CAPÍTULO 5
EQUILAN,
LAGO ENTHIAL
Aleatha lamentó inmediatamente haber ido junto a las mujeres. El miedo es una enfermedad contagiosa y el salón hedía a pánico. Probablemente, los hombres estaban tan asustados como las mujeres, pero al menos mantenían una apariencia de arrojo…, si no por ellos mismos, al menos por lo que pensarían los demás. Las mujeres no sólo podían dejarse llevar por el terror, sino que era eso lo que se esperaba de ellas. Pero incluso el miedo tenía definidas sus normas de etiqueta.
La matrona de la casa —madre del barón Durndrun y dueña absoluta de la mansión ya que su hijo aún era soltero— tenía prioridad en las demostraciones de histeria. Ella era la de más edad, la de rango más alto, y estaba en su casa. Ninguna de las damas presentes, por lo tanto, tenía derecho a mostrarse tan sobrecogida de pánico como ella. (La esposa de un simple duque, que se había desmayado en un rincón, estaba condenada al ostracismo).
La matrona yacía postrada en un sofá mientras su sirvienta lloraba junto a ella y le aplicaba diversos remedios: baños de agua de espliego en las sienes, untaduras de tintura de rosa en el amplio pecho, que se alzaba y descendía con un temblor mientras la mujer trataba en vano de recuperar el aliento.
—¡Oh… oh… oh…! —jadeaba, palpándose el corazón.
Las esposas de los invitados se cernían sobre ella, retorciéndose las manos, abrazándose de vez en cuando y lanzando apagados sollozos. Su miedo servía de inspiración a los niños, que hasta entonces habían mostrado una ligera curiosidad, pero que ahora lloriqueaban a coro y se metían entre las piernas de todo el mundo.
—¡Oh… oh… oh…! —gimió la matrona, exhibiendo un leve color amoratado.
—Dale unos cachetes —indicó Aleatha con frialdad.
La sirvienta pareció tentada de hacerlo, pero las esposas de los nobles consiguieron recuperarse de su pánico el tiempo suficiente para mostrarse escandalizadas. Aleatha se encogió de hombros, dio media vuelta y se encaminó hacia los grandes ventanales que hacían de puertas y se abrían al espacioso porche desde el que se contemplaba el lago. Detrás de la muchacha, las convulsiones de la matrona parecían ir remitiendo. Quizás había oído la sugerencia de Aleatha y había visto la mano crispada de la criada.
—En los últimos minutos no se ha vuelto a oír ese ruido —musitó la esposa de un conde—. Tal vez ya ha pasado todo.
La respuesta al comentario fue un silencio lleno de inquietud. Aquello no había terminado. Aleatha lo sabía y las demás mujeres congregadas en la estancia lo sabían también. De momento reinaba la calma, pero era un silencio tenso, cargado y terrible que a Aleatha le hizo añorar los gemidos de la matrona de la casa. Las mujeres formaron una apretada piña y los niños reanudaron sus sollozos.
El estruendo se alzó de nuevo, esta vez con más fuerza. La casa se estremeció alarmantemente. Las sillas se movieron de sitio y los pequeños adornos cayeron de las mesas, haciéndose añicos contra el suelo. Las que pudieron, se agarraron a la que encontraron; las que no tenían dónde apoyarse, perdieron el equilibrio y cayeron también. Desde la ventana, Aleatha vio alzarse del lago aquel cuerpo verde y escamoso.
Por fortuna, ninguna de las mujeres de la estancia advirtió la presencia de aquel ser. Aleatha se mordió los labios para no soltar un grito de pavor. En un abrir y cerrar de ojos, la criatura desapareció con tal rapidez que la muchacha llegó a dudar de si la había visto de verdad o si había sido una mera alucinación causada por su propio miedo.
El trueno cesó y Aleatha vio a los hombres corriendo hacia la casa, con su hermano a la cabeza. La muchacha abrió las puertas y descendió a toda prisa la amplia escalinata.
—¡Paithan! ¿Qué era eso? —preguntó a su hermano, asiéndolo por la manga de la casaca.
—Un dragón, me temo —respondió él.
