XV
UN SECRETO A VOCES
Acabado el claustro aquella misma tarde, de pie junto a la portada de la iglesia de San Benito, el rector aguardaba al maestrescuela. Dos ancianas damas, parientes del clavero, abandonaron el templo con sus criadas. Maldonado las saludó con una inclinación de cabeza mientras el doctor Del Palacio, que acababa de llegar en aquel preciso instante, guardaba un silencio cargado de desprecio hacia esas viejas cotillas de piel apergaminada y nariz prominente que cuchicheaban entre sí con el mayor de los descaros.
Cansados de una jornada áspera de trato, pasearon juntos por las calles salmantinas sin rumbo fijo, disfrutando de la mutua compañía. Se conocían desde antes de la conquista de Granada, cuando eran jóvenes profesores. El uno inclinado hacia las leyes de los hombres, el otro acostumbrado a las del cielo. Luego, en 1492, sus caminos se separaron por fuerza. Maldonado, como miembro del Consejo Real de los Católicos Isabel y Fernando, abandonó la universidad durante cierto tiempo. Por su parte, Del Palacio cambió los reinos de Castilla y León por el cercano Portugal, para ocupar en la corte del rey don João un lugar tan preeminente como el del propio Rodrigo… Hasta que un día, cinco años atrás, había regresado con otro nombre muy distinto a aquel con el que partiera, convertido en espía del rey don Fernando de Aragón con el disfraz de sacerdote, según le confesó en privado. Una coartada útil para sus fines, aunque al aceptarla se le revolvieron las entrañas. Una túnica de mentira que en poco tiempo recibió auténtica sanción eclesiástica, pues verdaderamente acabó por consagrarse al Altísimo, lo que no dejó de sorprender al rector, habida cuenta de los orígenes del actual maestrescuela, meridianamente alejados de su final.
De las tierras lusas se trajo fama, cierta riqueza y más de un secreto. Ambos se respetaban, se apreciaban de corazón, y, al fin y al cabo, también Rodrigo Maldonado protegía sus flancos guardando sus propios arcanos. De hecho, algunos de ellos acabaron en un arca que cierto desaprensivo se había permitido el lujo de robarle, al igual que el mapa que dejara a fray Bartolomé. Una documentación preciosa que podía costar un reino si caía en manos inadecuadas, especialmente desde 1494, cuando las coronas de Castilla y Portugal se repartieron la conquista de las Indias en la confianza mutua del común desconocimiento de las tierras allende el Gran Mar Océano.
Cuando maese Colón llegó de Portugal cargado de proyectos, mapas e ideas novedosas acerca de la manera de alcanzar las Indias Orientales, y aunque le presentó en la corte fray Hernando de Talavera, la reina Isabel juzgó conveniente que su causa fuera estudiada por un consejo de doctos sabios de la Universidad de Salamanca, grupo selecto del que formaron parte Maldonado y Del Palacio, amén de fray Diego de Deza, hoy arzobispo de Sevilla, antiguo inquisidor, apoyo esencial del marino. Juzgaron entonces en aquel claustro que el viaje que proyectaba Colón erraba en su medida de las distancias, por lo que resultaba inabordable. Desencantado, el marino aceptó aquella decisión y regresó a Portugal, donde, según pudo averiguar años después Del Palacio, accedió a nuevos cartularios que le permitieron aquilatar sus datos y llegar a coronar la empresa de las Indias pocos meses después de la conquista de Granada en 1492. De su experiencia en Lisboa nada conocía el rector, y el maestrescuela no mostraba excesivo interés en participarle todas sus informaciones.
Por decisión de los reyes Isabel y Fernando, aquellos peligrosos documentos fueron custodiados en Salamanca, en un arca de doble cerrojo que siempre habría de guardar Rodrigo Maldonado, entonces catedrático de Derecho y miembro destacado del Consejo Real. Tan solo se había vuelto a abrir el mueble cuando falleció doña Isabel de Castilla y los nuevos soberanos, Juana y Felipe de Borgoña, quisieron acceder por curiosidad a aquella información. Y esa oportunidad la presenció asimismo el almirante de Castilla, don Fadrique Enriquez, a quien se le había atragantado desde el principio la hazaña de Colón, personaje al que aborrecía.
Maldonado, sabedor de su contenido, únicamente le mostró algunos papeles sin otra importancia que cálculos y notas del marino. Pero a los avezados ojos de Enriquez no escaparon otras informaciones y el rector no pudo evitar que husmease entre las hojas allí conservadas. En todas y cada una en su conjunto se almacenaba una información trascendental para la corona, pues avalaba que desde tiempos ya lejanos se conocían rutas para llegar a las Indias Orientales y a otras tierras ignotas que guardaban tesoros de metal, piedras y hombres. Una fuente de riqueza codiciable para cualquier monarquía europea, como lo fue para la portuguesa en tiempos, aunque no supieran apreciar el valor de la oferta de Colón, que desestimaron.
