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La penumbra y el bisbiseo de la confesión de Gastein contrastaban con el vocerío, las músicas y las luces del extremo opuesto del balneario, a manera de proa iluminada y gozosa en la noche del valle del Sangre, mientras en la popa dos hombres se ayudaban a reconstruir el pasado, como si fuera un juego de recortables de papel. Llegaban los quejíos hondos aunque derivantes, como una noche sin control, del Niño Camaleón, alternados con música de baile y el solo de algún vocalista.
Y al mar,
espejo de mi corazón,
pregúntale si yo alguna vez
te he dejado de adorar.
Gastein parecía ahora pendiente de las ráfagas de música que les llegaban.
—Las canciones tienen un don maravilloso. Se pegan a las situaciones y con los años las traen consigo, como arrastrándolas. Dentro de algunos años usted y yo recordaremos esta conversación cada vez que oigamos a lo lejos un tumulto tan agradable como éste. Nuestro encuentro con las hermanas Ostrovsky se produjo en lo que entonces se llamaba café cantante L’Atelier. Éste era el nombre. Tocaba un cuarteto de mujeres, muy gordas, con gafas, parecían repetidas… Tocaban, no sé, nunca recuerdo los títulos de las canciones, en cambio sí las músicas.
Gastein se puso a silbar un fox con la intención de matizarlo, de que la música llegara con todas sus calidades y referencias a la sensibilidad de Carvalho. Al detective se le había puesto la piel de gallina y estudiaba al médico por si se prestaba a la menor sospecha de estar ejerciendo el derecho a la ironía. Ni por asomo. Gastein recordaba, eso era todo, un momento decisivo de su vida.
—Catalina era la más decidida. Tatiana era la más prudente. Ya sé que es difícil de creer, porque usted ha conocido a una mistress Simpson senil y algo cascarrabias. Poco tenía que ver con aquella espléndida pelirroja llena de pecas que a Hans y a mí nos pareció una mujer de novela.
—Gastein, estábamos camino de España.
—¿Decía usted?
—Estábamos camino de España.
—Lo sé. Lo sé. Pero estaba un poco cansado de contar. Piense que hace unas horas se lo he relatado a Fresnedo y Serrano. Es como si representara dos veces la misma comedia en un solo día. Estoy cansado físicamente y además soy suizo, lo siento, demasiado lento. Es curioso. Cuando empezamos a alternar nuestra presencia entre Suiza y aquí había algunos problemas entre nosotros porque todos preferíamos Suiza. Allí estaban todos nuestros puntos de referencia. Pero poco a poco nos fuimos sintiendo a gusto aquí y yo apenas si voy dos veces al año al sanatorio de Gurling para supervisar los planes. Pura rutina. Pero Hans y Dietrich prefirieron quedarse allí como lugar de residencia más estable. A medida que se hacía mayor, Hans fue idealizando a su padre y cuidaba al máximo todos los detalles que aumentaran la estatura del viejo. Se sentía responsable de un linaje, el único responsable, porque Dietrich no contaba.
—Pero Dietrich tenía vida privada. Tiene iniciativa propia.
—Nunca le he visto la menor iniciativa. Sí, está casado y divorciado. Siempre nos ha dejado hacer, no sé si como demostrando una gran confianza en nosotros o demostrando que nada le importa nada. De hecho él vino aquí cuando ya todo estaba en marcha. Cuando ya empezábamos a construir, en los años sesenta.
—¿Por qué se establecieron precisamente aquí, junto a las ruinas del balneario?
—De la lista de posibles puntos de apoyo a obtener en España destacaba clarísimamente este viejo balneario. Parecía como esos náufragos que exigen ser vistos desde el aire haciendo toda clase de señales. Venid. Venid. Estoy aquí, nos gritaba. La seguridad de la zona estaba asegurada por el padrinaje de un jerarca franquista, don Anselmo Retamar, en paz descanse, al que también llamaban «el Tigre de Bolinches» por sus hazañas durante la guerra civil. Nos habían hablado de un valle paradisíaco en el que los árabes habían construido un balneario para aprovechar las aguas sulfurosas y las arcillas, decían que medicinales, del río Sangre. El balneario había dejado de funcionar durante la guerra y aunque era una concesión estatal al municipio durante siglos, al agotarse una de las prórrogas de la concesión, en 1942, pasó a propiedad de don Anselmo. Vinimos Hans, yo y Catalina para examinar el lugar y nos pareció a Hans y a mí idóneo para algún día levantar aquí una clínica vegetariana moderna, y a Catalina espléndido para guardar el archivo secreto hasta que Gehlen dispusiera de él.
