XXI
EL MESÓN DEL ESTUDIO
El asunto del estacionario les había arrebatado la tarde y ya caían las primeras horas de la noche cuando abandonaron la biblioteca. Isabel, aferrada a su delgado tesoro como si en ello le fuese la existencia, caminaba dos pasos por detrás de Antonio Pimentel, que gruñía a diestro y siniestro. Incluso a la pareja de alguaciles con la que se cruzaron de camino a la Puerta del Río. Cumplían estos con su diaria labor de pasear las calles para garantizar la tranquilidad de los vecinos, a menudo perturbados por las cuadrillas de estudiantes pendencieros, de mano rápida y espada suelta, que amenazaban la paz de Salamanca. Al verlos llegar, alzaron los candiles con que se alumbraban para identificarlos.
—Extraño resulta ver por las calles a vuesa merced, bachiller Pimentel —bromeó uno de ellos—. ¿Acaso hoy nos privaréis del placer de sacaros de alguna de las tabernas que frecuentáis?
Sin rechistar, Antonio apretó los dientes y apresuró el paso seguido por su sombra, Isabel de Vargas, que temerosa de la autoridad hurtó su rostro a la luz.
—Y vos, joven estudiante, alejaos de este bellaco o acabará por vender vuestra alma —le advirtió el segundo alguacil.
Las calles de la ciudad se mostraban desiertas, las tiendas cerradas, los portales de las casas sellados. Solo el sonido de sus pasos irritaba aquella tranquilidad. Hasta que cruzaron el umbral de la muralla. Entonces, una mezcla de gritos, bravuconerías y bromas delató que acababan de adentrarse en el territorio de Laurentino Fresno, consiliario de Campos.
Por las risas que salían del interior del Mesón del Estudio, Pimentel dedujo que celebraban los veteranos la recaudación inesperada de alguna de las patentes obtenidas de los novatos, que se empleaban por aquellos en merendolas o festejos a la salud de estos. No se equivocaba, a juzgar por la escena que se abrió apenas cruzaron el marco de la puerta.
Sobre una de las mesas de mugrienta madera bailaba el tal Laurentino al son de las jarras de vino con que sus compañeros celebraban su última hazaña: acababa de robarle la espada a uno de los alguaciles del corregidor. Haciendo gala de una maestría inmejorable, se entrenaba en trinchar panes de centeno y robar carne de las escudillas ajenas de los buenos cristianos que en mala hora acudieron a semejante guarida de bullidores. A escasa distancia a su izquierda, dentro de una hornacina alumbrada por una escuálida vela, una calavera desdentada los miraba fijamente. Sobre ella, la piel de una rana.
—¿Qué es eso? —señaló Isabel con cierta aprensión.
—La venerada cátedra de la calavera, amigo mío —le explicó Antonio—. Pertenece al primer manteísta de Campos que cayó acuchillado en la universidad. Sus huesos se reverencian cual si de un mártir se tratara, como puedes ver.
La muchacha enarcó las cejas. Menuda hermandad la de Campos…
—¿Y la rana?
—Simboliza las mejores cualidades de la cofradía: lujuria, soberbia e inmoralidad. ¡Y ahora deja de curiosear, anda! No perdamos el tiempo en tales tonterías.
Completaba el peculiar escenario un mastín de considerables dimensiones: ladraba a coro con algunos de los borrachos que tentaban a las dos mozas que servían de comer y beber a tan poco recomendable clientela, donde se entremezclaban hijos de títulos del reino con descendientes de la estirpe de Satanás que acallaban sus tripas con el condumio ajeno.
Pimentel se sumó a la cuadrilla de tunantes tras que le invitara el mismísimo Capador, sobrenombre por el que era conocido Laurentino Fresno, pues a tal oficio vil se dedicaba para engordar la bolsa cada vez más magra de monedas que le enviaban sus progenitores.
