VII
El aire más bien era fresco. Godfrey caminaba por el lado de la calle iluminado por el sol. Había aparcado su coche a la esquina de King’s Road, enfrente de un edificio bombardeado. De ese modo si alguien lo reconocía, no podría sospechar por qué extraño motivo él se encontraba por esos parajes. Desde hacía más de tres años, Godfrey se desvivía diciendo a todos sus conocidos que vivían cerca de Chelsea, que en Chelsea estaba su oculista, que en Chelsea estaba su abogado, que, a menudo, él iba a Chelsea para visitar a su pedicuro. Sus conocidos más suspicaces se habían preguntado alguna vez, por qué Godfrey insistía en precisar estos detalles con tanta insistencia, casi a cada encuentro. Pero, después de todo, Godfrey tenía más de ochenta años y podía suponerse que se sintiera inclinado a insistir sobre las cosas más triviales.
Pero Godfrey pensaba que la prudencia no era nunca demasiada. Incluso después de haber precisado la existencia en aquel barrio de un oculista, de un abogado y de un pedicuro para justificar sus frecuentes apariciones en Chelsea, consideraba que era igualmente necesario aparcar el coche en un lugar anónimo y recorrer a pie el resto de la calle, escogiendo adrede las calles transversales, hasta Tite Street. Aquí, en un departamento de los bajos vivía Olive Mannering, la nieta de Percy Mannering, el poeta.
Llegado a los peldaños, se volvió. Torció a la derecha y luego a la izquierda. Miró aún a la derecha y luego empezó a bajar. Abrió la puerta y llamó:
—¡Eh! ¡Hola!
—Cuidado con los escalones —le gritó Olive desde la habitación que daba a la calle, a la izquierda. Habían otros tres peldaños para bajar, más allá del umbral. Godfrey los bajó con extraordinaria cautela y prosiguió a lo largo del pasillo hasta una habitación muy iluminada. Los muebles eran bajos y gruesos, modernos, pintados, preferentemente, de amarillo. La muchacha, por contraste, parecía más bien morena. Veinticuatro años, piel olivácea, verdusca. Parecía española. Tenía grandes ojos, ligeramente salientes. Las piernas, de grandes y llenas pantorrillas, estaban desnudas. Sentada encima de un taburete, Olive las calentaba delante de un gran radiador eléctrico mientras leía el «Manchester Guardian».
—Dios mío, ¿es usted? —exclamó al ver entrar a Godfrey—. Su voz es casi idéntica a la de Eric. Creí que era él.
—Así que está en Londres, ¿eh? —preguntó Godfrey, mirando a su alrededor, receloso.
Efectivamente, cierta tarde que había ido a ver a Olive, resultó que también estaba Eric, su hijo. Inmediatamente Godfrey preguntó a la muchacha: «He pensado que usted podría tener la dirección de su abuelo. Debo ponerme en contacto con él».
Olive se había echado a reír. «¡Ah!, hum», había comentado sólo Eric con un tono lleno de significado y —como más tarde le dijo Olive— poco respetuoso. —«Deseo ponerme en contacto con él a causa de ciertas poesías»— había continuado Godfrey mirando directamente a la cara de su hijo.
Olive era una buena muchacha. Lo era tanto que hasta pasaba a Eric buena parte de la asignación mensual que recibía de Godfrey. Creía que era su deber para con Eric, desde el momento que su padre no le daba a él un solo céntimo desde hacía ya casi diez años. Ahora Eric tenía cincuenta y seis.
—¿Está Eric en Londres? —preguntó de nuevo Godfrey.
—Sí.
—Entonces será mejor que no me entretenga.
—Hoy no vendrá. Voy a ponerme las medias. ¿Quiere una taza de té?
—Sí, gracias.
Godfrey dobló el abrigo por la mitad, lo depositó sobre el diván-cama y, encima, colocó el sombrero. Miró si las cortinas de las ventanas estaban bien cerradas y, finalmente, se dejó caer sobre una de las butacas amarillas, las cuales, para su gusto, eran demasiado bajas. Cogió el «Manchester Guardian». A intervalos, mientras seguía esperando, echaba una ojeada al reloj.
Olive regresó, llevando ya las medias puestas, con la bandeja de té.
