18

Si le dijera que me importa que usted queme libros, le mentiría. Y que me crea lo que acaba de decirme, que de alguna manera se venga de la época en que su conducta dependía de lo que leía, no tiene la menor importancia, ni para usted ni para mí. Si yo me pasara el día quemando libros me llamarían fascista, perseguidor de la cultura, todas las lindezas que nos cuelgan a los servidores del orden los que juguetean con el desorden, pero sin llegar nunca a asumirlo del todo. ¿Sabe qué le digo? Este balneario empieza a olerme a mierda. Los pasillos huelen a mierda. A lo largo de un día aquí no se hace otra cosa que mear, mear, mear el agua que se beben, y con esas aguas, según me han contado, sale toda la mierda que el cuerpo acumula normalmente. Y cuando no se mea se caga gracias a la lavativa. Y cuando no se caga, en las bañeras esas donde les enchufan la manguera, seguro que dejan impurezas de la piel, pieles secas, sudores. Mi madre estaba gorda como una vaca, dejó de comer pan y se quedó hecha un fideo, no necesitó venir a sitios como éste, ni habría podido venir porque en casa no teníamos una gorda. Cuando más delgada estaba tuvo una hemiplejía y se quedó a medias: medio cuerpo le funcionaba y el otro no. Mi padre se bebe media botella de coñac en carajillos todos los días y está alto de presión y aguanta como un toro lo que le echen. A mí me pega dos hostias y me levanta del suelo. Aquí hay mucho maniático y mucho mangante y ese Gastein es como un curandero pero con estudios y labia; son los peores. No hay peor gente que la que aplica su saber al camelo, por eso prefiero a la gente que sabe poco. Tiene menos posibilidad de engañarme. Me entiendo en seguida con ella. Esta tarde he interrogado a Sánchez Bolín, el escritor. No me he creído nada de lo que me ha dicho, pero ahora cuando releo su declaración descubro que es inútil que me lo crea o no porque no me ha dicho nada. Ha venido aquí a escribir una novela y para conseguir que le entre el traje que quiere ponerse el día en que le editen la novela que acabó durante la anterior estancia en el balneario. En mi época de joven policía recién salido de la academia, yo aún tuve que participar en algún tumulto de los que armaban los enemigos del régimen, los subversivos. Y me había encontrado a veces con rojos como Sánchez Bolín. Eran otra cosa. Parecían preocupados por todo y por todos y trataban de convencerte. Hoy ya nadie se preocupa por nadie, ni trata de convencer a nadie de nada. ¿De qué? Y el Sánchez Bolín me ha puesto nervioso. Juega con las palabras. Se cree a salvo de cualquier posibilidad de error por el procedimiento de jugar a no equivocarse. No arriesga nada. Nadie arriesga nada. Ha habido un momento en que he querido que ejerciera de comunista y me soltara una parida como las que soltaban antes. Ni caso. Luego por escrito dirá lo que sea, pero las cosas escritas ya no convencen a nadie. ¿Conoce usted a alguien que crea en las palabras escritas? Pues bien, a pesar de esta conclusión, y fíjese usted que tiene que ver con el origen de la conversación, porque usted quema libros y Sánchez Bolín los escribe, yo jamás quemaría un libro. A veces he pensado en una situación como la de Chile o como las que me cuentan mis compañeros más veteranos, cuando cumplían servicio en la Brigada Social y se llevaban los libros prohibidos de las casas de los rojos. Pues yo no podría quemar libros. Para mí son sagrados. Si considero que son malos y corruptores, no los leo, pero tampoco los quemaría como usted hace. Y le diré por qué, amigo. Porque a mí me han educado en un respeto a todo lo que cuesta esfuerzo, y hacer un libro cuesta esfuerzo y no lo puede hacer todo el mundo. ¿A que le jode que le hable así un policía? Le he clisado nada más verle. Este huelebraguetas divide a los policías en dos clases: los gordos y brutales y los flacos y sádicos. ¿A que sí? Cuando estaba en lo de la droga entonces trataba con personas de verdad, horribles, monstruosas, algunos eran basura pura, hijosdeputa increíbles, pero iban por la vida en pelota viva y aquí, en este balneario, hasta el tío más en cueros va con abrigo de pieles y chaleco antibalas. Esto está lleno de tíos con bula y yo diría muy a gusto que me los paso por donde me los paso, pero no lo voy a decir porque a la hora de la verdad tendré que cuadrarme: sí, señor; sí, señor; sí, señor. El suizo saldrá esta noche hacia el hospital de Bolinches y mañana detendré a Luguín, el de los antecedentes. Una vez esté Luguín en la cárcel tendremos sospechoso durante diez o quince días; para entonces ya todo el mundo habrá abandonado este balneario, habrá entrado otro turno de clientes y cuando el juez descubra que no hay pruebas contra Luguín, pues él saldrá a la calle y este caso se archivará o pasará a manos de la Interpol. Entonces, ¿para qué seguir fingiendo que se hace lo que se tiene que hacer?