—¡Una jarra para el Bastardo… y otra para su acompañante el melindroso bachiller Pedro Bravo! —ordenó a voces, para que fuera oída su encomienda sobre la algarabía reinante—. Ven, siéntate a mi lado. —Arrojó la espada que antes mostraba como trofeo—. Y tú, muchacho, donde puedas, que apenas te conozco.
Isabel de Vargas se acomodó en el único hueco libre que restaba en el banco. Temerosa del destino del pergamino que portaba, optó por esconderlo debajo de sus nalgas, único lugar seguro en el mesón, pues antes de permitir que alguien colocara su zarpa sobre ese tesoro, cruzaría la espada con el osado que se atreviese. Completamente borracho, Capador le ofreció un trago de la misma jarra de boca rota en la que hundía sus fauces. Asqueada, la muchacha rechazó un honor que, sin embargo, aceptó de inmediato Pimentel: vació de un buen trago el resto del contenido y remató la hazaña limpiándose los belfos con la manga del jubón de su vecino más próximo, que recibió un puñetazo apenas abrió la boca para protestar.
—¡Saludad a Pimentel, desvirgador de ovejas, mamporrero del maestrescuela y el mejor médico que ha pasado por las aulas del Estudio salmantino! —celebró la barbaridad Fresno.
Una ola de juramentos propios de bestias salvajes coreó tal panegírico. Hasta el mastín acudió a lamer sus manos con adoración perruna antes de interesarse en las posaderas de Isabel. Temerosa, apartó al chucho con cierta precaución que no pasó inadvertida a su peculiar anfitrión.
—¡Vamos! No te preocupes —sonrió Laurentino—. No te atacará. Mi amigo Luis de Linares lo ha entrenado bien y solo enseña los colmillos ante los dominicos. ¿Quieres verlo?
Isabel quiso decir que no, pero a nadie le importaba su opinión, menos aún cuando el tal Linares apareció con un hábito entre las manos con el que no dudó en vestir a uno de los borrachos. Mendrugo, que así se llamaba el animal, comenzó a gruñir. Con la cabeza avanzada en actitud amenazante, se acercó al incauto en medio del silencio casi religioso de los presentes. Bastaron dos ladridos para que su víctima despertase del letargo de Baco y, al sentir la respiración del perro sobre su cara, brincara de salto tan digno de caballería que poco faltó para que acabara con sus huesos en la misma puerta de la taberna. Mendrugo se abalanzó sobre él e hizo presa en sus ropas, que desgarró con el ánimo del infiel que cae en manos de la Santa Inquisición y consigue escurrirse entre sus dedos.
—¡Ánimo, Mendrugo! ¡Sigue así y hoy cenarás longaniza! —azuzaba Luis de Linares.
Cuando la presa suplicó piedad, Capador alzó la diestra. El perro detuvo en seco su ataque para regresar junto a su dueño. Las felicitaciones del estudiante llegaron en forma de la escudilla escuálida de carne, pero apretada de pan y verdura, que antes devoraba a dos carrillos uno de los novatos. Cuando el animal hubo terminado de lamer su contenido, el amo la devolvió a su anterior propietario.
—Come, hombre, come, que no ha de matarte —sugirió Laurentino, palmeándole los hombros—. En peores campos habrás pastado…
Mendrugo colocó su cabeza sobre las rodillas de Pimentel, que le acarició complacido con la gesta que acababa de presenciar.
—Si algún día quieres deshacerte del perro, te lo compro. Su talento podría resultarme útil con cierto dominico —bromeó.
Capador tomó la cara de su amigo entre las manos y besó su frente con afecto. El olor a vino llegó hasta la sensible nariz de Isabel, pero no pareció molestar demasiado a Antonio.
—Hermano, debo rogarte un favor —comenzó Pimentel, sin dejar de acariciar al animal.
—Tu voluntad es la mía.
—Este muchacho —se giró para mirar a Isabel— es pariente del difunto Fadrique Enriquez…
—¡Gran fornicador! —le interrumpió su compañero.
