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No soportó el mayor de los Faber la proyección de toda la película y salió del salón seguido de Carvalho. Procuró adelantársele el detective y luego se detuvo en seco, como sacudido por un retorno mental de algo olvidado, y se volvió para ver venir al propietario de El Balneario. Los zapatos de lona estaban oscuros por la humedad y los bordes de los pantalones habían estado hasta hacía poco empapados por el agua.

—Lo siento, señor Faber, pero no hemos tenido ocasión de hablar tranquilamente y creo que todo lo sucedido y el encargo que usted tuvo a bien hacerme requerirían una conversación.

—Estoy a su entera disposición.

—¿Le parece ahora mismo?

A la amabilidad excesiva normalmente dispensada a un cliente, Faber añadió la amabilidad a su juicio requerida por un profesional capaz de pagar las facturas de su clínica y con su mejor brazo abrió la perspectiva del pasillo para que Carvalho le precediera en la búsqueda de su despacho.

—Sólo puedo invitarle a agua.

Rio su propia broma bárbaramente deletreada en un castellano más parecido al alemán que oído alguno había escuchado. Era un hombre viejo pero fuerte, dotado de una excelente dentadura recompuesta que destacaba en un cutis arrugado pero atezado por los soles de las más elegantes pistas de tenis. Tal vez había sido Von Trotta quien le había enseñado un tenis elegante.

—¿Le ha sorprendido la doble personalidad de Von Trotta?

—Mucho. Pero no tanto como la de madame Fedorovna. Hemos trabajado juntos, y ahora, llevarme esta sorpresa…

—¿Conoció a la pareja aquí en España?

—No. Les conocí cuando montamos el primer balneario en Suiza. Madame Fedorovna era una experta en dietética, aunque de hecho en nuestra clínica siempre cumplió funciones más administrativas y de relaciones sociales. Fue ella la que nos relacionó con Von Trotta.

—¿Habla por usted y su hermano?

—Mi hermano no estaba entonces tan vinculado. Es más joven que yo. Hablo de Gastein y de mí. Gastein estuvo a mi lado desde el comienzo.

—¿Por qué decidieron instalarse en España?

—Hicimos un estudio climático que garantizase la máxima rentabilidad del establecimiento. Aquí en el valle del Sangre pueden garantizarse más de trescientos días de sol al año y hay un microclima subtropical debido a la protección de las montañas, a la humedad del río y a los vientos cálidos que llegan desde África. Para los regímenes que imponemos en Faber and Faber es fundamental que el cliente se encuentre a gusto, que el clima no se convierta en una obsesión, que sienta a gusto su piel en contacto con la naturaleza. Tuvimos noticia de la existencia de un viejo balneario de origen árabe, aunque la leyenda dice que su origen es más remoto, anterior incluso a la colonización romana, y vinimos para aquí. El balneario había permanecido cerrado desde la guerra civil hasta los años sesenta. Lo pusimos en funcionamiento después de construir las instalaciones modernas. Fue una inversión extraordinaria pero ya está amortizada.

—Von Trotta y madame Fedorovna eran accionistas.

—Sí. Pusieron algún dinero y capitalizaron trabajo. Era una fórmula muy utilizada en Suiza y Alemania después de la segunda guerra mundial.

—¿Cuándo supo que madame Fedorovna tenía una hermana y esa hermana era mistress Simpson?

—Cuando nos lo ha revelado el señor Fajardo. El pasado de madame Fedorovna era una incógnita. Jamás hablaba de él y yo le respeté ese voluntario silencio. El pasado de los rusos o los alemanes suele ser triste, salvo que hablemos de las generaciones más jóvenes. Los que vivieron la guerra y la posguerra no quieren recordar. ¿Pero acaso no les pasa lo mismo a los españoles?

—¿Qué explicación da usted a todo lo sucedido?

—Un ajuste de cuentas cuya intención se me escapa. Tal vez una historia antigua mal acabada. Un drama de familia. Quizá.

—¿Y Karl Frisch?

—Sí. Karl Frisch no encaja. Tal vez fuera contratado por una de las partes para actuar de exterminador y luego pagara él mismo las consecuencias. Fíjese, Karl Frisch asesina a mistress Simpson y Von Trotta. Luego alguien le mata a él y a madame Fedorovna.

