XXV

EL NÉCTAR DE TORO

Las huestes infernales galopaban libres por su cabeza, espoleadas por la resaca de una buena borrachera en pésima compañía, a juzgar por el revuelo de la estancia. Alarico de Dios yacía en el suelo, desmadejado, incapaz de levantar un brazo sin el permiso del otro, y este sin autorización divina, tanto le costaba coordinar los pensamientos. Deshilachados, cual si de una madeja suelta se tratase.

Con un auténtico esfuerzo de voluntad se dio la vuelta en el suelo. Boca arriba, abrió los ojos para comprobar que la simple luz que se filtraba por las ventanas hería con tanta maña como la espada del mejor punteador de Salamanca. Apartó la mirada hacia la izquierda. Cerca, a menos de media vara, una jarra volcada, pero aún madre de contenido suficiente para enmendar sus males, le invitaba a aferrarse a ella para salir de la penosa situación que arrastraba. Extendió la zurda, rozó con los dedos el asa, el barro se columpió en la madera del suelo hasta que la jarra accedió a caer presa en sus manos. Cerró los ojos, suspirando feliz. Pronto las últimas gotas del néctar de los campos de Toro se abrieron paso entre sus labios. Consistentes, peleonas pero firmes, camino del estómago y de la fragua de su organismo.

Apenas el calorcito del vino alcanzó diana, el reloj de su cabeza comenzó a funcionar, solventados todos sus males por obra y gracia del generoso Baco. Se incorporó con cautela, apoyado sobre ambas palmas primero, en el borde del lecho más tarde, sobre la pared que conducía hasta la puerta finalmente. Allí sus fuerzas se agotaron y resbaló hasta el suelo, viejo conocido, mientras la estancia daba vueltas y más vueltas hasta engullirle en sus giros despiadados.

El estacionario se juró no caer más en la tentación, prescindir de tal vicio. Una vieja cantinela conocida desde hacía años, gastada y manoseada cual si de su propia camisa vieja se tratase. Mientras se confesaba sus pecados y él mismo los absolvía, desde el otro lado de la puerta llegaron hasta sus oídos ruidos que delataban compañía inesperada… o, al menos, olvidada, visto el penoso estado en el que se encontraba, después de las últimas correrías nocturnas.

Dios se apiadó de él lo suficiente para que sus pies sostuvieran el peso de su gastado cuerpo. Primero un paso prudente, luego otro, el tercero decidido, le condujeron hasta la estancia en la que se amontonaban en columnas los libros. O al menos se amontonaban, pues varias de ellas aparecían derribadas y sus códices abiertos y hasta reventadas sus guardas.

Un tipo revolvía en aquel preciso instante entre los folios de un tratado que Alarico de Dios identificó rápido con la Política de Aristóteles. Cierto que no le agradaba especialmente el griego, pero aquella obra constituía la cima del pensamiento, el todo de una época, y ese canalla que le daba la espalda revolvía entre sus hojas con la osadía de quien arranca las plumas a una gallina muerta. Tarea supervisada por un compañero suyo, de grueso talle, no excesiva estatura y pose de rufián que comentaba sus actividades, alentándole a proseguir.

Lo que sus ojos contemplaban no correspondía a las actividades comunes de unos camaradas de armas de taberna, sino a algo bien distinto. El estacionario sacó pecho, dispuesto a descargar sobre tales tunantes la furia de los cielos, si necesario pareciera. Arremangó el jubón hasta donde pudo, que no fue demasiado dada su estrechez, comprobó que el puñal seguía envainado, lo extrajo decidido y, así envalentonado, les llamó la atención a gritos.

—¡Dejad las manos donde pueda verlas, ladrones! —exigió blandiendo la hoja mientras se dirigía a ellos.

Los dos hombres se volvieron. Uno oculto el rostro en el manto, el otro, el más flaco, libre de prisiones anónimas. No lo reconoció.

—Si venís a robar, nada hay en mi humilde casa que os interese, así que marchad antes de que me arrepienta y reclame a voces ayuda.

El embozado avanzó hacia él. Sus pisadas sonaron recias sobre las tablas de madera. De un puntapié apartó uno de los libros que aguardaban eterno descanso en el suelo. Los ojos de Alarico se dilataron de miedo cuando el hombre se rió. Su voz le sonó demasiado familiar para obviar que si alguien así se encontraba ante él y actuaba con semejante libertad, manos poderosas le protegían o se había vuelto completamente loco.

—¡Atrás! —exigió el estacionario.

