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Sí. Se había enterado de lo que había pasado allí fuera. Pero seguía atento al programa que trataba el tema de la lucha contra la droga y la organización policial española para hacerle frente. De vez en cuando, Serrano le guiñaba el ojo y musitaba: mentira, todo mentira. Con veinte duros de presupuesto quieren que les metas a Al Capone en la cárcel todos los días. Había una discrepancia total entre el lenguaje sabio, convencional, ceremonioso, empleado por los policías, los funcionarios del Ministerio del Interior, los psicólogos y el locutor que dirigía el programa y las chanzas que Serrano parecía dirigirse a sí mismo, Carvalho al margen. Se hastió el policía de escuchar cosas que no le convencían y cortó la voz del transistor.

—Chorradas. Discursos. Pamplinas. Yo he trabajado en lo de la droga durante tres o cuatro años y sé de qué va. Te rompes los cuernos para hacerles cosquillas, y eso, sólo les haces reír. Pero al menos vas tocando resultados, pequeños, inútiles, pero resultados y te llaman y te dicen: muy bien, Serrano, otro alijo como éste en este trimestre y se va a hablar de esta brigada. Y yo sabía cómo se comportaban todos. Los camellos. Los yonquis. Las putillas y los putos drogadictos… Me conocía el terreno como la palma de la mano. Estaba todo como ordenado. Cada cual se comportaba como se esperaba.

—Parece añorar aquellos tiempos.

—Sí. Un policía debe conocer sus propios límites y no debe ir más allá. Te dan una parcela y a trabajarla. El resto del mundo no depende de ti. Ni la suerte de la gente con la que te relacionas, para bien o para mal. Ya son lo que son y siempre serán lo que son, hagas lo que tú hagas. ¿Entiende? Por eso después de un interrogatorio un policía puede encender un cigarrillo tranquilamente y compartirlo con el peor de los asesinos. Después del interrogatorio los dos han cumplido y ya no deben temerse.

—¿Ni siquiera después de una paliza? ¿Usted cree que el apalizado no le odia?

—No. Depende del tipo. Yo ya no he cogido la época política, cuando cascaban a políticos. Yo sólo he tratado con chorizos y cuando les has dado dos hostias se han quedado con ellas. Sabían que había que dárselas. Bueno. No nos pongamos nostálgicos. ¿Qué pasa ahí?

—Esta gente no forma parte de sus reglas del juego, Serrano. ¿A usted nunca le han dicho: usted no sabe con quién está hablando?

—Sí.

—Pues empieza a ser un clamor en toda la clínica. Todos están empezando a decir: ustedes no saben con quiénes están hablando.

—Cumplo instrucciones y tengo una solución transitoria de compromiso para aplacar los ánimos. Pero quiero esperar un poco más, hasta que lleguen los informes internacionales de los dos fiambres. No vaya a ser peor el remedio que la enfermedad. Este lío no le interesa a nadie, amigo, pero el ministro no quiere una interpelación parlamentaria por culpa de una chapuza. Si los parlamentarios se metieran la lengua donde yo me sé, esto lo liquidaba yo en seis horas.

—¿Tiene usted el historial de todos los que estaban en la clínica la noche en que mataron a la vieja?

—El de los españoles, sí. El de los extranjeros, incompleto.

—¿Algo interesante?

—Hay algo de tela. Alguien a quien atribuir el consumao, si hace falta. Pero hay que esperar.

Volvió a conectar el transistor. La audiencia había terminado. Carvalho se fue a la recepción. Hasta allí llegaban las voces alteradas de la delegación alemana discutiendo con Molinas. Los belgas esperaban turno, pero Delvaux no estaba al frente de la delegación. Permanecía como en la retaguardia, respaldando la acción pero en la reserva, consciente del añadido de transcendencia que representaría poner todas sus estrellas en aquel tapete. Los españoles estaban reunidos en el salón de televisión, le informó madame Fedorovna, como diciendo: hasta ésos. Y allí estaban al completo, incluso Sánchez Bolín, atentos al discurso que estaba haciendo un catalán, Colom, un otoñal con el cabello teñido y las patillas cuidadosamente canas. Tenía bronceado anual de Club Natación Barcelona y un abdomen contenido por tres masajes semanales a lo largo de todo el año, uno manual, otro acuático y el tercero linfático. Trataba de decir, sin molestar a nadie como repetía una y otra vez, que con él la cosa no iba, que él no tenía por qué formar una banda con nadie. De la misma opinión eran la mayoría de los catalanes, así las mujeres obesas y solitarias como los hombres maduros y lustrosos que consideraban su estancia en El Balneario dos veces al año como sus únicas vacaciones, insistían, mis únicas vacaciones, con la voluntad de impresionar a los otros españoles, en su concepto poco dados al trabajo o, a lo sumo, no tan dados al trabajo como los catalanes, el tercer pueblo en el ranking de trabajadores del mundo, después de los japoneses y los norteamericanos.

