CAPÍTULO 16
EN OTRA PARTE DE GUNIS
—¡No lo soporto! —declaró Rega.
Habían transcurrido dos ciclos más y el viaje los había llevado aún más abajo en las entrañas de la jungla, muy lejos del nivel de las copas, muy lejos del sol, del aire puro y de la lluvia refrescante. La caravana se hallaba al borde de una planicie de musgo. El sendero quedaba cortado por un profundo barranco cuyo fondo se perdía en las sombras. Tendidos boca abajo en el borde del acantilado de musgo, los dos humanos y el elfo escrutaron la sima sin poder distinguir qué había debajo de ellos. El tupido follaje y las ramas de los árboles sobre sus cabezas impedían totalmente el paso de la luz solar. Si seguían descendiendo, tendrían que viajar en una oscuridad casi absoluta.
—¿Nos queda mucho? —preguntó Paithan.
—¿Para llegar hasta los enanos? Un par de jornadas de marcha, calculo —respondió Roland, sin dejar de escrutar las sombras.
—¿Calculas? ¿No lo sabes con certeza?
El humano se puso en pie y explicó:
—Aquí abajo, uno pierde el sentido del tiempo. No hay flores de las horas, ni de ninguna otra clase.
Paithan no hizo comentarios y siguió contemplando el abismo, como hechizado por la oscuridad.
—Voy a ver qué hacen los tyros.
Rega se incorporó, lanzó una mirada penetrante y expresiva al elfo e hizo un gesto a Roland. Juntos y en silencio, los dos hermanos se alejaron del precipicio y regresaron al pequeño claro de bosque donde tenían atados los tyros.
—Esto no funciona. Tienes que decirle la verdad —murmuró Rega, tirando de la correa de uno de los cestos.
—¿Yo? —replicó Roland.
—¡Baja la voz! Está bien, tenemos que decírsela.
—¿Y qué parte de la verdad piensas revelarle, querida esposa?
Rega lanzó una torva mirada de soslayo a su hermano. Después, apartó el rostro con aire hosco.
—Sólo…, sólo reconocer que no hemos recorrido nunca este camino. Admitir que no sabemos dónde diablos estamos ni adonde vamos.
—El elfo se marchará.
—¡Espléndido! —Rega dio un enérgico tirón a la correa, provocando el gemido de protesta del tyro—. ¡Ojalá lo haga!
—¿Qué te sucede? —inquirió Roland.
Rega miró a su alrededor y se estremeció.
—Es este lugar. Lo odio. Además… —volvió a concentrar la vista en la correa y pasó los dedos por ella con gesto ausente—, está el elfo. Es muy diferente a cómo me lo habías pintado. No es presumido ni arrogante. No teme ensuciarse las manos. Y no es un cobarde. Hace las guardias que le corresponden y se ha hecho trizas las manos con esas cuerdas. Es un tipo animado y divertido. ¡Incluso cocina, que es mucho más de lo que tú has hecho nunca, Roland! Paithan es…, es encantador, ni más ni menos. No se merece… lo que hemos tramado.
Roland advirtió una oleada de rubor que ascendía por el cuello moreno de su hermana hasta teñir de carmesí sus mejillas. Rega mantuvo la mirada baja. Roland alargó la mano, la cogió por la barbilla y la obligó a volver el rostro hacia él. Sacudiendo la cabeza de un lado a otro, soltó un largo silbido.
—¡Me parece que te has enamorado de él!
Furiosa, Rega apartó la mano de un golpe.
—¡Nada de eso! ¡Al fin y al cabo, es un elfo!
Asustada de sus propios sentimientos, nerviosa y tensa, furiosa consigo misma y con su hermano, Rega lo dijo con más energía de la que pretendía. Al pronunciar la palabra «elfo» frunció los labios como si la escupiera con repugnancia, como si hubiera probado algo asqueroso y nauseabundo.
O, al menos, así fue cómo le sonó a Paithan.
