad, Lenthan tiene razón… en cierto modo —intervino Zifnab, con aire de creciente y extrema incomodidad—. La luz es, podría decirse, sagrada. Y existe la noche. —¿Noche? ¿Qué es la noche?
El hechicero se aclaró la garganta con un sonoro carraspeo y, con la mirada, buscó ayuda en torno a él. Al no encontrarla, se lanzó a responder.
—Bien, ¿recordáis las tormentas de vuestro mundo? Cada ciclo, hay cierto período durante el cual llueve, ¿verdad? Pues la noche es algo parecido, sólo que cada ciclo, en determinado momento, la luz… En fin, la luz desaparece.
—¡Y todo queda a oscuras! —exclamó Rega con consternación.
—Sí, pero no produce miedo. Resulta muy agradable. Es el tiempo en que todo el mundo duerme. La oscuridad ayuda a mantener los párpados cerrados.
—¡Yo no puedo dormir a oscuras! —Rega se estremeció y miró al enano, que seguía sentado en silencio, sin hacerles el menor caso—. Ya lo he intentado. No estoy segura de que me guste esa estrella. No estoy segura de querer ir.
—Ya te acostumbrarás. —Paithan le pasó el brazo por los hombros—. Yo estaré contigo.
Los dos se abrazaron y Haplo advirtió unas muecas de desaprobación en el rostro de los elfos que observaban a la pareja de amantes. También observó las mismas expresiones en los humanos presentes.
—¡En público, no! —dijo Roland a su hermana, apartándola de Paithan de un tirón.
Tras esto, los mensch no volvieron a cruzar comentarios sobre la estrella.
Haplo previó la aparición de problemas en aquel paraíso.
Los mensch empezaron a darse cuenta de que la nave era más pequeña de lo que parecía al principio. La comida y el agua desaparecían a un ritmo alarmante. Algunos humanos empezaron a recordar que habían sido esclavos y algunos elfos se acordaron de que habían sido amos.
Las reuniones en armonía cesaron. Nadie hacía comentarios sobre su destino; al menos, en grupo. Elfos y humanos se reunían para hablar de sus cosas, pero ahora lo hacían por separado y sin alzar la voz.
Haplo percibió la creciente tensión y maldijo ésta y a sus pasajeros. No le importaban las disensiones; de hecho, estaba dispuesto a estimularlas. Pero no a bordo de su nave.
La comida y el agua no eran problema. Había cargado a bordo suministros para él y para el perro, asegurándose en esta ocasión de tener variedad de productos, y podía reproducir fácilmente cualquiera de ellos. No obstante, ¿quién sabía cuánto tiempo tendría que seguir alimentando y soportando a aquellos mensch? No sin cierto recelo, había establecido el rumbo basándose en las instrucciones del anciano. Ahora volaban hacia la estrella más brillante del firmamento y no había modo de saber cuánto tardarían en alcanzarla.
Desde luego, Zifnab no lo sabía.
—¿Qué hay de cena? —preguntó el viejo hechicero, asomándose a la bodega donde Haplo estaba sumido en aquellos pensamientos. El perro, siempre al lado del patryn, alzó la cabeza y meneó la cola. Haplo le lanzó una mirada irritada.
—¡Siéntate! —murmuró.
Al observar la cantidad relativamente pequeña de provisiones que quedaba, Zifnab pareció algo abatido, a la vez que terriblemente hambriento.
—No te preocupes, viejo. Yo me encargo de la comida —dijo Haplo. Para ello tendría que utilizar de nuevo la magia, pero, a aquellas alturas, suponía que ya no importaba si lo hacía. Lo que más le interesaba era conocer su destino y cuánto faltaba para poder librarse de todos aquellos refugiados—. Tú sabes algo de esas estrellas, ¿verdad?
—¿Sí? —replicó Zifnab con cautela.
—Es lo que has dicho. Tanto hablar con ésos —Haplo indicó con el pulgar la zona principal del casco, donde solían congregarse los mensch— sobre ese «nuevo» mundo…
—¿Nuevo? Yo no he dicho nada de «nuevo» —protestó Zifnab. El hechicero se rascó la cabeza, haciendo caer de ella el sombrero, que se coló por la escotilla de la bodega y fue a posarse a los pies de Haplo.
—Un nuevo mundo… donde reunirse con esposas muertas hace mucho tiempo. —Haplo recogió el raído sombrero y se puso a jugar con él.
—¡Es posible! —exclamó el hechicero con voz chillona—. ¡Todo es posible! —Alargó la mano reclamando la prenda—. Ten… ten cuidado de no doblarle el ala.
—¿Qué ala? Escucha, anciano, ¿a qué distancia estamos de esa estrella? ¿Cuántos días nos llevará llegar?
—Bueno, yo… supongo que… —Zifnab tragó saliva—. Todo depende… de… ¡de lo rápido que vayamos! ¡Eso es, depende de lo rápido que viajemos! —Empezó a darle vueltas a la idea—. Digamos que nos movemos a la velocidad de la luz… Imposible, naturalmente, si uno cree a los físicos. Que, por cierto, no es mi caso. Los físicos no creen en la magia, cosa que yo, siendo hechicero, considero muy insultante. Por lo tanto, me tomo venganza negándome a creer en la física. ¿Qué me estabas preguntando?
