Agradecimientos
Como en una carrera universitaria, este libro ha pasado por su propio bachillerato antes de alcanzar a licenciarse en sus manos, amigo lector. Durante el camino, una persona ha ejercido tutela y magisterio con quien estas líneas escribe, de forma desinteresada y generosa, igual que el buen profesor con sus alumnos. Raquel Gisbert, que me honra con su amistad, ha formado parte de esta aventura desde sus inicios. Juntas hemos edificado esta otra Universidad de Salamanca, viva a través de sus personajes, hija común de un esfuerzo mutuo que hermana y enriquece. Vaya para ella toda mi gratitud.
Una labor a la que se sumó también Maya Granero, que luchó codo con codo con Antonio Pimentel, Isabel de Vargas y Luisa de Medrano, a través de sus siempre enriquecedoras aportaciones y comentarios. Sea para ella igualmente este agradecimiento.
En este año singular para la mujer, centenario de su presencia oficial y respaldado en la Universidad española, hemos querido rescatar la memoria de una dama que, cinco siglos atrás, abrió la puerta al presente, aportando un soplo de libertad, de esperanza. Una salmantina que ya ha pasado a la historia con nombre propio: Luisa de Medrano. Para ella, este último recuerdo.
En el año del Señor de 1509, la legítima soberana de Castilla y León, doña Juana, se enterraba en vida tras la muerte de su esposo. Las ambiciones de su padre, don Fernando de Aragón, no conocían nuevas fronteras en la Península después de dominar Granada y expulsar a los judíos en 1492. La ciudad de Salamanca vivía por y para su universidad. La joya de la corona, el crisol de la nueva cultura que se estaba forjando en Europa, patria común para todas las codicias y deseos, laboratorio religioso que rayaba a veces la herejía, el mayor burdel de la España de aquel tiempo. Solo la vigilancia de los perros de Dios, los dómini cani, los inquisidores dominicos, velaba por mantener encendida la llama convulsa y débil de la virtud en un tiempo de cambio…