Los presentes corearon sus palabras mientras el rostro de la muchacha se sonrojaba sin que pudiera evitar considerar cuánto bien haría el corregidor de Salamanca en encerrar en sus prisiones a todos aquellos arcabuceros del saber.
—… como te decía, su parentesco le causa ahora desazón, pues piensa, y creo que no anda desencaminado, que cuando el almirante de Castilla ordene recoger las pertenencias de su pobre sobrino, ha de encontrarse con desagradables sorpresas de las que es preciso deshacerse —aventuró Pimentel, a quien la excusa de su compañero con el estacionario le había torcido el ánimo hacia el engaño.
Capador royó uno de los huesos que yacían en su escudilla a la espera de entierro. Sin alzar los ojos de la mesa, le contestó.
—Sabes que Fadrique disponía de su propia residencia.
—Sí, como todos los herederos de títulos del reino.
—¿Por qué entonces acudía a vos? —intervino Isabel, sorprendida de que alguien normal pudiera buscar acomodo entre aquellos asilvestrados patanes.
Fresno golpeó el costado de Antonio con el codo. Aquel gesto de complicidad delataba su opinión sobre la pregunta. También la sonrisa fiera que mostró su dentadura… o lo que restaba de ella. Laurentino se inclinó hacia la muchacha, tan cerca de su cara que el hediondo olor de la carne mal digerida con vino barato obligó a Isabel a toser, apartando el rostro.
—Mi delicado y joven bachiller, te lo explicaré para que lo entiendas: un altanero de ese jaez vive en las soledades de su roca, como las águilas. Y a Fadrique Enriquez le gustaban las colmenas bien surtidas de provisiones, viandas, mujeres y camaradas de pendencias —le aclaró Capador, tocando el culo de una moza tabernera—. No es que le placiera follar en compañía, sino que apreciaba esta hueste singular. —Señaló a los presentes con un gesto amplio que a todos abarcaba—. Quien no forma parte de una cofradía como la nuestra no es nadie en Salamanca. Nadie te protege, ni da la cara por ti, quedas a merced de las demás hermandades de estudiantes y sus… ¿aventuras? —dudó mirando a Pimentel, que en aquel instante rellenaba su jarra de vino.
—Barbaridades —corrigió Antonio entre trago y trago.
—Pues de poco le sirvió a Fadrique vuestra protección —apuntó Isabel.
Capador se aclaró la boca con un poco de bebida antes de probar su puntería sobre las posaderas de un compañero.
—Algunas ovejas caminan a su aire sin pastor. Por mucho blasón de almirantes que porten grabado a fuego en el culo, se ahogan en un escupitajo —rió—. Otros, en cambio, nadan bastante bien si se les ayuda, aunque no siempre alcancen a tocar la orilla. Así le ocurrió a Enriquez.
Isabel parecía comprender la importancia de estas peculiares alianzas de poder. La única forma de defenderse pasaba por diluirse en el rebaño y balar al son de la pandereta del consiliario de la cofradía, en este caso de Laurentino Fresno. Puesto que la procedencia geográfica marcaba la aceptación en una u otra hermandad, a Enriquez no le restó otra que aislarse del mundo en su noble torreón o solicitar que le permitieran formar parte de esa tribu de beréberes.
—¡O eres de los nuestros…! —gritó Capador, alzándose de su silla.
—¡… o carne de patíbulo! ¡Viva Campos! —corearon hasta reventar las paredes los demás estudiantes.
La joven se estremeció.
—Antonio no forma parte de vuestra cofradía y le aceptáis —afirmó en voz tan baja como la de un pecador en el confesionario.
Laurentino abrazó a su amigo con fuerza tal que el banco se bamboleó.
—El Bastardo es un maestro, no necesita que nadie le guarde la espalda. Además, en cuanto lo pida, está más que aceptado. A él no le exigiremos una prueba para ingresar.
