XII
CUANDO EL DIABLO
TEJE EL MIEDO EN LAS ALMAS
Para Isabel fue una terrible decepción despertar aquel amanecer. Hacía unas pocas horas que se había acostado, después de toda una noche de estudio, y ahora, con el canto del gallo, le recordaban sus deberes de estudiante. Si algo le molestaba de su nueva vida, precisamente era madrugar. Había valorado en varias ocasiones cortarle el pescuezo al gallo, incluso calibró el filo de uno de sus cuchillos, pero un asesinato tan vil dejaría sus huellas, delatando al criminal. Poco o nada tardaría Antonio Pimentel en descubrir a ese despiadado malandrín en su huésped más reciente, y por nada del mundo deseaba decepcionarle. Menos aún después de las últimas semanas, en las que, vencidos los primeros recelos hacia su persona, la había adoptado como si de una mascota torpe se tratara.
Antonio la adiestraba en las artes de la Medicina, en el conocimiento de los clásicos, en la lectura comentada de los grandes maestros. Cada tarde que pasaban juntos se justificaba con la torpe excusa del repaso necesario, pero Pimentel tenía toda la ciencia en la cabeza desde hacía tiempo. Sus manos de dedos largos y fuertes delataban al buen cirujano. Sus actividades en el Hospital del Estudio, a escondidas de todos menos de Pedro Bravo, hablaban mejor que ningún escrito de su talento innegable, pues solo a él se le permitía asistir al médico del mismo, incluso suplirle en ocasiones calladas, con todas las bendiciones del maestrescuela.
Convertida durante aquellas semanas en su sombra, en su aprendiz, Isabel consiguió superar con cierto ingenio las clases. Descubrió entonces que su talento para esas artes podía averiguar una dolencia mejor que un tratado de Galeno. No se le escapó esa habilidad a su improvisado maestro, ufano con cada uno de sus pequeños logros.
—Bachiller Bravo, me equivoqué contigo: eres hábil y perspicaz. Tu ingenio e intuición superan ya el entendimiento de muchos más experimentados —reconoció Antonio un día.
Isabel guardaba en su corazón todas aquellas alabanzas sinceras, a las que siempre respondía de la misma manera: agachando la cabeza para que Pimentel no descubriera el placer que desvelaba su sonrisa. Por primera vez en sus años de vida se sentía útil, servía para algo más que ofrecer una buena dote a un mal esposo. Algunas noches, después del estudio, mientras compartía con su compañero una jarra de vino, entre las brumas de la bebida regresaba el mal recuerdo de Suero Vermúdez y el miedo que le producía la llegada de su tío, Ruiz del Monte, con quien afortunadamente todavía no había cruzado sus pasos. Cuando esto ocurría, Isabel dejaba de un seco golpe el vaso sobre la mesa, lo que molestaba en extremo a Antonio, que consideraba aquel gesto una deserción, o una mala respuesta a cualquiera de sus comentarios. Hasta que un buen día sujetó su diestra con firmeza, evitando el golpe. La miró a los ojos, intensamente, hurgando en su alma, desnuda ante él, antes de ofrecerle una última lección.
—Pedro, naciste para sanar los cuerpos, aunque intuyo por tus cada vez más frecuentes silencios que urge que alguien cauterice las heridas de tu alma. Si me necesitas, aquí estaré para ti.
Aquella tarde Isabel hubiera querido besarle, abrir su corazón para él. Pero en lugar de eso optó por contener el llanto ante su halago, fingir cierto desdén de camarada. Cuando Antonio desapareció para acostarse, apenas restaban dos horas para el amanecer, pero a la muchacha, a partir de ese momento, todo dejó de importarle salvo Pimentel. Incluso el maldito gallo. Así que suspiró con fuerza, volvió a cerrar los ojos y se arrebujó entre las sábanas con su recuerdo. Aquella mañana Luisa, la Medicina, el mundo entero, bien podían esperar…
Fray Juan Ruiz del Monte llevaba varias semanas en Salamanca y toda la ciudad se había revolucionado con él. Desde su venida, Isabel acostumbraba a buscar a Luisa a la salida de las clases, como si la mutua compañía pudiera apartarlas de la amenaza, especialmente intensa para ambas. Aquel día tocaban a su final las clases matutinas cuando los cielos despiadados clavaron en la puerta de las Escuelas Mayores al visitador real. Después de una larga y desagradable media hora, el dominico no dejaba de escudriñar a la joven Luisa de Medrano, sin desfallecer, al acecho de su presa.