—¿Tiene prisa? —preguntó cuando vio que Godfrey miraba al reloj.
No. No es que tuviese prisa. Pero no había aún conseguido comprender la razón de su impaciencia de esa tarde.
Olive depositó la bandeja encima de una mesita baja y sentóse sobre el taburete. Se levantó un borde de la falda hasta el punto en el cual las ligas se encuentran con el borde de la media, y manteniendo las piernas comedidamente juntas y ladeadas, empezó a servir el té.
Godfrey no sabía lo que le había ocurrido. Su mirada estaba fija en los corchetes de las ligas, pero —quién sabe por qué— el espectáculo no le daba la acostumbrada satisfacción. Miró el reloj.
Olive, al pasarle el té, notó que la atención de Godfrey por las ligas era menos considerable de lo que solía.
—¿Algo que no va? —preguntó.
—No —contestó él, y empezó a sorber el té mirando el orillo de las medias y esforzándose claramente a dejarse hipnotizar.
Olive encendió un cigarrillo y se puso a observarle. Los ojos de Godfrey no tenían su habitual vivacidad.
—¿Qué le pasa? —preguntó ella de nuevo.
También él se lo estaba preguntando mientras sorbía el té.
—El coche da muchos gastos —contestó.
—¡Oh, vamos!
A ella se le escapó una risita.
—El costo de la vida… —murmuró Godfrey.
Olive cubrió las ligas con el extremo de la falda y se sentó juntando las rodillas, como quien ha malgastado sus esfuerzos. Él ni pareció haberse dado cuenta de su ademán.
—¿Ha leído en el periódico —preguntó Olive— lo de ese predicador que ha dicho un sermón en el día que cumplía cien años?
—¿En qué periódico? ¿Dónde? —dijo él, tendiendo la mano para coger el «Manchester Guardian».
—En el «Daily Mirror». No sé dónde lo he dejado. El predicador dijo que cualquiera puede vivir hasta los cien años si obedece las leyes de Dios y se conserva joven de espíritu. ¡Imagínese!
—Esos ladrones del Gobierno no te permiten que te conserves joven de espíritu —rezongó él—. Es un verdadero, un auténtico, un real robo.
Olive no le había escuchado. De otra manera no hubiera escogido ese momento para decir:
—Eric está con el agua hasta el cuello, ¿lo sabe?
—Siempre está con el agua hasta el cuello. ¿Qué le pasa ahora?
—Lo de siempre —contestó ella.
—Lo de siempre, ¿qué?
—Dinero.
—No puedo hacer más por Eric. He hecho ya más de lo necesario. Mi hijo me ha arruinado.
Como una revelación, Godfrey se dio cuenta entonces de lo que aquella tarde había apartado su interés de las ligas de Olive. Era el pensamiento del dinero, de este compromiso fijo con Olive, que duraba ya desde hacía tres años. Horas agradables, eso era cierto… «Uno», probablemente, aún había salido ganando…, pero ahora, Mabel Pettigrew… ¡Vaya descubrimiento! Se contentaba con la propina de una esterlina, y, además, era una mujer agradable. ¿Y la pejiguera de ir hasta Chelsea? Nada tenía de extraordinario que «uno» se sintiera a ras de tierra, especialmente cuando no conseguía libertarse fácilmente de un compromiso como el que había contraído con Olive, tanto más…
—No me siento muy bien en estos últimos días —observó—. El doctor cree que me agito demasiado.
—¿Cómo? —dijo Olive.
—Sí. Debería quedarme más tiempo en casa.
—¡Dios mío! —exclamó la joven—. A su edad, usted es extraordinario. Un hombre como usted no podrá estar nunca encerrado en casa las veinticuatro horas del día…
—Claro —admitió él—, también eso es verdad.
Y sintió el impulso de mirar con deseo las piernas de la muchacha en aquel punto en el cual, bajo el vestido, los cierres de las ligas se juntan con el borde de las medias. Pero ella no hizo ningún movimiento para ponerlas al descubierto.
—Dígale al médico que se vaya al infierno —dijo Olive—. ¿Por qué le ha consultado?
—Algún dolorcito aquí y aquí, querida. Nada serio, naturalmente.
