XXXVII
EL JUICIO DE LOS HOMBRES
Luisa e Isabel aguardaron la celebración del claustro pleno que habría de juzgarlas custodiadas en la casa de los Medrano, vetada la salida por los alguaciles del maestrescuela. Era todo lo que el doctor Del Palacio podía hacer por ellas después de arrancarlas de las manos del inquisidor, pero bastaba. Durante aquellos días esperaron el regreso de Antonio, del que carecían de noticias desde su partida cinco jornadas atrás, tiempo suficiente para llegar a Tordesillas y volver. O al menos así lo creía Isabel. Luisa, en cambio, mantenía su temple intacto después de quebrarse en las prisiones del corregidor, cual si deseara recuperar su fuerza, arrebatada por Ruiz del Monte y sus acusaciones.
La Medrano sabía que el inquisidor la odiaba intensamente, igual que los viejos aborrecen los cambios que llegan de las manos jóvenes y algunos hombres el saber de ciertas mujeres. A fray Juan no le interesaba la muerte de Fadrique, ni la del estacionario, sino utilizar a Luisa para desestabilizar la Universidad de Salamanca, que escapaba al control de Cisneros. Tímida vela en un tiempo de oscuridad, iluminaba el camino de otras mujeres, tal era su delito a los ojos del visitador real. Si el claustro pleno la encontraba culpable, sería apartada para siempre de la docencia, tal exigía la norma salmantina en sus constituciones, así era el panorama al que se enfrentaría, acusada de encubridora de un asesino y pervertidora de las buenas costumbres.
El robo del arca del rector Maldonado, con su peligroso contenido, sería utilizado en contra del supuesto Pedro Bravo, cuya verdadera naturaleza ya conocía el maestrescuela gracias a la confesión de Antonio, pero que se guardó de compartir con Isabel, a quien siguió tratando como si ante un caballero se encontrara. Aquellos días de mutuas confidencias, Del Palacio hubiera deseado descubrir a su hija la verdadera razón de su presencia en Salamanca. Decirle que por ella abandonó su puesto en el Consejo Real de Portugal, su posición al frente de la comunidad judía de Lisboa; que aceptó convertirse en mercenario de sí mismo a cambio de la oportunidad de buscarla algún día, cuando fuera libre de nuevo. Así se lo prometió un rey.
Cuando reclamó su presencia en secreto, don Fernando de Aragón le explicó que necesitaba controlar la política universitaria salmantina en un momento tan peligroso para los reinos de España como el que se inició con la muerte de su esposa, doña Isabel de Castilla. Convertido en su espía, adoptó la identidad de un sacerdote, a quien pronto, con el apoyo del monarca, se propuso para maestrescuela. Una dignidad que le permitía hurgar aquí y allá sin levantar sospechas. Pero ambos sabían que lo que el aragonés buscaba no era una tutela desde la distancia, ni siquiera información privilegiada, sino averiguar el verdadero contenido del arca de maese Colón, introducir la cabeza en la empresa de Indias hasta entonces reservada a Castilla y Portugal.
Para ello requería de un hombre dispuesto a arriesgarlo todo a cambio de una esperanza, alguien que pudiera apostar fuerte a doble o nada fiado de la palabra de un monarca. Judah Abravanel murió para que José del Palacio tomara vida y cuerpo al servicio de la corona de Aragón hasta que cumpliera su parte del trato. Llegado ese momento, podría recuperar al único ser que amaba, a quien hubo de abandonar para garantizar su vida: Isabel.
Pero nunca podría decírselo, o le causaría un daño mayor del que ya sufría, alejada para siempre de quienes consideraba sus padres, zarandeada por la incierta fortuna. Quiso desafiarla compartiendo con ella ciento y una historias de tiempos de la reina Isabel, para ganarse aún más su confianza. Necesitada de afecto, la mujer se dejó conquistar por el maestrescuela, que halló hueco en el corazón de la muchacha.
Isabel fue instruida en las artes necesarias para afrontar el juicio que habría de sobrellevar en breve. Del Palacio le explicó que los miembros del claustro pleno, reunidos para tan grave efecto, tendrían en sus votos la absolución o la condena. En este último caso, sería entregada a la justicia del corregidor, lo que significaba acabar en manos de Ruiz del Monte, que no tardaría en solicitar su entrega bajo cualquier absurda excusa. Una sentencia de muerte.
