8
Por fin fue junto a la piscina cuando el coronel Villavicencio se atrevió a revelar al general Delvaux su condición de militar, bueno, de ex militar, aunque mi general sabe, porque la conciencia del ejército es universal, que un militar es militar mientras vive. Que él se le revelara no quiere decir que el otro la asumiera inmediatamente, pareció hacerlo, sonrió y ya se iba hacia las escaleras para su diario ejercicio de gimnasia acuática cuando Duñabeitia advirtió que no había entendido nada por culpa del pésimo francés de Villavicencio y actuó de traductor. Delvaux escuchó atentamente, dio un paso atrás y exclamó:
—C’est extraordinaire!
Villavicencio, en cambio, le saludó militarmente a pesar de que ambos iban en traje de baño pantalón y luego le estrechó la mano efusivamente, embarazado por el final del secreto, pero íntimamente satisfecho.
—C’est extraordinaire! —repetía el belga poniendo por testigo a su mujer, una escuálida pelirroja descolorida que contempló a Villavicencio como si en su cabeza no entrara la evidencia de que aquello era un militar.
—A sus órdenes, mi general. Me considero siempre a punto para el servicio, a pesar de mi jubilación impuesta por unas circunstancias que han puesto a prueba mi talante patriótico.
Esta vez el vasco no se portó bien y traicionó la confianza de Villavicencio diciéndole a Delvaux que había dejado el ejército porque los socialistas querían quitarle la fábrica de piensos aplicándole la ley de incompatibilidades. Siguió considerando extraordinario el asunto Delvaux, saludó ambiguamente y se fue hacia la piscina, mientras Villavicencio interrogaba a Duñabeitia.
—¿Qué les has dicho de incompatibilidades? Mira que te he entendido.
—Le he dicho que los socialistas y tú erais incompatibles. Es que tú chico se lo has dicho tan retorcido que no podía entenderlo.
—Los militares estamos acostumbrados a hablar en clave.
—Pero las claves de Bélgica no son las mismas que las de España.
—Hablar en clave es un lenguaje universal en sí mismo.
—Chico, yo he hecho lo que he podido.
—No me fío. Aquí me traduces como te pasa por los cojones y en el País Vasco si me pillas me pegas un tiro.
Llegó tarde doña Sólita para prohibir el comentario por el simple gesto de interrumpir la calceta y llevarse un dedo a los labios, pero el vasco no se dio por aludido y se tumbó con el pecho contra la tumbona para poder ver a la suiza echada sobre el césped con los pechos al sol y el marido al lado, a media asta. Villavicencio seguía elucubrando sobre lo interesante que sería un intercambio de opiniones y de información estratégica con el belga, pero no con éste como intérprete, que éste luego va y se lo cuenta todo a los de ETA. Calla, coronel, y déjame contemplar a esa maravilla, y usted perdone, señora Sólita, pero hay cosas que no se pueden aguantar. Mire, mire, joven que para eso está la juventud y las mujeres en el fondo agradecemos que nos miren. Esperaba el vasco alguna reacción celtíbera del coronel, pero una vez más comprobó que cuando doña Sólita sentenciaba, el coronel se ponía firmes mentalmente, como si se tratara de la orden de un superior jerárquico y, además, no se atrevía el militar en presencia de su mujer a mirar descaradamente a la suiza y lo hacía a hurtadillas y con mueca de no hay para tanto, aunque tuviera las pupilas incandescentes y el bigotillo bailante sobre una boca que no sabía qué hacer con la saliva que se iba acumulando. Sólo había tres horizontes posibles: el vegetal, las estalagmitas de botellas de agua mineral que crecían por doquier y la suiza. Al este de Helen enrojecían al sol las hermanas alemanas embutidas en tres maillots negros que les daban cierto aspecto de fichas de dominó vistas por el lomo y al oeste una variada gama de mujeres europeas que ofrecían al sol sus pechos huevo frito o pera en almíbar o pechos punching deshinchado. Los pechos huevo frito parecían esos huevos hechos a la plancha en cafeterías, huevos en los que la clara cuaja con una cierta tristeza blanda y la yema es víctima de la anacrónica maldición del Todo o Nada: o tiembla de crudeza o ha cambiado de reino de tanto cocimiento. Los pechos pera necesitan al parecer el entramado de venas azules que compitan con la tentación del vencimiento, a manera de estructura interna vencida por la conspiración de las glándulas, y cuando las propietarias del peral se tumban frente a los soles, sus pechos parecen obras de pastelería desmoronada, como pudines donde se combinó mal la leche con el bizcocho. Y en cuanto a los pechos punching deshinchado, se ofrecen al sol a la espera del milagro del calor y de la primavera, y al vasco se le ocurre que aplicando los labios en los pezones y soplando, esos pechos volverían a ser lo que fueron y a los rostros de las bañistas alineadas al sol subiría una sonrisa de satisfacción y agradecimiento, ni siquiera necesaria la apertura de los ojos para reconocer al hábil soplador. Jugueteaba ahora el vasco con los vientres masculinos soleados y también estableció categorías fundamentales: vientre pepino de preñado masculino horizontal, vientre caído en persecución de los propios cojones y vientre cámara acorazada, en el que cabe todo. Reía doña Sólita las clasificaciones del vasco, convenientemente adecentadas al desensimismarlas y ofrecerlas a la colonia española de adelgazantes y depurados.