—¿A Fadrique sí? —se interesó Isabel.
—¡Anda este! ¡Pues claro! —exclamó sorprendido Fresno.
—¿Y fue?
Los ojos de Capador brillaron diabólicos.
—Que robara el arca de maese Colón. Ni más, ni menos.
Avispado, Pimentel captó al vuelo aquel buen rastro.
—Por eso nos tienes aquí —se arriesgó Antonio.
—Ah, demonio… —Se palmeó la frente Capador—. Así que era eso lo que buscabas, la causa que te trajo.
Frío, Pimentel asintió con la cabeza, gesto que inmediatamente imitó Isabel.
—En efecto. ¿Qué otra razón si no? —mintió descarado—. Hemos venido a recuperar el arca antes de que toda la ciudad sepa que se encuentra en tus manos.
—Nunca creí que lo conseguiría. Aquella fue una verdadera hazaña —suspiró Laurentino—. «Tampoco fue para tanto», le dije cuando vino a mostrarnos su trofeo para que le admitiésemos en nuestra cofradía. Pero no era cierto, no, señor, porque si su pomposo tío conociera estos hechos, seguro quedo que buscaría un sacerdote que le resucitase… para tomarse personalmente el placer de rematarle luego cortándole a pedacitos.
—¿Acaso decís que es obra de Fadrique la muerte del fraile? —preguntó directa Isabel.
—¿Por quién me tomas, muchacho? ¿En mi propia casa afirmas que hay asesinos en la Cofradía de Campos? —replicó Fresno con total seriedad en la voz, mientras a su alrededor estallaban las carcajadas.
Pimentel decidió tomar de nuevo las riendas, antes de verse obligado a defender a su compañero Bravo en un duelo que ya imaginaba sucio.
—No sé para qué demonios quería Fadrique algo tan peligroso. Hubiera bastado con enterrarte en monedas para que le ofrecieras hasta el último de tus agujeros, cabrón mentiroso, más aún formar parte de la Cofradía de Campos. Con su fortuna, todos comeríais caliente varias vidas de reyes.
—Tal vez lo que quería era demostrarle a su tío que gastaba bien sus dineros en su gentil educación —bromeó Capador—. Qué mejor regalo para un almirante que el arca de otro almirante.
—Caro le resultó —intervino lúgubre Isabel.
—Previsible. Gustaba de introducir el palito en demasiados hormigueros y acabó por picarle un alacrán —le aclaró su anfitrión.
—Pues ya sabes lo que te resta, Capador, porque como llegue a oídos de Maldonado que posees este hierro candente, acabarás en la cárcel del maestrescuela… o bajo una vara de tierra con tus antepasados —le recordó Antonio.
—Tenéis razón: debemos deshacernos de ella y no tardando —reconoció Laurentino levantándose.
Ebrio, trastabilló unos pasos y sus manazas cayeron a peso sobre los hombros de Isabel, que se dobló sobre la mesa. Asqueada, apartó al muy animal con malos modos y, al hacerlo, distinguió en la palma de la diestra de Capador tres puntos negros que formaban un triángulo. También Antonio se fijó en la marca. Ambos cruzaron una mirada antes de que Pimentel se incorporase para ayudar a Fresno a sentarse de nuevo.
Uno de los estudiantes se acercó a él para pedirle consejo. Mientras Capador ejercía de maestro con el novato, Antonio e Isabel cuchichearon entre ellos trazando con rapidez un plan: debían apoderarse del arca, pero para conseguirlo era preciso alejar de allí a Fresno. Tendrían que repartirse el trabajo: Pimentel se ocuparía de entretener a Laurentino, ella, de robarla y volver a su lado.
Capador regresó a la conversación abandonada, aunque no sin antes aliviar su vejiga en una de las jarras de vino huérfanas de contenido. Sin limpiarse la diestra, sus dedazos se hincaron en una rebanada de pan. Isabel contuvo una arcada. Ella misma había mordisqueado otra del mismo plato. Quién sabe si condimentada con semejantes especias antes de su llegada. ¡Dios! ¡Cómo deseaba salir huyendo de aquel antro! La Vargas reclamó la atención de Fresno.
