CAPÍTULO 29
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,
EQUILAN
—¡Zifnab, has vuelto! —exclamó Lenthan Quindiniar.
—¿Ah, sí? —respondió el viejo, con aire de extrema sorpresa.
Lenthan corrió al porche, agarró la mano del hechicero y la estrechó animadamente.
—¡Y Paithan! —Añadió al advertir la presencia de su hijo—. ¡Orn bendito! ¡Nadie me ha dicho que…! ¿Saben tus hermanas que estás aquí?
—Sí, jefe, ya me han visto. —El elfo observó a su padre con preocupación—. ¿Te encuentras bien, padre?
—¿Y tú? ¿Has traído invitados? —Lenthan dirigió una sonrisa vaga y tímida a Roland y a Rega. El primero, con la mano en la mejilla ensangrentada, hizo un hosco gesto de reconocimiento. La muchacha se acercó a Paithan y lo tomó de la mano. El elfo le pasó el brazo por los hombros y los dos se quedaron plantados ante Lenthan, en actitud desafiante.
—¡Oh, vaya! —Murmuró Lenthan, y se puso a manosear las puntas del sobretodo—. ¡Vaya, vaya!
—¡Padre, escucha la llamada de los cuernos! —Paithan posó una mano en el delicado hombro de su padre—. Están sucediendo cosas terribles. ¿Lo sabías? ¿Te ha informado Cal?
Lenthan miró a su alrededor como si deseara ayuda para cambiar de tema, pero Zifnab había desviado la mirada hacia la espesura, con una mueca pensativa. El elfo descubrió entonces a un enano que, agachado en un rincón, masticaba un pedazo de pan y queso que Paithan había ido a buscar a la cocina. (Había quedado bastante claro que nadie tenía intención de invitarlos a comer).
—Yo… —dijo Lenthan—. Creo que tu hermana mencionó algo. Pero el ejército lo tiene todo bajo control.
—No, padre. Es imposible. ¡Yo he visto a nuestros enemigos! Han destruido la nación enana y Thillia ha quedado borrada. ¡Borrada, padre! No podremos detenerlos. Es lo que dijo el hechicero: ruina, muerte y destrucción.
Lenthan se estremeció, retorciendo las puntas del sobretodo hasta hacerles un nudo, y bajó la vista a los tablones del porche. Por lo menos, aquellos maderos eran de fiar: no iban a salirle con nuevas sorpresas.
—¿Me has oído, padre? —Paithan dio una ligera sacudida a su padre.
—¿Qué? —Lenthan lo miró con sobresalto y ensayó una sonrisa nerviosa—. ¡Ah, sí! Has tenido una buena aventura. Me alegro, muchacho. Me alegro mucho. Pero, ahora, ¿por qué no entras a hablar con tu hermana? A decirle a Calandra que has vuelto.
—¡Cal ya sabe que estoy aquí! —exclamó Paithan, impaciente—. Me ha prohibido la entrada, padre. ¡Nos ha insultado, a mí y a la mujer que va a ser mi esposa! ¡No volveré a pisar esta casa!
—¡Oh, vaya! —Lenthan miró sucesivamente a su hijo, a los dos humanos, al enano y al viejo hechicero—. ¡Oh, vaya!
—Escucha, Paithan —intervino Roland, acercándose al elfo—, ya has vuelto a casa y has visto a tu familia. Has hecho todo lo posible por advertirles del peligro. Lo que suceda ahora no es responsabilidad tuya. Tenemos que emprender la marcha si queremos alejarnos antes de que lleguen los titanes.
—¿Y adonde piensas ir? —inquirió Zifnab, alzando la cabeza y adelantando el mentón.
—¡No lo sé! —Roland se encogió de hombros y miró con irritación al anciano—. No conozco demasiado esta parte del mundo. A las Tierras Ulteriores, tal vez. Quedan al est, ¿verdad? O a Sinith Paragna…
—Las Tierras Ulteriores han sido destruidas, y sus gentes, asesinadas en masa —afirmó Zifnab con un brillo en los ojos, bajó las cejas pobladas y canosas—. Es posible que consigas eludir a los titanes en las junglas de Sinith Paragna durante algún tiempo, pero finalmente te encontrarán. ¿Qué harás entonces? ¿Seguir corriendo? ¿Huir hasta que te acorralen contra el océano Terinthiano? ¿Te dará tiempo a construir una embarcación para cruzar las aguas? Incluso si lo consiguieras, seguiría siendo cuestión de tiempo. Esos gigantes te seguirían…
—¡Calla, anciano! ¡Cierra el pico! ¡O eso, o dinos cómo vamos a salir de aquí!
—Os lo diré —replicó Zifnab—. Solamente hay un camino. —Levantó un dedo hacia el cielo y exclamó—: ¡Hacia arriba!
