CAPÍTULO 10
VARSPORT, THILLIA
Paithan y su caravana pudieron cruzar en el trasbordador el ciclo siguiente. La travesía les llevó un ciclo entero y el elfo no disfrutó del viaje, pues tuvo que soportar los efectos de la resaca del vingin.
Los elfos tenían merecida fama de malos bebedores, de no tener el menor aguante para el alcohol, y Paithan había sabido muy bien que no debía seguir el ritmo de Gregor. Pero luego se había recordado a sí mismo que estaba de juerga, que no había allí ninguna Calandra que lo mirara severamente por tomar un segundo vaso de vino en la cena. Además, el vingin había empañado el recuerdo del necio hechicero humano, de su estúpida profecía y de los lúgubres cuentos de gigantes de Gregor.
El traqueteo constante del cabrestante giratorio, los resoplidos y chillidos de los cinco jabalíes que tiraban de él y los constantes gritos de apremio del humano que atendía a los animales retumbaban como explosiones en la cabeza del elfo. El cable que tiraba de la embarcación por encima del agua, recubierto de una sustancia grasienta y resbaladiza, pasaba por encima de su cabeza y desaparecía, enroscándose en torno al cabrestante. Apoyado en un fardo de mantas a la sombra de un toldo, con una compresa húmeda sobre la frente dolorida, Paithan contempló el agua que se deslizaba bajo la quilla del barco, compadeciéndose de sí mismo.
El trasbordador del golfo de Kithni llevaba unos sesenta años en funcionamiento. Paithan recordaba haberlo visto de niño, en compañía de su abuelo, durante el último viaje que los dos habían hecho juntos antes de que el viejo desapareciera para siempre en la espesura. Entonces, Paithan había considerado el trasbordador como el invento más maravilloso del mundo y le habían desconcertado tremendamente la revelación de que sus creadores habían sido los humanos.
Con voz paciente, su abuelo le había explicado aquella sed humana por el dinero y el poder que se conocía como ambición, consecuencia de la lamentable brevedad de sus vidas, y que les impulsaba a toda clase de esforzadas empresas. Los elfos se habían apresurado a aprovechar el servicio de transbordadores, ya que aumentaba de forma notable el comercio entre los dos reinos, pero seguían mirándolo con suspicacia. No tenían la menor duda de que el trasbordador, como la mayoría de las empresas humanas, terminaría mal de un modo u otro. Mientras no llegara ese momento, sin embargo, los elfos permitían magnánimamente que los humanos les prestaran servicio.
Amodorrado por el chapoteo del agua y los vapores de vingin que aún flotaban en su cabeza, Paithan se quedó dormido bajo el calor. Antes de sumirse en el sueño, recordó vagamente a Gregor metido en una pelea y casi provocando que lo mataran (a él, a Paithan). Cuando despertó, Quintín, el capataz, lo sacudía por el hombro.
—¡Auana! ¡Auana[20] Quindiniar! ¡Despierta! El barco está amarrando.
Paithan se incorporó con un gemido. Se sentía un poco mejor. Aunque seguía latiéndole la cabeza, al menos ya no tenía la impresión de que iba a perder el sentido al menor movimiento. Se puso en pie tambaleándose y atravesó la abarrotada cubierta, donde los esclavos permanecían en cuclillas sobre el entarimado de madera, al descubierto y sin ninguna protección contra el sol ardiente. A los esclavos no parecía importarles el calor. Sólo llevaban encima unos taparrabos, indumentaria aceptable ya que no había esclavas hembras. Paithan, que llevaba tapado hasta el último centímetro de su blanca epidermis, contempló la piel morena, casi negra, de aquellos humanos y recordó la enorme distancia que había entre las dos razas.
—Calandra tiene razón —murmuró para sí—. No son más que animales y ni toda la civilización del mundo cambiará este hecho. No debería habérseme ocurrido ir de juerga con Gregor anoche. En adelante, me quedaré con los de mi propia raza.
Paithan mantuvo esta firme resolución durante, más o menos, una hora. Para entonces, sintiéndose ya mucho mejor, estaba de nuevo en compañía de un Gregor magullado pero sonriente mientras ambos permanecían en la cola, esperando turno para presentar sus documentos a las autoridades del puerto. Paithan se mostró alegre y animado durante la larga espera. Cuando Gregor lo dejó para pasar la inspección de la aduana, el elfo se sorprendió a sí mismo escuchando la cháchara de sus esclavos humanos, que parecían presa de una ridícula excitación al volver a encontrarse en su patria.
Si tanto apreciaban su tierra, ¿cómo era que se habían dejado vender como esclavos?, se preguntó Paithan ociosamente, guardando su turno en una cola que se movía con la lentitud de una babosa del musgo mientras los funcionarios de aduanas humanos hacían innumerables preguntas absurdas y manoseaban la mercancía de los caravaneros que le precedían. Durante la espera surgieron altercados, generalmente entre humanos que, cuando eran sorprendidos con una carga de contrabando, parecían adoptar la actitud de que la ley debe aplicarse a todos, menos a ellos mismos. Los mercaderes elfos rara vez tenían problemas en las fronteras pues, o bien obedecían escrupulosamente las leyes o, como Paithan, recurrían a medios sutiles y discretos para saltárselas.