Por fin llegó la mañana en que el juez y sus alguaciles acudieron a buscarlas a la casa de los Medrano. Luisa vistió sus mejores galas para la ocasión, Isabel, en cambio, optó por mostrarse con manteo y bonete honesto, como el estudiante que pretendía ser, aunque guardó una daga bajo las ropas, bien escondida, por si había necesidad.
Vigiladas de cerca por los alguaciles, atravesaron la angosta calleja que comunicaba las Escuelas Mayores y Menores, pasando ante el Hospital del Estudio. Allí aguardaba por ellas el maestrescuela, que habría de acompañarlas a lo largo del resto del camino. En silencio, atravesaron el zaguán de entrada, caminaron hacia las escaleras. Isabel miró de reojo la capilla, todavía en obras, y pensó en Antonio al recordar la primera clase a la que asistió como estudiante, sus experiencias juntos, la vida que pronto habrían de arrebatarle. Un alguacil la empujó, devolviéndola a la realidad. La joven agachó la cabeza, y siguió los pasos de sus guardianes. Escalón a escalón, aceptó que todo su engaño caería a pedazos a golpe de martillo por culpa de Ruiz del Monte, el hombre que le arrancó de su presente y pronto, salvo que lo impidiera un milagro, quebraría para siempre su futuro.
—Alto, esperad aquí —solicitó el maestrescuela, adentrándose en el interior de la sala, acompañado por el bedel que esperaba por ellos.
La puerta de roble quedó entreabierta. Gracias a ello, Isabel pudo distinguir algunos rostros conocidos entre los miembros del claustro. Sabía que la posición que ocupaban sus asientos correspondía al rango y antigüedad de cada uno de ellos. Ni el aire restaba por ocupar. Aquel juicio a Luisa de Medrano había despertado un interés insólito, lo que le hizo temer lo peor, pues aunque en público ensalzaban la calidad de Luisa, en privado muchos destilaban el veneno de su envidia esperando que un día la dama cayera.
Cada vez se escuchaban con mayor claridad las voces y comentarios de los consiliarios, maestros, catedráticos, en definitiva: de los varones que juzgarían el destino de dos mujeres que se arriesgaron a soñar con un mundo distinto. Isabel rozó su mano diestra con la de Luisa. Los dedos de ambas se entrelazaron, furtivo contacto que les permitió saber que, ocurriera lo que ocurriese, ninguna se encontraría sola, que compartirían su suerte.
—Doctor Del Palacio, os ruego que hagáis entrar al bachiller Pedro Bravo y a doña Luisa de Medrano —pidió el rector.
El maestrescuela ordenó que pasaran acusados y acompañantes: juez, fiscal, procurador y alguaciles. Rodeado por los miembros del claustro, Maldonado ocupaba el lugar de honor en la cabecera de la sala, sobre una tarima y flanqueado por varias cátedras, tantas como las principales autoridades universitarias. A su derecha quedaba reservado el puesto que la tradición atribuía al maestrescuela; a la izquierda, por necesidad, el acomodo del visitador real, molesto chinche asistido por fray Álvaro de San Emiliano, que le guardaba la espalda.
Para los reos se dispusieron sendas sillas afrontadas con el rector, aunque Isabel rechazó sentarse en ella por respeto, así se lo había aconsejado Del Palacio, sabio conocedor del tortuoso sendero que recorría el alma de los universitarios, dispuestos a destrozar a un enemigo a la menor señal de incorrecta debilidad.
Con un gesto, Maldonado ordenó al bedel que sellara la puerta del claustro. No habría de abrirse hasta que él lo ordenara, una vez concluido y sentenciada la decisión de sus miembros respecto a la grave acusación vertida por Ruiz del Monte. Después de las formalidades de rigor, el rector tomó la palabra el primero.