Aguardaba a que esta despachase al último de los estudiantes que la retenían con sus preguntas para abordarla. Esta demora, sumada a la compañía de su inseparable fray Álvaro de San Emiliano, agotaba su cada vez más menguada paciencia. La primera por interminable, la segunda por recordarle cada instante que un hombre de su categoría no necesitaba solicitar turno para demandar la presencia de un profesor, menos aún de una simple dama, precisamente de esa mujer.
De reojo, la Medrano observaba al inquisidor, esperando que su prima apareciese, temerosa del encuentro inevitable mientras alargaba hasta el absurdo cada una de las respuestas a las curiosidades de los estudiantes. Hasta que el último de ellos desapareció del patio de las Escuelas. A Luisa le costaba discutir en vano. Consideraba un total desatino gastar su tiempo en luchas absurdas, justificaciones ridículas o en explicar por enésima vez las razones de su presencia en la universidad, pues Nebrija, el Claustro y el rector las habían dejado claras en más de una ocasión cuando fueron demandadas por Ruiz del Monte.
Para el dominico, cazar a la Medrano representaba un aliciente en su oscura vida de servicio a un camino de salvación que solo él consideraba correcto y apropiado, alejado incluso del pensamiento de sus hermanos de religión, ya que si por algo se caracterizaban en aquellos años los dominicos salmantinos, era por la apertura de su pensamiento, más cercano a los valores originales del cristianismo que a la persecución de todo aquel pecador que osaba entrometerse en su camino. Llegaban hasta el extremo de demandar explicaciones a los conquistadores de Indias por su trato a los indígenas de aquellas tierras recién descubiertas, abanderados de la igualdad de derecho de estos últimos frente a aquellos.
Cada día que pasaba en el convento de San Esteban, más se le atragantaban a Ruiz del Monte tales consideraciones, que estimaba propias de herejes. ¿Desde cuándo judíos, moros o indios debían considerarse iguales a los cristianos viejos? Cisneros tenía razón: la semilla de la podredumbre que recorría la universidad también trepaba por el árbol dominico de Salamanca.
Bien. Llegaba la hora de comenzar por el principio. Luisa se había convertido en una verdadera obsesión, semejante a la vieja herida causada por el desplante de la altanera Isabel de Vargas a su sobrino. Fray Juan no estaba dispuesto a olvidarlo. De hecho, desde que Suero le habló de la fuga de Vargas, de su humillación, mantenía abiertos los ojos de todos los informadores de la Inquisición a la espera de captar alguna noticia.
Sabía que la familia materna de aquella infame procedía de Salamanca, que estaba emparentada con esa maldita joven que corrompía la moral en las aulas y a la que detestaba tanto como la amistad del Maligno. También había llegado a su conocimiento que por la casa de Luisa de Medrano, tiempo atrás había arribado una muchacha pariente suya, que pronto desapareció de su residencia, esfumándose en el aire. Ruiz del Monte hubiera apostado su propia cabeza a que esta chiquilla no era otra sino la hija de los señores de Altobar. Cuando pudiera liberarse de la carga impuesta por el cardenal Cisneros, centraría todos sus esfuerzos en su captura y vuelta al redil, no sin antes arrojarla a la cárcel del Santo Oficio, para que aprendiera buenas formas esa inmoral.
De vez en cuando le llegaban misivas de su pobre sobrino, al que tal infamia había hundido en una tristeza amarga. Esa angustia y la sombra de los frailes del monasterio asturiano de Comellana cercano a su señorío habían tentado su ánimo hacia la entrada en religión. En su última carta, Suero Vermúdez anunciaba a su tío que abandonaba el mundo para dedicarse por entero a Dios. Ruiz del Monte podía llegar a aceptar que su único heredero cercenara el linaje para entregarse al Todopoderoso, pero que lo hiciera por despecho, no. ¡Ay, de Isabel de Vargas! Algún día sobre su cabeza haría caer el peso de la Inquisición. Ya encontraría la manera de encausarla.
