VIII
LA CAPITAL DEL SABER
–Quizá te sorprenda la ciudad, sin duda más grande que el villorio del que procedes, chico —le provocó Pimentel, montando a su lado—. Salamanca es la capital del saber de estos reinos, hija mimada de monarcas, refugio de clérigos, estudiantes y truhanes.
—Y de vos, ya que pertenecéis a una de esas categorías —cortó algo molesta Isabel.
Antonio sonrió atusándose los cabellos, todavía mojados después del baño, sucios del ejercicio de la noche anterior. Emparejado a su compañero, recorrió el puente romano sobre el Tormes, la frontera que separaba la urbe del barrio de la Mancebía.
—Más bien soy cofrade de varios —bromeó conteniendo el paso de su caballo.
—Dejad que adivine.
—Mejor que no, o habría de arrepentirme pronto de aceptarte como huésped. Bueno, persígnate: acabamos de cruzar el umbral de la ciencia.
Pimentel soltó las riendas para abrazar el aire de la ciudad. Respiró hondo, cerró los ojos, y espoleó los ijares de su montura suavemente. Enfrente de ellos se alzaba la Puerta del Río, una de las que rompían la muralla de Salamanca. A lo lejos podía distinguirse la silueta de la catedral y algunos edificios singulares, de los que ofreció cumplida cuenta a su compañero.
Admirada, la Vargas seguía con la vista sus explicaciones sobre el pasado más reciente de la ciudad, Favorita de los Reyes Católicos. Habían nombrado a su hijo y heredero, el difunto príncipe don Juan, señor y gobernador de ella. Fue allí precisamente, en Salamanca, donde murió en 1497, provocando con su desaparición todos los males que vivía la corona en aquellos tiempos, pues su hermana Juana, esposa del archiduque Felipe el Hermoso, pasó a convertirse en heredera del trono. Así que en aquella ciudad, de alguna manera, había cambiado el devenir de los reinos de España.
—Si te arrepientes de entrar en ella, todavía puedes volver a tus tierras a cultivar ajos, muchacho —le pinchó Antonio Pimentel una vez más.
—¡Y vos a repoblar las Alpujarras, si es que os restan fuerzas! —chilló Isabel, poco dispuesta a ceder en aquel duelo.
—Pedro Bravo, eres burro y torpe de modales. Y no retiro ni una sola de las palabras, que deberían ser más que insultos si en lugar de un aprendiz de hombre fueras un caballero hecho y derecho. Deberías aprender maneras antes de buscar pendencia con el mundo, pues bien pareciera que deseas que alguien te vapulee el trasero o cruce su acero con el tuyo —le reprendió Antonio.
Isabel agachó la cabeza. Acostumbrada a que los varones admiraran sus talentos o su belleza, ahora, disfrazada de Pedro Bravo, no sabía muy bien qué hacer. ¿Le correspondía abofetear a ese pretencioso? ¿O sencillamente dejarse aconsejar como un pobre muchacho de pueblo para no cometer un error tan estúpido como el que había provocado el incidente que acabó con sus huesos en el Tormes?
Ni ella misma tenía la respuesta correcta, así que permitió que su guía hablara y hablara sin parar para poder disfrutar de la ciudad que habría de convertirse en su nuevo hogar sin que nadie la estorbara. Porque dos hombres a caballo con sendos aceros al cinto apartaban a los malhechores, aunque en el caso de su acompañante, todo un plantel de posibilidades les abría sus puertas, visto su peculiar pelaje.
De camino hacia el interior de la ciudad, Pimentel, de verbo más que generoso, le explicó que allí, entre el Tormes y la Puerta del Río, se encontraba uno de los mesones más conocidos: el de Alfonso González Leal, a quien apodaban Ojituerto, y que alquilaba algunos aposentos a los estudiantes.
—¿Los alquila? —mostró su interés Isabel, más para provocarle que porque le interesara el tema.
—¿Sordo además de necio? —refunfuñó su compañero, a quien molestaba soberanamente que le interrumpieran.
