III
UN BUEN REFUGIO
PARA UN MAL PEREGRINO
–¡Maldito! Si no cierras el pico y dejas de martirizarnos con tus quejas, mi señora ordenará que te apaleen —chilló desde la mirilla del portalón una vieja criada—. No son horas de molestar a las buenas gentes. ¡Lárgate de aquí, pordiosero!
—¡Por caridad, socorredme! —volvió a suplicarles a gritos esa voz cada vez más forzada, como si las fuerzas le faltasen.
Luisa de Medrano se tapó los oídos. Si aquel perturbado que aporreaba su puerta desde la medianoche seguía tentando la suerte, acabaría por cumplir la amenaza del ama y echaría a golpes al mendigo que se atrevía a quebrar la paz de una familia honrada. Miró oculta detrás de los cristales. El aspecto del miserable parecía sacado de uno de los sermones del padre García: delgado, larguirucho, calado hasta los huesos, botas gastadas, sombrero de ala vencida por la lluvia, espada al cinto que se movía con vida propia, y rocín aburrido de la espera a su diestra.
Sintió piedad por el animal. Aquella fría noche de mediados de enero, cargada como pocas de rayos y truenos, hasta las bestias debían encontrar amparo y alimentos. Pero, en los tiempos que corrían, nadie estaba lo suficientemente seguro como para abrirle la puerta a cualquiera: dos estudiantes muertos en la última riñapor culpa de unas elecciones a cátedra, algunos criados malparados por meterse en camisas de once varas y sisar a sus amos, eso sin hablar de los truhanes y bravucones de media bofetada que acostumbraban a dormir en vino sus arrestos y acababan manchando con sus poluciones nocturnas los zaguanes abiertos y los poyetes de las calles. No. Antes de permitirle entrar debía verle el rostro. Al tipo, evidentemente, porque del caballo no sentía recelo alguno. Luisa solicitó a uno de sus servidores que le trajera algo contundente pero no mortal que poder arrojarle desde la altura al causante de su desvelo. Cuando tuvo en la diestra la piedra, abrió la ventana, apuntó hacia el escuchimizado y disparó con tal acierto que de la garganta del mendigo salió un ¡ay! que se le antojó femenino, y unas palabrotas de escaso gusto mientras alzaba el rostro para mirarla sañudo.
Un frío helado cruzó su espalda. Le resultaba familiar aquel semblante dulce. ¿Quién era? ¿Dónde lo había visto antes? Corrió hacia la escalera, arrebató de las manos de una criada la vela que portaba y ordenó que abrieran el portalón de entrada. Enmarcada por el arco de medio punto, cual un personaje de tragedia griega, aguardaba erguida aunque algo magullada una muchacha calada hasta los huesos, de rostro alargado, que se arrojó a sus brazos sin pensarlo dos veces, mojando por completo a Luisa.
—Soy tu prima, Isabel de Vargas —sollozó apretando su cuerpo tembloroso contra el de su forzada anfitriona.
Ante el desamparo de su pariente no hubo preguntas: le abrió las puertas de su casa y de su corazón. Sin recriminaciones por el aspecto desaliñado, sucio y maloliente de la muchacha, sin curiosear las razones de aquella presencia inesperada en Salamanca. Bastó una mirada de Isabel para que comprendiera que solo un motivo de mucha gravedad podía haberla arrancado del seno materno para lanzarla a una aventura como el viaje desde Altobar hasta allí, en un tiempo peligroso para una dama, a lo largo de un camino poblado de picaros, falsos peregrinos, ladrones y algún que otro mesonero dispuesto a ganarse unos maravedíes a costa de la honra de sus huéspedes. La imaginación de Luisa cabalgó tan veloz que, sin mediar palabra entre las dos, la invitó a entrar y resguardarse de la tormenta, cual si hasta entonces no la hubiera padecido. Ya en el zaguán, la besó y después se separó un poco de aquel cuerpo que tiritaba.
—La niña Isabel, ¡pobrecita mía! —Le acarició el rostro con ternura—. Han pasado más de diez años desde la última vez que nos vimos, ¿recuerdas?
Isabel asintió. Su madre, Beatriz de Medrano, la había llevado a Salamanca de niña para que conociera a su familia. Los Medrano pertenecían a una de las estirpes más estimadas de la ciudad, no en vano habían dado a su universidad nombres de lustre académico, como el del propio padre de Luisa, o el de la dama, a quien aquel curso se había permitido impartir clases de Retórica, sustituyendo al mismísimo don Antonio de Nebrija.
El profesor había tomado como discípula a la joven Medrano, en parte por cariño hacia su progenitor, en gran medida atraído por su inmenso talento para todas las artes. Ambos compartían un sueño: desbaratar la barbarie que se había apoderado de España, a través de las ideas renovadoras que el catedrático descubrió en la Universidad de Bolonia, las mismas que gota a gota calaron en Luisa gracias a sus enseñanzas, y las de los docentes italianos que llegaron a la ciudad del Tormes atraídos por Nebrija, aquellas que comenzaban a conocerse bajo el significativo nombre de «humanismo». Nuevos modelos de pensamiento llegados de Europa para guiar las riendas de una España todavía en formación, temerosa de novedades, cobarde en avances, oscura en pensamiento, hija de ochocientos años de luchas con los moros.
