IX
UNA TABERNA DE OCHO BEATITUDES
La taberna de las Ocho Beatitudes, en la calle de San Isidro al Azogue Viejo, debía su pulcro nombre al ramillete de viejas putas que un buen día decidieron retirarse de su noble oficio para regentar negocio propio sin depender de varón. Entre las ocho sumaban capital suficiente para mantener a toda la ciudad de Salamanca durante un año sin resentirse en sus haciendas. Hábiles en la lucha cuerpo a cuerpo, tejían influencias que atrapaban en sus redes por igual a clérigos, catedráticos, nobles, alguaciles y bravucones. A diferencia de otros establecimientos, se regían por sus propias leyes, aunque no faltaron en su camino corregidores que tratasen de embridar su libertad con reglas propias de melindrosos, beatas y conversos de pijo recosido.
Reinaba sobre ellas la madre Gorgonia, cuyo porte monjil ocultaba a un oficial digno de una coronelía del Gran Capitán. Morena de pelo rapado que no ocultaba las canas, en su cara estirada cual tenso pergamino alisado por afeites de mancebía se pintaban dos ojos oscuros, pozos del infierno iluminados por el furor del propio Satanás cuando algún incauto osaba corregirle, replicarle o sencillamente mostrar una opinión distinta a la suya en cualquier tema baladí. Su lema vital, «¡así y punto!», resumía su temperamento con iguales e inferiores. Pero si a su mesa se sentaba prócer de galana bolsa sonante y perfumados guantes de corte, nadie como ella embelesaba al varón, hasta arrebatarle la sangre de sus haberes y sus arrestos, hasta trocarlo eunuco.
Con semejante ángel del Averno a su frente, nadie en Salamanca osaba tocar un pelo a nuestras ocho damas, menos aún aquella tarde que la madre se sentía algo indispuesta, mas no por femenina condición, pues ha mucho que sus carnes dejaron de gozar de la juventud, sino por resaca mal llevada, hija de un lance amoroso con un poderoso señor.
Por eso, cuando Antonio Pimentel y su gallardo compañero Pedro Bravo pusieron pie en la taberna, los cielos de madera de su techo anunciaban tormenta o tempestad. Olía a una desagradable amalgama de vino, sudor y perfumes, embriagador aroma que impregnaba el cuartucho sito a la izquierda, donde se vendía al por menor el fruto de la vid más o menos aguado, y en el que se apilaban las medidas de madera, el cuartillo, los coladores, las tinajas. Todo ello bien visible e identificado con las cédulas de los precios y las procedencias: aquí Toro, densa sangre; acullá el de Navarra, bien preciado; y, escondido tesoro, el del valle del Guadalquivir, dulce y afrutado, que alejaba las penas de las mujeres y convertía a los hombres en mancebos apetecibles antes de encaminarse a las estancias de la planta superior de la taberna.
Completaba la plaza un amplio espacio de mesas y bancas ordenadas, que permitían circular con cierta comodidad y sobre las que se disponían escudillas, vasos y pequeños cántaros, más o menos llenos, que eran acariciados por blancas manos de estudiantes y oficiales, en otras paisanos de tosca barba, buena panza y cuello corto, vencidos por toda una noche de juego y una mañana de agonía sobre las cartas hasta perder los pocos maravedíes que les restaban; los más simplemente disfrutando de un rato de compañía alegre con las mozas taberneras o de soledad justificada en el inventario aburrido de la cocina aneja, en la que se apilaban anafres de hierro, sartenes, trébedes, algún que otro caldero, amén de las tinajas de agua y las cántaras de vino, sin olvidarnos de las orzas provistas de alimentos dispuestos para sorprender al comensal. Sorprender, a fe, porque estando prohibida la caza en estos lares poco recomendables, en la taberna regentada por la madre Gorgonia se cataban manjares dignos de la mesa del marqués de Santillana o del rey don Fernando, algunos procedentes de las afortunadas cacerías de ciertos clientes poderosos, que con ello compensaban noches de difícil olvido.
Aquella mañana de domingo, según las normas comunes a estos establecimientos, la taberna no debería encontrarse abierta, pues, hasta que finalizara la misa mayor de la catedral, la costumbre aconsejaba respetar esta celebración. Mas Gorgonia llevaba muchos curas, canónigos y obispos a las espaldas, aparte de algún que otro inquisidor, para preocuparse de privar a su negocio de unas horas de generosa pitanza para sus arcas. «No lo hago por mí, hermanas, sino por vuestro bien. Sabéis que todo mi esfuerzo redunda en vuestro beneficio. ¡Qué más me gustaría a mí que no tener que centrarme en tales afanes, sino en glorias más celestiales!», solía justificarse con sus socias más pías.
