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Juanito de Utrera, el Niño Camaleón, estaba sofocado pero rutilante como un anuncio luminoso.
—¡Es que hay ambiente! ¡Hoy hay ambiente! ¡Estoy alucinado! ¡Alucinado estoy!
Le tocaba ahora el turno y mientras ajustaba sus palmas al repicar del guitarrista con los nudillos contra la caja de la guitarra, Carvalho captó que, a diferencia de otras noches de fiesta, los residentes no conservaban aquella contención de convalecientes educados en manuales de urbanidad, que solía dar a los fastos de El Balneario un cierto aspecto de merienda de septuagenarios con dentadura postiza. En cambio esta noche los cuerpos se movían como si la fiesta fuera realmente una fiesta y no un punto del orden del día fijado en el tablón de anuncios con una chincheta.
El industrial de Essen se ha maquillado el rostro de blanco y lleva un embudo por sombrero, en homenaje introductor a Alicia por el país de las maravillas, y a la altura de su barata imaginación está el disfraz conseguido por Colom tras una tarde de tijera y tozudez en su celda de ayunante. Va de mamporrero del Ku-Klux-Klan, como aclara aquí y allá entre la colonia española, porque a todos les parece un nazareno de Semana Santa sevillana.
—El diseño del hábito es distinto. El del Ku-Klux-Klan es menos estilizado, no responde a un hábito estrictamente religioso, y en cambio el de los nazarenos sí.
Villavicencio se ha limitado a extenderse el bigote y las cejas con un rotulador negro y masticar un puro, en un desganado intento de parecerse a Groucho Marx, y doña Sólita se ha pintado la cara de negro y envuelto los cabellos con un pañuelo de colores como la Mamie de Lo que el viento se llevó. El vasco ha conseguido su tronco y su hacha y entre canción y canción blande el hacha como un aizkolari profesional y la deja caer sobre el tronco, entre los aplausos de la concurrencia, sin distinción de sexos ni nacionalidades.
—Respetable público, antes de dar paso a la actuación de esta genial orquesta de baile, Tutti Frutti, para la que pido un estruendoso aplauso…
Estruendoso aplauso.
—Mi compañero Paco y yo terminamos nuestra actuación con una copla muy antigua, tan antigua como la raza española y la raza calé juntas. Cuenta las penas y las alegrías del amor, del amor, que es el sentimiento más, más grande que puede unir a los seres humanos. Cuando se ama se consiente todo. Se soporta todo…
Se le estranguló la voz al cantaor.
—…se perdona todo. La mujer que canta la copla dice que prefiere vivir creyendo en el amor de su marido, en el amor de la persona a la que más quiere, que conocer la verdad, que conocer su traición maldita. Más o menos la copla dice:
I don’t want to know,
don’t tell to me, neiborough.
I prefer to live dreaming
that knowing the truth.
Y cantarreó sutilmente mientras Paco acaba de tensar las cuerdas de la guitarra:
Que no me quiero enterar,
no me lo cuentes, vesina.
Prefiero vivir soñando
que conoser la verdá.
Fue su éxito más celebrado de aquella noche, la noche más triunfal que había conocido en sus quince años de cantaor de nómina en la Faber and Faber, y resistió la tentación de continuar cantando porque tenía la voz rota y porque sin encomendarse a los dioses ni a los diablos oceánicos el general Delvaux, disfrazado de Nureyev, con unos panties de mujer que se le ceñían al sur del cuerpo como una tempestad de cálida sensualidad, de un salto ocupó el centro de la improvisada pista seguido a tartamuda distancia por el cuarteto que trataba de recordar, cada esquina por su cuenta, los compases más memorizables del Espectro de la Rosa. Delvaux llevaba en el rostro el hieratismo atribuido por los historiadores al gran Nijinski y en el cuerpo la voluptuosidad provocativa de los mejores tiempos del joven Nureyev; tampoco movía mal los brazos, aunque con excesiva gracilidad, más próxima a los alados impulsos contenidos de Margot Fonteyn que de la ingrávida pero fuerte musculatura de Godunov. Y era de su cosecha un tipo de salto corto pero con prolongada suspensión en el aire, forzado por la escasa pista que le dejaba la población residente, salto difícil que revelaba la bien trabajada musculatura de sus pantorrillas y que ponía en evidencia la lastimosa dejadez de aquella tripita flácida y saltarina que sobraba en un conjunto tan armonioso. Aunque bailaba con los ojos casi cerrados y cantándose él mismo la melodía para evitar las equivocaciones e insuficiencias del acompañamiento, era consciente de la sorpresa y admiración que había causado y se recreó en la suerte llevado por una borrachera saltarina que le hizo saltar una y otra vez, fingir abatimiento de espectro aniquilado y resurrecciones eufóricas de espectro entusiasmado consigo mismo. Y si bien los cinco primeros minutos de actuación levantaron un coro de admiradas loanzas en francés, idioma que parece inventado para las alabanzas corales, a los diez minutos empezó a cundir cierto hastío, todavía sonriente y condescendiente entre los extranjeros, pero ya agresivo y poco tolerante para los españoles.