El maestro había acudido ante la reina doña Isabel para explicarle las necesidades de fijar, a través de una gramática y un buen diccionario, el idioma que habría de convertirse en el «compañero del imperio» que surgió de las cenizas de Granada y la empresa del almirante Colón en Indias. La señora de Castilla aceptó sus iniciativas, apoyó decididamente al catedrático, impulsó la formación en Salamanca, el poder de Nebrija en esa universidad, la primera de sus reinos en antigüedad e importancia. La joya más preciada de su corona a los ojos sensibles de una mujer amante de la cultura, ambiciosa de conocimientos, a la que una marejada política acabó arrojando al farallón del trono de Castilla.
Isabel era más que una reina, al igual que Elio Antonio de Nebrija era mucho más que un simple profesor de Retórica, o que un amante del idioma de sus mayores. La soberana llevaba sobre sus espaldas el peso de unas tierras complejas, de hombres duros, acostumbrados a decidir sobre vidas, muertes y haciendas con un gesto o una palabra, semejante a las que hubo de escuchar del arzobispo Carrillo en su momento: «Yo saqué a doña Isabel de hilar y la volveré a la rueca».
Quizá por ese desprecio latente hacia su persona, la soberana gastó su vida en formar mujeres doctas, potenciar la Universidad de Salamanca para tornar accesible al mayor número de personas el camino que conducía hasta las gradas del poder, a través del servicio a la corona. Juristas, teólogos, maestros nacidos de familias menos pretenciosas y arrogantes que las que cuestionaban su competencia surgieron de Salamanca. Ante la reina solo tenían cabida quienes destacaban por su honradez, formación, lealtad y prudencia, valores superiores a la genealogía o degollar enemigos. Buscaba doña Isabel con su reforma que cualquier hombre o mujer de mérito llegara a ocupar el puesto más adecuado a sus cualidades, ya en la corte, ya en la universidad.
Por todo ello, cuando Nebrija se presentó ante la señora de Castilla en el cerco de Granada, entre los dos se estableció un acuerdo secreto, sin pergaminos, sellos o firmas protocolarias: el catedrático gozaría de todo su apoyo, Salamanca se convertiría en el centro de sus reformas y no dudaría en alabar el mérito de aquellas mujeres de talento a las que, como en su caso, nobles y clérigos deseaban devolver a la rueca para hilar.
Don Antonio descubrió primero a Beatriz Galindo, apodada la Latina, que se ocupó de formar a las hijas de don Fernando y doña Isabel. Luego llegó la jovencísima Luisa de Medrano, arcilla fina con la que modeló una nueva Atenea a su imagen y semejanza, y a quien eligió meses atrás para ocupar su lugar cuando el monarca de Aragón solicitó sus servicios como cronista real. Todo un honor por el que Luisa hubo de mostrar su capacidad sobre los hombres que ambicionaban aquel puesto, aunque eso no impidiera que los mediocres la cuestionaran una vez conseguido, envidiosos ante los méritos de una vulgar doncella. Mas como recuerda Esquilo: «El hombre —o la mujer— a quien nadie envidia no es feliz».
Una dicha al alcance de pocos, desde luego no al de Isabel de Vargas, vista la amargura de su rostro. Luisa le ofreció la diestra y su prima se aferró a ella con gratitud, porque aquella era la primera muestra de afecto que recibía en muchas jornadas. Isabel tomó aire y recorrió con la vista el edificio que se mostraba ante ella. Después de tantos años, el viejo palacio de los Medrano solo le resultaba vagamente conocido, con su fachada de piedra de sillería, sus ocho ventanas enrejadas y aquel blasón de medianas dimensiones que mostraba orgulloso las armas de su noble linaje. Una vez en el atrio, dos criados se ocuparon de acomodar primero al caballo y después a su señora.
Alguna de las estancias le resultó familiar, para su sorpresa. Recordaba sus amplias dimensiones, y, sin embargo, aquel caserón en el que ahora se encontraba apenas si permitía moverse con amplitud en su minúsculo patio. Al fondo del mismo se abría un segundo, donde se encontraban las cuadras, el horno, la bodega y el lugar donde habitaban los criados. A derecha e izquierda, la cocina y los aposentos nobles, en la segunda planta, las alcobas. La memoria es una vieja traicionera y mentirosa, se dijo la muchacha mientras seguía los pasos de su prima.
Luisa ordenó que dispusieran lo necesario para que Isabel pudiera adecentarse un poco: una tina con agua caliente, algunos lienzos para secarse, ropajes limpios, una estancia. Cuando hubo terminado su acomodo, la dueña de la casa solicitó que les sirvieran una jarra de vino con miel, para aderezar cuerpo y espíritu mientras se bañaba. Isabel se despojó del jubón, más tarde de la camisa, luego de las botas y las calzas, finalmente de la ropa que protegía sus vergüenzas y las telas apretadas que ocultaban su pecho. Sin preocuparse por su desnudez, se introdujo poco a poco en la tina hasta que el agua cubrió su cuello. Cerró los ojos y aceptó la bebida.
Con semejante compañía, cerca de la chimenea que caldeaba la sala principal del palacio, el calor devolvió la vida y los ánimos perdidos a Isabel, que comenzó a relatar los padecimientos vividos durante toda la semana anterior. Las ideas se mezclaron oscuras en su cabeza y ofuscadas en los labios, tan cansada estaba.
—Lamento tu desventura —la interrumpió Luisa—, pero dime: ¿qué te ha traído hasta aquí?
La muchacha inclinó la cabeza, avergonzada.
—De tu silencio deduzco que nada sabe mi tío don Pedro de esta visita, ¿no es así?
—Si me localizara, me mataría. O peor: me obligaría a casarme con un patán.
—Creo que me debes una buena explicación —murmuró Luisa, interesada en el relato que intuía.