Haplo empezó otra vez, intentando ser paciente.
—¿Tú sabes qué son, en realidad, esas estrellas?
—Desde luego —replicó Zifnab con tono altivo, contemplando al patryn con similar actitud.
—¿Y qué son?
—¿Que son, qué?
—¡Las estrellas!
—¿Quieres que te lo explique?
—Si no te molesta…
—Bien, yo… creo que la mejor manera de expresarlo… —la frente del anciano se perló de sudor—, en términos vulgares y para ser breve, es decir que… son… estrellas.
—¡Aja! —Exclamó Haplo con voz torva—. Oye, hechicero, ¿alguna vez has estado cerca de una estrella?
Zifnab se secó la frente con la punta de la barba y meditó su respuesta.
—Una vez me alojé en el mismo hotel que Clark Gable —apuntó en actitud servicial tras una interminable pausa—. ¿Te sirve eso?
Haplo soltó un bufido de disgusto y mandó el sombrero por la escotilla.
—Muy bien, tú sigue con tu juego, viejo.
El patryn le dio la espalda y estudió las provisiones: un tonel de agua, un barril de carne de targ salada, pan y queso y un saco de tangos. Ceñudo, Haplo exhaló un suspiro y se quedó mirando el tonel de agua con expresión sombría.
—¿Te importa si miro? —preguntó Zifnab, muy educado.
—¿Sabes, anciano?, podría poner fin a esto en un abrir y cerrar de ojos. Liberarme de la «carga», supongo que me entiendes. Hay una buena caída…
—Sí, podrías —respondió Zifnab al tiempo que tomaba asiento en cubierta y dejaba las piernas colgando por el hueco de la escotilla—. Y lo harías en cualquier momento, además. Nuestras vidas no significan nada para ti, ¿verdad, Haplo? El único que te ha importado siempre eres tú mismo, ¿verdad?
—Te equivocas, viejo. Por encima de todo, hay alguien que tiene mi fidelidad, mi lealtad absoluta. Daría mi vida por salvar la suya y, aun así, me sentiría frustrado de no poder hacer más.
—¡Ah, sí! —Comentó Zifnab en voz baja—. Tu señor. El que te ha enviado aquí.
Haplo torció el gesto. ¿Cómo diablos se habría enterado aquel viejo estúpido? Atando cabos de las cosas que había dejado caer, por supuesto. ¡Maldita sea!, se recriminó el patryn. ¿Cómo podía ser tan descuidado? ¡Todo estaba saliendo mal! Lanzó una violenta patada al tonel de agua y varios maderos se astillaron, derramando un diluvio de agua tibia sobre sus pies.
«Estoy habituado a mantener el control», se dijo; «toda mi vida, bajo cualquier situación, siempre he mantenido el control. Fue así cómo sobreviví en el Laberinto y cómo pude completar con éxito mi misión en Ariano. Ahora, en cambio, estoy haciendo cosas que no tenía intención de hacer, y diciendo cosas que me había propuesto no revelar. Un hatajo de mutantes con la inteligencia de una col ha estado a punto de destruirme. Y, por último, estoy transportando a un grupo de mensch hacia una estrella y estoy soportando a un viejo excéntrico que está completamente chiflado».
—¿Por qué? —exigió saber Haplo en voz alta, apartando al perro que lamía con ansia el líquido derramado—. Sólo dime por qué.
—Recuerda que la curiosidad ha matado a más de un gato —murmuró el anciano, complacido.
—¿Es una amenaza? —Haplo alzó la vista con el entrecejo fruncido.
—¡No! ¡Cielos, no! —Se apresuró a decir Zifnab, al tiempo que sacudía la cabeza—. Sólo una advertencia, querido muchacho. Hay gente que considera la curiosidad una noción muy peligrosa. Hacer preguntas repetidamente conduce a la verdad. Y eso lo puede meter a uno en muchos problemas.
—Sí, bien, depende de en qué verdad crea uno, ¿no te parece, viejo?
Haplo alzó un pedazo de madera empapada, trazó un signo mágico sobre él con el dedo y lo volvió a arrojar al suelo. Al instante, los demás fragmentos del tonel se alzaron del suelo y se unieron al primero. En un abrir y cerrar de ojos, el tonel quedó recompuesto. El patryn trazó unas runas sobre el tonel y junto a éste, en el aire. El tonel se duplicó y muy pronto numerosos toneles, todos ellos llenos de agua, ocuparon la bodega. Haplo trazó de nuevo unas enérgicas runas en el aire, haciendo que varios barriles de carne de targ salada se sumaran a las hileras de toneles de agua. Las jarras de vino se multiplicaron, entrechocando con un tintineo musical. En unos instantes, la bodega quedó rebosante de provisiones.