—¿Qué será de nosotros?
—Imagino que todos vamos a morir —dijo Paithan tras pensárselo unos momentos.
—¡Pero no es justo! —protestó Aleatha, pateando el suelo con gesto de rabia e impotencia.
—No, supongo que no. —Las palabras de su hermana le parecieron un enfoque bastante extraño de su desesperada situación, pero Paithan le acarició la mano con un gesto tranquilizador—. Vamos, Thea, tú no vas a desmayarte como las demás mujeres de ahí dentro, ¿verdad? Es impropio que alguien como tú se deje llevar por la histeria.
Aleatha se llevó las manos a las mejillas y notó la piel caliente y enrojecida. Su hermano tenía razón, se dijo. Debía de estar hecha un adefesio. Tras una profunda inspiración, se obligó a relajarse, se alisó el cabello y volvió a componer los pliegues desordenados de su vestido. El rubor fue desapareciendo de su rostro.
—¿Qué vamos a hacer? —insistió con voz firme.
—Armarnos. Será inútil, Orn lo sabe, pero al menos podremos mantener a raya al monstruo durante algún tiempo.
—¿Y la Guardia de la Reina?
Al otro lado del lago, se distinguía al regimiento de la Guardia de la Reina desplegándose. Todos los soldados corrían a ocupar sus posiciones.
—La guardia protege a Su Majestad, Thea. Los soldados no pueden abandonar el palacio. Tengo una idea: puedes llevar a las demás mujeres y a los niños al sótano y…
—¡No! ¡No voy a morir como una rata en un agujero!
Paithan miró fijamente a su hermana, midiendo su valor.
—Está bien, Aleatha. Hay otra cosa que puedes hacer. Alguien tiene que ir a la ciudad y alertar al ejército. No podemos prescindir de ningún hombre y las demás mujeres no están en condiciones de viajar. Es una misión peligrosa; el medio de transpone más rápido es el deslizador y si esa bestia rompe nuestras líneas de defensa…
Aleatha imaginó con toda claridad la enorme cabeza del dragón alzándose y agitándose violentamente hasta romper los cables que sostenían el vehículo sobre el vacío. Se vio cayendo vertiginosamente…
Pero luego se imaginó encerrada con la dueña de la casa en un sótano oscuro y mal ventilado.
—Iré. —Aleatha empezó a recogerse las faldas.
—Espera, Thea. Escucha. No intentes bajar al centro mismo de la ciudad, pues te perderías. Busca el puesto de guardia del lado de vars. Las cestas te llevarán una parte del camino y luego tendrás que seguir a pie, pero distinguirás el puesto desde la primera encrucijada. Es una atalaya construida en las ramas de un árbol karabeth. Diles que…
—¡Paithan! —Durndrun salió de la casa a toda prisa, con el arco y un carcaj en la mano y señalando hacia el lago con la otra—. ¿Quién diablos anda ahí abajo? ¿No habían vuelto todos con nosotros?
—Eso creía —asintió Paithan, forzando la vista hacia donde indicaba el barón. El reflejo del sol en las aguas del lago resultaba cegador pero alcanzó a ver, sin la menor duda, una figura que se movía al borde del agua—. Déjame ese arco. Iré a por él. Es fácil que nos hayamos dejado a alguien, en la confusión.
—¿Piensas…, piensas bajar ahí? ¿Con el dragón? —El noble contempló a Paithan con asombro.
Como siempre hacía en la vida, Paithan se había prestado voluntario sin pensárselo. Pero, antes de que le diera tiempo a añadir que, de pronto, había recordado que tenía otro compromiso anterior, Durndrun se apresuró a colocar el arco y la aljaba con las flechas en las manos del joven elfo mientras murmuraba algo acerca de una medalla al valor. Póstuma, sin duda.
—¡Paithan! —Aleatha le sujetó un brazo.
El elfo tomó la mano de la muchacha entre sus dedos, la estrechó y, a continuación, la depositó en la de Durndrun.
—Aleatha se ha ofrecido a alertar a los Guardianes de las Sombra[15] para que acudan a rescatarnos.