»Parte de los valores convertibles, la más importante, la habíamos ya transformado en dinero en Suiza, pero pusimos otra parte importante que fue blanqueada aquí, previa compra de la finca, el depósito de un fondo para la futura construcción del Faber and Faber español e inversiones en algunos negocios de Retamar. Jamás quise enterarme de la dimensión política del asunto. A mí sólo me interesaba la dimensión médica y comercial y el acuerdo funcionó perfectamente durante cuarenta años, renovado de vez en cuando mediante las visitas de Tatiana, que había seguido una complicada evolución en Estados Unidos.
Casada dos o tres veces y divorciada, ya muy hecha a la vida americana y cada vez más despegada de su pasado. Cada visita de Tatiana era como la comprobación del paso del tiempo. No me daba cuenta del envejecimiento de Von Trotta, ni del de Catalina o Hans, y no digamos ya del mío, pero cuando veía a Tatiana, cada cuatro o cinco años, allí tenía, delante nuestro, la prueba de nuestra propia vejez.
—¿Seguían siendo amantes?
—Mi relación era con Catalina. Pero duró sólo unos años. Un buen día Von Trotta exigió que conserváramos las formas, y cuando empezamos a conservar las formas se presentó la crisis. Además vivíamos ese momento difícil en que yo tenía apenas treinta años y Catalina superaba los cuarenta. Pero el factor afectivo apenas si cuenta en esta historia. A mí mismo me resulta muy difícil seguir el hilo lógico de lo que ha ocurrido… Pero quizá arranque de la penúltima estancia de Tatiana en El Balneario. Venía decidida a negociar el traspaso del archivo a los servicios secretos americanos, aunque ella no sabía dónde estaba exactamente, pero sí que estaba más o menos en El Balneario o en los alrededores de él. Yo no me opuse, pero Hans y Catalina sí.
—¿Y Dietrich y Von Trotta?
—No contaban, insisto. Hans pensaba sacar dinero a cambio de un archivo que había quedado bajo nuestra tutela desde la muerte de Gehlen. Para Catalina, en cambio, era conservar un cierto poder sobre su propia historia y sobre la Historia. La irritó la insistencia de su hermana, sus presiones, que llegaban hasta la amenaza de denuncia, y ante el aviso de la venida de Tatiana, este año, le preparó un recibimiento «disuasorio», decía ella.
—Contrató a Frisch.
—Contrató a Frisch. Su función era vigilar a mistress Simpson, marcarla y, si se ponía pesada, darle un buen susto. No conocía lo suficiente a su verdugo. Era un psicópata infantil en el comienzo de su decadencia como matarife y no tuvo sentido del límite. Cogió manía personal a mistress Simpson y cuando Catalina le dijo que le diera un aviso serio, al comprobar que había estado huroneando por el interior del pabellón la noche en que ustedes cometieron el atraco del siglo, Karl Frisch llevó la sugerencia hasta el final. Tanto la avisó que la estranguló y tiró el cuerpo a la piscina. Pero tuvo, tuvimos mala suerte. Von Trotta lo vio tirando el cuerpo y salió a pedir explicaciones. Von Trotta, un hombre tan discreto, con tanto sentido de su obligada prudencia…
—Tan elegante… De un tenis tan elegante. Apenas me ha hablado de Von Trotta.
—Su historia carece de interés. Un nazi malgré lui seducido por las hermanas Ostrovsky y a su estela en lo que le quedó de vida.
—Karl Frisch mata a Von Trotta.
—Y nos quedamos todos helados. El escándalo podía arruinar El Balneario para siempre. Ni siquiera la solución que se le ocurrió a Serrano de buscar un chivo expiatorio transitorio, el pobre Luguín, nos parecía suficiente. Además Karl Frisch nos parecía un peligro, era un peligro, había que eliminarle, pero fuera de El Balneario, para llevar el interés por el caso fuera de aquí.
—¿Quién hizo el trabajo?
—Catalina tenía contactos.
—¿Y el detalle del «Exterminador exterminado»?
—Catalina era una artista. Tenía sentido de lo trágico y lo dramático. Dijo que así se especularía y la prensa acabaría hablando, como siempre, de la Mafia y del tráfico de drogas.
—¿No contaba con Helen?
—No. Y tenía razón. Helen no contaba. Helen no cuenta.
—Ustedes intentan cerrar el caso matando al matador, exterminando al exterminador. Pero quedan dos cadáveres: la propia madame Fedorovna, o Catalina Ostrovsky, y Hans Faber.
—Esas muertes no las entiendo. Es cierto que todo lo ocurrido desencadenó un mal clima y que Hans acusó a Catalina de haberse precipitado en la contratación de Frisch. Hubo palabras altas, discusiones de esas tan ilógicas y molestas en las que se vuelve al origen de todo, al origen del mundo.
—¿Y Dietrich?
—Nada.
—Dietrich nada. Es como un príncipe heredero e inútil de sesenta años.
—Más o menos.
—¿Qué explicación acordada han convenido con Serrano y Fresnedo?