Haplo subió la escalerilla y Zifnab se hizo a un lado para dejarle paso.
—Todo depende de en qué verdad crea uno, viejo —repitió el patryn.
—Sí. Panes y peces. —Zifnab le hizo un guiño socarrón—. ¿Verdad, Salvador?
El agua y la comida condujeron, indirectamente, a la crisis que estuvo a punto de solucionar todos los problemas de Haplo.
—¿Qué es ese hedor? —Preguntó Aleatha—. ¿Piensas hacer algo al respecto?
Llevaban una semana de viaje, más o menos. Para calcular el tiempo disponían de una flor de horas mecánicas que los elfos habían llevado a bordo. Aleatha había subido al puente para contemplar la estrella a la que se dirigían.
—Es la sentina —respondió Haplo distraídamente, mientras intentaba encontrar algún sistema para medir la distancia entre la nave y su destino—. Ya os dije que deberíais turnaros todos en vaciarla con la bomba.
Los elfos de Ariano, que habían construido y diseñado la nave, habían incorporado un método efectivo de recuperación de desperdicios que utilizaba magia y maquinaria élfica. El agua era un bien escaso y valiosísimo en Ariano, el mundo del aire, donde se utilizaba como moneda de cambio y no se despilfarraba una sola gota. Varios de los primeros encantamientos creados en Ariano tenían que ver con la conversión de aguas residuales en líquido purificado. Los hechiceros humanos del agua actúan directamente sobre los elementos de la naturaleza, obteniendo agua pura de la contaminada. Los magos elfos empleaban máquinas y alquimia para conseguir el mismo efecto, y muchos elfos aseguraban que su hechicería química producía un agua de mejor sabor que la de los humanos con su magia de los elementos.
Tras apoderarse de la nave, Haplo había eliminado la mayor parte de la maquinaria élfica, dejando sólo la bomba de la sentina por si la nave encontraba alguna lluvia torrencial. Los patryn, mediante su magia rúnica, tenían sus propios métodos para disponer de los residuos corporales, métodos muy secretos y reservados (no por pudor, sino por simple supervivencia: como algunos animales entierran sus deposiciones para evitar que su enemigo las rastree).
Por ello, Haplo no se había preocupado gran cosa por el problema de la higiene. Había comprobado que la bomba funcionaba y los humanos y elfos de a bordo podían turnarse en accionarla. Ocupado en sus operaciones matemáticas, no volvió a pensar en el breve diálogo con Aleatha más que para tomar nota mental de poner a todo el mundo a trabajar.
Sus cálculos se vieron interrumpidos por un grito, una exclamación y un coro de voces coléricas. El perro, que dormitaba a su lado, se incorporó de un salto con un gruñido.
—¿Qué sucede ahora? —murmuró Haplo, abandonando el puente para descender a los camarotes de la tripulación.
—Ya no son tus esclavos, ¿entiendes?
Al entrar en el camarote, el patryn encontró a Roland, vociferante y rojo de ira, frente a una pálida, serena y fría Aleatha. Los pasajeros humanos respaldaban a su salvador. Los elfos estaban en bloque tras Aleatha. Paithan y Rega estaban en medio, cogidos de la mano y con aire perturbado. Por supuesto, al viejo hechicero no se lo veía por ninguna parte, como siempre que surgía un problema.
—¡Vosotros, los humanos, habéis nacido para ser esclavos! ¡No sabéis vivir de otra forma! —replicó un joven elfo, sobrino de la cocinera, un espléndido elfo adulto, alto y fuerte.
Roland se lanzó sobre él con el puño apretado, seguido de otros humanos.
El sobrino de la cocinera respondió al desafío, acompañado de sus hermanos y primos. Paithan se adelantó para tratar de separar al elfo y a Roland, pero recibió un fuerte golpe en la cabeza por parte de un humano que había permanecido con la familia Quindiniar desde niño y que buscaba desde hacía mucho tiempo una oportunidad de desahogar sus frustraciones. Rega, en su intento de ayudar a Paithan, se encontró en medio del tumulto.
La refriega se generalizó, la nave cabeceó violentamente y Haplo masculló un juramento. Advirtió que últimamente lo hacía con mucha frecuencia. Aleatha se había retirado a un lado y observaba la escena con despreocupación, atenta a que no le salpicara la falda alguna gota de sangre.
—¡Basta! —rugió Haplo, metiéndose en la trifulca, agarrando a los contendientes y separándolos con energía. El perro corrió tras él, lanzando gruñidos y dolorosos mordiscos en los tobillos—. ¡Nos vamos a caer!
No era cierto, pues la magia sostendría la nave pese a todo, pero la idea resultaba sin duda amenazadora y Haplo calculó que pondría fin a las hostilidades.
La pelea cesó a duras penas. Los adversarios se limpiaron la sangre de los labios partidos y de las narices rotas y se miraron unos a otros con odio.
—¿Qué diablos sucede ahora? —exigió saber Haplo.
Todos se pusieron a hablar a la vez. Ante un gesto furioso del patryn, se hizo de nuevo el silencio. Haplo fijó la vista en Roland.