—¡Qué valentía! —Murmuró el noble, besando la mano helada de la muchacha—. ¡Qué ánimo! —añadió, y contempló a Aleatha con ferviente admiración.
—El mismo que tenéis todos los que os quedáis aquí, mi señor. Tengo la impresión de estar huyendo. —Aleatha suspiró profundamente y dirigió una fría mirada a su hermano—. Ten cuidado, Pait.
—Lo mismo digo, Thea.
Con el arma dispuesta, Paithan se dirigió a la carrera hacia el lago.
Aleatha lo vio alejarse y notó en el pecho una sensación horrible, sofocante. Una sensación que ya había experimentado una vez en su vida, la noche en que muriera su madre.
—Permíteme que te escolte, querida Aleatha. —El barón Durndrun no le soltaba la mano.
—No, mi señor. ¡No digas tonterías! —replicó Aleatha de inmediato. Tenía un nudo en el estómago y el corazón en un puño. ¿Por qué se había marchado Paithan? ¿Por qué la había abandonado? Lo único que deseaba era escapar de aquel lugar horrible—. Tú eres necesario aquí.
—¡Aleatha! ¡Qué valiente y hermosa eres! —El barón Durndrun la atrajo hacia sí; sus brazos la rodearon y sus labios le rozaron los dedos—. Si, por algún milagro, escapamos de este monstruo, quiero que te cases conmigo.
Aleatha dio un respingo, trastornada por el miedo. El barón Durndrun era uno de los nobles de más alto rango en la corte y uno de los elfos más ricos de Equilan. Siempre la había tratado con cortesía, pero se había mostrado frío y distante. Paithan había tenido la amabilidad de informar a su hermana de que el barón la consideraba «demasiado alocada, con un comportamiento indecoroso». Al parecer, había cambiado de idea.
—¡Mi señor! ¡Por favor, tengo que irme! —Aleatha se debatió, aunque no mucho, para desasirse del brazo que rodeaba su cintura.
—Lo sé y no voy a impedir tu valeroso acto. Pero prométeme que serás mía, si sobrevivimos.
Aleatha cesó en sus esfuerzos y bajó sus ojos púrpura, con aire tímido.
—Estamos en unas circunstancias terribles, mi señor. No somos nosotros mismos. Si salimos de ésta, no te consideraré obligado por esta promesa. Pero —se acercó aún más a él, susurrante— sí prometo a mi señor que le escucharé si me lo vuelve a pedir entonces.
Desasiéndose por fin, Aleatha hizo una elegante reverencia, dio media vuelta y echó a correr, grácil y veloz, por el césped de musgo hacia el cobertizo de los carruajes. La muchacha sabía que el barón la seguía con la mirada.
«Ya lo tengo», pensó. «Seré la esposa de Durndrun y desplazaré a su madre como primera dama de compañía de la reina».
Mientras corría, con las faldas recogidas para evitar tropiezos, Aleatha sonrió. Si la matrona de la casa se había puesto histérica por causa de un dragón, ¡a saber cómo reaccionaría cuando se enterara de la noticia! Su único hijo, sobrino de Su Majestad, unido en matrimonio con Aleatha Quindiniar, una rica plebeya. Sería el escándalo del año.
Pero, de momento, sólo podía rogar a la bendita Madre Peytin que saliera con vida de aquel trance.
Paithan continuó su descenso por el inclinado jardín, en dirección al lago. El suelo empezó a vibrar otra vez y se detuvo a echar un rápido vistazo a su alrededor, buscando algún indicio del dragón. Sin embargo, el temblor cesó casi al instante y el joven elfo reemprendió la marcha.
Estaba asombrado de sí mismo, de aquella demostración de valentía. Era un experto en el uso del arco, pero aquella pequeña arma no le sería de mucha utilidad frente a un dragón. ¡Por la sangre de Orn! ¿Qué estaba haciendo allí? Después de pensar seriamente en ello, mientras acechaba tras unos matorrales para ver mejor la orilla, llegó a la conclusión de que no era una cuestión de valentía. Sólo lo impulsaba la curiosidad, aquella misma curiosidad que siempre había causado problemas en su familia.