—¡A las estrellas! —Por fin, Lenthan pareció entender y se puso a batir palmas—. Es lo que tú dijiste, ¿verdad? ¡Conduciré a mi pueblo…
—…adelante! —Zifnab completó la frase con entusiasmo—. ¡Lo sacaré de Egipto! ¡Romperé sus cadenas! ¡Cruzaremos el desierto! ¡El pilar de fuego…!
—¿Desierto? —Lenthan hizo un nuevo gesto de nerviosismo—. ¿El fuego? ¡Yo creía que íbamos a las estrellas!
—Lo siento. —Zifnab parecía perturbado—. Me he equivocado de texto. Es culpa de esos cambios de última hora que se hacen en los guiones. Lo único que consiguen es confundirme. Y, claro, también está la vena literaria que…
—¡Por supuesto! —Exclamó Roland—. ¡La nave! ¡Al diablo con las estrellas! ¡Esa nave nos llevará al otro lado del océano Terinthiano…!
—¡Pero no nos librará de los titanes! —insistió el hechicero, testarudo—. ¿No te has dado cuenta todavía, muchacho? Dondequiera que vayas en este mundo, te los encontrarás. O, más bien, ellos te encontrarán a ti. Las estrellas. Ese es el único refugio seguro.
Lenthan alzó la vista hacia el cielo soleado. Los radiantes puntos luminosos brillaban sin parpadeos, serenamente, lejos de la sangre, el terror y la muerte.
—Ya no tardaré, querida mía —susurró.
Roland tiró de la manga a Paithan y lo llevó aparte junto a la casa, cerca de una ventana abierta.
—Escucha —le dijo al elfo—. Síguele la corriente a ese viejo chiflado. ¡Las estrellas! ¡Bah! Cuando estemos a bordo de esa nave, iremos a donde nosotros queramos.
—Querrás decir que iremos a donde Haplo decida llevarnos —lo corrigió Paithan, moviendo la cabeza—. Es un tipo extraño. No sé qué pensar de él.
Absortos en sus preocupaciones, ninguno de los dos advirtió que una mano blanca y delicada tocaba la cortina de la ventana y la corría ligeramente.
—Sí, yo tampoco sé cómo tomármelo —reconoció Roland—, pero…
—¡Y no quiero meterme en líos con él! ¡Lo vi arrancarle de las manos al titán ese tronco como si no fuera más que una pajita! Además, me preocupa mi padre. No está bien y dudo de que pueda resistir esta loca fuga.
—Está bien, no es preciso que tengamos líos con Haplo. Nos conformaremos con ir a donde él nos lleve. ¡Y apuesto a que no va a mostrar mucho interés por alcanzar las estrellas!
—No lo sé. Escucha, tal vez no tengamos que ir a ninguna parte. ¡Puede que nuestro ejército consiga detenerlos!
—¡Sí, y puede que a mí me salgan alas y pueda volar a las estrellas sin ayuda!
Paithan lanzó una agria mirada al humano y se apartó de él en dirección al fondo del porche. Una vez a solas, cortó una flor de un hibisco y empezó a arrancarle los pétalos y arrojarlos al jardín, con aire pensativo. Roland se dispuso a ir tras él, con ánimo de continuar la discusión. Rega lo asió por el brazo y lo retuvo.
—Déjalo en paz un rato.
—¡Bah! Está diciendo tonterías…
—¡Roland! ¿No lo entiendes? ¡Tiene que dejar atrás todo esto! ¡Es eso lo que lo perturba!
—¿Dejar qué? ¿Una casa?
—Su vida.
—Tú y yo no tuvimos muchos problemas para hacerlo.
—Porque nosotros siempre nos hemos tomado la vida como venía —apuntó Rega con expresión sombría—. Pero aún recuerdo cuando dejamos nuestro hogar, la casa en la que nacimos.
—¡Vaya una pocilga! —murmuró Roland.
—Para nosotros, no lo era. No conocíamos otra mejor. Recuerdo esa vez, cuando madre no regresó. —Rega se aproximó a su hermano y apoyó la mejilla en su brazo—. Nos quedamos esperando… ¿cuánto tiempo?
—Un par de ciclos —dijo Roland, encogiéndose de hombros.
—Y no teníamos comida ni dinero. Tú me hacías reír todo el rato, para que no tuviera miedo. —La muchacha entrelazó sus dedos con los de su hermano y apretó con fuerza—. Entonces me dijiste: «Bueno, hermanita, ahí fuera hay un mundo muy grande y no vamos a ver nada de él si nos quedamos encerrados en este agujero». En un abrir y cerrar de ojos, nos marchamos de allí. Pero aún recuerdo una cosa, Roland. Recuerdo que te detuviste en mitad del camino y volviste la cabeza para echar una última mirada a la casa. Y recuerdo que, cuando reemprendimos la marcha, había lágrimas en tus…
—Yo era un niño, entonces. Paithan es un adulto. O pasa por serlo. Sí, muy bien, lo dejaré en paz. Pero voy a subir a esa nave tanto si él viene como si no. ¿Y tú qué vas a hacer, si decide quedarse?
