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Don Ricardo Fresnedo Masjuán se presentó en El Balneario con un chófer de Mieres, ex campeón de los semipesados de Asturias, y dos guardaespaldas delgados y jóvenes que inspiraban cierta ternura. Si bien el cargo oficial de don Ricardo tenía una nomenclatura con muchos posibles, su aspecto no era congénitamente prepotente, aunque el titular del cargo y de la anatomía que lo respaldaba recurriera a atávicos trucajes del hombre y de los animales para exagerar la prepotencia: voz engolada y una cierta tendencia a sacar el pecho y dar palmadas en la espalda incluso a personas que le superaban en más de un palmo de estatura. Los que desconocían su biografía, que eran todos, bien pronto fueron componiéndola a partir de las pistas biográficas que don Ricardo iba dejando como Pulgarcito dejaba migas de pan para reconocer el camino de retorno a casa. Podía producirse la falsa impresión de que don Ricardo llevaba un biógrafo en su estela, sin otro oficio que ir apuntando los datos biográficos que dejaba ir como quien no quiere la cosa; pero a simple vista se veía que el tal biógrafo no existía y que era el propio don Ricardo el que se contaba su biografía a sí mismo con el fin de boquiabrir al personal ante la cantidad de cosas que había hecho un hombre que acaba de cumplir los veintisiete años rodeado de compañeros del partido y de nécoras.

—Pues tuve que retrasar algo la salida porque Alfonso, Alfonso Guerra se entiende, se enteró de que yo cumplía veintisiete, veintisiete añitos del ala, y me mandó un libro de un poeta árabe de nombre muy complicado. Yo le telefonee a bote pronto y le dije: Alfonso, gentileza por gentileza, tú te tomas hoy unas nécoras a mi salud, y me fui a Presidencia del Gobierno con una caja de nécoras y la primera botella que encontró ése, que es de Mieres y más bruto que un mechero de pastor. Con Alfonso me une una gran amistad desde que en un encuentro con las Juventudes Socialistas, en las que milito desde 1976, le dije que era un reformista pequeñoburgués y le cayó en gracia, le cayó en gracia el que yo, un mierda de tío que aún se afeitaba poco, le dijera eso. Luego me propuso para responsable de la coordinación entre coordinadores de los movimientos sociales de Madrid y me vio actuar y trabajar duro. En 1978 ya estaba yo a un pie de ser candidato al Congreso, cuando Galeote me cogió por su cuenta y me dijo: Chaval, tú eres muy fresco como para pasarte media vida bostezando en el Congreso; prepárate dentro del equipo de Sanjuán y en cuanto lleguemos al poder tú tienes un puesto seguro en el Ministerio de la Gobernación. Me di un garbeo por la escuela de cuadros del Partido Socialista francés, estudié todo lo que se puede estudiar sobre orden público… porque el orden público, y me quita usted, Severio, la razón…

—Serrano. Me llamo Serrano.

—Perdone, Serrano, me quita la razón si no la tengo, el orden público se aprende mediante la experiencia en cargos de los que depende el orden público. Día a día. ¿Me equivoco o no me equivoco?

—No se equivoca.

—Lástima que a Guerra no le gusten las nécoras, pero en mi honor se tomó dos… dos… ¡dos nécoras de Guerra! A mí el marisco me va muy bien. Alimenta, no engorda, da claridad de ideas y fuerza para el cerebro y el músculo. Soy karateka, aficionado, pero karateka. ¿En qué muerto estamos, inspector Serrano?

—En el cuarto.

—Bien, bien. ¿Éste es su equipo de colaboradores?

—No del todo. Francisco Lojendio sí es funcionario del Cuerpo Superior, y Milagros, la secretaria. Los señores Faber son los propietarios de El Balneario…

—¡Faber! ¡La marca de los mejores lapiceros de colores! ¡Un mito de mi infancia! Pero yo tenía que conformarme con los Alpino porque en casa no había perras, no había perras pero sí voluntad de superación, muchos codos, muchos codos remendados, pero con tenacidad… ¿Y este señor?

—El encargado de la clínica.

—¿Y éste?

—Un detective privado que estaba de cliente y fue contratado por los señores Faber.