Recordaba Carvalho al día siguiente el desahogo del policía, paseando por la habitación, silencioso y casi molesto su compañero, arreglándose las cejas la mecanógrafa. La historia del suizo había conmovido a toda la clínica mucho más que la detención de Luguín, al menos de momento. A Luguín se lo habían llevado por la puerta trasera y al suizo le habían sacado la noche anterior en una ambulancia llegada expresamente desde Bolinches. Aún no se habían diluido los ecos gozosos por la detención del sospechoso cuando se supo lo más significativo de la odisea de Karl Frisch. Había sido desgarradora la despedida de Helen, abrazada al cuerpo somnoliento de su marido, exigiendo salir ella también. Luego, la enfermera del hospital central de Bolinches relató que Karl hizo un viaje tranquilo aunque hablaba como si delirase o tuviera una pesadilla tumor en el centro de su cerebro. El estadillo policial para el traslado no tenía otras recomendaciones que ponerle un guardia en la puerta de la habitación del hospital, pero no se acentuaba la posible peligrosidad del testigo, ni que requiriera vigilancia especial. Siguió dormido el suizo una vez instalado en el hospital y así lo vio el guardia que le dio una ojeada a las doce de la noche y la enfermera que le puso el termómetro a la una. Pero la que fue a ofrecerle la teja por si no se veía con ánimos de llegar hasta el retrete, a las dos, a las dos en punto de la madrugada, se encontró con la cama vacía y que no estaba el enfermo, ni en el retrete ni deambulando como un sonámbulo por el hospital. Simplemente, había desaparecido. ¿Cómo podía pasar inadvertido un hombre vestido en pijama de pantalón corto por Bolinches a las dos de la madrugada? Fueron avisados los jefes de la estación central y del apeadero de Los Borrachos, el director del aeropuerto, los responsables de los coches de línea, los taxistas. Se registraron los hoteles, pensiones e incluso las casas particulares que alquilaban habitaciones en la alta temporada turística y el alemán siguió sin aparecer durante toda la noche. Fue hacia las diez de la mañana, cuando era evidente que Karl Frisch se había esfumado y había que dar la cara a sesenta privilegiados clientes de El Balneario, cuando Serrano tomó contacto con la Jefatura Superior de Policía de la provincia y se le ordenó poner en marcha el «plan Café», nombre en clave que se había escogido para la operación Luguín. Que le den café. Pues que le den café, se dijo Serrano, y se puso en marcha hacia El Balneario, donde comunicó a Molinas que iba a proceder a la detención de Luguín para someterle a interrogatorio en la comisaría, y los hermanos Faber dieron esta vez la cara para decirle que procediera, pero que ellos estaban todavía detrás de su empleado, que se había comportado satisfactoriamente a lo largo de más de ocho años de mutua colaboración. Luguín salió de El Balneario esposado entre dos guardias civiles y a continuación se reunió el comité de empresa para redactar un comunicado dirigido a la prensa local y a las delegaciones de UGT y Comisiones Obreras de Bolinches. En el comunicado se trataba de expresar la confianza que merecía el compañero Luguín y la protesta por el hecho de que los antecedentes penales hubieran condicionado una detención injusta. Luguín parecía sereno, pero le sudaban las manos y la nuez de Adán bailaba arriba y abajo como una ardilla amenazada. Durante el trayecto entre El Balneario y Bolinches, el inspector Serrano trató de superar cualquier posible de mala conciencia e inseguridad con un trato agresivo contra el detenido, al que llamó escoria de la humanidad, aunque no toleró que otro policía le diera un guantazo porque Luguín les dijo que se ganaba la vida más honradamente que ellos. En la puerta de la comisaría les esperaba Luis Hurtado, el mejor fotógrafo de Bolinches, que trabajaba para el diario de la provincia en colaboración con Javier Tiemblo, el mejor reportero de la región, tan bueno que había tratado de ficharlo primero El País y luego Diario 16, pero él solía comentar que había entrado en El Meridional de botones y aquella casa era para él como una segunda piel. Luis Hurtado captó a Luguín en un mal momento, con un ojo abierto y otro cerrado y un gesto a medio hacer que más parecía intento de agresión al fotógrafo que de protección de su imagen, y se basó en la fotografía Javier Tiemblo para un artículo de urgencia sobre el peso del destino en la vida. Luguín, un hombre quién sabe si cromosómicamente ya predestinado al delito y que llevaba en el rostro la escritura del crimen. A la llegada de Luguín se orquestaron los efectivos policiales de que se disponía. Rodearon al detenido, le gritaran, se rieron de él y por doquier se arrastraban sillas y se daban puñetazos sobre la mesa, mientras ante los ojos del sospechoso se sucedían todos los rostros de los funcionarios, a cuál con la peor disposición en la mirada y la quijada más predispuesta a ser un arma arrojadiza. Pidió Luguín un abogado para que asistiera al interrogatorio y se le dijo que desde luego, pero que los abogados venían y se iban y que se atuviera a las consecuencias de aquella prueba de desconfianza