—Muy bien, tú has empezado esto. ¿Qué ha sucedido?
—Le toca el turno de accionar la bomba de la sentina a la dama —Roland, aún jadeante, se frotó los doloridos músculos abdominales y señaló a Aleatha—, pero se ha negado a hacerlo. Se ha presentado aquí y ha ordenado a uno de nosotros que lo hiciera en su lugar.
—¡Sí! ¡Eso es! —Los humanos, varones y mujeres, asintieron airadamente.
Por un breve y seductor instante, Haplo se imaginó utilizando su magia para abrir el fondo de la quilla de la nave y enviar a aquellas criaturas detestables e irritantes a una vertiginosa caída de cientos de miles de leguas hasta el mundo que habían abandonado.
¿Por qué no lo hacía? Por curiosidad, había dicho el anciano. Sí, sentía curiosidad; tenía ganas de ver dónde quería llevar el hechicero a toda aquella gente, de saber por qué lo hacía. Pero Haplo ya preveía el momento —que se aproximaba rápidamente— en que su curiosidad empezaría a decaer.
Parte de la ira que sentía debía de hacerse patente en su rostro, pues los humanos callaron y retrocedieron un paso ante él. Aleatha, al ver que la mirada de Haplo se centraba en ella, palideció; sin embargo, se mantuvo firme y le devolvió la mirada con gesto de desdén, fría y altiva. Haplo no dijo nada. Alargó la mano, asió por el brazo a la elfa y la obligó a salir del camarote.
Aleatha jadeó, gritó y se resistió. Haplo tiró de ella, arrastrándola por la fuerza. La elfa cayó a cubierta. El patryn la incorporó con brusquedad y siguió arrastrándola.
—¿Adonde la llevas? —exclamó Paithan. En su voz había auténtico miedo. Haplo advirtió por el rabillo del ojo que Roland había perdido el color. A juzgar por su expresión, parecía convencido de que Haplo se disponía a arrojar a Aleatha por la borda.
«Estupendo», pensó el patryn, y continuó la marcha.
Aleatha se quedó pronto sin aliento para seguir gritando; había dejado de debatirse y se concentraba en mantenerse en pie para que no la arrastrara por la cubierta. Haplo descendió por una escalerilla, seguido de cerca por la elfa, y se detuvo entre puentes, en el rincón oscuro, pequeño y maloliente donde se encontraba la bomba de la sentina de la nave. El patryn obligó a entrar a Aleatha y ésta fue a darse de bruces contra el aparato.
—¡Perro! —Dijo al animal, que había seguido a su amo o se había materializado junto a él—. ¡Vigila!
El perro se echó, obediente, con la cabeza ladeada y los ojos en la mujer.
Aleatha estaba muy pálida y lanzó una mirada de odio a Haplo tras una maraña de cabello desordenado.
—¡No lo haré! —masculló, y se apartó un paso de la bomba.
El perro lanzó un ronco gruñido.
Aleatha lo miró, titubeó y dio otro paso.
El animal se puso a cuatro patas y el gruñido aumentó en intensidad.
Aleatha siguió observando al animal y apretó los labios. Echándose el cabello hacia atrás, pasó ante Haplo y se dirigió al pasadizo de salida.
El perro salvó de un salto la distancia que los separaba y se plantó frente a la mujer. Su gruñido retumbó por toda la nave. Aleatha retrocedió rápidamente, tropezó con la falda y estuvo a punto de caer.
—¡Dile que pare! —Le gritó a Haplo—. ¡Me va a matar!
—No, no lo hará —respondió el patryn con frialdad, señalando la bomba—. Mientras no dejes de trabajar…
Tragándose la rabia, Aleatha lanzó a Haplo una mirada que quería ser un puñal y se volvió de espaldas al perro y al patryn. Con la cabeza muy alta, se acercó al aparato. Agarró la manivela con ambas manos, blancas y delicadas, y empezó a bombear, arriba y abajo. Haplo se asomó a una portilla y comprobó que, por el costado del casco, surgía un reguero de aguas pestilentes que se pulverizaba en la atmósfera debajo de la nave.
—¡Perro, quieto! ¡Vigila! —ordenó al can, y se marchó.
El perro se echó vigilante y alerta, sin apartar los ojos de Aleatha.
Cuando emergió de la cubierta inferior, Haplo encontró a la mayoría de los mensch reunida en lo alto de la escalera, esperándolo.
—Volved a vuestros asuntos —les ordenó cuando llegó a su altura. Esperó a que se marcharan y regresó al puente para continuar sus intentos de determinar su posición.
Roland se frotó la mano dolorida, lesionada al lanzar un buen derechazo al elfo. Intentó convencerse de que Aleatha sólo había obtenido su merecido, que así aprendería, que no le iría mal trabajar un poco. Cuando se descubrió en el pasadizo que llevaba al cuartito de la bomba, se llamó estúpido.