—No la hay, pero hay que crear la sombra de una explicación. La sospecha de una culpabilidad. Esa simple sospecha cierra el caso y no hay elementos objetivos ni subjetivos que puedan resucitarlo en el futuro. Yo soy el punto final.
—Aún no creo haber llegado a ese punto final. Para empezar, ¿qué pintan los americanos en esta historia?
—Cuando Serrano solicitó datos a la Interpol, esa simple demanda llegó a algún servicio de control norteamericano y relacionaron los datos con la misión encargada a mistress Simpson. Lo que había sido un problema nuestro se había convertido en un problema de Estado, porque la embajada hizo saber al Gobierno español la existencia de este stock y su deseo de que pasara a poder de los servicios secretos propios. Las negociaciones se hicieron a nuestras espaldas.
—Y, sin embargo, los funcionarios que dirigieron el traspaso del archivo traían un plano muy detallado de las instalaciones.
—Es cierto.
—¿Lo vio usted?
—¿Y usted?
—Desde lejos vi cómo consultaban un papel y cómo en media hora habían zanjado el expediente.
—Sí. Yo me acerqué a ellos porque me sorprendió y me irritó, infantilmente, lo reconozco, aquella seguridad con la que invadían El Balneario. Y tenían en la mano un plano hecho a mano del pabellón de los fangos.
—¿Quién les había facilitado ese plano?
—Tatiana, es decir, mistress Simpson, supongo.
—No. Imposible, a no ser que lo dibujara la noche en que fue asesinada y lo tirara dentro de una botella al mar. Mistress Simpson descubrió todo el misterio del viejo balneario la noche de nuestra juerga. Yo lo había deducido tarde al comprobar los detalles de sus zapatos mojados y los zapatos mojados de Faber. Ella no tuvo tiempo de enviar ese plano. Por otra parte, ¿qué hacía Faber aquella noche en el pabellón siguiendo la ruta secreta? No necesitaba hacerlo.
—Cierto.
—¿Qué explicación se le ocurre para lo del plano y el asesinato de Hans Faber?
—En privado le diré que la misma que a usted, pero no me interesa, ni la necesito, ni la necesita el Gobierno, y si me apura mucho, ni la necesita nadie. Aquí se acaba una historia. ¿Oye, oye la música y las risas? Nuestros residentes son felices. Piensan lo mismo que Serrano. Todo lo que ha pasado son historias viejas que ya no tienen ningún sentido. No viven en el mejor de los mundos, pero lo prefieren a cualquier otro que hayan vivido en el pasado y, sobre todo, a cualquier otro posible en el futuro.
—Karl Frisch fue asesinado por encargo de todos ustedes.
—Por encargo de Catalina y con el silencio evidentemente aprobatorio de todos.
—Por ese crimen entra en la historia un personaje externo, seguramente otro mercenario.
—No exactamente. Algún superviviente de los grupos de choque que don Anselmo había organizado. Catalina mantenía contactos con ellos, en parte por afinidades ideológicas, pero también porque le había quedado el síndrome de apátrida que necesita algún punto de apoyo.
—¿Cuánto les costó el trabajo?
—Trescientas mil pesetas, creo. Catalina no fue muy explícita. Le gustaba responsabilizarse de lo que hacía.
—¿Y que Helen se callara?
—Helen no sabe nada.
—Gastein, sus explicaciones me han hecho recordar y de pronto he revivido aquella secuencia en la que usted y yo estamos sugiriendo a Serrano que deje salir a Karl, yo insisto en que Helen también vaya con él, pero usted desvía mi petición. Que se vaya él, pero que ella se quede. Usted sabía lo que iba a pasar en cuanto Karl abandonara El Balneario y no me extrañaría nada que pactara con Helen esa separación. Es más, la mujer se ha mostrado muy persuasiva luchando por conseguir salir de aquí, pero de pronto dejó de incordiar, casi desapareció de la circulación y sólo reapareció con las tocas de viuda. Desde entonces no se la ha vuelto a ver. ¿Dónde está Helen, Gastein?
—No soy un obseso del crimen, Carvalho. La chica está sana y salva, se lo aseguro. —¿Y el asesino de Frisch?
—Muerta Catalina, nadie sabe cómo contactar con esa gente.
—Puede reaparecer, incluso tratar de extorsionar.
—Será bien recibido. Y ahora dejémoslo. La gente estará sorprendida de no verme aparecer por el baile. Antes de marcharme recibiré el análisis de sangre y quisiera comentárselo. Yo partiré hacia Bolinches, según lo acordado con Serrano, a las diez de la mañana. Le espero aquí a las nueve.
Le precedió en el camino hacia el salón y a medida que avanzaban se veían más y más envueltos en la propuesta de la fiesta, hasta el punto de que cuando traspasaron la puerta lateral y se abrieron paso entre los mirones, ya estaban aturdidos por el ruido y la luz que les limpiaba los ojos tenebrosos.