—Le van a dar las doce a la Paulova —incordió Sullivan, aquella noche con el atuendo del chico limpia parabrisas de esquina víctima de una economía sumergida y tercermundista.
Iba descalzo, con una camisa sucia y apedazada a pesar de ser originalmente un diseño Armani, de lino, y costar treinta mil pesetas. De su cintura colgaba un mandil sarnoso y en su mano llevaba un limpiaparabrisas desmontado del coche del vasco. Fue Sullivan quien instó a la señora nacida en Madrid pero criada en Toledo, finalmente disfrazada de sevillana, para que saliera a dar la réplica al general de la OTAN.
—Échate por sevillanas, mi arma, que este tío nos duerme de pie.
Y así fue como junto a Nijinski apareció una peonza humana arrebatada por un frenesí bailaor perfectamente descriptible en aquel taconeo enérgico con el que puso a prueba la resistencia del embaldosado. Vaciló apenas un instante el general Delvaux, pero optó por adaptarse a la nueva circunstancia y casi sin transición cambió el gesto, caracoleó los dedos, se recompuso en palo de teléfonos con las mejillas chupadas y el culo algo salido y ya era otra cosa, ya era otro baile, ya era El Greco o Antonio Gades cimbreándose ante el torrente sensual de la policrómica hembra que le desafiaba con sus idas y venidas, esa mirada de lo verás y no lo catarás que han de poner las bailarinas españolas ante el macho cabrío que las ronda, como un falo con los tentáculos digitales anunciando el latido de los deseos más oscuros. Pero si ya ha habido tratadistas morales que han denunciado lo indecente del tú a tú del baile español cuando el hombre lleva demasiado ceñidos los pantalones camperos, los panties del general extremaban hasta los límites de lo intolerable visual la materialidad del sexo, al acecho del primer descuido de la hembra torera de tan descomunal bestia. Es decir, las damas no le quitaban ojo a los bultos inguinales del general. Y los hombres, los españoles principalmente, consideraban que aquélla era una exhibición impropia de un cincuentón sensato, sobre todo si tiene la responsabilidad de representar a la Alianza Atlántica.
—Esto es un escándalo —casi gritaron dos señoras catalanas.
Y de la misma opinión era Villavicencio, escándalo in situ y escándalo corporativo, en cuanto el general es general allí donde esté. Y tuvo, como suelen tenerlo siempre los españoles en los momentos más comprometidos, un ramalazo de inspiración para irse en busca de una de las hermanas alemanas y, dando un taconazo de oficial de los húsares de Alejandra o de Chernopol, pedirle este baile.
—¿Pero qué baile? —trataba de oponerle la alemana desconcertada.
Villavicencio la tomó por una mano y se la llevó al centro de la pista, metiéndose en el territorio copado por Delvaux y su sevillana, y sin hacer caso de las perplejidades de los bailarines en usufructo de la pista, de los músicos, de la mayor parte de la colonia extranjera y de los catalanes, que aunque indignados con la poca compostura de Delvaux hubieran preferido antes un diálogo que una violación de fronteras, Villavicencio enlazó a la alemana para un majestuoso vals que él solo oía. Confiaba el coronel en que la orquesta, avisada de su recta intención, le secundara cambiando la sevillana por el vals y que indirectamente advertidos Delvaux y la mujer de la cornisa cantábrica abandonaran la pista y se recuperara la calma. Pero nada de eso sucedió. Irritado Delvaux por lo que consideraba segunda intromisión de los españoles en su gran noche triunfal al frente del London Festival Ballet, retornó a sus cabriolas nureyevianas; molesta igualmente la señora nacida en Madrid pero criada en Toledo por lo que consideraba poco caballeroso despegue de su pareja e intromisión maleducada de Villavicencio y aquella vaca, se sintió más sevillana que nunca e hizo de su baile un hermético descenso a la pureza más íntima de la danza, mientras, ante uno y otro, Villavicencio y la hermana alemana, casi a la fuerza, continuaban su vals sin música; y los músicos, a su vez, optaron por iniciar un chachachá, por si las parejas invadían la pista y se acababa el contencioso. Era tensión e irracionalidad desconcertada lo que crecía por momentos, y peligrosas derivaciones hubiera tenido de no haber visto uno de los dos músicos que en el salón entraban dos Rafaelas Carras casi idénticas, con buenas piernas desnudas moviéndose como látigos y sendas melenas lacias y rubias. Se apoderó el músico del micrófono y señalando hacia las dos italianas que llegaban tarde pero extrañamente dinámicas, las emplazó para que se apoderaran de la fiesta:
—Respetable público, ¡aquí llegan Rafaela y Pepita Carra!