Mas de momento debía centrarse en su objetivo principal: Luisa de Medrano, que en aquellos instantes trataba de escabullirse pegada a la pared, fingiendo no verlos, acompañada por su criada de confianza, auténtica cancerbera de su señora, a la que no importaría hincar sus dientes en las carnes del visitador real si osaba incordiar en exceso a la joven. Por si no bastase con tal protección, en aquel preciso instante apareció un molesto incordio más en la figura del bachiller Fadrique Enriquez, heredero del almirante de Castilla.
Luisa sonrió al verle acercarse, inconfundible entre los demás estudiantes. Alto, espigado, de rubios cabellos y rostro apacible, bondadoso… que recordaba sombrío tras la última vez que hablaron. Catalina miró a su señora y, con el pretexto de un olvido absurdo, le regaló una excusa para detenerse con él siquiera fuesen unos instantes, un tiempo robado a un futuro que por el momento no era de ellos.
—Señora, los cielos me bendicen con vuestra presencia, tan difícil de encontrar sois para los que os aman y admiran que solo en los sueños os aparecéis.
—Mi galante don Fadrique. ¿Y qué hacemos en ellos?
—Daría mi vida por que sucediera en vigilia, mi amada Luisa —suspiró el bachiller Enriquez.
—Experiencia no ha de faltaros, cuentan que rondáis por casas de dudosas costumbres.
Fadrique se ruborizó.
—Desde que acepté tu rechazo mi vida se ha perdido en malas compañías —reconoció, apeándola el tratamiento—. He derrochado el tiempo buscando esperanza en la desazón, en un valle de tinieblas, de oscuridad. Pero he aprendido a aguardar el día en que se me abran los cielos con una respuesta tuya. Hasta entonces, sabré esperar, te lo prometo. Y si me rechazas de nuevo, asumiré que gastaré mi vida en amarte, aunque sea en la distancia. —Besó su mano.
Emocionada, Medrano retuvo sus dedos y Fadrique los acarició con ternura.
—Siempre me tendrás a tu lado, mi señora.
—Lo sé. Tú también a mí. Cuando Nebrija regrese de la corte, nada impedirá mi respuesta.
—Si lograra que te sintieras orgullosa de mí…
Luisa lo interrumpió.
—Siempre lo he estado, mi dulce caballero, mas conoces las circunstancias que motivaron mi rechazo a tu propuesta de matrimonio hace nnos meses.
—Y he aprendido a aceptarlas, al igual que he asumido partes de mi propia alma que desconocía y ahora me aterran.
Luisa le preguntó sin decir nada, atraída por el misterio que envolvían aquellas palabras.
—He hecho algunas cosas que…
No tuvo tiempo Fadrique de completar su frase, que murió colgada en el aire, incompleta por culpa de la llegada del inquisidor Ruiz del Monte. Fray Juan les saludó con una sonrisa que más tenía de mueca. Por toda respuesta recibió un murmullo de la dama y una mirada fría del joven caballero en cuyos ojos claros asomaba una advertencia: nadie haría daño a Luisa mientras viviera y pudiera defenderla de las leyes de los hombres y aun de las de Dios, si necesario fuera.
Fray Juan no buscaba un enfrentamiento con alguien de su posición, pero tampoco permitiría que aquel mozalbete se interpusiera en su camino e interfiriera en la misión encomendada por Cisneros. Por eso endureció el gesto y obligó a la Medrano a enfrentarse a él.
Aquel obstáculo hubiera supuesto un duro golpe para cualquier persona débil de espíritu, pero Luisa no lo era, menos aún necesitaba demostrar su bagaje intelectual a la puerta del patio de las Escuelas. La dama despidió con un afectuoso gesto a Fadrique, que aceptó partir, aunque no sin antes fulminar una vez más con la mirada al dominico y agradecer con un ademán de cabeza el favor de Catalina, que se acercaba ya hacia su señora con las manos, claro está, vacías. También Ruiz del Monte la saludó cortés antes de ofrecerle la diestra para que la besase. No necesitaba verdadera tonsura, ya que los mondos pelos que sobrevivían en su morena cabeza amenazaban con la pronta muerte. A Luisa, fray Juan le provocaba una inquietud en las entrañas semejante al temor que los caballeros reconocían padecer poco antes de sufrir una emboscada a manos del enemigo. Asemejaba una rata y se comportaba como tal, pues bien pareciera, en cada gesto comedido y suave, que guardaba para su interlocutor una puñalada, una advertencia sibilina escondida en dulce recomendación. Jamás miraba de frente, ni a los ojos y, cuando lo hacía, algo en su oscuridad atravesaba el alma, desarbolando toda posible defensa.