Antonio se volvió para mirarla. Justo a su espalda se entreveían las letras de elegantes trazos que anunciaban el negocio: Mesón del Estudio, pero que, con el caballero justo en el medio, bien pudieran ser leídas como Mesón del Estúpido, en su honor. Isabel se sonrió malvada al considerarlo.
—No tiene tan mal aspecto, si me lo permitís —le fustigó de nuevo.
—¡Qué! —chilló escandalizado Pimentel—. ¿Además de torpe y pendenciero te gustan las gorrineras? Ojituerto es uno de los tipos más desagradables de la ciudad. Gusta de echar al pote todo tipo de desperdicios para conseguir más consistencia en sus guisos. Desconfía de su comida, si alguna vez osas probarla, pues no ha de sorprenderte encontrar algún hueso mondo y lirondo de cristiano. —Sus ojos brillaron—. Sabe, amigo mío, que este mesón ni siquiera le pertenece, sino que lo arrienda a la universidad, que así amplía su negocio del espiritual al terrenal mundo, pues en ambos se obtienen suculentos bienes bendecidos por Dios. —Se persignó—. Di amén, impío, y abandonemos este pernicioso lugar.
—Amén.
Sin duda Pimentel era un tipo peculiar. Casi tanto como el penco que montaba, de fuertes ancas y estampa noble, pero que cabeceaba aburrido de izquierda a derecha, como si saludara a los ciudadanos que se encontraban en su camino. «A tal amo, tal criado», pensó la joven, advirtiendo que la mayoría de los hombres con aspecto de canallas y las mujeres de buen ver y pícaro aspecto con las que se cruzaron saludaban cordialmente a su compañero. Su prima Luisa tenía razón: no existe mejor manera de desaparecer que confundirse con la multitud gracias a un buen guía.
Ya dentro de la muralla tomaron el camino que habría de llevarlos hasta los edificios de la universidad, a través de una calle en la que no faltaban negocios a ella vinculados, especialmente libreros, que anunciaban sus mercancías llegadas desde Italia, los unos con carteles, los más con la sobriedad de su propio nombre, cual si de una embajada de la gentil Venecia se tratara. Alguna mujer en la puerta, la mayoría hombres, rectitud en la estampa, firme resolución en la mirada, aquella vía era bien distinta a la que habían abandonado. En la primera se acumulaba la vida, en esta otra, el saber. La muchacha quiso detenerse allí, pero el caballero, aburrido del viaje o deseoso de alcanzar su destino después de toda una jornada sin dormir, golpeó con suavidad los molos de la montura de Isabel, que abandonó su paso calmado.
—Veo que te gustan las tiendas, rapaz. Sin duda tu experiencia mundana es corta, ya que desprecias los escotes de las damas y sus nalgas para entregarte a la sapiencia de esas cuatro paredes llenas de códices viejos y pergaminos quemados por las velas pero que aún se venden a buen precio. Mucho usurero detrás de pluma y tintero.
—Toda una rima, señor poeta.
—¡Cretino engreído! —Le arreó el segundo capón de la jornada, esta vez con cierto afecto—. Usureros, sí. Los libros que aquí se venden proceden de imprentas italianas porque hasta los propios doña Isabel de Castilla, que en paz descanse, y su esposo el aragonés consideran de mejor factura los ejemplares que allí se gestan que los que puedan coserse en estas tierras. Juan de Porras y Rodrigo Escobar, cuyas librerías acabas de ver hace unos momentos, bien que se benefician de estos tejemanejes y alzan los precios a su placer.
—¿Y por qué los estudiantes de Salamanca no adquirís los libros de vuestro estudio directamente en Italia?
—¿Me ves cara de ricohombre, muchacho?
—No, pero…
—¿Dónde me dijiste que habíais adquirido el grado de bachiller en Artes?
—En Bolonia —mintió Isabel.
—Claro.
—¿Qué queréis decir?
—Que lo que Bolonia no da Salamanca no presta.
—¿Qué?