—Muchos hombres, más jóvenes que usted, están atormentados por pequeños dolores en alguna parte. Fíjese en Eric, por ejemplo…
—Nota los años, ¿eh?
—Dios mío, yo diría que sí.
—No puede culpar a nadie, sino a sí mismo —insistió Godfrey—. Digo mal, me equivoco. A mi parecer, la culpa es de su madre. A partir del momento que el muchacho nació, ella…
Se apoyó en el respaldo del sillón, las manos cruzadas sobre el estómago. Olive cerró los ojos y se relajó. Mientras, la voz de él continuó resonando en aquella tarde avanzada.
* * *
Godfrey alcanzó el coche en el claro bombardeado. Se sentía siempre completamente entumecido cuando se levantaba de aquel horrible sillón moderno de Olive. «Uno» se ponía a hablar, a hablar, y acababa permaneciendo más tiempo de lo que sus intenciones habían pensado. Subió al coche, con los miembros un tanto envarados, y cerró la portezuela; como si, desde dentro, su otra personalidad, más digna, le reprochase, la que ahora debía hablar.
«¿Por qué “uno” se comporta así, por qué? —preguntóse Godfrey mientras se dirigía y recorría King’s Road—. ¿Por qué “uno” hace estas cosas sin definir con exactitud de qué “cosas” se trata? ¿Cómo ha empezado todo esto? ¿En qué punto de la vida “uno” se sorprende haciendo cosas como esas?».
Se sentía lleno de resentimiento contra Charmian, la cual, durante toda su vida en común había sido universalmente considerada como la compañera angelical, dotada de gran sensibilidad y de refinados gustos. En cuanto a él, el de la «Cerveza Colston», había sido siempre un hombre tosco, tolerado por amor hacia ella, y, a causa de eso, incitado —por decirlo así— hacia la sensualidad. Cargado de resentimiento contra la esposa, corría ahora a su casa para ver si, después de haber alborotado a la señora Pettigrew y Anthony, Charmian había restablecido el orden. Miró el reloj: faltaban siete minutos y medio para las seis. ¡A casa, a casa, a beber un vasito! Extraño que Olive, por lo que aparentaba, no tuviese licores en su pisito. Ella decía que no podía permitirse ese lujo. ¡Muy raro que no pudiera permitírselo! «Uno» se pregunta en qué empleaba su dinero.
* * *
A las seis y media Alec Warner estaba con Olive. Ella le sirvió un gin and tonic, y él lo colocó sobre una mesita cercana a su sillón. Sacó una libreta de tapas rígidas.
—¿Novedades? —preguntó, apoyando la gran cabeza canosa en el respaldo amarillo del sillón.
—A Guy Leet lo ha visitado otra vez el médico. Algo del cuello. Se trata de una forma insólita de reumatismo, que tiene un nombre raro. Algo así como tor… torco… o una cosa parecida.
—¿Tortícolis, quizá?
—Sí, eso.
Alec Warner hizo una anotación en la libreta.
—Para que te fíes de ese tipo —exclamó—. ¡Un reumatismo raro! Y a los otros, ¿cómo les van las cosas?
—Doña Lettie ha vuelto a modificar el testamento.
—Divertido —comentó él. E hizo otro apunte—. ¿En qué sentido lo ha cambiado?
—Eric ha sido excluido otra vez. En cambio, vuelve a figurar Martín, el otro sobrino, el que está en África.
—Lettie sospecha que Eric es el responsable de las llamadas telefónicas, ¿verdad?
—Sospecha de todos. ¡Dios mío! Este es su acostumbrado sistema de poner a Eric a prueba. Incluso también ha sido excluido del testamento el ex investigador.
—¿El inspector jefe Mortimer?
—Sí. Ella cree que puede ser el culpable. Es raro. Apenas le encarga de que se ocupe privadamente del caso, y ya empieza a sospechar de él.
—¿Cuántos años tiene Mortimer? —preguntó Alec.
—Casi setenta…
—Eso ya lo sé. Pero ¿cuándo los cumple exactamente? ¿Se ha informado?
—Trataré de saberlo con mayor precisión —contestó Olive.
—Debe informarse.