Su maestría en el arte de la caza no admitía competidor. Oteo, acecho, persecución, captura y muerte se habían convertido, de tan rutinario ejercicio, en simples etapas antes de lograr vencer a su presa, arrebatarle hasta lo más profundo de su dignidad a través del miedo, la confusión y el desamparo. Mas sus trofeos no pendían de las paredes, sino de las horcas, se hincaban en las picotas, no se cazaban en los montes, ya que la única presa que interesaba al inquisidor habitaba en los reinos de la corona de Castilla, en sus pueblos, villas y ciudades: el hombre… o la mujer.
—Veo que con cada jornada se acrecienta vuestro orgullo, señora —la saludó Ruiz del Monte.
—Lamento que así lo entendáis y que llevéis tanto tiempo esperando por mí. Lo siento, pero no puedo quedarme a conversar con vuesa paternidad —respondió la mujer, incómoda.
Ruiz del Monte compuso un gesto de evidente desagrado. Escoltado por fray Álvaro, se colocó a la vera de Luisa, forzando un encuentro casi físico entre ellos. La joven, a quien repugnaba aquella presencia tanto como la intimidaba su autoridad, asumió aquella cercanía violenta y arrancó a caminar hacia su casa con semejante escolta.
—Hoy no aguarda por vuesa merced ese familiar suyo, ese bachiller Pedro Bravo que suele escoltaros fiel, así que os acompañaré para protegeros. Sin duda nuestros pasos hoy están llamados a encontrarse —ironizó el inquisidor—. Supongo que vuestra soledad os molesta, señora, ya que prolongáis la compañía de los estudiantes, gustad también de la mía.
La mujer aceptó con santa resignación su presencia.
—Ya que optáis por el silencio, hablaré yo por vos. No os prodigáis demasiado, salvo en la universidad.
—Mi vida es austera, solo a ella me debo —respondió Luisa con desgana.
—Y a vuestra familia.
—Por supuesto.
—Vuestros padres todavía se encuentran en la corte.
—Desde hace más de un año.
—Decidme entonces quién era la mujer que vieron en enero en vuestra casa —le espetó el inquisidor por sorpresa.
La Medrano le miró fijamente.
—¿Debo responderos?
—Considero que sí. ¿O tenéis algo que ocultar? ¿Tal vez la presencia de vuestra prima, Isabel de Vargas?
Luisa le sostuvo la mirada. Intuía que aquel desagradable fraile disparaba su pólvora en todas las direcciones posibles. ¿O no? Aceleró el paso, tratando de alejarse con presteza de la universidad, temerosa de que su pariente apareciera.
—Vuestra premura asemeja huida, señora —se burló él.
—Y vuestra curiosidad, enfermo interés. En una de sus últimas cartas mi tía, Beatriz de Medrano, señora de Altobar, me indicaba que vuesa paternidad había apalabrado el matrimonio de mi prima con vuestro propio sobrino, así que vos sabréis dónde se encuentran ambos. Por mi parte, no he visto a Isabel de Vargas desde que era niña, años atrás. Y en cuanto a la mujer por la que preguntáis con tanto interés, se trataba de una pobre viuda a la que mantuve hasta su muerte, triste fallecimiento que ocurrió por las fechas que interesan a vuesa paternidad. Lo siento, si deseáis averiguar más, tendréis que rezar por su alma para que Dios os ilumine.
Ruiz del Monte retorció sus nudillos hasta hacerlos sonar, aunque hubiera preferido golpear con ellos a esa atrevida mujer.
—No seáis necia, ni osada —la amenazó con un mal gesto.
—Nunca es necedad rezar por los santos difuntos, padre —le sonrió Luisa, desafiante.