—Hablabas del arca. ¿La has visto?
Laurentino se rió a carcajadas, exhalando un aliento todavía más fétido, mientras la abrazaba con fraternal camaradería de borracho.
—Cada noche cuando me acuesto, cada mañana cuando me levanto, querido.
—¡Qué poético! —intervino Antonio—. Vamos, que la guardas en tu propia estancia.
—¿Acaso conoces lugar más seguro, Pimentel? —replicó Fresno—. Cualquiera que osase subir estas escaleras e irrumpir allí sin mi permiso acabaría de comida para los gusanos. Un cartel en la puerta lo advierte claro: «Aquí yace la Parca».
Por la cabeza de la joven cruzó una idea descabellada. El Mesón del Estudio, igual que todos los de Salamanca, disponía de cuadras, y a ellas se accedía por un portalón diferente al de entrada. ¿Y si…?
—Atiende, amigo —se dirigió a Capador—. Necesito desaguar. Dime, ¿dónde se encuentra el paso a las cuadras?
Fresno sonrió displicente. Alargó la mano para ofrecerle la jarra ya plena de orín, que Isabel rechazó ruborizada.
—Qué tímido el chico —se burló Capador, intentando palparle la entrepierna—. Tranquilo, que no pensaba envainar mi espada en tan estrecho habitáculo. ¿Ves la cocina, cerca de la escalera? Junto a ella hay una puerta. Desde allí se accede al corral y, si te avergüenzas de que te miren las bestias, puedes continuar camino y salir a la calle. Márchate, anda, y mea pronto, que a los hombres aún nos resta tarea.
—Tarda lo que necesites, Pedro. Aquí estaremos esperándote hasta el amanecer si es necesario —le tranquilizó Antonio, intuyendo que su compañero pergeñaba algún plan.
Laurentino le volvió la espalda. Aquello era justo lo que necesitaba la mujer.
—¡Más vino! —gritaron algunas de esas bestias montaraces.
Las taberneras corrieron a servirles y la muchacha, valiente, aprovechó la oportunidad única que se le brindaba y voló por los peldaños hasta la planta superior. Milagrosamente, nadie la había visto, tan borrachos se encontraban todos, así que sigilosa, se deslizó apoyada en la pared hasta toparse con la puerta en la que se anunciaba la bravata. El corazón golpeaba tan fuerte en su pecho que se sintió morir. Tomó aire varias veces y empujó la madera. El estúpido de Fresno ni siquiera había cerrado con llave, tan pagado de sí mismo como torpe. Isabel se introdujo en la estancia. Sucia, oscura, desarreglada y maloliente, igual que su inquilino. Y allí, junto a la ventana, una pequeña arca de roble en cuya tapa lucían los emblemas personales de los Reyes Católicos: el yugo y las flechas. Sin pensárselo dos veces, la envolvió en su propio manto, hasta ocultarlo a la vista. Luego, con la misma cautela con la que entró, abandonó la guarida camino de vuelta a las escaleras.
Desde lo alto del rellano estudió el ambiente del mesón. Apenas encontró oportunidad, cual alma que lleva el diablo desapareció rumbo al patio de las cuadras. La oscuridad total le permitió esconder allí el arca, a buen recaudo, y abrir desde dentro el portalón que comunicaba este con la calle. Más tranquila, volvió a colocarse el manto sobre los hombros y regresó junto a sus compañeros, justo cuando Laurentino daba por concluida la cena. A una orden suya, los pocos estudiantes que aún se sostenían en pie se incorporaron de sus asientos.
—¡Vaya! El pequeñín ha vuelto al hogar —saludó Capador al verla—. ¿Pudiste encontrártela solito o te ayudaron, hijo?