—Pero qué cosas más graciosas dice este chico. Explíquese que me muero de risa.
—Pues, dejando a un lado mi teoría sobre los pechos, porque hay señoras y muy bien dotadas por cierto y centrándome en la de los vientres masculinos, diré que el menos agradecido es el de pepino preñado horizontal, porque al espectador le parece que de un momento a otro se va a producir el alumbramiento mediante un estallido. Es el vientre más agresivo. Luego el vientre caído, que parece una morrena de glaciar que se lo lleva todo por delante, es el más desagradable de aspecto; pero con no mirar, santas pascuas. El otro, el vientre cámara acorazada, es inevitable, porque su propietario parece un armario que le va desde la nuez hasta las partes, con perdón, y ahí dentro caben todas las vísceras, las joyas de la familia y hasta el dinero negro.
—Pero qué gracioso es este vasco, Ernesto.
—Muy gracioso el vasco, muy gracioso.
—En algo hay que matar el tiempo, porque yo soy muy activo y en cuanto se acaban los pesajes, los masajes, la gimnasia, la lavativa… en fin, todo este rollo, ya no sé qué hacer y me entra la depre. Y cuando me entra la depre me desconozco a mí mismo y me entregaría a cualquier aventura por descabellada que fuera. Hay quien supera las depresiones comprándose corbatas de seda italianas o tabletas de chocolate suizo, pero a mí me da por la megalomanía, y cuando me deprimo robaría un zepelín o planearía un atraco perfecto.
—¡Qué gracioso, pero qué gracioso! —insistía doña Solita, maravillada de que el vasco pudiera sorprenderla tanto.
—Y le diré más. A veces he planeado atracar mi propia fábrica y lo tengo todo muy bien estudiado. Hay que tener en cuenta ante todo los movimientos de mi hermana y de su hijo mayor, que son un poco imprevisibles, porque mi hermana es jefe de ventas y mi sobrino lleva las relaciones públicas. Pero hay un día al mes, normalmente un viernes, en que los dos tienen el horario controlado y en todo momento sé dónde están. Ese día doy un atraco y no se entera ni Dios. Cuando se enteran yo ya estoy a mil kilómetros y con toda la pasta en la cartera.
—¿Y luego qué haría?
—Pues volver y contarlo todo. Al fin y al cabo lo que me llevaría sería una miseria porque siempre tenemos la caja medio vacía, no vaya a producirse un atraco un día y a tener una desgracia. Con la inseguridad ciudadana que hay hoy en día.
—Entonces ¿por qué se atracaría usted a sí mismo?
—No lo sé, señora Sólita, no me lo pregunte. Quizá para excitarme y al mismo tiempo no incurrir en un delito. Lo importante es asumir el desafío, realizar la operación. El resultado es lo de menos.
Llegaba Sullivan bostezando, arrastrando con elegancia la toalla, pero arrastrándola, y el albornoz tan cansado como el cuerpo.
—¿Ahora te levantas?
—Ahora.
—Pues si es la hora del caldo vegetal. —Es que me fui anoche a Bolinches con un amigo que vino a visitarme y no veas. Volví a las tantas.
—Y… y te pusiste morao.
Lo ha dicho el vasco con un hilo de voz, con una sobreexcitación contenida y las vibraciones de esa sobreexcitación contagian a don Ernesto y hacen detener la calceta de doña Sólita, por si la historia lo mereciera. Baja Sullivan la voz después de mirar a derecha e izquierda y musita:
—Cuatro pedacitos de jabugo y media dorada a la sal.
—¡La madre que te parió! ¡Media dorada a la sal! ¡Cómo se ha puesto el hijo de puta este mientras los demás nos morimos de hambre!
Había indignación en el vasco, no por la violación del tabú, sino por la desconsideración solidaria del señorito, que era muy suyo el señorito, repetía el vasco con la ira creciente, y así van las cosas en Andalucía, que luego nos mandáis a todos los ganapanes que os sobran para que les demos de comer en el País Vasco. Perplejo Sullivan ante la reacción y meditabundo el coronel que consideraba los pros y los contras de la situación, y si bien reconocía el derecho de Sullivan a intoxicarse con media dorada a la sal, no estaba lejos de la molesta sensación de estúpido hambriento que manifestaba el vasco.