Y esta vez la música fue coherente con la atracción anunciada. Dejándose llevar por la memoria y el instinto, los músicos iniciaron los compases de Para hacer bien el amor hay que ir al sur y las chicas se sintieron forzadas a ser rafaelas carrás metiéndose en el espíritu de la danza. Devolvió ceremoniosamente Villavicencio la alemana a sus hermanas y regresó al rincón donde le esperaba la fracción activa de la colonia española.
—¡Ole tus cojones, coronel! —gritó Sullivan.
—Había que hacerlo.
Fue el único comentario que salió de los labios apretados del coronel, que seguía mirando a distancia, pero retador, a un Delvaux que volvía a sus cuarteles de invierno como un pato desplumado y derrengado. La que no estaba de acuerdo con la intromisión de Villavicencio fue la nacida en Madrid y criada en Toledo y bailada en Sevilla:
—¡Hay que ser más tolerante! ¡Esto no es un cuartel, coronel!
—Más tolerante que yo, ni Dios. Pero una cosa es la tolerancia y otra la indecencia. A mí no me recrea la vista un tío enseñándome lo que no tiene que enseñar.
Las italianas bailaban muy bien y sincronizadas, por lo que Carvalho preguntó a la recepcionista si sabía a qué se dedicaban aquellas muchachas.
—Son bailarinas —le contestó.
A Carvalho le parecía desconcertante que aquellos dos monstruos depresivos fueran bailarinas y que estando disfrazadas no estuvieran disfrazadas y estando bailando no lo hicieran como tales bailarinas. También era un despropósito que dos alemanes se hubieran disfrazado de camilleros y estuvieran presentes en la fiesta con la camilla ocupada por otro alemán disfrazado de moribundo. Si bien el vendadísimo moribundo asistió incorporado y gozoso al jolgorio, en una mano una botella de agua mineral sin gas y en la otra una de agua mineral con gas. Desde la perspectiva de Carvalho, el rostro de Sánchez Bolín parecía fiscalizar hermético cuanto ocurría en el salón, desde la deformación profesional de un mirón que nunca se cree mirado. Pero al acercársele, Carvalho comprobó que Sánchez Bolín no estaba en condiciones de ver nada. Dormía como se creía que dormían los troncos de los árboles, hasta que se descubrió la posibilidad de que las plantas tuvieran sentimientos. Sánchez Bolín dormía implacable, a pesar de que las italianas levantaran contoneos rubios y Villavicencio dignidades de paso honroso y Delvaux los bajos instintos de las miradas prohibidas. Si alguna vez tuviera que describir una fiesta como ésta, la imaginaría, no la viviría. Se hizo firme el propósito de Carvalho de no dejar vivo ni uno de los libros que le quedaban en su biblioteca de Vallvidrera, encuadernados como están todos los libros en piel humana mal curtida. Mas no había demasiado tiempo para la reflexión porque el fin de la fiesta estaba próximo y lo preparaba la colonia suiza en una habitación adlátere. Uno de los miembros del séquito de Julika Stiller anunció que todo estaba preparado y el salón se vació por sus tres puertas en breves y bulliciosos regueros humanos que fueron descendiendo hacia la piscina. El cuarteto cerraba la marcha tocando Suspiros de España, y cuando los espectadores hubieron rodeado la piscina iluminada, de la habitación camerino de Julika Stiller salieron cuatro mujeres disfrazadas de plañideras portuguesas, informaron, porque no había portugués alguno en El Balneario y así nadie pudo darse por ofendido. Y entre las plañideras avanzaba Julika enfundada en un albornoz convencional en Faber and Faber, pero calzando las mismas babuchas purpurina que solía llevar mistress Simpson y los cabellos contenidos por aquellos lazos de topos a lo Carmen Miranda que daban a la cabeza de mistress Simpson, en paz descansara, un festivo aire de fugitiva perpetua del carnaval de Río.
