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—Los triglicéridos casi equilibrados. La glucosa en su límite justo. El colesterol malo casi ha desaparecido. El bueno se porta bien. Lípidos a raya. Tensión correcta. ¡En fin! Sale usted como nuevo. Si pudiera mantenerse dentro de un régimen sensato, ni siquiera tendría que padecer por su hígado. Si no está visto para sentencia, el hígado se recupera. Es una víscera agradecida.

Es la naturalidad del médico. Una naturalidad fomentada a lo largo de casi cuarenta años de oficio, de interpretar el papel de brujo de una salud suprema, sólo al alcance de personas con capacidad de imaginar una medicina alternativa, una salud alternativa. Otra vida en ésta.

—Tendría que comer miserablemente hasta el fin de mis días.

—Viviría más días. Además no estoy de acuerdo en lo de comer miserablemente. Comen miserablemente los que no comen suficientemente y los que comen excesivamente. No olvide hacerse análisis de sangre con frecuencia y cotejarlos con estos resultados. Consulte no obstante con su médico de cabecera.

—No tengo.

—A su edad hay que tener médico de cabecera. Es el último consejo que le doy. Es posible que cuando pase todo lo que le anuncié ayer me traslade una temporada a Suiza. Me gusta más El Balneario, pero hay que dar tiempo al tiempo. Adiós, señor Carvalho. ¿Le ha pasado el informe a Faber?

—Sí.

—¿Qué le ha contestado?

—Nada. Me ha hecho llegar un talón y yo le he hecho llegar el mío. La diferencia es a su favor.

Gastein sólo levantó una mano, pero ni siquiera la vista de la ficha de su próximo cliente. Carvalho había amanecido impaciente. Tomó el último masaje subacuático y comentó con la masajista lo sucedido, recibiendo monosílabos y exclamaciones abstractas por toda respuesta. Para todos los pobladores de El Balneario, menos para cuatro o cinco, el señor Faber había vuelto a Suiza para un asunto urgente. La noche anterior ya había recibido una sopa sólida de patata y zanahoria y ahora, en el comedor de comensales normales, le ofrecían una infusión de achicoria, una rebanada de pan negro con queso fresco, dos ciruelas y una cucharada de centeno. Una comida de fugitivo del frente ruso en las novelas de Constantin Vigil Geoghiu. Pero era un desayuno lleno de cosas referentes a categorías alimentarias aceptadas por el paladar: queso, pan, fruta. Se acercaban pues de nuevo al estatuto de omnívoros y sentían en el cuerpo el vacío de los kilos perdidos y más allá el mundo, percibido como un objeto propicio.

Habitantes de una isla cultural cerrada aún más por los acontecimientos, se sentían compañeros de una experiencia inenarrable y se tuteaban y se intercambiaban tarjetas de visita con la ingenuidad de licenciados del servicio militar incapaces de imaginar la vida por delante por separado. El hombre del chandal seguía fiel a su atuendo.

—Es muy cómodo para conducir.

Y a sus prejuicios ideológicos convertidos en dubitativas miradas deslizantes sobre un ausente Sánchez Bolín que tomaba su desayuno humano con la tristeza que sólo podía sentir un gourmet ante aquel espectáculo. En cambio Villavicencio fue repartiendo apretones de manos y golpes sólidos en la espalda de los hombres, sin otra excepción que la de Sánchez Bolín, al que se limitó a darle la mano.

—Voy a recoger las cosas del cuarto de baño y estoy a su disposición —le avisó el escritor—. El traje me entra divinamente.

Carvalho sorbió lo que quedaba de la infusión de zanahoria y al retirar la taza de los labios vio cómo Gastein embarcaba un escaso equipaje en un coche deportivo biplaza, se despedía hacia las alturas de alguien que Carvalho no podía ver, se sentaba al volante, maniobraba con lentitud y partía en cambio acelerado, a juzgar por la estampida de los dos tubos de escape. Cerró los ojos Carvalho. Sin Gastein la historia había terminado y le urgía mucho más que antes dejar aquel convento de gordos, recorrer los mil kilómetros largos que le separaban de Barcelona, recuperar la vida detenida veinte días atrás, sus raíces o lo que fuera, su familia, Biscuter, Charo, Bromuro, Fuster, cada cual con su función dentro de una extraña carnada de solitarios. Si se portaba bien y seguía los consejos dietéticos del libro Faber-Gastein, viviría más días y en mejores condiciones.