—La causa que hoy nos reúne y para la que se ha convocado a vuesas mercedes obedece a un ataque directo a nuestras leyes del señor visitador real aquí presente, fray Juan Ruiz del Monte —comenzó—. Hace apenas una semana osó irrumpir con los alguaciles del corregidor en la casa de doña Luisa de Medrano, que ocupa la cátedra de Retórica del maestro Nebrija, con una débil acusación: encubrir los supuestos crímenes de su pariente, el bachiller Pedro Bravo —señaló a Isabel—, a quien considera ejecutor de las muertes de fray Bartolomé, don Fadrique Enriquez, Alarico de Dios y del bachiller Laurentino Fresno, consiliario de Campos. Desconocedor de la norma, Ruiz del Monte pisoteó nuestra autoridad y la del maestrescuela, a quien compete impartir justicia en tales querellas, garantizar la limpieza del procedimiento, investigar la causa y permitir al preso su defensa. Sin embargo, el visitador real atropello la ley, zarandeándola a su antojo, como acostumbra hacer desde su llegada a comienzos de este año…
Álvaro de San Emiliano quiso interrumpirle, pero una orden seca del inquisidor se lo impidió. Quería, necesitaba saber hasta dónde era capaz de llegar el desafío de Maldonado. Cada una de sus palabras significaría un clavo más en el ataúd en el que enterraría su poder, y, con él, el de la Universidad de Salamanca. Que hablara, pues, que el notario allí presente registrara sus razones para acusarle de entrometerse en la norma académica.
—Miembros del claustro —prosiguió el rector—, no solo habéis de juzgar la culpa o inocencia del bachiller Pedro Bravo y doña Luisa de Medrano, sino también la respuesta que la Universidad de Salamanca ha de ofrecer al desafuero de fray Juan Ruiz del Monte, que debe plasmarse en forma de queja escrita a nuestra señora, doña Juana de Castilla, al cardenal Cisneros y al Santo Padre de Roma, de quien emana la única autoridad que reconocemos desde los tiempos del rey don Alfonso de León. De lo que hoy se hable, exponga, juzgue, recogerá cumplida noticia el notario, para que no resten dudas o interpretaciones maliciosas a nuestras palabras, lo que bien tememos, dada la demostrada malquerencia hacia nos del visitador real.
Ahora sí Ruiz del Monte alzó su mano para responder a tantas injurias, mas el rector concedió la palabra al maestrescuela.
—Miembros del claustro, algunas de vuesas mercedes conocen personalmente al bachiller Pedro Bravo. Llegó a nuestras aulas desde Bolonia. Portaba las mejores cartas de presentación, que acreditaban su calidad de cristiano viejo libre de toda mácula —se sonrió—, y de bachiller en Medicina. Durante estos meses ha asistido con asiduidad a las clases que le competen, colaborado en todo aquello que esta autoridad le ha encomendado, ofrecido muestras suficientes de respeto hacia lo que significa la universidad como para que ahora, por la animadversión que el visitador real muestra hacia su pariente, doña Luisa de Medrano, sea considerado responsable de unos crímenes que yo mismo, con el permiso del rector, le ordené investigar bajo mi tutela.
»Miembros del claustro, la muerte del bachiller Fadrique Enriquez se debió a querellas estudiantiles a las que no era ajeno el consiliario de Campos, Lamentino Fresno, cuyo reciente fallecimiento nos impide exigir de él respuesta a nuestras fundadas sospechas, pues una testigo, Inés Ruiz, viuda del iluminador Pedro Álvarez, le ha acusado de acabar con la vida de su esposo a traición y de tratar de involucrar a otro de nuestros estudiantes, el bachiller Antonio Pimentel, bastón en el que me he apoyado durante este tiempo para averiguar qué oscuras razones se escondían detrás de la muerte del sobrino del señor almirante de Castilla. Conocido de todos era el carácter bullidor y pendenciero de Fresno, a cuya autoría directa o incitación se atribuyen otras pérdidas, como la del licenciado Ochate, acuchillado por una cuadrilla de estudiantes por él acaudillada, asunto público y notorio en Salamanca y por el que solo su muerte le ha impedido responder cual conviene a tan execrable crimen.
»En cuanto al estacionario, manifiesta es la querella permanente que mantenían los libreros de esta ciudad con él, fruto de la cual fueron varias palizas y alguna que otra estocada. No sorprende, pues, que en tan inoportunas fechas haya entregado su alma al Altísimo, lo que, como hermano nuestro en Cristo, nos entristece.