—Algunos no necesitamos hurgar demasiado entre las ropas —respondió Isabel mirando fijamente a Antonio—. Lo que fui a buscar lo encontré, desagüé y heme aquí de nuevo, cumplido el deber, para serviros.
—Corta me parece tu arma, muchacho. No te molestes, pero prefiero compañía de hombres recios.
Fresno ciñó su espada, sin prestarle más atención. Pimentel, en cambio, comprendió que su empresa se hallaba en buen camino. Ahora le tocaba a él.
—¿Buscaréis pendencia hoy? —curioseó, siempre dispuesto a tales intercambios sociales.
—Saldremos con buenas espadas a desbaratar el víctor que quieren pintar en honor del licenciado Ochate, ya sabes: el vizcaíno. Le acompañará toda su cofradía a celebrar su graduación y pintar unas cuantas paredes con la sangre de toro. Nosotros convertiremos al semental en buey, que para eso me llaman Capador y a fe que es fama bien ganada.
Por un instante el rostro de Antonio se oscureció. Ochate había sido compañero suyo de estudios. Torpe, desdentado, corto de vista y breve de entendimiento, solo su hidalguía probada sobre privilegios antiguos por los cuatro costados, su origen legítimo y medio millón de maravedíes en sobornos habían conseguido el milagro. En cambio, él, pendiente de la voluntad cambiante del maestrescuela, pugnaba por que le reconocieran lo que a pulso se había ganado con su propio esfuerzo: la licenciatura en Medicina, paso previo para lograr su verdadero sueño: ser doctor. Pero la bastardía pesaba cual losa a sus espaldas. Maldijo al rector, a Del Palacio, a la Universidad de Salamanca y al propio Fadrique Enriquez, su familiar, si era cierto que su propio nacimiento se debía a la simiente del almirante. Pimentel escupió al suelo con desprecio, resumen de su pensamiento.
Los rollizos dedos de Fresno tamborilearon sobre la madera de la mesa. Deseaba partir cuanto antes, aquella conversación se asemejaba demasiado a un interrogatorio y las nubes de valor de la borrachera pronto se disiparían. Laurentino se estiró el jubón, eliminando algunos restos de comida amorosamente unidos a la tela.
—Fresno, con el olor que desprendes huirán hasta las alimañas —le espetó Antonio, apartando el rostro, azotado por tan rancio perfume.
—¿Te animas a sumarte a nosotros, bastardo? Así podrás zurrar los lomos de Ochate. Ese cretino no llega ni a la suela de tus botas —provocó a Pimentel.
—No necesito que me lo recuerdes —gruñó Antonio—. Te acompañaré a romper el festejo, si dejas que mi compañero Pedro regrese a casa sin obligarle a acompañarnos.
—¿Para qué le necesitamos? Ea, márchate, bachiller Bravo.
—Dejadme partir antes que vosotros —le rogó—. No quisiera que me relacionen con vuestra cofradía. No os ofendáis, pero no hace mucho que estudio en Salamanca y no deseo provocar las iras del maestrescuela tan pronto.
—Huye, cobarde, pero sal como las ratas: por las cuadras. ¡Vamos, que no quiero verte más! —Fresno le propinó una patada en el trasero, que le desequilibró lo suficiente como para derramar sobre sus ropas una jarra de vino.
Isabel se marchó con prisa, aunque no tanta como para no advertir que la hazaña de Capador provocaba una sonrisa malvada en el rostro de Antonio, de quien decidió no despedirse. Las malas pulgas del consiliario de Campos podían alcanzarlos a todos.
—Afirman los sabios que el vino derramado es señal de éxito —le recordó Pimentel apenas su compañero desapareció de la vista.
—Con tan buena espada en la cuadrilla —palmeó el costado de Antonio—, esta noche pasará a los anales de la bellaquería.
Brindaron por ello una última vez antes de que Capador subiera a su estancia para cambiarse el jubón manchado.