Fuera quien fuese la persona que deambulaba junto al lago, tenía totalmente desconcertado a Paithan. Éste podía comprobar ahora que se trataba de un varón y que no era ningún invitado. En realidad, no era ningún elfo. Era un humano, y bastante viejo, a juzgar por su aspecto. Un anciano de largos cabellos canosos que le caían sobre la espalda y luenga barba blanca que le llegaba al pecho. Iba vestido con una túnica larga, sucia y de color ceniciento. Un gorro cónico, desastrado y con la punta rota, se sostenía inciertamente sobre la cabeza. Y lo más increíble era que parecía haber salido del lago. De pie junto a la orilla, despreciando el peligro, el viejo se retorcía la barba para escurrir el agua y, vuelto hacia el lago, murmuraba algo por lo bajo.
—Un esclavo, sin duda —dijo Paithan—. Debe de haberse aturdido y anda desorientado. Aunque no entiendo por qué iba nadie a conservar un esclavo tan viejo y decrépito. ¡Eh, tú! ¡Viejo!
Paithan se encomendó a Orn y se lanzó abiertamente pendiente abajo. El anciano no le prestó atención y, recogiendo un largo bastón de madera que había visto tiempos mejores, empezó a batir el agua con él.
Paithan casi pudo ver el cuerpo serpenteante y escamoso ascendiendo desde las profundidades del lago azul. Notó una presión en el pecho, un ardor en los pulmones.
—¡No! ¡Anciano! ¡Padre…! —Gritó, hablando en humano y utilizando el tratamiento habitual con que los humanos se dirigían a sus mayores varones—. ¡Padre! ¡Apártate de ahí! ¡Padre!
—¿Eh? —El anciano se volvió y miró a Paithan con ojos confusos—. ¿Hijo? ¿Eres tú, muchacho? —Soltó el bastón y abrió los brazos de par en par. El movimiento le hizo tambalearse—. ¡Ven a mis brazos, hijo! ¡Ven con tu padre!
Paithan intentó detener su propio impulso a tiempo de sujetar al anciano, que se tambaleaba al borde del agua. Sin embargo, el elfo resbaló sobre la húmeda hierba y le fallaron las rodillas. El viejo perdió su precario equilibrio y, agitando los brazos, cayó al lago con un gran chapoteo.
—¡Ésta no es la manera en que un hijo debe tratar a su anciano padre! —El humano miró a Paithan, colérico—. ¡Mira que tirarme al lago!
—¡Yo no soy tu hijo, viejo! Y ha sido un accidente. —Paithan tiró del anciano, arrastrándolo pendiente arriba—. ¡Vamos! ¡Tenemos que marcharnos de aquí enseguida! Hay un dragón y…
El humano se detuvo de improviso y Paithan, desequilibrado, estuvo a punto de caer al musgo. Tiró del flaco brazo del anciano para que continuara avanzando, pero fue como intentar mover un tronco de vortel.
—No seguiré sin mi sombrero —declaró el anciano.
—¡Por Orn bendito! —Paithan hizo rechinar los dientes. Volvió la mirada al lago con una mueca de temor, esperando ver en cualquier momento que el agua empezara a hervir otra vez—. ¡Olvídate del gorro, viejo idiota! ¡Hay un dragón en…! —Miró de nuevo al humano y exclamó, exasperado—: ¡Pero si lo llevas en la cabeza!
—No me mientas, hijo —replicó el anciano con terquedad. Se inclinó para recoger el bastón y el gorro se le cayó sobre los ojos—. ¡Dioses! ¡Y ahora me he quedado ciego de repente! —añadió con voz de asombro y pavor, alzando las manos para tantear lo que tenía ante sí.
—¡Es el gorro! —Paithan se acercó de un salto, agarró el adminículo del viejo y se lo arrancó de la cabeza—. ¡El gorro! —repitió agitándolo ante sus narices.
—Ése no es el mío —protestó el anciano, observando la prenda con recelo—. Me has cambiado el sombrero. El mío tenía mucho mejor aspecto…
—¡Vamos! —exclamó de nuevo, reprimiendo las ganas de echarse a reír.