El elfo se había levantado de su posición sobre el precipicio y volvía para informar a Roland que las cuerdas le parecían demasiado cortas y que no iban a poder bajar la carga. Paithan avanzaba con los movimientos ligeros y ágiles propios de los elfos, sin la idea premeditada de sorprender la conversación de los humanos. Sin embargo, eso fue precisamente lo que sucedió. Llegó a sus oídos con nitidez la declaración final de Rega y, de inmediato, se agachó entre las sombras de un zarcillo de evir, oculto tras sus anchas hojas acorazonadas, y prestó atención al diálogo.
—Escucha, Rega, ya que hemos llegado tan lejos, propongo que llevemos a cabo el plan hasta el final. ¡El elfo está loco por ti! Caerá en la trampa. Sorpréndelo a solas en algún rincón oscuro e incítale a un cuerpo a cuerpo. Entonces aparezco y pongo a salvo tu honor, amenazando con contárselo a todo el mundo. Él afloja el dinero para tenernos callados y ya está. Entre eso y la venta de las armas, viviremos estupendamente hasta la próxima estación. —Roland alargó la mano y acarició afectuosamente la larga melena negra de su hermana—. Piensa en el dinero, nena. Hemos pasado hambre demasiadas veces para dejar escapar esta oportunidad. Como bien has dicho, es un elfo.
A Paithan se le encogió el estómago. Dio media vuelta y se alejó entre los árboles con rapidez y en silencio, sin preocuparse ni mirar muy bien qué dirección tomaba. No llegó a oír la respuesta de Rega a su marido, pero daba igual. Prefería no verla dirigir una sonrisa de complicidad a Roland; si volvía a oírla pronunciar la palabra «elfo» en aquel tono de desprecio, era capaz de matarla.
Apoyado en un árbol, mareado y presa del vértigo, Paithan buscó aire entre jadeos y se asombró de su comportamiento. No podía dar crédito a su reacción. ¿Qué importaba todo aquello, al fin y al cabo? ¿Que aquella golfa había estado jugando con él…? ¡Pero si había descubierto su juego en la taberna, antes incluso de emprender el viaje! ¿Cómo era posible que se hubiera dejado cegar de aquel modo?
Había sido ella. ¡Y él había sido lo bastante estúpido como para pensar que la humana estaba enamorándose de él! Todas aquellas conversaciones a lo largo de la travesía… Paithan le había contado historias de su tierra, de sus hermanas, de su padre y del viejo hechicero loco. Ella se había reído, había parecido interesada. Y en sus ojos había visto un brillo de admiración.
Y luego estaban aquellas ocasiones en que se habían tocado, por pura casualidad, el roce de sus cuerpos, el encuentro de sus manos al buscar a la vez el mismo odre de agua. Y aquella vibración de los párpados, aquellos suspiros en el pecho, aquel rubor en la piel.
—¡Lo haces muy bien, Rega! —Masculló para sí, apretando los dientes—. ¡Realmente bien! ¡Sí, estaba loco por ti! ¡Habría caído en la trampa! ¡Pero ya no! ¡Ahora sé muy bien lo que eres, pequeña zorra! —El elfo cerró con fuerza los ojos, conteniendo las lágrimas, y apoyó todo su peso en el árbol—. ¡Bendita Peytin, Sagrada Madre de todos nosotros! ¿Por qué me has hecho esto?
Quizá fue la plegaria, una de las pocas que el elfo se había preocupado de hacer en su vida, pero le asaltó una punzada de culpabilidad. Paithan había sabido desde un principio que Rega pertenecía a otro hombre y, pese a ello, había flirteado con ella en presencia del propio Roland. El elfo tuvo que reconocer que había encontrado muy divertida la idea de seducir a la esposa en las propias narices del marido.
«Has tenido tu merecido», parecía decirle la Madre Peytin. Pero la voz de la diosa guardaba un infausto parecido con la de Calandra y sólo consiguió poner más furioso a Paithan.
«No era más que una diversión», se justificó a sí mismo. «Nunca habría permitido que las cosas fueran tan lejos, seguro que no. Y desde luego no tenía intención de…, de enamorarme».
Esto último, al menos, era verdad e hizo que Paithan diera por cierto todo lo demás.
—¿Qué sucede, Paithan? ¿Te pasa algo?