Por fin, uno de los funcionarios le indicó que se acercara. Paithan y su capataz hicieron avanzar a los esclavos y los tyros.
—¿Qué carga llevas? —dijo el hombre, mirando fijamente los cestos.
—Juguetes mágicos, señor —respondió Paithan con una seductora sonrisa. El funcionario le observó atentamente.
—¡Buen momento para traer juguetes…! —murmuró.
—¿A qué te refieres, señor?
—A esos rumores de guerra, por supuesto. ¡No me digas que no has oído comentarios al respecto!
—Ni una palabra, señor. ¿Con quién os peleáis este mes? ¿Con Strethia, quizás, o con Dourglasia?
—Nada de eso. No malgastaríamos nuestros dardos con esa escoria. Corre el rumor de que unos guerreros gigantes vienen del norint.
—¡Ah, eso! —Paithan se encogió de hombros con aire condescendiente y añadió—: He oído algo al respecto, pero no le he dado importancia. Vosotros, los humanos, estáis preparados para hacer frente a un riesgo así, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —declaró el funcionario. Sospechando que era objeto de una burla, clavó la vista en el elfo. Paithan tenía una expresión angelical cuando explicó, con lengua suave como la seda:
—A los niños les encantan nuestros juguetes mágicos y falta poco para la fiesta de santa Thillia. No querrás que los pequeños se lleven un disgusto, ¿verdad? —Se inclinó hacia adelante con aire confidencial y añadió—: Supongo que serás abuelo, ¿me equivoco? ¿Qué te parece si me dejas pasar y nos olvidamos de los trámites de rigor?
—Soy abuelo, es cierto —respondió el funcionario, ceñudo y severo—. Tengo diez nietos, todos menores de cuatro años, y todos ellos viven en mi casa. ¡Abre esos cestos!
Paithan se dio cuenta de que había cometido un error táctico. Con el suspiro del inocente condenado injustamente, volvió a encogerse de hombros y se encaminó al primero de los cestos. Quintín desató las correas con solícita y servicial presteza. Los esclavos próximos a la escena observaban ésta con una expresión que Paithan reconoció como de alegría apenas contenida, y que le inquietó mucho. ¿A qué diablos venían aquellas risillas? Era casi como si supieran…
El funcionario de aduanas alzó la tapa del cesto. Un montón de juguetes de colores chillones brilló a la luz del sol. El humano, con una mirada de soslayo a Paithan, hundió la mano en el cesto.
La retiró de inmediato con una exclamación, sacudiendo los dedos.
—¡Algo me ha mordido! —dijo en tono acusador.
Los esclavos estallaron en risas. El capataz, sorprendido, hizo chasquear el látigo a su alrededor y no tardó en restaurar el orden.
—Lo lamento muchísimo, señor. —Paithan se apresuró a cerrar el cesto—. Debe de haber sido una caja de sorpresas. Les gusta mucho morder. Lo lamento de veras.
—¿Y vas a repartir esos juguetes malévolos a los niños? —exclamó el funcionario, chupándose el pulgar herido.
—Algunos padres desean cierta carga de agresividad en los juguetes, señor. No querrás que los pequeños sean unos blandengues, ¿verdad? Hum…, señor…, yo iría con especial cuidado al revolver ese cesto. Ahí llevamos las muñecas.
El funcionario de aduanas alargó la mano, titubeó y se lo pensó mejor.
—Está bien, seguid adelante. Largaos de aquí.
Paithan dio la orden a Quintín, quien puso de inmediato a los esclavos a tirar de las riendas de los tyros.
Pese a las recientes marcas de latigazos en la piel, algunos de los esclavos conservaban todavía la expresión burlona y Paithan se admiró de aquel extraño rasgo de carácter de los humanos que les movía a gozar ante la visión de la desdicha ajena.
Los documentos de embarque fueron inspeccionados y aprobados rápidamente y Paithan los guardó en el bolsillo de su gabán de viaje, cerrado con un cinturón. Tras una cortés reverencia al funcionario, se disponía a correr tras su caravana cuando notó una mano que le agarraba del brazo. Su buen humor empezó a desvanecerse rápidamente. Notó una punzada en las sienes.
—¿Sí, señor? —dijo mientras se volvía, con una sonrisa forzada.
El funcionario de aduanas se inclinó hacia él.
—¿Cuánto me pides por diez de esas cajas de sorpresas?
El viaje por tierras humanas transcurrió sin sobresaltos. Uno de los esclavos huyó, pero Paithan había previsto tal eventualidad llevando consigo más hombres de los precisos, y la mayoría de ellos no le preocupaba pues había escogido deliberadamente a humanos que dejaban familia en Equilan. Al parecer, un esclavo había escogido la libertad, antes que volver con su mujer y sus hijos.
Bajo la influencia de las historias de Gregor, la profecía de Zifnab empezó a torturarlo de nuevo. Paithan intentó descubrir todo lo posible sobre los gigantes que se acercaban y, en cada taberna que visitó, encontró a alguien con algo que comentar al respecto. Sin embargo, poco a poco fue convenciéndose de que se trataba de un mero rumor sin fundamento. Aparte de Gregor, no encontró a un solo humano que hubiera hablado realmente y en persona con alguno de los refugiados.