Arrugó el hocico el joven león de los aparatos del Estado.

—¿Un detective privado? ¿A santo de qué? ¿No nos bastamos nosotros? ¿No cumple el Estado suficientemente el apartado de proteger la seguridad ciudadana? No tengo nada contra usted, señor, pero preferiría que abandonara la reunión. Soy portador de información confidencial y no veo por qué haya de transmitírsela.

Inclinó la cabeza Carvalho y se disponía a marchar cuando fue contenido por un razonamiento alternativo del joven Ricardo:

—Pero, bueno. Aún no ha llegado la hora de las revelaciones y puede quedarse. Tal vez pueda aportar elementos complementarios a la investigación del inspector Serrano.

Escuchó don Ricardo el resumen de lo sucedido de boca de Serrano, que también le tendió un amplio dossier donde estaba el criterio de los acontecimientos.

—Preocupante, muy preocupante —decía don Ricardo ante cada parón respiratorio de Serrano, y cuando el inspector agotó todo lo que sabía o recordaba, con la observación de que madame Fedorovna había sido asesinada lejos del lugar donde fue encontrado el cadáver, el subdirector general de Orden Público miró uno por uno los rostros de los allí presentes por si corroboraban su propia disposición a un preocupado pero autocontrolado pasmo—. Inaudito. Quisiera inspeccionar uno por uno los puntos territoriales donde se han desarrollado los luctuosos acontecimientos.

Molinas abrió la marcha y el séquito recorrió uno por uno los distintos sectores del balneario. No hubo piedra o planta que no merecieran una pregunta situacional de don Ricardo, por lo que fue necesario incorporar al jardinero mayor a la comitiva, seguida a prudente distancia por los dos guardaespaldas y el chófer de Mieres.

—Maravilloso y fascinante que en medio del esplendor de la naturaleza puedan florecer las flores del crimen. Y ese edificio tan gracioso, ¿qué es?

El pabellón de los fangos requirió una compleja explicación sobre la servidumbre del antiguo uso y cómo los señores Faber habían querido respetar una costumbre que formaba parte de la memoria colectiva de toda la comarca que tiene en Bolinches su capital.

—Tradición y revolución, he ahí la clave de toda modernidad. Ésa y no otra es la filosofía del Gobierno socialista. Modernizar España, pero sin cortarle las raíces.

Cuando llegaron a la pista de tenis, don Ricardo no reprimió una exclamación de entusiasmo:

—Excelente. ¿Malla asfáltica, superficie porosa?

—Superficie porosa.

—La más adecuada en defecto de la tierra batida. La malla asfáltica es demasiado dura y perjudica los talones. Practico el tenis; con menor intensidad que el kárate, pero lo practico. Tengo un buen drive pero un revés insuficiente.

Marcó con el brazo el movimiento de revés.

—¿Lo ven? Retrocedo demasiado el brazo y llego tarde a veces a darle a la pelota de lleno. También resitúo mal la muñeca para cambiar de golpe y tiendo a dirigir demasiado la bola; es el defecto de todos los que primero aprendimos a jugar al ping-pong y luego a tenis. Yo fui campeón de ping-pong de un torneo provincial parroquial organizado por la Acción Católica madrileña. Era yo, bueno, una criatura. Bien. Basta de dilaciones. Caballeros, mientras mis acompañantes toman un refrigerio, busquemos un despacho cerrado a cal y canto, un tentempié frugal y hablemos en serio.

Carvalho cruzó una mirada de inteligencia con Molinas y éste estableció un aparte con él en la cola del séquito:

—No acuda a la reunión, pero luego le informaré de lo hablado. A usted y a Gastein. Espéreme en el consultorio de Gastein dentro de dos horas, a no ser que yo le convoque con anterioridad.