Al llegar a la escotilla, hizo una pausa y observó la escena en silencio. El perro estaba tendido en la cubierta, con el hocico entre las patas y los ojos fijos en Aleatha. La elfa hizo una pausa en su esfuerzo, se estiró y se dobló hacia atrás para intentar aliviar la rigidez y el dolor de su espalda, nada acostumbrada a los trabajos duros. La orgullosa cabeza de la muchacha colgaba ahora, abatida, mientras se secaba el sudor de la frente y se miraba la palma de las manos. Roland recordó, más vividamente de lo que esperaba, la delicada suavidad de aquellas manos menudas y las imaginó sangrando y en carne viva. Aleatha se secó de nuevo el rostro, esta vez enjugando unas lágrimas.
—Ven, deja que termine yo —se ofreció Roland con voz áspera, pasando por encima del perro de una zancada.
Aleatha se volvió y le plantó cara. Para desconcierto de Roland, la elfa lo mantuvo a distancia con los brazos estirados; luego volvió a accionar la bomba con toda la rapidez que le permitía el cansancio de sus brazos doloridos y el intenso escozor de sus palmas despellejadas.
Roland la miró con furia.
—¡Maldita sea, mujer! ¡Sólo intento ayudarte!
—¡No quiero tu ayuda! —Aleatha se quitó el cabello de la cara y las lágrimas de los ojos.
Roland quiso dar media vuelta, salir de allí y dejarla dedicada a su tarea. Sí, iba a darse la vuelta y marcharse. Ahora mismo se iría…
… Y se encontró pasando el brazo en torno a la esbelta cintura de la elfa y besando sus labios. Fue un beso salado, con sabor a sudor y a lágrimas, pero los labios de la mujer se mostraron cálidos y receptivos y su cuerpo se entregó a él; Aleatha era pura ternura, con su cabello fragante y su piel suave… todo ello levemente impregnado del hedor pestilente de la sentina.
El perro se sentó a dos patas con una expresión de ligero desconcierto y volvió la cabeza buscando a su amo. ¿Qué se suponía que debía hacer, ante aquello?
Roland retrocedió soltando a Aleatha, que se tambaleó ligeramente al quedarse sin apoyo.
—¡Eres la muchacha más obstinada, egoísta e irritante que he conocido en mi vida! ¡Espero que te pudras aquí abajo! —dijo el humano con voz fría. Después, girando en redondo, se alejó.
Aleatha lo vio alejarse, boquiabierta y con una mirada de asombro. El perro, perplejo, se echó de nuevo sobre los tablones para rascarse.
Finalmente, Haplo casi había encontrado una respuesta. Había improvisado un tosco teodolito que utilizaba como puntos de referencia comunes la posición estacionaria de los cuatro soles y la luz brillante que constituía su destino. Comprobando diariamente las posiciones de las demás estrellas visibles en el cielo, el patryn observó que parecían cambiar de posición en relación con la Estrella de Dragón.
Tales variaciones eran debidas al movimiento de la nave, y la coherencia de las mediciones lo llevó a plantear un modelo de desconcertante simetría. Se estaban aproximando a la estrella, de eso no había ninguna duda. De hecho, parecía…
El patryn comprobó de nuevo los cálculos. Sí, tenía sentido. Empezaba a entender; empezaba a comprender muchas cosas. Si estaba en lo cierto, sus pasajeros no iban a poder evitar la sorpresa cuando…
—Discúlpame, Haplo…
Cuando alzó la vista, molesto por la interrupción, encontró a Paithan y a Rega en la escotilla del puente, junto con el anciano hechicero. Por supuesto, ahora que el problema estaba resuelto, Zifnab había reaparecido.
—¿Qué quieres? Date prisa… —murmuró Haplo.
—Verás…, nosotros… Rega y yo… queremos casarnos.
—Felicidades.
—Pensamos que serviría para unir a los pueblos, ¿entiendes?
—A mí me parece más probable que el anuncio desencadene otro alboroto, pero eso es cosa vuestra.
Con aspecto algo mohíno, Rega dirigió una mirada dubitativa a Paithan. El elfo suspiró profundamente y continuó:
—Queremos que tú celebres la ceremonia.
—¿Que yo qué? —Haplo no podía dar crédito a sus oídos.
—Según las leyes antiguas —intervino Zifnab—, un capitán de barco puede celebrar matrimonios en alta mar.
—¿Las leyes antiguas de quién? Y no estamos en ningún mar.
—¡Vaya…! Debo reconocer que no estoy seguro de los términos precisos de esa ley y que…
—Ya tenéis al viejo. —El patryn señaló al hechicero—. Que lo haga él.
—Yo no soy sacerdote —protestó Zifnab, indignado—. Querían que tomara los hábitos, pero me negué. La partida necesitaba un curandero, me dijeron. ¡Ja! Unos combatientes con el cerebro de un picaporte atacan algo veinte veces su tamaño, con un millón de puentes de impacto, ¡y esperan que yo les saque la cabeza de la caja torácica! Yo soy un hechicero. Y tengo el hechizo más maravilloso. Si pudiera recordar cómo era… ¡Bola ocho! No, no era eso. Incendios…, no sé qué de incendios. ¡Extintor de incendios! Alarma de humos. No, no es eso. Pero me parece que me estoy acercando bastante…
—¡Sacadle del puente! —Haplo volvió al trabajo.