El ladrón ordenó a su compañero que abandonase su tarea para ayudarlo. Pronto Alarico se vio cercado y nada, ni siquiera el puñal con el que se defendía valiente hasta que le desarmaron, consiguió evitar que cayera preso de tales desalmados. El embozado recogió el arma del estacionario mientras su amigo le sujetaba firmemente contra la pared, apoyado el brazo diestro en su cuello, la zurda encadenando a su presa, sin dejarle mover, vencido por la fuerza de su oponente.

—¿Qué queréis? Llevaos lo que gustéis, nobles señores —lloriqueó el estacionario.

El embozado jugó con el puñal.

—Que respondas a unas sencillas preguntas: ¿a qué vinieron Pimentel y su amigo hace unas jornadas? ¿Qué buscaban aquí? —preguntó volteando el arma con soltura.

Por el rostro del estacionario corrió el sudor.

—Investigaban la muerte del bachiller Enriquez. Les expliqué que apenas le conocía, que solo venía a consultar los libros, como el resto de los estudiantes —respondió rápido.

—¿Únicamente?

—¿A qué os referís?

—Asegúrate de decirme la verdad. Tú —se dirigió firme a su compañero—, coloca su mano sobre esta columna de códices. ¡Hazlo!

Alarico chilló asustado. Ni siquiera la fuerza de Hércules vencería a aquel salvaje, así que terminó con la diestra apoyada en La ciudad de Dios, de san Agustín. Compañía demasiado beata para una ocasión tan peligrosa como la que apuntaba. Sin comedimiento, aquel energúmeno ordenó que separara sus dedos. Luego, clavó la punta del puñal sobre la cubierta del libro justo a la altura de su meñique.

—¡Os digo la verdad! —gritó el estacionario.

—Mientes —respondió con dureza el embozado, antes de amputarle el dedo de un golpe seco.

Alarico aulló a los infiernos mismos mientras observaba con estupor su mano cercenada.

—Está bien, está bien —lloriqueó—. Les dije que a veces le copiaba manuales a cambio de buenos dineros. Eso es todo, ¡lo juro!

—Pues lo haces en falso. Mientes de nuevo.

De un solo tajo, seccionó el anular de su víctima. El estacionario se dobló de dolor y consiguió zafarse. Sangraba tanto que la piel y la madera de la cubierta del libro de san Agustín se tornaron bermejas. Aquel animal le golpeó en el rostro con el revés de su puño. Alarico se estrelló contra la pared antes de caer al suelo.

—¿Qué vinieron a buscar? ¡Vamos! ¡Agotas mi paciencia!

Le pateó la cara hasta romperle la nariz. El estacionario se acurrucó para protegerse. Alzó la mano herida.

—Un mapa. Don Fadrique me rogó que le copiara un mapa. Ahora ya lo sabéis todo. Dejadme vivir, os lo suplico, no diré nada —sollozó abrazándose a sus propias piernas.

—¿Qué mapa? —prosiguió el interrogatorio el embozado.

—Uno antiguo, no sé.

—Tercera mentira.

A una señal suya, su compañero clavó su espada en el pecho de la víctima, sabedor de que no se trataba de una estocada mortal. Alarico se arrastró hacia el dormitorio. Divertidos, los dos ladrones le siguieron al acecho. El estacionario consiguió apoyarse en el lecho, pero pronto se derrumbó sobre él. Por un instante quiso aferrarse a la posibilidad de encontrarse en una pesadilla, fruto de la mala borrachera, así que cerró los ojos con fuerza, mas cuando los abrió de nuevo hubo de enfrentarse a los rostros de sus asaltantes: el embozado acababa de descubrir sus facciones. Al reconocerlas, Alarico se dio por muerto y comenzó a rezar.

—Dios mío, protégeme —balbuceó débil.

—Que lo haga, poco me importa, pero no antes de escuchar una última respuesta. ¿A quién pertenecía el original? Tu vida depende de la contestación.

—Al viejo catedrático de Astronomía —confesó, alejándose un poco, buscando la protección de la pared.

—¿A fray Bartolomé? —inquirió su torturador.

—Sí, y os digo la verdad —gimió el herido.

—Lo sé —aceptó aquella bestia antes de desenvainar su propia espada.

Alarico fijó sus ojos en la empuñadura de aquella hoya de calidad. Un escudo llamó su atención. Eran las armas de los Enriquez, almirantes de Castilla. Horrorizado, no pudo evitar el golpe certero que acabó con su vida, ni el que la saña dispuso que atravesara su cuerpo más tarde. La mirada fija del estacionario les alertó de su muerte, así que ambos se despidieron de él, cada uno a su manera. El joven, limpiándose la sangre sobre las ropas de la cama, el otro, pintando un víctor en la pared, justo encima de la cabeza del difunto.

—Requiéscat in pácem —se rió lúgubre antes de desaparecer.