Carvalho trató de quemar tiempo ante la pantalla de televisión, que malgastaba los minutos que le quedaban para dar paso al telediario de las tres. Pero se cansó de subproductos y salió al jardín a pesar de la bravura del sol para encaminarse hacia el pabellón de los fangos, aquella arqueología arabizante consciente de su papel de collage anacrónico en el conjunto de tanta modernidad. Dio varias vueltas al pabellón juzgando sus paredes recién encaladas, la cúpula lucernario, los artesonados de madera, los estucados de yeso reproduciendo leyendas del Corán, y ante la puerta creyó recibir una vaharada de complicados conjuros sulfurosos de tierra y barro, el tintineo de todas las humedades de aquel palacio antiguo al servicio de arraigadas higienes. Antes de cumplirse la hora de la cita se dirigió al consultorio de Gastein. Estaba la puerta abierta y abandonado a la anatomía del sillón, detrás de la mesa, estaba Gastein enumerando musarañas que sólo sus ojos veían. Primero acogió a Carvalho como a un intruso, pero al escuchar sus explicaciones sustituyó el recelo por la ironía.

—Bienvenido al banquete de las sobras de la información. Molinas es un gran jefe de protocolo. Por eso le escogí para el cargo entre diez candidatos.

—Pues ha encontrado la horma de su zapato. Ha llegado de Madrid un futuro ministro que es más protocolario que él.

Ironía y cansancio. Más cansancio que ironía, porque Gastein se pasó las manos por la cara y le quedó un rostro simplemente cansado.

—Tal vez las cosas hayan de ser extremadamente complicadas para que puedan volver a ser simples. Sólo tratamos de arreglar lo que está casi destruido o lo que está a punto de destruirnos. Este principio ha sido muy estudiado por los estrategas de la política exterior norteamericana. Es el principio más antimédico que conozco. Los médicos preconizamos prevenir. Los políticos se mueven a sus anchas entre las putrefacciones. Es el mejor momento para pactar. ¿Recuerda usted el talento con el que llevó Kissinger las negociaciones en el Vietnam?

—Hace tanto tiempo…

—No tanto. No tanto. El mundo entero veía aquella escalada de violencia y barbarie y se preguntaba si tenía un límite. Lo tuvo. El momento justo de negociar y lograr la paz. Para solucionar las crisis hay que provocarlas.

—¿Tiene eso algo que ver con lo que ha estado ocurriendo aquí?

—¿Por qué no? Detrás de todo esto debe de haber una estrategia. Un crimen aislado puede ser fruto de un pronto irracional. Cuatro crímenes no. Crímenes provocadores, audaces, con la voluntad de llamar la atención.

Molinas anunció la gravedad de sus futuras revelaciones mediante una geografía facial adecuada: ojos brillantes y entreabiertos, cejas fruncidas, continuo trasiego de saliva, frotamiento de manos y un silencio previo, expectante a su tarea reveladora.

—Bajo mi responsabilidad les informo, consciente de que tengo el deber de darle al doctor Gastein los elementos que le corresponden porque es la verdadera alma del balneario y a usted porque se ha visto implicado profesionalmente por expreso deseo de los señores Faber y de mí mismo.

Gastein se predispuso generosamente a admitir los tributos que Molinas quisiera ofrecerle y Carvalho se minimizó en uno de los sillones del consultorio.

—No sé por dónde empezar. He tomado unas notas y voy a atenerme a ellas. Ante todo, doctor Gastein, he de manifestarle mi asombro ante la cantidad de sorpresas que hoy me he llevado. Personas con las que hemos estado trabajando años y años, codo con codo, no eran exactamente quienes creíamos que eran. Ya sabíamos que mistress Simpson se llamaba en realidad Ana Perschka y era de origen polaco, pero ésa tampoco era toda la verdad. Mistress Simpson se llamó Ana Perschka a partir de 1946, cuando consiguió un visado de entrada en los Estados Unidos, pero su nombre real era Tatiana Ostrovsky, ciudadana de la URSS, residente hasta el final de la segunda guerra mundial en Bielorrusia. Átense los cinturones porque esto no queda así. Nuestra madame Fedorovna tampoco era madame Fedorovna. Se llamaba Catalina Ostrovsky y era hermana de Tatiana. Es decir, para resumir la misma sorpresa: madame Fedorovna y mistress Simpson eran hermanas.