Paithan y Rega se adelantaron al anciano. El elfo puso su mano con cautela en el brazo tatuado del patryn.
—¿Lo harás? ¿Nos casarás?
—Yo no sé nada de ceremonias de boda élficas.
—No tiene por qué ser élfica, ni tampoco humana. De hecho, será mejor si no es ninguna de las dos. De este modo nadie se enfurecerá.
—Sin duda, tu pueblo tendrá algún tipo de ceremonias —apuntó Rega—. A nosotros nos bastaría…
… Haplo no echó en falta a la mujer.
Los corredores del Laberinto eran gente solitaria que se fiaba de su rapidez y de su fuerza, de su ingenio y de su astucia, para alcanzar su objetivo. Los ocupantes confiaban en su número. Estos, reunidos en tribus nómadas, se movían por el Laberinto a paso más lento, siguiendo a menudo las rutas exploradas por los corredores. Unos y otros se respetaban: los corredores representaban el conocimiento; los ocupantes, un breve instante de seguridad y estabilidad.
Haplo entró en el campamento de los ocupantes por la tarde, tres semanas después de que la mujer lo dejara. El jefe salió a recibirlo a su llegada, que había sido anunciada por los exploradores del grupo. El jefe era anciano, con cabellos y barba grisáceos; los tatuajes de sus manos nudosas resultaban prácticamente indescifrables. No obstante, su porte era erguido, sin señales de vejez. Tenía el vientre plano y los músculos de brazos y piernas abultados y bien definidos. El anciano juntó las manos, con los reveses tatuados hacia fuera, y se llevó los pulgares a la frente. El círculo quedó cerrado.
—Bienvenido, corredor.
Haplo hizo el mismo gesto y se obligó a sostener la mirada del jefe del asentamiento. Hacer otra cosa sería considerado un insulto; tal vez resultaría incluso peligroso, pues podría dar la impresión de que estaba calculando el número de miembros del grupo.
El Laberinto era inteligente y tramposo. Se sabía que había enviado impostores. A Haplo sólo se le permitiría la entrada en el campamento si se ceñía estrictamente a las formas. Pese a todo, no pudo evitar lanzar una mirada furtiva a los ocupantes que se acercaron a inspeccionarlo. Sobre todo, se fijó en las mujeres. Al no distinguir de inmediato ninguna cabellera castaña, Haplo volvió a centrar la atención en su anfitrión.
—Que las puertas se abran para ti, jefe. —Haplo hizo una reverencia con las manos ante la frente.
—Y para ti. —El jefe inclinó la cabeza.
—Y para tu pueblo, jefe. —Haplo hizo otra reverencia. La ceremonia había terminado.
Desde aquel momento, Haplo quedó considerado un miembro más de la tribu. La gente continuó con sus asuntos como si tal cosa, aunque en varias ocasiones una mujer se detuvo a mirarlo, le sonrió y le indicó una choza con un gesto de cabeza. En otro momento de su vida, tal invitación habría hecho correr fuego por sus venas. Una sonrisa por su parte y habría sido llevado a la choza, alimentado y tratado con todos los privilegios de un marido. Pero, en aquella época, la sangre de sus venas parecía helada. Al no ver la sonrisa que deseaba encontrar, mantuvo su expresión cuidadosamente grave y la mujer se alejó decepcionada.
El jefe aguardó con prudencia a ver si Haplo aceptaba alguna de aquellas invitaciones. Al comprobar que no era así, le ofreció su propia choza para pasar la noche. Haplo le agradeció el ofrecimiento y, al advertir la sorpresa y el destello de cierta suspicacia en los ojos del jefe, añadió una explicación:
—Estoy en un ciclo de purificación.
El líder de la tribu asintió, comprensivo, olvidando toda sospecha. Muchos patryn, equivocados o no, creían que los encuentros sexuales debilitaban su magia. Los corredores que proyectaban adentrarse en un territorio desconocido solían efectuar un ciclo de purificación, absteniéndose de la compañía del sexo opuesto varios días antes de aventurarse en terreno inexplorado. Un ocupante que fuera a salir de caza o a afrontar una batalla lo haría también.
Haplo, personalmente, no creía en tales tonterías. Su magia nunca le había fallado, por muchos placeres que hubiera disfrutado la noche anterior. Pero resultaba una buena excusa.
El jefe condujo a Haplo a una choza confortable, cálida y seca. En el centro ardía un luminoso fuego, cuyo humo escapaba por un agujero en el techo. Su anfitrión se sentó cerca de las brasas.
—Una concesión a mis viejos huesos. Puedo correr con los jóvenes y mantener su paso, soy capaz de derribar a un karkan con las manos desnudas…, pero he descubierto que me gusta sentarme junto al fuego por la noche. Toma asiento, corredor.