—El tío de mi madre conoció a tres de ellos, y él le contó a mi madre lo que le dijeron y…
—El chico de mi primo segundo estaba en Jendi el mes pasado cuando llegaban los barcos y habló con mi primo, que se lo contó a su padre, y él me puso al corriente.
—Me lo explicó un mendigo que estaba allí…
Finalmente, Paithan llegó con cierto alivio a la conclusión de que Gregor le había estado vendiendo caramelo de soom[21]. El elfo apartó de su mente la profecía de Zifnab. Completa, definitiva e irrevocablemente.
Paithan cruzó la frontera de Marcinia con Terncia sin que los centinelas echaran siquiera un vistazo a los cestos. Estudiaron los documentos de embarque firmados por el funcionario de Varsport con gestos aburridos y le franquearon el paso. El elfo disfrutaba del viaje y no se dio prisas. Hacía un tiempo especialmente bueno y los humanos, en su mayor parte, eran amistosos y corteses. Por supuesto, se encontró con esporádicos comentarios hostiles que tachaban a los elfos de «ladrones de mujeres» y «asquerosos esclavistas» pero Paithan, que apenas se alteraba por nada, hizo oídos sordos a los epítetos o los disculpó con una carcajada y un ofrecimiento de pagar la siguiente ronda.
A Paithan le atraían las mujeres humanas tanto como a cualquier elfo pero, habiendo viajado largamente por tierras humanas, sabía que flirtear con una de ellas era la manera más fácil de arriesgarse a que le cortaran a uno las orejas (y tal vez otras partes de su anatomía). Así pues, consiguió dominar sus impulsos y se contentó con lanzar miradas de admiración o robar un breve beso en algún rincón a oscuras. Si la hija del posadero acudía a su puerta en mitad de la noche, deseosa de comprobar la legendaria capacidad erótica de los varones elfos, Paithan siempre tenía buen cuidado de echarla de su cama al llegar la hora brumosa, antes de que nadie se levantara para iniciar la jornada.
El elfo y su caravana llegaron a su destino, la pequeña e insulsa población de Griffith, con algunas semanas de retraso respecto a la fecha prevista. Paithan se sentía bastante satisfecho de la travesía, considerando lo arriesgado que resultaba viajar por los estados thillianos, en permanente conflicto entre ellos. Cuando llegó a la taberna de La Flor del Bosque, se ocupó de alojar a los esclavos y a los tyros en el establo, buscó un lugar para el capataz en el henal y alquiló una habitación en la posada para él.
En La Flor del Bosque no estaban habituados a alojar huéspedes elfos, pues el propietario estudió largo rato el dinero de Paithan e hizo sonar la moneda sobre la mesa para asegurarse de que era de madera noble. Cuando hubo comprobado que el dinero era auténtico, el hombre se mostró más cortés.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
—Paithan Quindiniar.
—Hum… —El tabernero lanzó un gruñido—. He recibido dos mensajes para ti. Uno me lo entregaron en mano; el otro llegó por un ave mensajera.
—Muchas gracias —respondió Paithan, entregándole otra moneda. La actitud servil del dueño de la taberna se intensificó notoriamente.
—Debes de tener hambre, señor. Toma asiento en la sala común y te traeré algo para mojar el gaznate.
—Que no sea vingin —dijo Paithan, y se encaminó a la sala con las cartas en la mano.
Una de las misivas era de procedencia humana; el elfo lo advirtió porque venía en un fragmento de pergamino que ya habla sido utilizado anteriormente. Se había procurado borrar el escrito original, pero no se había conseguido del todo. Tras desatar la cinta, sucia y deshilachada, Paithan desenrolló la carta y, con algunas dificultades, leyó el mensaje escrito sobre la que al parecer había sido una notificación de impuestos.
«Quindiniar, llegas con retraso. La presente …a ti.
Hemos tenido que salir … viaje … tener contento al cliente.
Volveremos…».
El elfo se acercó a la ventana y observó el pergamino al trasluz pero no hubo modo de descifrar cuándo volverían. Firmaba la carta, con un tosco garabato, un tal Roland Hojarroja. Paithan sacó del bolsillo los documentos de embarque y buscó el nombre del cliente. Allí estaba consignado, con la caligrafía precisa y derecha de Calandra. Roland Hojarroja. El elfo se encogió de hombros, echó la misiva al cubo de la basura y, a continuación, se lavó las manos a conciencia. A saber dónde había estado aquel pergamino.
El dueño del local se apresuró a llevarle una jarra de espumeante cerveza. Paithan la probó y comentó que era excelente; sus palabras convirtieron al satisfechísimo tabernero en su esclavo de por vida (o, al menos, mientras tuviera dinero). Sentado en un reservado, con los pies sobre la silla que tenía enfrente, Paithan se acomodó a sus anchas y abrió el otro pergamino, preparándose a disfrutar.
La carta era de Aleatha, quien debía de haberla escrito por amor.