—Sigue, pues, abierto el caso. El asesino de Karl Frisch sigue siendo el asesino que está actuando con una impunidad innegable.

—Sólo una ocupación militar del balneario podría impedirle actuar, pero ya han sufrido demasiado los clientes. Sólo faltaría que esto se convirtiera en una cárcel. Costará recuperar este negocio, señor Carvalho. Imagínese el desprestigio.

—¿Es usted médico?

—No. Mi padre lo era y creó un método vegetariano preventivo de la salud, el método Faber que luego desarrolló su principal discípulo, Gastein. El estudio de la dietética había sido el norte de la vida de mi padre y la causa de su salvación. Piense que había nacido débil, sietemesino y que durante toda su infancia vivió obsesionado porque una correcta alimentación le hiciera crecer y le creara una salud que la naturaleza le había negado. Ésa es la correcta expresión: creó su propia salud. Y de ahí vino su interés por la medicina y por una disposición empírica que iba más allá del empirismo condicionado de la medicina convencional. En sus investigaciones llegó a la conclusión de que sólo la alimentación vegetariana responde a las exigencias más sanas del soma y psique del hombre y aunque durante un tiempo fue incluso crudívoro, un recalcitrante crudívoro, con el tiempo se hizo más flexible. Piense usted que los estudios de mi padre ya eran conocidos a comienzos de siglo, y aunque la medicina oficial le consideraba poco menos que un curandero, él persistió con su fe y en unas durísimas condiciones de vida tiró adelante su proyecto científico.

—Malas condiciones de vida, pero consiguió montar esto.

—Ya casi al final. Con la ayuda de clientes devotos, adictos. Mi padre era un soñador y un profeta. Tenía una visión global de su terapia: alimentación sana, concepción integral del hombre con alma y cuerpo y una reconstrucción de una «terapia magna», una medicina naturista pero científica que pudiera dedicarse al servicio de la vis medicatrix naturae que hubiera asumido toda la ciencia médico-histórica y estuviera en condiciones de superarla. Piense usted que mi padre era respetado por los cerebros médicos más importantes de este siglo, Freud, Jung, Adler, Steckel, Prister, Semon… le respetaban porque en 1900, no olvide este dato, en 1900 mi padre había escrito: «Ninguna enfermedad es simplemente somática y ninguna simplemente psíquica. Siempre hay que considerar ambos aspectos». La «era psicosomática» empezaría treinta años después de aquella observación-profecía de mi padre. Hoy día los textos de mi padre se estudian en todos los cursos de dietética que se dan en el mundo entero.

—Curioso que ni usted ni su hermano haya proseguido su obra de investigador.

—Mi hermano y yo hemos sido comerciantes de sus ideas. Él era incapaz de comerciar con sus ideas. Fíjese usted en que inició sus investigaciones sobre la dieta vegetariana y el naturismo a comienzos de siglo y hasta casi treinta años después no se atrevió a divulgar sus descubrimientos al gran público: «Un médico no es un agitador», solía decir.

La puerta del despacho se había abierto lentamente y el otro Faber asomaba su cara sorprendida por el clima de entregada conversación creado entre su hermano y Carvalho.

—Quédate si quieres.

Quería quedarse, aunque siguió silencioso los coletazos del discurso de su hermano sobre su padre.

—Piense que la medicina clásica le declaró una guerra total. Se invirtieron los papeles. Los brujos eran ellos. Mi padre era el científico. Siendo yo un adolescente recuerdo que vino a visitarnos el doctor Noorden de Viena, una eminencia europea, mundial. Durante varios días estuvo en contacto con mi padre tratando de captar sus ideas y cuando se despidió le dijo en mi presencia: «Yo vine convencido de que usted era un sectario, un simplificador; pero me voy pensando que mis colegas se equivocan con usted. Usted tiene una concepción más vasta y equilibrada de la medicina. Le felicito». Y le dio un apretón de manos en mi presencia. Mi padre estaba emocionado.

De no ser por el hieratismo total del rostro, Carvalho diría que los ojos del menor de los Faber reían, pero no en abstracto, se reían de su padre o de su hermano o del doctor Noorden de Viena. Se reían. Era más evidente aquella risa interior que la emoción filial retórica y sin duda repetida que su hermano mayor representaba con una exhibición mayestática de las raíces científicas y afectivas de su negocio.