Les dejó tiempo para que digirieran la primera ración de realidad. Viejos fajadores, ni Gastein ni Carvalho parecían especialmente conmovidos y Molinas se creyó invitado a continuar:

—En cuanto a Von Trotta, era realmente alemán. Josef Sigfried Keller su nombre auténtico, oficial de información del Ejército de Hitler y, agárrense, que ahora viene lo bueno, desde 1942 esposo de Catalina Ostrovsky, es decir, de madame Fedorovna. Mantuvieron en secreto ese vínculo al menos durante los veinte años, casi, que colaboraron en los distintos complejos sanitarios de los hermanos Faber. Y en cuanto a Karl Frisch, su nombre auténtico es por el que le conocemos, aunque en la ficha de la Interpol aparece con distintos alias. El más frecuente, Exterminador. Es un asesino a sueldo, exmercenario en África…

—«El Exterminador, exterminado», dijo para sí Gastein, recordando la leyenda que había aparecido sobre el cadáver del marido de Helen, y como prosiguiendo un razonamiento íntimo preguntó:

—¿Y la señora Frisch?

—No hay tal señora Frisch. Al menos no estaban casados. Ha declarado en Bolinches que se conocieron este invierno en el Caribe durante un crucero y luego él le propuso venir aquí y hacerse pasar por marido y mujer. Pero desconoce totalmente de dónde venía, a qué se dedicaba, quién era.

Molinas parecía esperar las intervenciones de Gastein y Carvalho.

—¿Eso es todo? —preguntó Gastein.

—No. Hay mucho más, pero el señor Fresnedo ha dicho que el asunto está muy enmarañado y que el Departamento de Estado norteamericano, que había interferido los informes de la Interpol, ha solicitado del Gobierno español una reserva de tema mientras reúne nuevos datos y solicita intervenir en un asunto que le afecta directamente… exactamente eso ha dicho, le afecta directamente, ha repetido varias veces el señor Fresnedo.

—¿Del señor Carvalho no hay datos? —preguntó Gastein entre una risa que trataba de contener pero que se le escapaba a borbotones.

—No, pero de otros clientes españoles o extranjeros de la clínica, sí. No revelan nada especial. De Sánchez Bolín hay una ficha política que le describe como miembro del radicalismo esteticista. Es un profesional del izquierdismo ideológico, ha dicho el señor Fresnedo, pero no es peligroso.

—Es un censo incompleto, Molinas. ¿No hay datos reveladores sobre los hermanos Faber?

—¿Y sobre mí? ¿Qué saben ustedes sobre mí? ¿Me llamo realmente Gastein? ¿Soy el verdadero Gastein?

—Le envidio su sentido del humor, doctor.

—Muy bien, me doy por envidiado y es muy halagador. Pero nos han dado una serie de clarificaciones biográficas y una serie de ocultos parentescos que no explican estos crímenes a cuatro esquinas. A no ser que haya por medio la disputa de una herencia.

—Mistress Simpson era riquísima por sus dos o tres matrimonios americanos, pero no por sus propiedades europeas. Era una fugitiva de la segunda guerra mundial.

—¿Fugitiva de quién?

Había sonado por primera vez la voz de Carvalho y Gastein le dirigió una sonrisa admirada y estimuladora.

—Siga, siga pensando en voz alta, señor Carvalho.

—No me gusta pensar en voz alta pero la pregunta tiene sentido. ¿De quién huyó Tatiana Ostrovsky a finales de la segunda guerra mundial? ¿Del Ejército rojo soviético? ¿De su propio pasado? ¿Por qué ocultaron su matrimonio Von Trotta y madame Fedorovna? ¿Qué papel jugaba este balneario en esa historia? ¿Quién contrató a Frisch? ¿Por qué? ¿Para qué?

—Eso sólo lo sabremos cuando los americanos aporten las piezas que faltan.

—Un asesino o varios asesinos andan sueltos por este balneario. Es imposible saber qué han perseguido con tanto crimen, pero es algo que está aquí, algo que puede tocarse con los dedos o no, pero que está aquí. Y lo suficientemente importante como para empezar una carnicería a la desesperada.

—En eso discrepo de usted, señor Carvalho. No tiene por qué ser una carnicería a la desesperada. Le he hablado antes de mi teoría sobre las crisis. Para solucionarlas hay que provocarlas. Alguien ha provocado esta crisis en busca de una solución definitiva.

—¿A qué?

—Ésa es la cuestión.