El elfo abrió los ojos y volvió la cabeza. Rega estaba ante él y alargaba una mano para tomarlo del brazo. Con gesto brusco, lo apartó, rehuyendo el contacto.
—Nada —respondió, conteniéndose.
—¡Pero si tienes un aspecto horrible! ¿Te encuentras mal? —Rega intentó cogerlo otra vez—. ¿Tienes fiebre?
Paithan retrocedió otro paso. Estaba dispuesto a golpearla, si le tocaba.
—Sí. No. Hum…, fiebre, no. Ha sido… un mareo. El agua, tal vez. Déjame…, déjame un rato solo.
Sí, ya se sentía mejor. Prácticamente curado. Pequeña zorra. Le costaba mucho esfuerzo disimular su rencor y su desprecio y por ello mantuvo la vista apartada de ella, fija en la jungla.
—Creo que debería quedarme contigo —dijo Rega—. No haces buena cara. Roland ha salido a explorar en busca de otra ruta para bajar o de un lugar donde el precipicio no sea tan hondo. Supongo que tardará bastante en volver…
—¿De veras? —Paithan la miró con una expresión tan extraña y penetrante que esta vez fue ella quien dio un paso atrás—. ¿De veras tardará mucho en volver?
—Yo no… —titubeó Rega.
Paithan se lanzó sobre ella, la agarró por los hombros y la besó con fuerza, hundiendo los dientes en sus labios carnosos. Sabían a jugo de bayas y a sangre.
Rega se debatió, tratando de desasirse. Por supuesto: tenía que fingir cierta resistencia.
—¡No luches! —le susurró—. ¡Te quiero! ¡No puedo vivir sin ti!
El elfo esperaba que ella se derritiera, que gimiera, que lo cubriera de besos. Entonces aparecería Roland, confuso, horrorizado y dolido. Sólo el dinero calmaría el dolor de la traición.
«¡Entonces me echaré a reír!», se dijo. «¡Me reiré de los dos y les diré dónde se pueden meter el dinero…!».
Pasando un brazo por la espalda de la mujer, el elfo apretó el cuerpo semidesnudo de ésta contra el suyo. Con la otra mano, tentó sus carnes.
Un violento rodillazo en la entrepierna hizo doblarse de dolor al elfo. Unos puños contundentes lo golpearon en las clavículas, haciéndolo retroceder y mandándolo al suelo entre la maleza.
Inflamada de ira, con ojos llameantes, Rega se plantó junto a él.
—¡No se te ocurra volverme a tocar! ¡No te acerques a mí! ¡Ni me dirijas la palabra!
Sus negros cabellos se erizaron como la piel de un gato asustado. Dio media vuelta sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas.
Mientras rodaba de dolor por el suelo, Paithan tuvo que reconocer que aquello le había dejado absolutamente perplejo.
Al regreso de su búsqueda de un pasaje más conveniente para el descenso, Roland avanzó sigilosamente por el musgo con la esperanza, una vez más, de sorprender a Rega y a su «amante» en una situación comprometedora. Llegó al lugar del camino donde había dejado a su hermana y al elfo, aspiró profundamente para lanzar el alarido de indignación de un esposo ultrajado y echó un vistazo, oculto tras las hojas de un frondoso arbusto. De inmediato, soltó el aire con gesto de decepción y desesperación.
Rega estaba sentada al borde del precipicio de musgo, encogida en un ovillo como una ardilla de lomo erizado, con la espalda encorvada y los brazos cogidos con fuerza en torno a las rodillas. Observó su rostro de perfil y, ante su expresión sombría y turbulenta, casi imaginó todo su cuerpo rodeado de púas como un erizo. El «amante» de su hermana estaba lo más lejos posible de ella, al otro extremo del claro, y Roland advirtió que estaba inclinado en una postura bastante extraña, como protegiéndose alguna parte del cuerpo dolorida.
—¡Ésta es la manera más extraña de llevar un asunto de amor que he visto nunca! —Murmuró Roland para sí—. ¿Qué tengo que hacer con ese elfo? ¿Pintarle la escena? ¡Tal vez los bebés elfos aparezcan realmente en el portal de la casa de sus padres en plena noche! O tal vez es eso lo que él piensa. Será preciso que ese elfo y yo tengamos una conversación de hombre a hombre, parece.