Gracias a aquella certera estocada llevaban ya un buen trecho en silencio cuando, al llegar a la altura de la Puerta del Sol, el dominico tocó su brazo discretamente, creando una intimidad que incomodó aún más a la mujer. Casi al oído, cual si de un amante se tratara, deslizó su veneno de nuevo:
—Decidme, hija, ¿qué tal vuestras lecciones? Impartís Retórica, ¿no es cierto?
Luisa reflexionó antes de contestar con una evasiva mientras pensaba hasta qué extremo era curioso lo que ocurría con ciertas formas de caminar: algunos pasos resuenan alegres, otros provocan miedo y no faltan los que, como aquellos de los dos dominicos, golpean siniestros el empedrado de las calles. Tambores del diablo que acompasaban las malvadas intenciones de Ruiz del Monte, sus inquisitoriales preguntas acerca de su vida privada, sus relaciones, familia, formas de impartir clase. Incluso osó sugerir una relación amorosa entre ella y el maestro Nebrija, por otra parte célebre por sus conquistas, para justificar su presencia en las aulas.
La Medrano hubo de morderse los labios para no dejarse tentar por la ira. Nunca se le había hecho más larga que entonces la rúa de San Martín, en el medio de cuyo recorrido se alzaba su casa. Dispuesta a cercenar aquella desagradable Medusa dominica, también ella interrogó al fraile sobre algunos de los procesos en los que, era fama, había intervenido con mano excesivamente firme, sin temblarle la pluma al rubricar las sentencias de muerte de algunas personas cuyo único delito era la sinceridad, o encontrarse en el lugar más inoportuno. Irritado, Ruiz del Monte aceleró el paso sin advertirlo, lo que provocó una creciente sensación de triunfo en Luisa. Apenas si le restaban unas pocas varas para encontrarse con el refugio de su hogar, cuando el fraile retomó la palabra y exigió las respuestas que esa desvergonzada se negaba a brindarle.
—Y a vuesa merced yo solo exijo respeto —replicó ella. Su voz sonaba calma, pero su tono era de hielo. No estaba dispuesta a permitirle una intromisión más en su docencia, o a que se atreviera a interrogar a sus alumnos buscando una nueva causa para enjuiciarla, o privarla del puesto que tanto le costó lograr.
Fray Juan contuvo la tos. Aquel incómodo ataque delataba su nerviosismo sin que pudiera evitarlo, pero aquella hija de perdición lo desconocía. Tal vez había llegado la hora de emplear otros senderos para atacar la fortaleza salmantina. Quizá Medrano no fuera, después de todo, la brecha en la muralla universitaria por la que introducirse. Confiado en la justicia de su intención, se despidió con premura, aunque no sin antes arrojarle al corazón una última lanza:
—Cuentan que el heredero del almirante de Castilla os ronda. Yo mismo he sido testigo de vuestros tratos hoy. Permitidme un consejo, señora: aceptad sus propuestas de matrimonio y desapareced, porque, aunque deba buscar bajo las piedras de la propia catedral, hallaré el modo de arrojaros del puesto que ocupáis, Salomé impúdica.
Luisa se detuvo, enfrentándose por primera vez a tan despreciable sujeto.
—Para que yo fuera Salomé, fray Juan, vuesa paternidad habría de llamarse Herodes y ambos buscar la cabeza de San Juan Bautista. Intuyo que la que requerís es la mía, lo cual os deja en muy mala posición. Por lo que he visto, acostumbráis dejar a vuestro paso pisadas de sangre. Cuidad que el demonio no encuentre vuestro rastro, o a quien daréis cuentas no será a mí, sino al Todopoderoso.
—Amén —ratificó su criada.
Catalina se apresuró a abrir la puerta de la casa de los Medrano, invitando con premura a su señora a buscar refugio en aquel sagrado. Sin despedirse, Luisa volvió la espalda a los dos frailes.
—Tened cuidado. Quedáis advertida —alzó la voz fray Juan, antes de que Luisa desapareciera de su vista.
Ya dentro de su hogar, la joven hubo de buscar apoyo en su criada, que sostuvo a su señora hasta la cocina. Segura entre aquellas paredes, Luisa comenzó a llorar amargamente su soledad y desamparo.