—Creo que los cumple dentro de poco —dijo Olive, para reparar su negligencia lo mejor que pudo—. Dentro de los primeros días del año, me parece.
—Infórmese con toda exactitud, querida. De momento, no es todavía uno de los «nuestros». Nos ocuparemos de «él» el próximo año.
—Lettie cree que el culpable pueda ser también usted —dijo Olive—. ¿No es verdad?
—Lo dudo —contestó Alec con aire de cansancio.
Había recibido una carta de Lettie, en la cual ella le hacía la misma pregunta.
—¡Qué manera de hablar! —comentó la muchacha—. Bien, yo no me siento inclinada a excluir que usted pueda ser el culpable, esta mañana, la señora Anthony —continuó hablando seguidamente— se ha peleado con la señora Pettigrew, y amenaza con dejar la casa. Charmian ha acusado a la señora Pettigrew de intento de envenenamiento.
—Una noticia ciertamente muy interesante —comentó Warner—. Por lo que adivino, Godfrey ha estado hoy aquí, ¿no es así?
—Sí. Estaba un poco raro. Alguna cosa debe de haberlo agitado.
—¿Ningún interés por las ligas, hoy?
—No. Y sin embargo, llegué hasta el límite. Luego me dijo que su médico no quiere que salga y vaya dando demasiadas vueltas por ahí. No sé si interpretar eso como una alusión, o bien…
—La señora Pettigrew… ¿Ha pensado en «ella»?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Olive—. No, no se me ocurrió.
Afloró una ancha sonrisa a sus labios, que cubrió con la mano.
—Intente descubrir la verdad —recomendó él.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó aún la muchacha—. ¡Adiós las cinco esterlinas para el pobre viejo Eric! Me lo temía. Cree que la señora Pettigrew sea del tipo de…
—Sí —contestó Alec, tomando apuntes.
—En la cocina —contestó Olive—, tengo un periódico con un articulito a propósito de un predicador que pronunció un sermón el día que cumplió los cien años.
—¿Qué periódico es?
—El «Daily Mirror».
—Mi agencia de recortes de prensa también me manda las noticias del «Daily Mirror». Alguna vez se olvida de los periódicos de segunda fila. De todos modos se lo agradezco. Siempre que pueda téngame también al corriente de noticias de esa clase. Esté al cuidado.
—Conforme —contestó Olive, y sorbió su copita de licor contemplando la vieja mano de él, de venas claramente visibles, que movía la pluma de manera ininterrumpida y cubría la página de pequeñísima escritura.
Warner levantó la mirada.
—Según usted, ¿cuántas veces orina?
—¡Oh, Dios mío! Sobre ese particular el «Daily Mirror» no decía nada.
—Sabe muy bien que estoy hablando de Godfrey Colston.
—¡Ah! Ha estado aquí un par de horas y ha ido dos veces al retrete. Naturalmente, había bebido dos tazas de té.
—Así pues, ¿el promedio es de dos veces cuando viene aquí?
—No lo recuerdo. Creo que…
—Ha de tratar de recordarlo todo con exactitud, querida mía… Ha de observar, querida, y rezar. Es el único sistema para lograr ser unos estudiosos: observar y rezar.
—¿Estudiosa, yo? ¡Dios mío! Hoy Godfrey tenía en los pómulos las manchas más rojas de lo normal.
—Gracias —dijo Alec. Lo anotó—. Tome nota de todo, Olive. —Luego levantó los ojos y añadió—: Sólo usted, efectivamente, puede observarle en las relaciones con usted misma. Cuando se encuentra conmigo es como si fuera otra persona.
—Le creo —exclamó la muchacha riendo.
Alec no rio.
—En su próxima visita intente descubrir todo lo que pueda, caso de que él la dejara a usted por la señora Pettigrew. ¿Cuándo cree que volverá a verla?
—El viernes, me figuro.
—Hay alguien que está golpeando los cristales de la ventana, detrás de mí.
—¡Ah, sí! Será el abuelo. Lo hace siempre.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta.
Warner se apresuró a preguntarle:
—Dígame: ¿golpea los cristales por propia voluntad, o es usted quien le ha dicho que se haga anunciar de ese modo?
—Lo hace espontáneamente. Siempre ha golpeado los cristales.