»Miembros del claustro, hemos de reconocer que debimos actuar con mayor dureza en castigo a ciertas pendencias estudiantiles, pero en nuestro ánimo siempre estuvo presente el respeto a las normas universitarias y la limpieza en la investigación de estos delitos, todavía no concluida. Personalmente, acepto mi responsabilidad y pongo en manos de vuesas mercedes mi cargo, aunque no sin antes rogarles que eximan de toda culpa a quien durante estas últimas semanas ha colaborado conmigo: el bachiller Pedro Bravo, culpable únicamente de confiar en este humilde servidor de la universidad, y también a doña Luisa de Medrano, cuyo único delito se cifra en el parentesco que le une con el anterior. Pues si hoy se encuentra sentada ante vuesas mercedes, única causa hallamos para ello en el desprecio que siente hacia su persona el señor visitador real. Señor rector —se inclinó hacia Maldonado—, nada más debo exponer al claustro. Con vuestra venia, tomaré de nuevo asiento.
Durante unos tensos instantes, los rumores se apoderaron de la estancia. Algunos, audibles desde lejos, exigían que se aceptase la renuncia del maestrescuela, por cuya torpeza se encontraban enfrentados a tan poderoso señor como Ruiz del Monte, mano derecha del cardenal Cisneros. Allí y entonces sentenciarían a favor de Medrano y Bravo si la cabeza de Del Palacio se les entregaba en almoneda, lo que liberaría por otra parte un cotizado cargo académico por el que muchos suspiraban. Los cuchicheos se convirtieron en algarabía cuando fray Juan se alzó de su cátedra y tomó la palabra sin aguardar la requerida autorización del rector. Sus fríos ojos negros helaron las conversaciones hasta romperlas en pedazos. Solo cuando regresó el silencio, comenzó a hablar.
—Miembros del claustro, permitidme que os exponga los verdaderos hechos que justifican vuestra presencia aquí, y que intencionadamente os han ocultado estos dos hombres.
Sin recato, señaló con un desagradable gesto a Maldonado y Del Palacio. Voces iracundas interrumpieron sus palabras apenas comenzado el discurso. Fray Juan los miró con profundo desprecio. Tal vez convendría recordar a esos petulantes la autoridad que Cisneros había delegado en su persona.
—El cardenal Cisneros tuvo a bien encomendarme la misión de tutelar el regimiento de esta universidad, caída en el descrédito y la inmoralidad al permitir que una mujer, Luisa de Medrano, enseñara desde una cátedra que corresponde servir a la decencia, que no se concibió como instrumento del Maligno, pues su turbadora presencia induce a los hombres al pecado. Ella los confunde con sus clases, en las que osa corregir a los maestros que nos precedieron, incluso al gran Aristóteles. Zahiere infame la esencia misma del saber, tesoro del varón, queriendo profanar lo que el Todopoderoso dispuso al comienzo de los tiempos: compete al hombre el gobierno y regimiento de toda materia y a la mujer la honra del hogar y la supeditación total al marido.
Muchos de los allí congregados asintieron sin disimulo, compartiendo el punto de vista del inquisidor y criticando por vez primera en público lo que en tantas oportunidades hicieran en privado. Satisfecho, fray Juan continuó ahondando en la herida.
—Esa perversión ha traído consigo otros males a los que ahora hemos de enfrentarnos. Igual que el pecado conlleva castigo, así el diablo se abrió paso en estas aulas gracias a Luisa de Medrano. No estamos aquí solo para dilucidar su culpa o participación en las muertes, sino para mostrar a vuesas mercedes toda la verdad. Y es que la ambición de esta nueva Eva no conoce límites.
»Hace años, nuestra señora doña Isabel de Castilla, que Dios acoja en su seno, dispuso que el rector Maldonado, miembro del Consejo Real, custodiara para siempre el arca que contenía los documentos secretos de maese Colón, los mismos que fueron presentados un día ante algunos de vosotros para someterlos a vuestro juicio antes de la empresa de Indias. Su valor supera el de un reino, su posesión en manos equivocadas podría desencadenar una guerra con la corona portuguesa, con la que pactamos en Tordesillas, en 1494, repartirnos la conquista de las tierras allende el Mar Océano. Pues bien, ella —elevó el tono al marcar la posición que ocupaba Luisa— propuso a don Fadrique Enriquez que entregara a su tío el almirante tal tesoro a cambio de aceptar su matrimonio desigual y convertirse en heredero. ¡Quién sabe si no cedió a sus pasiones más turbias, hijas de la concupiscencia y la inmoralidad!