Haplo escogió un lugar próximo a la entrada de la cabaña. La noche era cálida y la estancia resultaba sofocante.
—Has llegado a nosotros en un buen momento, corredor —dijo el viejo jefe—. Esta noche celebramos una unión.
Haplo murmuró la fórmula de cortesía sin apenas pensarlo. Su mente estaba ocupada en otros asuntos. Ahora que se habían observado todas las formas como era debido, podía plantear su pregunta en cualquier momento. Sin embargo, se le quedó atascada en la garganta. El jefe le preguntó por los senderos y se pusieron a hablar de los viajes de Haplo. El corredor proporcionó al viejo toda la información posible sobre la tierra que se extendía ante él.
Al caer la noche, una agitación inusual en el exterior de la cabaña recordó a Haplo la ceremonia que iba a tener lugar. Una hoguera convertía las sombras en días. La tribu debía de sentirse segura, pensó el corredor mientras seguía al jefe fuera de la choza. De lo contrario, no se habrían atrevido a encenderla. Hasta un dragón ciego podría ver su resplandor.
Se unió a la multitud congregada en torno al fuego.
Comprobó que la tribu era numerosa. No era extraño que se sintiera segura. Los centinelas de los puestos avanzados les advertirían en caso de ataque. Eran tantos que podían defenderse de casi todo, tal vez incluso de un dragón. Los niños correteaban entre los adultos, vigilados por el grupo.
Los patryn del Laberinto lo compartían todo: comida, amantes, hijos… Las promesas de unión eran votos de amistad, más parecidos a los de un guerrero que a los de matrimonio. La unión podía tener lugar entre un hombre y una mujer, entre dos hombres o entre dos mujeres. La ceremonia era más habitual entre ocupantes que entre corredores, pero, en ocasiones, estos últimos se unían también a un compañero. Los padres de Haplo habían estado unidos, y él mismo había pensado en hacerlo. Si la encontraba…
El líder de la tribu alzó los brazos reclamando silencio. La gente, incluso los niños más pequeños, callaron de inmediato. Cuando lo vio todo preparado, el jefe abrió los brazos y tomó de la mano a los que estaban a ambos lados. Todos los patryn siguieron su ejemplo hasta formar un enorme círculo alrededor de la hoguera. Haplo se unió a ellos, dando la zurda a un hombre bien formado, aproximadamente de su edad, y la diestra a una muchacha apenas adolescente, que se sonrojó intensamente al contacto con sus dedos.
—El círculo está cerrado —dijo el jefe, mirando a su pueblo con una expresión de orgullo en su rostro lleno de arrugas y curtido por la intemperie—. Esta noche nos reunimos para ser testigos de las promesas entre los dos que formarán su propio círculo. Que se acerquen.
Un hombre y una mujer abandonaron el círculo, que se cerró de inmediato tras ellos, y se adelantaron hasta el jefe. Éste también se avanzó al círculo y extendió las manos. La pareja las asió, uno a cada lado, y luego entrelazaron las suyas.
—El círculo vuelve a estar cerrado —proclamó el anciano. Miraba a la pareja con intensidad, pero su gesto era severo y grave. Los congregados en torno al trío presenciaban el acto con solemne silencio.
Haplo advirtió que estaba disfrutando de aquello. Casi siempre, y sobre todo en aquellas últimas semanas, se había sentido vacío, hueco, solo. Allí estaba a gusto, con una sensación de estar lleno. El viento frío y ululante ya no lo atravesaba con su desconsuelo. Y se descubrió sonriendo, lanzando sonrisas a todos y a todo.
—Prometo protegerte y defenderte. —Las voces de la pareja repetían los votos, uno después del otro, en un círculo de ecos—. Mi vida por tu vida. Mi muerte por tu vida. Mi vida por tu muerte. Mi muerte por tu muerte.
Pronunciados los votos, la pareja guardó silencio. El jefe de la tribu asintió, satisfecho de la sinceridad del compromiso. Tomando las dos manos que asían las suyas, las juntó.
—El círculo está cerrado —repitió, y se retiró de nuevo al seno del círculo de testigos dejando que la pareja formara su propio círculo dentro de la gran comunidad. Los dos actores de la ceremonia se sonrieron mutuamente. El círculo exterior prorrumpió en vítores y se disolvió; sus componentes se separaron para preparar la celebración.
Haplo decidió que era buen momento para hacer la pregunta y buscó al jefe, que se había acercado a la rugiente hoguera.
—Busco a una mujer —le dijo Haplo, y la describió—. Es de buena estatura y tiene el cabello castaño. Es una corredora. ¿Ha estado aquí?
El viejo meditó la respuesta.
—Sí, ha estado aquí —dijo por fin—. Hace apenas una semana.
Haplo sonrió. No había pretendido seguirla, al menos conscientemente, pero parecía que los dos estaban recorriendo el mismo camino.
—¿Cómo estaba? ¿Tenía buen aspecto?
El jefe le dirigió una mirada penetrante y escrutadora.