—¡El bastón! —chilló el viejo, negándose a moverse de donde estaba plantado.
Paithan acarició la idea de dejar al viejo para que echara raíces en el musgo, si eso quería, pero el elfo no soportaba la idea de ver a un dragón devorando a alguien… aunque fuera a un humano. Volvió sobre sus pasos a toda prisa, recuperó el bastón, lo puso en la mano del anciano y continuó tirando de él hacia la casa.
El elfo temió que el viejo humano tuviera dificultades para llegar hasta allí, pues el camino era largo y cuesta arriba. Paithan se oyó a sí mismo respirando con esfuerzo y notó las piernas cansadas por la tensión. En cambio, el anciano parecía poseer una resistencia extraordinaria y avanzaba resueltamente, dejando agujeros en el musgo allí donde apoyaba el bastón.
—¡Ah, creo que algo nos viene siguiendo! —exclamó de pronto el anciano.
—¿Sí? —Paithan se volvió en redondo.
—¿Dónde? —El viejo agitó el bastón y estuvo a punto de dejar sin sentido a Paithan—. ¡Por los dioses que le daré con esto…!
—¡Basta! ¡Ya es suficiente! —El elfo agarró el bastón que el anciano seguía moviendo de un lado al otro—. Ahí no hay nada. Pensaba que habías dicho que…, que algo nos seguía.
—Si no es así, ¿a qué viene que me lleves corriendo por esta condenada cuesta?
—Hay un dragón en el la…
—¡El lago! —Al humano se le erizó la barba y sus tupidas cejas se pusieron de punta en todas direcciones—. ¡De modo que es ahí donde está! ¡Me ha metido en el agua a propósito! —El viejo levantó el puño y lo agitó en el aire en dirección al lago—. ¡Ya te arreglaré yo, gusano! ¡Ven! ¡Sal donde pueda verte! —dejó caer el bastón y empezó a levantarse las mangas de sus ropas sucias y húmedas—. Ya estoy a punto. Sí, señor. ¡Y esta vez te voy a lanzar un conjuro que te sacará los ojos de las órbitas!
—¡Espera un momento! —Paithan notó que el sudor empezaba a helársele sobre la piel—. ¿Estás diciendo que…, que ese dragón es… tuyo?
—¿Mío? ¡Por supuesto que es mío! ¿No es cierto, especie de reptil resbaladizo?
—¿Quieres decir que…, que el dragón está bajo tu control? —Paithan empezó a respirar un poco mejor—. Entonces, debes de ser un hechicero.
—¿Debo…? —El humano pareció muy sorprendido de la noticia.
—Tienes que ser un mago, y muy poderoso, para controlar a un dragón.
—Bueno, yo…, hum…, verás, hijo. —El anciano empezó a mesarse la barba con evidente incomodidad—. Ésa es una cuestión entre nosotros dos…, el dragón y yo.
—¿A qué te refieres? —Paithan notó que se le empezaba a hacer un nudo en el estómago.
—A quién tiene el control sobre quién. No es que yo tenga ninguna duda al respecto, desde luego; lo que sucede es que… hum… que el dragón suele olvidarse de ello.
El elfo no se había equivocado: aquel viejo humano estaba loco. Paithan se las tenía que ver con un dragón y un humano loco. Pero, en el bendito nombre de la Madre Peytin, ¿qué estaba haciendo en el lago aquel viejo chiflado?
—¿Dónde estás, sapo hinchado? —Continuó gritando el hechicero—. ¡Sal! ¡No servirá de nada que te escondas! ¡Daré contigo…!
Un chillido agudo interrumpió la perorata.
—¡Aleatha! —exclamó Paithan, volviendo la vista a lo alto de la colina.
—¡Auxilio! ¡Por favor…! —El grito terminó en un gemido ahogado.
—¡Ya voy, Thea! —El elfo salió de su momentánea parálisis y echó a correr hacia la casa.
—¡Eh, muchacho! —gritó el viejo, con los brazos en jarras, contemplando encolerizado cómo se alejaba—. ¿Dónde crees que vas con mi sombrero?