—He venido a despedirme.

El joven quesero era consciente de que estaba más cerca de parecerse a Robert Redford que veinte días atrás y a su lado Amalia estaba orgullosa de sus dotes de cazadora.

—¿Usted también se va?

—No. Yo me quedo unos días más para completar la recuperación.

—Ya están llegando nuevos clientes, pero aún no autorizan a pasar a los periodistas. Me han dicho en la recepción que se han triplicado las peticiones de habitaciones.

El vasco quería llegar a tiempo a Córdoba para comerse en El Caballo Rojo un cordero a la miel de eucalipto.

—Después del cordero a la chilindrón, es el cordero más sabroso que se puede encontrar. Durante estos veinte días he hecho méritos más que suficientes para comer como un rey durante los trescientos cuarenta restantes.

No era ésta la filosofía dominante. Junto a las tarjetas de visita había intercambios de recetas mágicas que aseguraban la conservación de la línea adquirida, o la dirección de un homeópata extraordinario, francés, claro, al que le bastaba verte en pelota viva a tres o cuatro metros de distancia para adivinarte el metabolismo como si tuviera rayos equis en los ojos.

—Y si no puedes ir, pues le envías tu historia por teléfono y te manda unas fórmulas fetén, que te sientan como hechas a la medida.

Había cuerpos adictos a las medicinas experimentales, especialmente entre los catalanes, sometidos algunos de ellos a periódicas sangrías con ventosas de cristal para desintoxicarse y a pequeñas transfusiones de sangre tratada con ozono para aumentar la cantidad de oxígeno y favorecer el proceso metabólico.

—A veces me da no sé qué, cuando me noto la espalda llena como de sanguijuelas. Me parece cosa de vampiros, pero, mira, me siento bien, o al menos me lo creo yo y con eso basta…

Volvió a su habitación por última vez, recogió la maleta y el necesaire y la raqueta insuficiente con la que no había conseguido llegar al modelo de tenis elegante que le había sugerido el capitán de las SS Sigfried Keller. Fue hasta el coche inmovilizado casi durante tres semanas y al abrir el maletero le pareció disponer por primera vez de algo suyo y se sentó ante el volante para sentir la sensación de que se sentaba en algo que se parecía a su casa. Pero Sánchez Bolín se retrasaba y volvió a salir del coche para asomarse a la perspectiva del parque interior, la piscina, el pabellón de los fangos, los carteles con las consignas sanitarias.

Tu cuerpo te lo agradecerá.

No te aborrezcas a ti mismo. Cuida tu imagen.

Dios pone la vida. Tú has de aportar la salud.

Come para vivir, no vivas para comer.

Mastica incluso el agua.

Cada bocado debes masticarlo treinta y tres veces.

Tu cuerpo es tu mejor amigo.

La dieta: una moda para alargar la vida.

Lo que para otros puede ser una comida sana, para ti puede ser un veneno.

No hay dietas mágicas, pero tampoco hay píldoras mágicas.

Piensa como si estuvieras delgado y actúa como tal.

Dentro del frigorífico está tu peor enemigo.

Cuando comer es un vicio, deja de ser un placer.

La comida excesiva es una droga dura.