—Sin molestar, ¿eh? Sin que nadie se moleste, ¿eh? Pero éstas son cosas que cada cual debe tener según su conveniencia. No es que yo no me sienta uno más de vosotros, ¿eh?, pero cada uno es cada uno y ¿qué vamos a sacar haciendo el ximple, perdón, el simple, manifestándonos como si fuéramos obreros de la construcción y empreñando al pobre señor Molinas, pobre hombre, que se le ha caído la casa encima? Y luego armando barullo no se gana nada. Hablando la gente se entiende, pero el que se pique, que se rasque, nadie le va a rascar si no lo hace él. Es un decir, ¿eh? Y yo respeto todas las posiciones, todas, ¿eh?

—Si no se trata de crear un movimiento subversivo, Colom, cono. Se trata de que todo Dios se ha organizado para acabar con esto cuanto antes y nosotros vamos a salir los últimos de misa.

—Pues saldremos los últimos, coronel, ¿qué más da? Y si ésos ganan algo armándola, pues ya nos beneficiaremos.

Una dama nacida en Madrid, pero criada en Toledo, como solía informar de buenas a primeras, se sacó sus pensamientos de la cornisa cantábrica de sus pechos y entre anhelantes suspiros se lanzó al rollo dialéctico:

—Pues yo no estoy de acuerdo contigo, Colom, pero es que nada de nada…

—Bueno. Yo no quiero imponerme a nadie, ¿eh?

—Pero es que nada, Colom, pero es que nada… y no es que yo… porque yo ni quito ni pongo rey… pero contigo, Colom, es que no estoy de acuerdo, pero en nada, en nada de nada de nada de nada…

De nada… de nada…, repitió un eco mayoritariamente femenino.

—Pero es que, Colom, yo a los catalanes no os entiendo. —Ya lo sé, Sullivan, que somos muy nuestros… ya lo sé…

—¿Qué perdemos vacilando un rato? Vamos a por el Molinas o a por los Faber y les decimos: oiga, que no nos chupamos el dedo y si hacen concesiones a sus paisanos, también a nosotros. Descargas adrenalina. Te cagas en sus muertos y a tomarte el caldo vegetal o la lavativa, que para eso estamos. Pero ¿qué cuesta zarandearles un poco?

—Yo no estoy de acuerdo con el amigo catalán, pero tampoco contigo, Sullivan.

—Explícate, coronel.

—Él se pasa de prudencia, de eso que en Cataluña llaman seni.

Seny.

—Bueno, seni, en castellano eso que tú dices se pronuncia seni, creo yo. Pero no nos vamos a liar en problemas lingüísticos, tengamos la fiesta en paz. Yo no estoy de acuerdo en que nos mordamos la lengua y ahí nos den todas las tortas. Pero tampoco en vacilar por vacilar. Un día se puede vacilar por vacilar, como la otra noche. Pero las cosas serias se toman seriamente, Sullivan, que ya no tienes veinte años.

—A mí me gustaría oír la opinión de este señor. —El hombre del chandal se había levantado y señalaba acusadoramente a Sánchez Bolín—. Supongo que un escritor tiene mucho que decir ante una situación como ésta.

Sánchez Bolín contemplaba al hombre del chandal como si fuera un enano mental, pero no lo era físicamente y optó por una respuesta dilatoria.

—Que yo sea escritor no quiere decir que tenga una opinión formada sobre lo que está pasando. Hasta que no aparezca un tercer cadáver yo considero que estamos en una situación todavía tolerable.

—Pero ¿de qué cadáver habla este señor? —gritó alarmada la señora criada en Toledo.

—Es una metáfora, señora —contestó Sánchez Bolín mirándole las tetas.

—No nos venga con metáforas, que la situación está que arde.