—Sí, tenía buen aspecto. Pero yo apenas la vi. Si quieres saber más, pregúntale a Antio, ese hombre de ahí. Pasó la noche con ella.
El calor desapareció. El aire era frío y el viento, cortante como una cuchilla. Haplo se volvió y vio pasar por las inmediaciones al joven bien formado con el que había unido las manos en el círculo.
—Se marchó por la mañana —añadió el jefe—. Puedo enseñarte la dirección que tomó.
—No es necesario. De todos modos, gracias —añadió Haplo para mitigar la frialdad de su respuesta. Miró a su alrededor y vio a la muchacha. Ella lo estaba observando y se sonrojó hasta las orejas al notar que el corredor la había descubierto.
Haplo volvió a la choza del jefe y empezó a recoger sus pertenencias, escasas puesto que los corredores viajaban ligeros. El jefe de la tribu lo siguió y lo observó con asombro.
—Tu hospitalidad me ha salvado la vida —dijo Haplo, siguiendo la fórmula ritual de despedida—. Antes de marcharme, te contaré lo que sé. Los informes dicen que toméis el sendero oeste hasta la Puerta cincuenta y uno. Corren rumores de que el Poderoso, el que primero ha resuelto el secreto del Laberinto, ha regresado con su magia para limpiar de obstáculos ciertas zonas y dejarlas seguras… al menos temporalmente. Sin embargo, no puedo confirmarte si los rumores son ciertos o no, puesto que yo vengo del sur.
—¿Te vas a ir ahora? ¿Con lo peligroso que es el Laberinto una vez anochece?
—No me importa —respondió Haplo. Juntando las palmas de las manos, se las llevó a la frente en el gesto ritual. El jefe de la tribu le devolvió el saludo y Haplo dejó la choza. Se detuvo un momento en el umbral. El resplandor de la hoguera lo iluminaba todo en torno a las llamas, pero, por contraste, hacía mucho más negras las tinieblas allí donde no alcanzaba la luz. Haplo dio un paso hacia la oscuridad, cuando notó una mano en el brazo.
—El Laberinto mata lo que puede: si no alcanza nuestro cuerpo, trata de matar nuestro espíritu —dijo el viejo jefe—. Llora tu pérdida, hijo mío, y no olvides nunca de quién es la culpa. Recuerda a los que nos encarcelaron, a los que sin duda contemplan complacidos nuestros esfuerzos.
Son los sartán (…). Ellos nos trajeron a este infierno y son los responsables de esta maldad.
La mujer lo había mirado con los ojos pardos moteados de oro. No sé. Quizá la maldad está dentro de nosotros.
Haplo abandonó el campamento de los ocupantes y continuó su carrera solitaria. No, no echaba de menos a la mujer. No la añoraba en absoluto…
En el Laberinto había ciertos árboles, llamados barantos, que producían unos frutos especialmente suculentos y nutritivos. Sin embargo, quienes recolectaban el fruto corrían el riesgo de pincharse con las espinas venenosas que lo envolvían. Las espinas penetraban muy hondas en la carne que las runas dejaban necesariamente desprotegida, y buscaban las venas. Si alcanzaban el torrente sanguíneo, el veneno que contenían podía resultar letal. Por lo tanto, aunque las espinas estaban erizadas de pequeñas púas que desgarraban la carne al ser arrancadas, era preciso extraerlas de inmediato… al precio de un dolor considerable.
Haplo creía haberse sacado la espina y le sorprendió descubrir que aún le dolía, que todavía llevaba el veneno en su cuerpo.
—No creo que te gustara la ceremonia de mi pueblo —dijo a Rega. Su voz sonó chirriante; sus ojos quedaban en sombras bajo el entrecejo fruncido—. ¿Quieres conocer nuestros votos? Son éstos: «Mi vida por tu vida. Mi muerte por tu vida. Mi vida por tu muerte. Mi muerte por tu muerte». ¿De veras quieres tomarlos?
Rega palideció y preguntó, con cierta vacilación:
—¿Qué… qué significan? No lo entiendo.
—«Mi vida por tu vida» significa que, mientras vivamos, compartiremos la alegría de vivir con el otro. «Mi muerte por tu vida» quiere decir que estaré dispuesto a entregar mi vida por salvar la tuya. «Mi vida por tu muerte», que dedicaré mi vida a vengar tu muerte, si no puedo evitarla. «Mi muerte por tu muerte», que una parte de mí morirá cuando tu mueras.
—No es muy…, romántico —reconoció Paithan.
—El lugar del que procedo, tampoco.
—Creo que me gustaría pensarlo —dijo Rega, sin mirar al elfo.
—Sí, supongo que será lo mejor —añadió Paithan, más calmado.
La pareja abandonó el puente, esta vez sin cogerse las manos. Zifnab los contempló con afecto y se llevó la punta de la barba a los ojos para enjugar una lágrima.
—El amor hace girar el mundo —murmuró con satisfacción.
—Este mundo, no —replicó Haplo con una leve sonrisa—. ¿No es cierto, anciano?