La llegada de la estrella principal y de su séquito fue acogida por una suficiente salva de aplausos, extremada cuando se quitó el albornoz y pudo comprobarse que llevaba un traje de baño de una pieza, escotado por detrás hasta el nacimiento de la ranura cular y por delante hasta el abismo interpectoral, en este caso poco tentador porque Julika Stiller estaba casi tan delgada como mistress Simpson. Es decir, el mismo traje de baño o en cualquier caso muy parecido al que llevaba la septuagenaria americana en el momento de emerger como cadáver pionero sobre las aguas de la piscina de El Balneario.
Se colocó una plañidera en cada esquina de la alberca y la señora Stiller se fue hacia el trampolín. Tanteó su flexibilidad, dio unos pasos hacia atrás y luego dos zancadas hacia adelante para tensarse en posición de firmes e iniciar el salto del ángel con los brazos abiertos y luego progresivamente cerrados hasta que el cuerpo tomó contacto con el agua como un cuchillo blando. Hubo algún que otro aplauso incontinente, según se dice surgido de entre las filas de las señoras españolas que catalogaban a la señora Stiller como una de las más elegantes de El Balneario. Entretuvo algo Julika Stiller la emergencia, pero al fin la realizó mereciendo un ¡oh! aliviado, pues más de uno y una pensó que donde cabían cuatro cadáveres cabían cinco, ignorantes la mayoría de que también el señor Faber había pasado a mejor vida. Y en éstas fue cuando Carvalho buscó con la mirada al hasta entonces inadvertido Dietrich Faber; no estaba entre el público. Ni en ninguna de las terrazas que dominaban el espectáculo. La inquietud por la no presencia del menor de los Faber le hizo acercarse a Gastein, que presenciaba la escena con un rostro impenetrable y los brazos protegiendo un secreto frío del cuerpo.
—¿Y el señor Faber?
—No lo he visto.
—No está aquí.
—¿Y qué?
No tuvo tiempo de juzgar si la pregunta de Gastein era de desafío o de hastiado cansancio, porque Julika Stiller estaba en la ultimación de su ejercicio. Había conseguido hacer el muerto horizontal, ayudándose con el continuado aleteo de sus manos, pero ahora se trataba de conseguir esa inclinada flotabilidad que sólo consiguen los mejores ahogados.
Horas y horas de entrenamiento dieron su fruto y Julika consiguió su propósito, al tiempo que la asamblea le dedicaba una prolongada ovación, y las plañideras lanzaban a las aguas de la piscina puñados de flores amarillas. Julika ofreció varias brazadas en distintos estilos y finalmente se dio un impulso para emerger medio cuerpo del agua con un brazo estirado y en la mano finalizada por dos dedos en señal de victoria. Más aplausos y una decisión colectiva de que la fiesta había terminado. Comentarios benévolos o entusiasmados y el común acuerdo de que lo que podía haber sido una intolerable parodia se había convertido en casi un homenaje.
—Yo me he emocionado —dijo doña Sólita con lágrimas en los ojos.
—Es que esta señora suiza es profesora de expresión corporal y lo ha hecho muy fino, muy alegórico, muy elegante.
—Elegante, ésa es la palabra.
Ésa era la palabra que venía en ayuda de la capacidad de juzgar de la mujer del hombre del chandal, aquella noche vestido de smoking algo estrecho que siempre se metía en la maleta.
«Porque nunca se sabe». Y también: «Porque cuando uno ha de ponerse elegante, pues se pone a tope. Ciento por ciento. A todas todas».
Carvalho se ponía junto a Gastein a la espera de que él recordara la ausencia de Faber. Pero Gastein permanecía ausente y no quería darse por convocado para una búsqueda, por lo que Carvalho marchó solo hacia la recepción y le preguntó a una bostezante recepcionista por el paradero de Dietrich. No lo había visto. Abrió la puerta del despacho privado de la dirección y allí no estaba. Tampoco en el de la dirección general. Ni en su habitación. Carvalho se iba ya corriendo hacia el jardín a meter urgencia y prevención en el espíritu cansado de Gastein cuando tuvo la inspiración de ir al salón de video y abrir la puerta de par en par de un manotazo. En la pantalla circulaban las imágenes de una película de los hermanos Marx, Sopa de ganso, y en la sala sólo había un espectador, que movió la cabeza contrariado cuando un receptáculo de luz le rompió su armoniosa soledad. Era Dietrich Faber. Pero cuando reconoció a Carvalho se echó a sonreír primero y luego a reír, para levantar un brazo y mostrar al intruso lo que tenía en una mano camuflado entre sus piernas de espectador solitario: un vaso lleno de whisky que tendió a Carvalho junto a la propuesta:
—¿Gusta?
La madre que te parió, pensó Carvalho en retirada. Si tu padre levantara la cabeza…