Ahora Portugal y Castilla se repartían un mundo por explorar, mientras que Aragón, privado de escenario, buscaba su propio hueco en Indias tras la muerte de Isabel la Católica. Ambos sabían que aquello traería demasiadas muertes consigo. Por eso debían recuperar los mapas del demonio y condenarlos al infierno del olvido o sus consecuencias podrían socavar los cimientos de la paz del reino, por no decir atentar contra la propia universidad, depositaria de su custodia, traidora a la misión confiada por los monarcas a su rector. Un motivo excelente para que fray Juan Ruiz del Monte campara a sus anchas llegado el momento.
Preso de cierto temor, Maldonado apoyó su diestra en el hombro de su amigo y detuvo un poco su paso, acelerado como siempre.
—¿Has logrado recuperar el mapa de fray Bartolomé? —le preguntó.
Del Palacio tomó del brazo a su amigo y le condujo hasta un lugar más discreto antes de responder a su pregunta con una negativa. Maldonado palideció. Ambos sabían lo que aquello significaba, máxime en un tiempo tan peligroso para la universidad y sus propias cabezas como la incómoda visita del inquisidor Ruiz del Monte.
—Mis pesquisas nada han conseguido hasta el momento.
—¿Crees que la muerte de Fadrique puede relacionarse con ello?
—¿A qué te refieres, Rodrigo?
—Algún día hubiera heredado el almirantazgo de Castilla. Su tío conoce bien la importancia de lo que aquí se custodiaba por orden real. Desaparecidos Colón y la reina, con el apoyo de don Fernando de Aragón, bien podría anhelar las informaciones secretas del arca.
—¿Adelantarse en la empresa de Indias? No lo creo.
Por un instante, el rector observó con recelo al maestrescuela. Del Palacio había regresado de Lisboa hacía un puñado de años sin ofrecer demasiadas referencias o abrir sus recuerdos, parco en palabras para desbrozar aquel momento de su pasado que, por propia decisión, se tornó oscuro a sabiendas. Maldonado suspiró, alejando la suspicacia de su mente. Se trataba de su amigo, de un protegido del rey Fernando de Aragón, ¿qué podría demandarle, si a los dos los unía un mismo propósito: conservar intacto y en secreto ese tesoro?
—Tú viste los portulanos, maestrescuela.
—También el atlas perdido de Cresques, que sin duda sirvió de base para situar en él los viajes de los navegantes portugueses a espaldas de Castilla. Bien sabes que fueron ellos los que descubrieron Canarias, nosotros quienes nos apropiamos de ellas. La Escuela de Sagres recogió todo el saber cartográfico… una información demasiado peligrosa.
—Al amparo de desaprensivos.
—No tanto —sonrió Del Palacio—. Maese Colón robó algunas de sus joyas más preciadas.
—No lo olvido —gruñó el rector—. Tampoco que cuando expuso sus pruebas de la existencia de tierra allende el Mar Océano, el rey don Fernando a quien tanto aprecias, amigo mío, le recordó que la base de sus buenas ideas procedía de cartógrafos mallorquines, en último extremo hijos de su propio reino, Aragón.
—Un pastel para repartir entre tres comensales: Castilla, Portugal y… ahora Aragón, ya que entonces no lo consiguió.
—Y un almirante de Castilla que simpatiza con un monarca aragonés en un momento especialmente delicado para todos. Quien ordenase el robo del arca conoce su importancia.
El maestrescuela suspiró.
—Demasiados candidatos, Rodrigo, demasiados. Nobles, monarcas…
Maldonado le miró de soslayo.
—O eclesiásticos como tú —le espetó.
Del Palacio se detuvo, sorprendido.
—¿Yo? ¿Qué interés puede mostrar un pobre sacerdote en tales lides?
—¿Pobre sacerdote? ¿Hablas en serio? No se puede servir a Dios y al diablo, a Portugal y a Aragón, a la política y a la universidad. Por una vez, José, debes situarte en un lado o en otro de la línea roja.
El aludido agachó la cabeza, evitando implicarse.
—Resolvamos primero las muertes de Fadrique Enriquez y fray Bartolomé. A través de ellas encontraremos a quien robó el arca. Tú recuperarás la confianza real y yo podré continuar buscando lo que me trajo a estas tierras desde Portugal —murmuró, zanjando el tema.
—Que así sea —aceptó el rector, retomando el paseo—. Cuídate de tus nuevos ayudantes, José. Que tu mano derecha no conozca lo que hace la izquierda.
Del Palacio sonrió.
—Un viejo refrán nuestro afirma que con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver.
El rector hubo de reconocerse que jamás había escuchado tal sentencia. Se encogió de hombros. Poco importaba. Por su parte, el maestrescuela disimuló su malestar cambiando el rumbo de su camino hacia la iglesia de San Martín. De algunas de las casas de la plaza del Corrillo, construida alrededor del templo, salía olor a hornazo recién cocido. Por un instante la conversación pasó a un segundo plano mientras ambos camaradas se dejaban acunar por el aroma de aquella empanada de embutido y huevos duros que, a semejante hora del día, habría de calmar las panzas a más de un comerciante, hidalgo o universitario.
—¿Te apetece comer, amigo mío? —sugirió el rector, adivinando el pensamiento del maestrescuela.
Por unas horas el arca del diablo pasaría a entretener a Satanás y su corte, pues ambos buscarían purgar su torpeza devorando algo de buena comida, capaz de resucitar a un muerto. Hasta al mismo sobrino del todopoderoso señor.