Isabel tuvo que contener a su prima cuando esta se alzó del asiento para recriminar tal sucesión de mentiras a Ruiz del Monte. Maldonado se vio obligado a imponer su autoridad para recuperar la calma, por más que en aquel momento hubiera deseado condenar a la picota al inquisidor, capaz de modelar la realidad a su completo antojo, guarecido detrás del escudo del Santo Oficio. Fray Juan prosiguió sin inmutarse.
—Su nombre bien pudiera convertirse en epíteto de arpía, ya que una vez descubierta, decidió proseguir la empresa en solitario para conseguir fortuna con su mercadeo, y arrebató la voluntad de este otro varón: su primo el bachiller Pedro Bravo, a quien convenció de la necesidad de acabar con las vidas de fray Bartolomé y don Fadrique.
Ahora fue Isabel la que trató de rebatir sus excesos y Luisa la que selló sus labios con la mano. Ya llegaría la hora de su venganza. Dios no consentiría que fueran condenadas sobre mentiras tan siniestras como aquellas.
—¡Imposible! ¿Quién puede ocultar tal infamia sin ser descubierto? —gritó uno, al que pronto se sumaron más de una docena.
Maldonado trató de evitar un tema tan espinoso y quiso terciar en la exposición de Ruiz del Monte, pero este no permitiría que le arrebatasen la palabra, menos en aquel momento. Alzó la voz sobre el barullo.
—Aquí es donde entra en escena el doctor Del Palacio, que tan gentilmente os ofrece su cargo, abochornado por la multitud de los crímenes que ha aceptado ocultar. A estas muertes se siguieron las del estacionario, a quien Luisa de Medrano a través de don Fadrique había sobornado para que copiase cierta documentación prohibida, lo mismo que hicieron con el iluminador Pedro Álvarez, a cuya pobre viuda, una anciana desamparada, pobre de solemnidad, ahora utilizan para su descrédito.
—¡Mentís! —gritó Isabel tan alto que hasta el inquisidor guardó silencio—. ¿Cómo podéis asegurar algo así?
Los rostros de todos los presentes se giraron para mirar a Ruiz del Monte.
—Porque yo también investigué sus fallecimientos y conté con un colaborador: el bachiller Laurentino Fresno. Gracias a el y a los buenos oficios de fray Álvaro de San Emiliano, que supervisaba sus trabajos por orden directa mía, pude reconstruir este edificio del diablo que la torpeza del rector y la ineficacia del maestrescuela han contribuido a alzar. A punto de entregar su alma, el pobre bachiller Fresno gritó agonizante el nombre de su asesino a la justicia del corregidor. ¿Conocéis sus últimas palabras? «Pedro Bravo». He aquí el testimonio de los alguaciles que oyeron su denuncia antes de expirar, los que encontraron su cuerpo.
El inquisidor mostró unas hojas cuajadas de líneas que procedió a entregar a uno de los presentes, para que comprobara la veracidad de sus palabras.
—Y ahora decidme, miembros del claustro: si miento, como aduce Pedro Bravo, ¿por qué ha sido asesinado Laurentino Fresno? ¿Qué razón esgrimir, sino que fue este bachiller, pariente de Medrano y sin duda su amante, quien acabó con él a estocadas? Por cierto, doña Luisa, ¿dónde escondéis el arca? ¿Ya habéis encontrado un comprador para ella? ¿Sabéis que la pena por alta traición es la muerte? ¿Comprenden vuesas mercedes qué causa me llevó a encerrar a estos dos criminales? Pero todavía dispongo de más pruebas. Si lo permitís, nobles señores, autorizaré la entrada de un testigo incuestionable.
Repasó con la mirada los rostros de los claustrales. La mayoría asistió, forzando a Maldonado a acatar propuesta tan insólita. El bedel que custodiaba la puerta abrió el acceso, y una mujer de edad madura pero buena planta caminó modesta hasta llegar a la altura de Ruiz del Monte. Con la reverencia debida a su condición y calidad, se inclinó ante él, besando su diestra, antes de mostrar su rostro enmarcado por una discreta toca oscura semejante a sus discretos ropajes. Solo cuando alzó la mirada, Isabel y Luisa descubrieron su identidad.
—Es la madre Gorgonia —murmuró la joven estudiante.