—¡Eh! —Gritó, pues, apareciendo de entre la jungla acompañado de un gran estrépito—. He encontrado un sitio, un poco más abajo, donde sobresale de la pared de musgo algo parecido a una cornisa de roca. Podemos llevar los cestos hasta allí y luego seguir bajándolos hasta el fondo. ¿Qué te sucede? —añadió mirando a Paithan, que caminaba encorvado y con movimientos cautelosos.
—Se ha caído —dijo Rega.
—¿De veras? —Roland, que se había encontrado en el mismo trance tras un encuentro con una camarera poco amistosa, observó a su hermana con aire suspicaz. Rega no se había negado abiertamente a llevar adelante el plan para seducir al elfo pero, cuanto más pensaba en ello, mejor recordaba que tampoco había dicho explícitamente que lo cumpliría. Pese a ello, no se atrevió a decir nada más. La cara de Rega parecía petrificada por un basilisco y la mirada que dirigió a su hermano también podría haberlo convertido en estatua.
—Sí, me he caído —afirmó Paithan con voz cuidadosamente inexpresiva—. Yo… hum… he tropezado con una rama baja.
—¡Uaj! —Roland le hizo un guiño de complicidad.
—Sí, ¡uaj! —repitió Paithan. El elfo no miró a Rega, ni ésta a él. Con las facciones tensas y las mandíbulas encajadas, los dos tenían la vista fija en Roland. Pero ninguno de los dos parecía verlo.
Roland se quedó totalmente desconcertado. No se creía lo que le estaban diciendo y le habría gustado mucho interrogar a su hermana y sacarle la verdad de lo sucedido, pero no podía llevarse aparte a Rega para tener una conversación con ella sin despertar las sospechas del elfo.
Y, además, Roland no estaba muy seguro de desear un encuentro a solas con Rega cuando ésta se ponía de aquella manera. El padre de Rega había sido el carnicero del pueblo y el de Roland, el panadero. (La madre de ambos, pese a todos sus deslices, siempre había procurado que su familia estuviera bien alimentada). Había momentos en que Rega mostraba un asombroso parecido con su padre. Y éste era uno de esos momentos. Roland casi pudo verla ante una res recién sacrificada, con un brillo sediento de sangre en la mirada.
El humano tartamudeó e hizo un gesto vago con la mano.
—El… hum… el lugar que he encontrado está en esa dirección, no muy lejos de aquí. ¿Crees que podrás llegar hasta allí?
—¡Sí! —Paithan apretó los dientes.
—Iré a ocuparme de los tyros —intervino Rega.
—El elfo podría ayudarte con los animales… —apuntó Roland.
—¡No necesito que nadie me ayude! —replicó Rega.
—¡No necesita que nadie la ayude! —asintió Paithan en un murmullo.
Rega se alejó en una dirección y el elfo lo hizo en la contraria. Ninguno de los dos se volvió a mirar al otro. Roland se quedó solo en medio del claro, acariciándose la barba cerdosa, entre rubia y pardusca.
—En fin, parece que andaba equivocado —murmuró para sí—. A Rega no le gusta el elfo, en realidad. Y me parece que su desagrado empieza a provocar la misma reacción en Paithan. Con lo bien que parecían ir las cosas entre ellos… ¿Qué habrá sucedido? Cuando Rega está de ese humor, no sirve de nada tratar de hablar con ella. Pero debe de haber algo que yo pueda hacer…
Le llegó la voz de su hermana suplicando y halagando a los tyros, tratando de convencer a los reacios animales de que se pusieran en movimiento. Y vio a Paithan, que avanzaba renqueante junto al borde del despeñadero de musgo, volver la cabeza y dirigir una mirada de aversión a Rega.
—Sólo se me ocurre una cosa que puedo hacer —continuó murmurando Roland—. Seguir fomentando los encuentros a solas entre ellos dos. Tarde o temprano, algo sucederá.