Paseaba los ojos por las letras como si tuviera prisa para detenerlos en lo que más le interesaba de aquel paisaje que suponía ver por última vez. El pabellón lucía su esplendor de arqueología, desconocedor de que le habían arrancado su más preciado secreto o quizá liberado de un anticuerpo que había falsificado su sentido exacto: el ser un monumento a la memoria inocente. De perfil, en la terraza superior del salón de los ayunos, Dietrich Faber contemplaba los límites de su reino con un vaso de zumo de frutas en una mano y la otra metida en un bolsillo del pantalón. Dejó caer de pronto la mirada en picado, como si se sintiera observado, y la depositó en la cabeza de Carvalho vuelta hacia él. Le ofreció un vaso silenciosamente y luego inclinó medio cuerpo para gritarle con voz de ventrílocuo ayudándose con una mano junto a la boca a manera de difusor:

—¿Qué tal, señor Carvalho? ¡Qué magnífico aspecto! ¿Le ha sentado bien la cura? Pero no debería preguntárselo porque su cara lo dice todo. Le voy a encender una vela para celebrar el triunfo contra sí mismo.

Luego recuperó la verticalidad, se terminó el contenido del vaso de un trago y se retiró de la barandilla, como el castellano se retira de la almena de su castillo después de haber oteado los límites del mundo conocido. Pero la llegada de Sánchez Bolín sin suficientes manos para cargar con todos sus libros, máquina de escribir, consigo mismo, le obligó a olvidarse de la aparición del muñeco parlante y ayudar al escritor a tomar momentánea posesión de su maletero.

—Así me gustaría viajar a mí. Una maleta y una raqueta de tenis. Pero no puedo. Los libros van ligados a mi vida. Conozco el caso de un antiguo dirigente comunista, muy escéptico incluso cuando era dirigente. Se llamaba Rancaño y llegó a ser director general de algo durante la guerra civil. Pues bien, en una de sus idas y venidas del exilio, acompañado de miles de libros y de muchos hijos, en Pekín tuvo que elegir entre embarcar a sus libros o a sus hijos. Y eligió los libros. No se pueden abandonar ni los libros ni los perros. Los hijos, sí. Alguien cuidará de ellos, y además los niños hablan. Vaya si hablan.

Se sentó Sánchez Bolín en el coche y esperó a que Carvalho aspirara la última bocanada de El Balneario.

—No lo mire tanto. Volverá. Es como un vicio. Una delegación de la voluntad. Lo que uno no es capaz de hacer por sí mismo durante un año viene a que las circunstancias se lo impongan durante veinte días.

Iba al inicio del viaje silencioso, tras la advertencia del escritor de que lo dejara en el aeropuerto, a cinco kilómetros de Bolinches.

—Me gusta llegar a los aeropuertos con dos horas de anticipación; así les das a esos hijos de puta menos pretextos para que te dejen en tierra.

Pero antes tuvieron que atravesar la barrera de periodistas que seguían montando guardia más allá de la verja: o detenerse o pasar por encima de los cadáveres de chicos y chicas peleones por los primeros reportajes de sus vidas o periodistas viejos, de desguace, tratando de demostrar que aún podían pasar el micrófono por delante de los morros de aquellos barbilampiños pretenciosos. Por la ventanilla abierta se metieron ramilletes de brazos y micrófonos grabadores.

—¿Son clientes de El Balneario?

—¿Qué ha pasado exactamente?

—¿Es cierto que el señor Faber ha sufrido un infarto?

—¿Qué se llevó la expedición americana?

—¿Quién encontró el alijo de heroína?

—¿Estaba relacionada mistress Simpson con la Mafia italiana?

Alguien reconoció a Sánchez Bolín y los micrófonos y las grabadoras abandonaron la ventanilla de Carvalho como aves avisadas de que el grano estaba en otro granero. Sánchez Bolín escuchó todas las preguntas amontonadas y exigió un momento de silencio para poder contestar:

—A mi juicio, por lo que yo he podido entender, todo ha consistido en una falta de sentido de la medida. Llegará un momento en que ustedes comprenderán lo importante que es tener sentido de la medida.

Aprovechó la estupefacción causada para levantar el cristal de la ventanilla e instar con un gesto a Carvalho para que arrancara.

—Estos chicos están perdiendo el tiempo. Deberían inventarse la historia y todos se lo agradecerían.