—Pero no te pongas así. Otro día te fugas tú a Bolinches y te comes un jamón con chorreras, si quieres.
—Que no es eso, hombre. Es que lo que no se puede hacer, no se puede hacer, y si se puede hacer, no se puede contar.
—¿Pero no has sido tú el que me ha pedido que hablara?
—Y esta mañana en el pesaje ¿qué?
—No me he pesado.
—No se ha pesado. ¿Lo habéis oído? No se ha pesado.
Hacía aspavientos Sullivan para que el matrimonio asumiera lo racional de su conducta y tuvo que dar explicaciones a Colom y la pareja del tendero y la gordita elástica que se habían acercado ante los gruñidos del vasco.
—¿Y a cuánto te salió ese menú? —preguntó el joven tendero.
—¿Y no te ha dado algo aquí dentro? —interrogó el catalán.
—Estoy cojonudo. Eso del cólico hepático se lo inventan para tenernos en un puño, como los curas se inventaban que si te la pelabas se vaciaba la columna vertebral.
El vasco se había ido a quemar sus furias siguiendo con pasos medidores todo el amplio perímetro de la piscina. Llevaba las manos cogidas sobre el culo y hablaba solo.
—Pues vaya una le ha pillado a ése.
—Comprende, Sullivan, que aquí se está en tensión. El ayuno nos hace especialmente sensibles.
—Que es una criatura ese vasco, hombre, te lo digo yo.
—Lo que pasa es que aquí uno se aburre mucho si no le gusta hacer cosas prácticas o leer, y Duñabeitia se pasa el día elucubrando. Y eso no es bueno.
Ratificó el coronel la explicación aportada por su esposa y ni escuchó la exclamación de solidaridad con el vasco que salía de la boca de la jovencita. O la escuchó a medio oído, como el rumrum que debía atender por cortesía pero cuya remota argumentación no le convencía. Estaba encantada la joven con la espontaneidad del vasco. Había reaccionado sinceramente y eso era de agradecer en estos tiempos de tanta doblez en los que se dice lo que no se hace y se hace lo que no se dice.
—Aquí se habla mucho y se hace poco —redujo el coronel la argumentación de la muchacha, y como su afirmación no convocara la expectación que esperaba, achicó un ojo y masculló—: ¿Se entiende lo que digo?
—Pues no, la verdad.
Ametralló el coronel al joven quesero con una ráfaga de mirada negatoria.
—Pues está claro, chico. Cuando yo digo esto hay, es que esto hay, y si me quiero comer un jamón entero, me lo como y salga el sol por Antequera. Recluta, anda, vete a por el vasco y le dices que aquí le espero porque acabo de tener una idea que le va a iluminar el caletre.
Así hizo el quesero y se le vio forcejear dialécticamente con el vasco hasta que le convenció y se lo trajo con el ceño fruncido y la mirada sobre las losetas del canto de la piscina.
—Vasco, siéntate aquí que vuestro coronel ha urdido un plan que será recordado en este balneario por los siglos de los siglos.
—¿Qué chorrada se te ha ocurrido?
—Un atraco.
Guiñó el ojo el coronel en dirección a Colom, porque le constaba la seriedad de espíritu de los catalanes y quería que el catalán entrara en el juego. Rio brevemente el aludido y tras musitar varias veces «siempre está de broma, coronel, qué hombre, siempre está de broma», se apartó para no verse envuelto por la complicidad.
—Tú a tu calceta y nosotros a lo nuestro —ordenó el coronel a su mujer y obligó a Sullivan, al vasco y al quesero a acercársele para escuchar su plan de acción—. Necesito hombres bregados que no se arruguen ante las dificultades y que estén dispuestos a todo sacrificio premiado con un suficiente botín.
—Ésos somos nosotros —opinó Sullivan.
—Pero no somos los suficientes. Hay que contar con un quinto elemento a tenor de las distintas tareas que en mi condición de jefe de grupo debiera encomendaros. He hecho un rápido repaso de los efectivos humanos con los que contamos y llego a la conclusión de que los demás hombres de la colonia española o son muy viejos o son muy catalanes, es decir, muy suyos y poco de fiar ante planes donde priva la audacia y el factor sorpresa. Por eliminación le he echado la vista a ese que se llama Carvalho. Con ése se puede contar porque es un tío bregado y tiene experiencia. ¿Qué os parece como quinto elemento?
—Por mí, cojonudo, mi coronel.
Y se llevó Sullivan la mano a una hipotética visera.
—Pues tú has de trabajártelo para nuestra causa. La llamaremos «Operación Hipercalórica».
—Hipercalórica. Me gusta. Esto promete.