Villavicencio se levantó cabeceando, como si se viera obligado a asumir una actitud a su pesar.

—Pero es que parecemos niños. Discutiendo tonterías. Lo que se ha de hacer, se hace. Propongo que se forme una comisión que vaya a pedir explicaciones y me permito designar una representación plural de los oficios, funciones, ideologías y autonomías aquí presentes: tú, vasco, Colom, el detective, el escritor y yo.

—¡Ole tu espíritu democrático, Villavicencio! —jaleó Sullivan.

Sánchez Bolín se levantó, inclinó la cabeza y exclamó:

—Me inclino ante una propuesta pluralista del poder militar.

Aplaudió el vasco y Villavicencio fue muy felicitado, mientras devolvía cumplidos por el procedimiento de ir murmurando: es que a los militares hay que entendernos. No estaba muy conforme, en cambio, la dama que tan lanzadamente había expuesto su pensamiento, y ante su evidente disgusto y al ser requerida sobre la causa, atribuyo a la comisión un carácter machista, intolerable en los tiempos que corrían.

—Ernesto, eso está feo. Meted a alguna mujer que no somos de piedra —ordenó doña Sólita levantando la vista por encima de sus gafas y de la calceta que había continuado haciendo durante toda la discusión.

—Es que somos unos mulos. Unos mulos. Perdone usted, señora, no sólo propongo que la incluyan en la comisión, sino que me inclino ante usted.

—No, si no es para tanto…

Completa la comisión, faltaba ponerse de acuerdo sobre las exigencias mínimas.

—Para empezar yo habría dado orden de arresto contra la piscina y la sala de calderas.

No sólo la comisión, sino el conjunto de la comunidad española se quedó boquiabierta.

—Según la costumbre militar, cuando algo o alguien causa daño o muerte a una persona, es inmediatamente arrestado, previo a consejo de guerra.

—¿Y qué ganamos arrestando a la piscina? ¿Y quién le hace un consejo de guerra a una piscina?

—Se trata de medidas simbólicas que imbuyen a la comunidad de la gravedad de lo sucedido. Cuando yo era un joven oficial pasamos por las armas a un burro que se había cargado al hijo de un brigada de una patada en el hígado.

Colom estaba arrepentido de haber transigido y aceptado formar parte de la comisión y comentaba por lo bajín que él no tenía cara de entrar en recepción pidiendo que arrestaran a la piscina. Llegó la crítica de Colom a oídos de Villavicencio.

—Me apuesto cinco mil duros, Colom, a que el general Delvaux ha pedido lo mismo.

—Tú, por si acaso, coronel, no lo propongas si no ves que ya lo ha propuesto Delvaux —propuso Sullivan y Villavicencio se avino, con lo que se debilitó la intranquilidad de Colom y se pasó a fijar un orden de peticiones de urgencia: información igual a la que recibieran los demás miembros de la comunidad, establecer un plazo de tiempo máximo para que se abrieran las puertas a todos por igual, garantías sobre la vigilancia externa e interna.

¿Y si dicen que no? Pues si dicen que no, hacemos una huelga de hambre, propuso el joven detallista de quesos.

—¿De qué? ¿Pero, chico, tú crees que aún se puede pasar más hambre de la que pasamos?

Se acordó que Colom llevara la voz cantante por la presunción de capacidad de diálogo y prudencia en los planteamientos que recibían los catalanes. En vano Colom pretextó que él en castellano se expresaba muy mal y se le notaba mucho el acento. Todos los acentos de España son españoles, le objetó el coronel, y partió la expedición, dudando el resto de la comunidad entre respaldar a sus comisionados hasta la puerta misma del despacho o quedarse en el salón de televisión a la espera del resultado. Iba a imponerse la primera propuesta cuando doña Sólita advirtió que estaba a punto de empezar Más vale prevenir y que hoy el programa versaba precisamente sobre el problema de los niños gordos. Ay, pues eso me interesa a mí exclamó la oriunda de Madrid pero criada en Toledo, y quiso dejar su puesto en la comisión a otra de las mujeres Negativa general y asunción por parte de la mujer de las responsabilidades contraídas, pero a cambio de que le hicieran un relato pormenorizado de cuanto se aconsejara en el programa.

—Tengo un niño, el mediano, que parece un fatibomba y no quiero que la criatura tenga que pasar por todo lo que he pasado yo.