Carvalho había bajado hasta El Balneario en coche con la esperanza de entretener las tardes en recorridos por la zona, acercarse a la Costa del Fulgor y a la almadraba abandonada de los califas. Una almadraba que de pronto se quedó sin atunes, como Kelitea se había quedado en Rodas sin aguas termales y algún día El Balneario se quedaría sin su amarilla sangre de aguas azufradas. Pero los acontecimientos habían cambiado todos sus planes y aquel recorrido de regreso era la última oportunidad de aparecer el esplendor del oasis construido por las aguas tintas del río Sangre, en contraste con la brusca sequedad del terreno en cuanto la carretera daba la espalda a las aguas viajeras hacia su propia muerte.

—¿Ha visto usted a los nuevos clientes? —dijo Sánchez Bolín de pronto, cuando Carvalho le creía dormido.

—No.

—Son como los viejos. Estos balnearios son la reserva espiritual de lo más selecto de la vieja derecha española. Creo que necesito de vez en cuando sumergirme en ellos para tener sentido de la medida. Cuando uno vive todo el año entre editores, rojos y seleccionadores nacionales de literatura, corre el riesgo de perder el sentido de la realidad. De pronto me digo: vete al balneario a pasar una temporadita entre reaccionarios. Y me sienta muy bien.

—Esta vez ha sido interesante, pero no agradable.

—Una pasada. Ha sido una pasada. Y además estaba ese horroroso hombre del chandal, horroroso pero digno de estudio. A conservar en cualquier museo del hombre. Yo lo disecaría antes de que muera de mala muerte y no se puedan aprovechar los restos.

De nuevo el silencio y a lo lejos la promesa de Bolinches. No podía faltar mucho para el desvío hacia el aeropuerto y, en efecto, apareció el primer indicador de que estaban a dos kilómetros del cruce. Fue al prestar atención al indicador cuando vio el coche a medio despeñar, empotrado contra una encina voleada por el impacto. Inmediatamente lo reconoció y no hallo las palabras adecuadas para despertar a Sánchez Bolín, definitivamente dormido, o avisarse a sí mismo de que sí, que era cierto lo que veía.

Frenó bruscamente y el cuerpo del escritor se precipitó hacia adelante, instintivamente con una mano adelantada para evitar el golpe contra el parabrisas.

—Pero ¿qué hace usted?

Ya Carvalho había saltado del coche y corría hacia la cuneta para dejarse llevar por su peso hacia el automóvil deportivo de Gastein, tétricamente arrugado y varado en el inicio de la ladera. No fue necesario examinar cuidadosamente el interior. Medio cuerpo de Gastein colgaba por la ventanilla, en el rostro el último sufrimiento eliminaba los trazos de equilibrio y nobleza que había labrado halagosamente durante una vida y la sangre le llenaba la frente con una sombra definitiva y silenciadora. Pero no estaba solo. Helen Frisch, la supuesta Helen Frisch, reaparecía para morir, con el cuello roto y la cabeza caída contra la otra ventanilla, como negándose a ver o aceptar la muerte de Gastein.

Carvalho no pudo evitar una mirada profesional para aquella tumba colgada sobre el precipicio, a la que bastaba darle un empujón para sepultarla en un abismo de distancia y olvido. Alguien había arremetido contra el lateral del coche y había dejado la carrocería arrugada como un papel crujiente, al tiempo que desestabilizaba la dirección y enviaba a Gastein y a Helen a sumarse a la cuenta de muerte y ajuste de cuentas que había vivido El Balneario.

—Ahora sí que está cerrada la historia, Gastein.

Y regresó al coche desde el que Sánchez Bolín examinaba la escena con ojos miopes pero sin duda algo interesados.

—¿Quiénes eran?

—Gastein y Helen, la suiza.

—La suiza. Espléndida mujer.

Tenía ganas de desembarazarse de Sánchez Bolín cuanto antes para pensar por su cuenta y tal vez hacer algo. O no. No hacer nada para pensar por su cuenta en la soledad propicia del coche. Por eso le sonó a ruido molesto el último comentario que haría Sánchez Bolín antes de ser desembarcado en el aeropuerto de Bolinches:

Siete muertos. Inverosímil. Meto yo siete muertos en una novela y me la tira el editor por la cabeza.