Pero ese santo día, ni la corte seráfica acompañada de tamboriles y flautas podría levantar su ánimo. Incapaz de ocultar las consecuencias de una buena cogorza, la madre avanzaba hacia Isabel y su acompañante con la fuerza de un semental de buena planta: bien adelantado el pecho, fuerte, poderoso todavía, avanzada la testuz, de resople encendido y corto, dientes apretados y manos en la cintura. A tan corta distancia, Isabel consideró la posibilidad de huir de aquel lugar, mas Pimentel, acostumbrado a plazas menos galanas, apretó su diestra con la fuerza del temple bregado de quien ha recibido cornadas dolorosas en el oficio de escurrir el bulto cuanto la sangre ahoga la razón.
—Qué privilegio —mugió—. Nos honra de nuevo un viejo amigo, vástago de una noble estirpe de condes y grandes señores, el hijo de doña Beatriz y de… no recuerdo el nombre de vuestro padre, señor caballero.
—¿Acaso vos lo conocéis, mi señora? —bromeó siniestro—. Yo no. Pero a qué preocuparse por tales nimiedades, si el sol refulge en la estancia con la entrepierna más solicitada de Salamanca.
Como si ante la mismísima reina doña Juana se encontrase, Antonio se destocó, inclinando la cabeza para frenar en seco a la bestia. Logrado su propósito, besó su mano con devoción filial. Gorgonia desfrunció el ceño de cejo único.
—Deja las zalamerías, Pimentel. Todavía me debes cincuenta maravedíes de las perdices que te conseguí y la cántara de vino dulce que se llevó tu criado Martín.
Antonio fingió sorprenderse.
—Pero, madre, llevo una semana esperando por ti para compartirlas —coqueteó galante—. Sin duda has estado demasiado ocupada besando el jarro para atender el requiebro de un pobre estudiante sin fortuna. Dicen que has resucitado la dormida verga de algún que otro dominico recién llegado.
Gorgonia rió. Acababa de llamarla borracha, pero con el ingenio de los burladores. El caballero tenía un encanto especial, sabía tratar a las mujeres, podía llevarlas al cielo o a la perdición. Se parecía tanto a su madre… Recordó por un instante a doña Beatriz Pimentel en los ojos de su hijo. Dama de la corte de Isabel de Castilla, por su cama desfilaron los principales nombres de estos reinos y de Aragón. Para algunos, Antonio pudo nacer del almirante de Castilla, otro suponían que su paternidad apuntaba testas coronadas, y no faltaba quien deslizaba el veneno de algún escribano, caballerizo o sirviente de brío. Pero doña Beatriz se había llevado el secreto al monasterio en el que profesaba, allí, en la misma ciudad de Salamanca donde tomó los votos por fuerza de su padre, el conde de Benavente. Cuando supo que estaba preñada, exigió reparación al almirante, que no dudó en proponer matrimonio a la dama, a lo que ella se negó rotundamente, mancillando el honor del linaje Pimentel con la mácula de una bastardía innecesaria. Por eso la obligó a enterrarse en vida cuando su hijo sobrevivió a los peligros de la infancia, es decir: superó los seis o siete años. A cambio de dotar al pequeño Antonio con bienes suficientes para mantener a un ricohombre, el orgulloso conde de Benavente cercenó la libertad de su hija.
Y allí volvía a verla Gorgonia, en la azul mirada infinita de Antonio, limpia de mácula, como si su alma noble deseara romper en mil pedazos la coraza de cortejador que vestía. Podría ser su hijo, pues también por su lecho desfilaron semejantes clientes siendo joven, si bien a doña Beatriz la agasajaban con gentiles maneras y a ella le arrojaban unas monedas entre las sábanas. Tal vez por ello, quizá porque los nubarrones de su ira acababan de desvanecerse, le palmeó el rostro con afecto.
—¡Eres un canalla! Ni escasa tu herencia, ni cortos tus latines.
—Madre, soy tu devoto fiel. Conoces mi vida como nadie.
—¿Qué te trae por aquí a tan temprana hora, hijo?
—Desde la Extremadura leonesa acaba de llegar este joven. —Señaló a Isabel—. Desea completar sus estudios aquí, pero tantos años encerrado en Bolonia le han menguado las fuerzas y su conocimiento del mundo no traspasa las hojas de un códice antiguo. Si me lo permitís, deseo invitarle a degustar vuestra cocina y a catar a la doncella que mejor pueda satisfacer sus ardores… o despertarlos.
Gorgonia palpó la entrepierna de Isabel con todo descaro. La muchacha se sonrojó.
—Menguados parecen sus arietes, Pimentel. Ardua misión despertar esta pobre artillería.
—Sabrá defenderse si es varón. Su astil coronará cualquier almena galana… o se quebrará en el intento.
—¡Vamos, muchachas! —Aplaudió con fuerza la madre—. Disponed una mesa para don Antonio Pimentel y su flaco amigo extremeño. Y que venga María la Vitoriana a servir a este galgo de la sierra, a ver si le abrimos un poco el hambre de carnes prietas, que hoy le invito yo.