—Nada. Que si quieres libros, yo te los conseguiré a buen precio.
—¿También mercadeáis con la cultura?
—Con todo lo que viste, calza, lee, come, duerme y ama.
—Observo que poco parecéis estudiante y más bribón, si solo valoráis la carne y no la ciencia del alma.
Antonio se rió. A esa corta distancia, sus ojos azules se tornaron más claros que el cielo limpio de nubes que los cubría. Guardó silencio un instante e Isabel se sonrojó.
—Está bien, está bien, chico —prosiguió su camino—. Creo que tanto cura a tu alrededor en Bolonia te ha aflautado el carácter. ¿Podemos apearnos el tratamiento?
—Sí, claro.
—¿Eres virgen todavía? —preguntó Pimentel, para desquiciarla un poco más.
—¡Nada te importa! —Se sonrojó, espantada.
—Mudo entonces.
—Más bien caballero.
—¿Y cuál es, según tu docta opinión, la esencia de la caballería, muchacho?
Isabel se aguantó las ganas de responderle que su antítesis, pero se reprimió.
—Lo que al caballero le hace serlo es su comedimiento en el hablar y ante los vicios, su generosidad con los demás, su honestidad en el vivir y su valor en la lucha.
Pimentel valoró unos instantes tan larga descripción. Sonrió de forma extraña, oscura.
—Sopesando tales principios, y si exceptuamos el último, verdaderamente no soy un caballero. Pero en cambio conozco lo suficiente el mundo para saber que lo que necesitas para quitarte tanta tontería de la cabeza es más bien terrenal y menos filosófico. Este domingo que viene te llevaré a la taberna de las Ocho Beatitudes, y te invitaré a bien comer y a yacer con mujeres. Allí conocerás a los auténticos caballeros, parlanchín mojigato. Entretanto, volviendo a lo que nos atañe, que es tu alojamiento, te explicaré mis condiciones, pues ya hemos llegado a mi casa. Chico, ¿dices que te envía doña Luisa de Medrano?
—Si he de ser tu huésped, llámame Pedro, porque con tanto «chico», «muchacho», «mojigato», «necio» y «burro» comienzo a dudar de mi propio nombre —gruñó Isabel.
—Pedro, creo que te has confundido: no has de ser mi huésped, sino mi inquilino. Una vez acordemos precio, tendrás acomodo en una estancia limpia y amueblada con lo necesario, comida tres veces al día en la cocina con los otros estudiantes, y tu ropa, si así lo deseas, puede confiarse a una lavandera a costa de tus dineros. Todo en esta ciudad tiene un precio y, si estás dispuesto a pagarlo, ninguna mejor que Salamanca. Tenlo presente antes de cruzar el umbral de esta puerta. —Señaló a la derecha antes de descabalgar.
Lamiendo la calle sobre la que se apoyaba la iglesia de San Julián y Santa Basilisa, ante sus ojos se alzaba un palacio de antigua factura cuya entrada principal lucía orgullosa las armas de la familia Pimentel, un cuartelado de fajas y veneras, adornadas de todo tipo de ornamentos exteriores al escudo como un yelmo antiguo, lambrequines rotos y alguna otra indescifrable pieza. De piedra limpia, aunque algo desgastada por el paso del tiempo y los cambios de fortuna, denotaba la calidad de su propietario, la antigüedad de su linaje. La casona era casi frontera de aquella que llamaban de los Sexmeros. Lucía una solitaria torre cuadrada, almenada y en ella otro viejo blasón: el de los Quiñones. Aficionada a los relatos de caballeros, a las genealogías y todo tipo de patrañas heráldicas desde niña, para los ojos expertos de Isabel bastaba con esos datos para entender que detrás del pellejo de buscavidas de su compañero se ocultaba algo más, aunque se empeñara en esconderlo enterrándolo bajo capas de vulgaridad soez. Aquel hombre que caminaba a su vera tenía el porte de un rey, su solar se mostraba antiguo, ¿por qué ocultaba su calidad? ¿Acaso también él escondía algún oscuro secreto?