Roland se alejó y Rega permaneció junto a la ventana, observando a Paithan con preocupación. Detrás de ella, dentro de la casa, la mano soltó la cortina dejando que la tela adornada con encajes volviera a cerrar suavemente el resquicio.
—¿Cuándo nos vamos? —Preguntó Lenthan con expectación al anciano—. ¿Ahora? Sólo tengo que recoger unas cuantas cosas y…
—¿Ahora? —Zifnab pareció alarmado—. ¡Oh, no, todavía no! Tenemos que reunir a todo el mundo. Nos queda tiempo. No mucho, pero sí un poco.
—Escucha, anciano —dijo Roland, interrumpiendo la conversación—. ¿Estás seguro de que ese Haplo querrá seguir nuestro plan?
—¡Pues claro! —afirmó Zifnab con confianza.
Roland lo observó fijamente, con los ojos entrecerrados.
—Bueno… —titubeó el hechicero—. Tal vez no al principio…
—¡Aja! —Roland movió la cabeza y apretó los labios.
—De hecho… —Zifnab parecía más incómodo—. El no nos quiere en su nave, en realidad. Tendremos…, tendremos que encontrar el modo de colarnos a bordo…
—¡Colarnos a bordo!
—Pero eso déjalo de mi cuenta. —El hechicero movió la cabeza pero con gesto de saber lo que decía—. Yo os daré la señal.
Veamos… ¡Cuando ladre el perro! Ésa será la señal, ¿me habéis oído todos? —Alzó la voz en tono quejumbroso—. ¡Cuando ladre el perro, será el momento de abordar la nave!
Se oyó un ladrido.
—¿Ahora? —dijo Lenthan, dando un respingo.
—¡Todavía no! —Zifnab pareció muy desconcertado—. ¿Qué significa esto? ¡Aún no es el momento!
El perro apareció a la carrera, doblando la esquina de la casa. Se dirigió a Zifnab, capturó entre sus dientes las ropas de éste y empezó a dar tirones.
—¡Quieto! Me estás rompiendo el dobladillo. ¡Suelta!
El animal gruñó y tiró más fuerte, con los ojos fijos en el viejo.
—¡Por el gran Nabucodonosor! ¿Por qué no lo decías desde el principio? ¡Tenemos que irnos! Haplo tiene dificultades y necesita nuestra ayuda.
El perro soltó las ropas del anciano y echó a correr en dirección a la jungla. Recogiendo las puntas de la túnica y arremangándolas por encima de sus tobillos desnudos y huesudos, el viejo hechicero salió corriendo tras el animal.
El resto de los reunidos lo siguió con la mirada, incómodo, recordando de pronto lo que significaba enfrentarse a los titanes.
—¡Qué diablos! ¡Haplo es el único que sabe pilotar la nave! —exclamó Roland, y echó a correr tras Zifnab.
Rega siguió a su hermano y Paithan se disponía a seguirlos cuando oyó un portazo a su espalda. Al volverse, descubrió a Aleatha.
—Yo también voy.
El elfo la observó. Su hermana iba vestida con sus viejas ropas: pantalones de cuero, túnica de lino blanco y chaleco de cuero. Las prendas le quedaban demasiado ajustadas. Los pantalones casi no podían contener sus muslos redondeados y las costuras parecían a punto de reventar. La tela de la camisa se tensaba sobre sus pechos firmes y altos. La ropa le quedaba tan ceñida que era como si fuese desnuda. Paithan notó que le subía un cálido rubor a las mejillas.
—¡Aleatha, vuelve a la casa! ¡Esto va en serio…!
—Iré con vosotros. Quiero verlo con mis propios ojos. —Lanzó una mirada altiva a su hermano y añadió—: ¡Te voy a hacer comer esas mentiras!
La elfa dejó atrás a su hermano, avanzando decidida tras los otros. Llevaba sus hermosos cabellos sujetos en un tosco moño bajo la nuca, y en la mano portaba un bastón que sujetaba con cierta torpeza, como si se tratara de un garrote. Tal vez con ciertas intenciones de utilizarlo como arma.
Paithan exhaló un suspiro de frustración. No había modo de discutir con ella, de razonar. Aleatha había hecho durante toda su vida lo que había querido, y no iba a cambiar ahora. Corrió hasta llegar a su altura y advirtió con cierta consternación que Aleatha tenía la vista fija en el hombre que corría por delante de ella, en la fornida espalda y los poderosos músculos de Roland.
Lenthan Quindiniar, que se había quedado solo en el porche, se frotó las manos, sacudió la cabeza y murmuró: —¡Oh, Madre! ¡Oh, Madre Peytin!
Arriba, en su despacho, Calandra se asomó a la ventana para observar la comitiva que cruzaba el jardín a toda prisa, en dirección a los árboles. Los cuernos de caza resonaban como locos a lo lejos. Con un bufido, volvió a concentrarse en las cifras de sus libros y comprobó, sonriendo con los labios apretados, que iban camino de superar los beneficios del ejercicio anterior por un margen considerable.