—¿Y usted también opina que los crímenes de El Balneario son el resultado de un ajuste de cuentas?

Dietrich Faber se encogió de hombros.

—No habla muy bien el español —salió en su ayuda su hermano mayor—. Lo habla justo para saludar a un cliente. Domina ese lenguaje del comedor, saludos, estímulos…

Pero no pudo continuar. Su hermano había exagerado la sonrisa y de su boca salió un falsete cantarín:

—¿Qué tal, señor Carvalho? ¡Qué magnífico aspecto! ¿Le sienta bien la cura? Pero no debería preguntárselo porque su cara lo dice todo. Le voy a encender una vela para celebrar el triunfo sobre sí mismo.

Y mantuvo su cara de ventrílocuo, como si hubiera hecho, hablar a un muñeco que era él mismo, sin esperar aplausos ni carcajadas, ni siquiera la sorpresa de Carvalho, ni la indignación de su hermano. Como si estuviera roto. Un muñeco de ventrílocuo roto. Pero de pronto el muñeco volvió a animarse y de su boca salió otra vez aquella voz horrible de payaso falso:

—Anda, Hans. Cuéntale a este señor lo que dijo nuestro padre cuando mamá se inventó aquella tarta de remolacha.

—No recuerdo.

—Lo recuerdas muy bien. Lo has contado trescientas veces en mi presencia.

—La verdad, Dietrich, no recuerdo.

—Papá le dijo a mamá…

—¡Basta, Dietrich!

Consiguió que se callara, pero con los ojos picaros el muñeco Dietrich preparaba una nueva intervención que mantenía alerta a su hermano.

—Es muy tarde, señor Carvalho. La vida de la clínica exige que los dueños demos cierto ejemplo.

—Sólo una cosa más, señor Faber. Tanto al inspector Serrano como a Molinas les he expuesto mis principales puntos de reflexión, las disonancias o concordancias que percibo en este asunto. Coincido con usted en la excepcionalidad del caso Karl Frisch… Ahora tiene sentido otra incoherencia que había captado, la regañina que le dio madame Fedorovna a mistress Simpson… es decir, a su hermana. Pero queda en pie todavía una duda, quizá menor. La noche en que montamos una pequeña juerga, asaltamos la cocina y nos apoderamos de la manzana, cuando nos desarticularon el comando junto al pabellón de los fangos, de pronto apareció mistress Simpson a nuestras espaldas y a nuestras espaldas estaba la puerta del pabellón… Mistress Simpson salía del pabellón a una hora poco lógica.

—¿Está seguro de que salía y no paseaba simplemente por el parque y se sumaba al grupo?

—No. Mantuvimos una cierta tensión y mirábamos a todas partes porque de un momento a otro iba a llegar el guarda jurado, e iba armado. Mistress Simpson salió del pabellón.

—¡Qué raro!, ¿verdad?

—Rarísimo —contestó Hans Faber a la primera cosa coherente que había dicho su hermano—. Pero si recuerda usted la psicología del personaje, no es tan raro. Era una vieja excéntrica.

—Tan excéntrica como su hermana. Lo suficientemente excéntrica como para convivir sin revelar su identidad y para odiarse.

—¿Odiarse?

—No sé si puedo hablar en recíproco. Pero me apuesto algo a que al menos madame Fedorovna odiaba a mistress Simpson. La miraba como si la quisiera hacer desaparecer.

—Hay hermanos que miran castigadoramente, señor Carvalho. —Dietrich volvía a hablar como un muñeco—: Mi hermano Hans me mira castigadoramente cuando me porto mal y en cambio sería incapaz de pegarme un tiro en la pista de tenis.

Hans Faber estaba cansado de la situación y de su hermano y probablemente de Carvalho. Hizo un incontrolado gesto de fastidio y disolvió la reunión por el procedimiento de marcharse. Quedaron a solas Carvalho y el ventrílocuo. El detective le dio la espalda y cuando estaba llegando a la puerta oyó otra vez la voz de falsete del muñeco roto:

—¿Qué tal, señor Carvalho? ¡Qué magnífico aspecto! ¿Le sienta bien la cura? Pero no debería preguntárselo porque su cara lo dice todo. Le voy a encender una vela para celebrar el triunfo contra sí mismo.