Los oídos de Isabel empezaron a zumbar, el miedo se tornó sudor mientras escuchaba las risotadas obscenas de Antonio y la madre. El juego comenzaba a escapársele de las manos, aunque apenas si había comenzado. Bebió un apresurado trago del vino que les sirvieron, y luego otro, y otro más, hasta que descendió las escaleras la tal María y su vista se deslizó por el cuerpo caliente de aquella hembra de buen empaque. María la Vitoriana se acercó a ellos colocándose los pechos para mostrarlos más sugerentes en el escote. Su talle marcado daba fe, al igual que su cuello, brazos y rostro terso, de que aquella vida no se mostraba tan mala para ella como Isabel alcanzaba a imaginarse.
Caminó hacia ella y sus manos se encontraron. Lejos, muy lejos, escuchó la voz de Pimentel desearle ánimos. Subió los escalones guiada por el vino y por María, hasta llegar a un pequeño cuarto limpio, sencillo, adornado con cierto exceso, pero no carente de comodidad. Una cama de dosel de madera, equipada con ricas telas, cabezal y sábanas de seda, un arca de sencillo aparejo sobre la que se acomodaban algunas prendas de calidad en cierto desorden y una cátedra de respaldo tallado componían el ajuar de la estancia, en la que no faltaba una jarra de buen vino, dos copas y una palangana con agua limpia.
Mientras Isabel recorría con la mirada la habitación, su mente rebuscaba, entre las viejas historias de soldados que le contaban los peones y caballeros de su padre, una salida digna al atolladero en el que le había metido el entrometido Pimentel. La puta, sabedora de su oficio y entendedora de todo tipo de varoniles melindres, le concedió su tiempo, alargando la sencilla tarea de abrir la ventana para permitir el paso del sol.
Aquel fogonazo de luz le trajo del pasado el relato de Rodrigo, un viejo escudero de su padre a quien los moros cautivaron durante una internada en los campos de la frontera granadina. Compartió destino en prisiones con algunos renegados musulmanes, que le contaron mil relatos de harén para no volverse locos en aquel lugar. De entre todos ellos, uno regresó a la memoria: algunas moras, esposas de nobles principales del sultán, acostumbraban a entretenerse en ciertos juegos sexuales que practicaban entre ellas en ausencia de sus maridos.
Cuando el calor empapaba en sudor los cuerpos, una de las huríes tapaba los ojos de su compañera con una tela. Luego, ordenaba que se desvistiera poco a poco, lentamente, sabiéndose observada de cerca, hasta que, desnuda, la ayudaba a tumbarse en el lecho. «No te muevas hasta que te lo ordene», le decía al oído, mientras cubría su cuerpo con una suave sábana de ligera seda que marcaba sus formas y evidenciaba su excitación. La respiración se tornaba nerviosa, acelerada, su compañera empapaba en agua fría sus manos y recorría sus pechos con la suavidad de una pluma. Esperaba a que sus piernas se abrieran, invitándola a continuar, para cambiar el agua por una daga. El deseo acababa empujado por el miedo a la muerte cuando la punta del arma, fría y dura, jugaba con su carne, tocaba sus facciones, zigzagueaba desde el cuello hasta el pubis, buscando su debilidad sin que ella pudiera participar en aquella locura de placer. Hasta que el arma se detenía para dibujar su ombligo. Solo entonces unos labios se abrían paso en su boca mientras sus manos, libres por fin de ataduras, completaban el trabajo comenzado por su compañera hasta arquearse de placer. Una, dos, tres veces. Tantas como quisiese, libre de complacer otro deseo que el propio, exenta de satisfacer a varón…
El pensamiento de Isabel regresó a la habitación. María la Vitoriana le sonreía, invitándola a compartir unos pensamientos que suponía bien distintos de los que bullían en verdad en su cabeza. Le devolvió la sonrisa mientras tomaba entre sus manos un pañuelo y apartaba las ropas de la cama para hacer presa en la sábana, de suave tacto.
—Ven —ordenó, atrayéndola hacia sí para vendarla.
La puta se separó sorprendida. No acostumbraban sus clientes a detenerse en juegos, así que aquello la excitaba, aunque también provocaba sus miedos, especialmente intensos cuando su mirada se encontró con la hoja del puñal que Isabel acababa de hincar en la madera de la cama. Aun así le pudo la curiosidad y se dejó tapar los ojos sin mostrar resistencia.
Privada de la vista, sintió la caricia de unas manos que desceñían su gonete de mangas estrechas con la suavidad de maneras de un buen amante. A tan corta distancia, Isabel podía notar aquella respiración entrecortada cerca de su propio rostro. El calor que se apoderaba de sus entrañas la invitaba a continuar, a tocar lo prohibido… Ofreció a la meretriz algo de vino, para igualar la contienda. Los labios entreabiertos de María dejaron escapar la sangre de la tierra. Isabel deslizó su lengua por aquel cuello, bebiendo de aquellas heridas hasta curarlas. La respiración se transformó en jadeo, en demanda cuando selló con su boca la de la prostituta. Un infierno de posibilidades infinitas abría sus puertas y no dudó en encomendarse al mismísimo Satanás para que nadie descubriera su verdadera condición de mujer. Superaría aquella prueba igual que había vencido el miedo y la soledad.
—Desnúdate lentamente para mí —le susurró al oído mientras besaba su rostro y acariciaba su nuca.