—¿Cómo osáis traer a esa meretriz ante nosotros? ¿Acaso habéis perdido la cabeza, fray Juan? —bramó el rector furioso—. ¡Sacadla de aquí! ¡Ahora!
—Permitidme que os ofrezca su testimonio, aunque os ofenda su presencia, por más que atente a la impoluta moral de este santuario del saber —solicitó Ruiz del Monte, sin perder el temple.
—¡Que hable! —exigieron buena parte de los claustrales.
—Así sea —aceptó el visitador real—. Decidnos vuestro nombre, para que el escribano tome cumplida nota de vuestras palabras.
—Gorgonia Domingo Vidal, para serviros. Regento la taberna de las Ocho Beatitudes —se presentó casta, cual si de un convento de clausura hubiera salido para testificar.
—Hablad, nada temáis. Relatad al claustro lo que referisteis a fray Álvaro de San Emiliano aquí presente.
—El joven don Fadrique Enriquez frecuentaba mi negocio con asiduidad. Fruto de nuestra relación, me confesó que temía a doña Luisa de Medrano, que esta le había embrujado hasta el punto de forzar su voluntad por caminos pecaminosos, que le rogó que robase para ganar sus favores y que cuando obtuvo lo que requería, le exigió palabra de matrimonio… —Por las mejillas de Luisa resbalaron lágrimas silenciosas—. Un buen día acudió a mí en busca de ayuda, demandando consejo. Había decidido terminar con ella cuando, esa misma tarde, encontró a esta dama aquí presente —señaló a la Medrano— con su nuevo amante: Pedro Bravo.
—¡Puta mentirosa! —gritó Isabel, saltando hacia ella.
Dos de los alguaciles presentes se abalanzaron sobre la joven, agarrándola por los brazos para impedir que se acercara a la madre.
—¡Templad vuestro ánimo, bachiller! —le exigió el visitador real, haciendo suya la ira de los cielos con un gesto—. Seguid tranquila, Gorgonia.
—También me dijo que cuando los sorprendió, celebraban el asesinato de fray Bartolomé y el robo del arca del rector, aquí presente. Al parecer, en su arrogancia don Pedro Bravo había marcado su hazaña con un víctor de sangre, el mismo con el que señalaría las restantes muertes, delatando su autoría. Don Fadrique temía tanto por su vida que me juró que a la mañana siguiente abandonaría Salamanca. Lamentablemente —inclinó la cabeza, compungida—, nunca llegó a cumplir su propósito…
—¿Cómo podéis creerla? Dejadme hablar… —trató de explicarles Isabel, pero ya nadie la escuchaba en medio del alboroto que el testimonio de la madre había levantado en el claustro.
—¿A qué esperar hasta ahora por tal confesión, mujer? —preguntó el inquisidor dando voz a la duda de los pocos que aún guardaban reserva.
—Al miedo, vuesa paternidad, ¿a qué si no? Acepto la culpa que atañe al silencio, pero si de algo sirve, hablaré ahora cuanto pueda en nombre de los que ya están muertos.
Presa de los fuertes brazos de los oficiales, impotente contempló a Ruiz del Monte solicitar a Gorgonia su firma en las hojas que recogían su declaración. «La suerte está echada», hubo de reconocer pesarosa cuando el visitador real tomó de nuevo la palabra.
—No corresponde a vuestro derecho juzgar delito que no afecta a la universidad, sino que atenta contra la integridad de estos reinos. Dejad que se ocupen de ellos la justicia del corregidor y el Santo Oficio, para impedir que este súcubo y su cómplice os enreden con sus artes de brujería. No les autoricéis siquiera la palabra. Exijo a estos traidores para que confiesen con tormento lo que saben y consigamos extirpar la raíz infecta que, gracias a Maldonado y Del Palacio, pudre las entrañas de esta santa institución y amenaza el reino. ¡Votad su entrega a la justicia civil!
Vanamente el rector trató de hacerse oír sobre las voces airadas de los miembros del claustro. Para satisfacción de Ruiz del Monte, en aquella sala noble no restaba otro ápice de autoridad que la suya, capaz de movilizar a quienes hasta esa misma mañana repudiaban su existencia. Todos ellos fueron depositando votos favorables a su causa en la pequeña arca de votaciones. Luisa e Isabel, sin posibilidad de defensa, quedaron a merced de la voluntad del inquisidor, sin que ni Maldonado ni Del Palacio pudieran arrancarlas de ese abismo al que se encontraban abocadas sin remedio.