hacia la policía, y como insistiera y no supiera qué abogado proponer, la propia policía le ofreció una colección completa con demasiada celeridad, tanta que Luguín no se atrevió a escoger y pidió antes hablar con Molinas, lo que le fue denegado. No tenía familia el detenido, ni en Bolinches, ni en El Balneario, ni en Madrid, su lugar de origen, y alguna sombra de homosexualidad había en su expediente, por lo que el poco respeto que se le tenía en el momento de ingresar en la comisaría se esfumó al poco tiempo y ya empezaban a llamarle sarasa, nena, flor de otoño y jodio maricón cuando un radio-taxi dio la noticia de que había aparecido Karl Frisch en las afueras de Bolinches, vestido con un traje mil rayas y zapatos Sebagos genuinamente americanos. Llevaba una camisa de algodón de la firma Armani con un orificio redondo y chamuscado a la altura del corazón por el que había penetrado una bala de 9 milímetros calibre Parabellum, y el verdugo o su ayudante, dotado para la tabulación literaria, había dejado sobre el cuerpo, a manera de papelina que le salía del bolsillo pequeño y superior de la camisa, una gran hoja de papel cuadriculado sobre la que escribiera: El Exterminador ha sido exterminado. Pegó un portazo Serrano y se escondió de sí mismo en la última habitación de la comisaría. Mientras no se precisara la hora del asesinato, aún tenía un mínimo sentido conservar a Luguín como detenido, pero en cuanto se supiera y pudiera comprobarse que Luguín estaba en El Balneario, a casi sesenta kilómetros de distancia del cadáver del Exterminador, el fracaso total descendería sobre la tierra en aquel rincón microclimático del sudeste de España y se quedaría como una lengua de fuego sobre la cabeza del inspector Serrano, a manera de señalización previa al degüello. En prevención de una libertad forzada, Serrano ordenó que se convirtiera el interrogatorio de Luguín en un puro y rápido trámite y redactó una orden de salida con una hora anterior al comunicado sobre el hallazgo del cadáver del suizo. Un sensible cambio de actitud notó Luguín, especialmente a partir del momento en que los ojos que le cercaban se abandonaron y alguien le tendió un cigarrillo bajo en nicotina y otra voz le ofreció ¿una cerveza?, ¿un carajillo de coñac?, ¿un gin-tonic?, ¿algo sólido?, ¿un donut?, ¿porras?, ¿madalenas?, y conversación íntima o desenfadada, bien fuera el tema lo que puede agobiar un trabajo rutinario como pieza que eres de un engranaje o el porvenir de la Pantoja, próximo al parecer su debut después de casi un año de luto por la muerte de su marido, el gran Paquirri. La muerte es lo único que no tiene arreglo y coge por igual al famoso y al anónimo. A veces no pensamos en la muerte lo suficiente. Nos ayudaría a paladear los instantes felices que tiene la vida, ¿no es verdad, Luguín? Sí, señor inspector. Por ejemplo, cuando tú estabas en chirona y tenías por delante ocho años de cárcel, aquello era como una montaña oscura que te ocupaba todo el paisaje. Me pasó a mí lo mismo con la mili. Pero cuando te dan la condicional o te licencian, es tanta la satisfacción que nunca la habrías podido conseguir por otro procedimiento más sacrificado, menos doloroso. Yo no soy maricón, señor inspector. ¿Y quién ha dicho que seas maricón, Luguín? Lo que pasa es que fueron muchos años de cárcel y hay que ser de hielo para no caer en lo de bujarra, que al fin y al cabo es cosa de calientes y a tíos bien machos he visto yo perder los ojos detrás de un julai. Luego salen a la calle y vomitarían si les ponen delante un culo de hombre, por muy hermoso que sea. Pero la cárcel es la cárcel. Di que sí, Luguín, y sólo sabe lo que es la cárcel el que ha estado dentro de ella.

Mientras tanto en El Balneario la satisfacción por lo que iba a ser pronto y necesitado desenlace dio paso a estupor e indignación al conocerse la noticia del asesinato de Frisch. Su viuda había sido recogida por un jeep y llevada a la morgue de Bolinches. Los restantes balnearenses consideraron el crimen como una muestra más de que padecían una conjura y que era necesario cuanto antes hacer un escarmiento y sobre todo salir de aquella ratonera. Iban por esa vereda los ánimos dialécticos cuando hacia la una del mediodía frenó ante la entrada principal del balneario un coche patrulla de la policía y de él descendió el inspector Serrano abriendo camino a un sonriente Luguín que alzó los brazos en señal de triunfo cuando avistó a un ramillete de sus compañeros. Costó identificar al agresor en un primer momento, porque se parecía como una gota de agua a otra gota de agua a los veinte o treinta europeos de más de metro ochenta y cinco de estatura y ciento diez kilos de peso que albergaba la clínica. Pero luego se fijó, sin el menor margen de error, en la persona de Klaus Schróeder, ingeniero electrónico de Colonia, quien ante la visión de Luguín de vuelta, libre, y la evidencia de que la pesadilla seguía planteada, fue al encuentro del hombrecillo y le partió la mandíbula de un puñetazo, sin que Serrano ni un guarda jurado que le secundaba llegaran a tiempo de hacer otra cosa que recoger a Luguín del suelo como si fuera un juguete roto.