—Mentís, señor visitador real —alzó su voz el rector—. Tengo en mi poder el arca de maese Colón, jamás ha sido robada, como os han informado ciertos maledicientes.
—Mostradla, pues —exigió Ruiz del Monte.
—Ordenaré que la traigan ante vuesas mercedes.
En el rostro de fray Juan se formó una mueca de desprecio. El último de los claustrales acababa de dejar su voto. Había ganado. Para qué perder más tiempo.
—Maldonado, proceded a mostrarnos el resultado del parecer de los asistentes —solicitó con una sonrisa de triunfo.
—¡Aguardad! —exigió el maestrescuela, imponiéndose al fin, tratando de ganar tiempo—. Miembros del claustro, permitid que os muestren el arca del rector. Enviaremos por ella ahora mismo. Además, todavía no podemos cerrar este juicio.
Ruiz del Monte le mostró un puñado de votos blancos, propicios a su causa, que recontaba en esos momentos el notario.
—Aceptadlo. Luisa de Medrano deberá ser privada de la docencia en el acto y ambos reos entregados a mí en calidad de culpables de asesinato ¡y Dios sabrá qué otros crímenes!
Cansados, los claustrales se removían inquietos en sus asientos. Todos deseaban marcharse, dejar concluido aquel desagradable asunto. A ninguno de ellos le importaba un comino la suerte de una mujer, Luisa, y de un simple bachiller en Medicina. Si el todopoderoso visitador real necesitaba de víctimas para calmar su ansia de sangre universitaria, que hincara sus dientes en ellos y dejara en paz al resto. Desde una de las esquinas de la sala, Gorgonia sonreía a los reos.
—Todavía no habéis escuchado a los acusados —expuso el maestrescuela, atónito, comprobando el desinterés de los presentes—. Invoco nuestras leyes: antes de entregar el destino de dos miembros de nuestra comunidad a este hombre, oíd a nuestros testigos, escuchad al bachiller Antonio Pimentel. Él despejará vuestras dudas.
Ruiz del Monte sacó pecho ante el duelo final con Del Palacio.
—Bien, traedle ahora mismo ante nosotros. No hallo inconveniente. Aunque nada diferente habrá de exponer a vuesas mercedes, porque la amistad que le une a este caballero —volvió sus ojos hacia Pedro Bravo— enloqueció su razón, pues que no dudó en sumarse a la causa de esta nueva Betsabé. Señor notario —se acercó al oficial—, contad los votos por segunda vez, para que no resten dudas de vuestra decisión.
—Diecisiete blancos, cinco negros. El Claustro ha decidido por mayoría confiaros a doña Luisa de Medrano y al bachiller Pedro Bravo.
Maldonado golpeó con los puños los brazos de su sitial. Su voz de trueno le confería la autoridad del mismísimo Júpiter Tonante cuando exigió a los asistentes que regresaran a sus asientos, sub paena protestiti iuramenti, mas, para entonces, hasta los propios alguaciles del maestrescuela se habían puesto al servicio del inquisidor.
—Despedíos del rectorado —amenazó antes de indicar al bedel que le abriera paso hasta el exterior—. Aunque me cueste rogárselo a la reina doña Juana, conseguiré vuestra cabeza en bandeja de plata. Os lo juro.
—Hacedlo, pues —solicitó inesperadamente un caballero de elevada estatura y rostro apacible, que le impidió la salida.
Ruiz del Monte retrocedió unas varas, seguido de cerca por aquel hombre cuya sola presencia exudaba autoridad, fuerza, prestigio y mando, y a quien acompañaba Antonio Pimentel. Escoltaban a estos una decena de alabarderos de la Guardia Real de donFernando, inconfundibles con sus sobrevestas rojas y blancas, semejando las armas cuarteladas de Castilla y León. Impresionado, el inquisidor guardó silencio y regresó a su lugar junto al rector. Mientras los claustrales recuperaban la calma, el alférez que comandaba aquella tropa avanzó hasta llegar a la altura del doctor Maldonado para ordenar con voz firme y segura:
—¡En nombre de la reina doña Juana, abrid paso a la justicia! ¡Abrid paso al almirante de Castilla y al conde de Beaufort!