—¿Por qué? ¿Lo sabe usted?
—No, no tengo la menor idea.
Alec se inclinó otra vez sobre la libreta, y subrayó los hechos que más tarde analizaría hasta los mínimos detalles, incluso aquellos más refractarios a un análisis para cualquiera.
Olive hizo entrar a Percy Mannering, que se dirigió a Alec Warner sin ningún preámbulo, agitando ante sus ojos una revista literaria de aparición mensual, sobre cuya cubierta veíase escrito en gruesos caracteres: «Bibliotecas Públicas de Kensington».
—Guy Leet —bramó Percy—, ese estúpido, ha publicado una parte de sus memorias, en las cuales habla de Ernest Dowson como de «aquel plañidero cantor de la molicie francesa, de rodillas temblequeantes, afligido por una inspiración poética demasiado atormentada». Su juicio sobre Dowson es falso, completamente falso. Ernest Dowson ha sido el hijo espiritual y artístico de Swinburne, de Tennyson y de Verlaine. Las voces de estos poetas volvieron a resonar en él. Dowson fue una especie de erudito francés, evidentemente sensible tanto a la fascinación de Verlaine, como a la de Tennyson y de Swinburne, y muy ligado al círculo de Arthur Symons. Leet no tiene ninguna razón en su juicio sobre Ernest Dowson.
—¿Cómo está? —le preguntó Alec, que se había levantado del sillón.
—Guy Leet, que jamás ha sido un buen crítico teatral, todavía es peor como crítico de prosa. De poesía, por descontado, no sabe nada y no tiene derecho a tocar este tema. ¿No habría manera de obligarle a que olvidara todo eso?
—¿Qué más dice en sus memorias? —preguntó Alec.
—Una montaña de trivialidades: dice que criticó una novela de Henry James y que luego, cierto día, encontró a James fuera del «Atheneum», cuando estaba hablando de su conciencia de artista y de la conciencia de Guy como crítico; y, que, finalmente, todo fue confiado a la prensa…
—No te pongas entre el fuego y las personas, abuelo —dijo Olive, porque Percy, de pie, de espaldas a la chimenea y con las piernas separadas, monopolizaba todo el calor.
Alec Warner cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo.
El poeta no se movió.
—Henry James está de moda, y por eso él escribe sobre Henry James, mientras se ríe del pobre Ernest… Si ese brandy que estás sirviendo es para mí, ten en cuenta que ya es demasiado, Olive. Con la mitad tengo bastante… ¡Ernest Dowson, un gran lírico!
Cogió el vasito, lo atenazó entre las temblorosas manos y, mientras se disponía a beber el primer sorbo, pareció olvidarse repentinamente de Ernest Dowson.
—No le he visto en el funeral de Lisa Brooke —dijo dirigiéndose a Alec.
—No he podido ir —contestó este, observando con gran atención el enjuto perfil de Percy—. Tuve que ir a Folkestone.
—Fue una experiencia terrible y excitante —prosiguió Percy.
—¿En qué sentido? —preguntó Warner.
El viejo poeta sonrió. Su risa era gutural. El recuerdo de la cremación de Lisa pareció pasar con violencia de los ojos de la mente a las áridas pupilas de la cabeza. Mientras hablaba, la mirada de Alec, a su vez, lo devoraba complacido.
* * *
Percy se quedó con la nieta cuando Alec se marchó. Ella preparó un tentempié con setas y tocino, y comieron con las bandejas sobre las rodillas. La muchacha le contemplaba comer. Él roía con sus escasos dientes el pan tostado, pero lo comió todo, hasta las cortezas más duras.
Percy levantó la mirada, mientras seguía ocupado con el último trocito de corteza, y diose cuenta de que la nieta le estaba observando.
—Perseverancia hasta el final —dijo, cuando hubo terminado.
—¿Qué dices, abuelo?
—La perseverancia hasta el final es la doctrina que conduce a la victoria, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes.
—Querría preguntarte una cosa, abuelo: ¿has leído alguna vez algún libro de Charmian Piper?
—Sí, ciertamente. Todos conocíamos sus libros. Era una hermosa mujer. Deberías haberla oído cómo recitaba poesías. Harold Munro decía siempre…
—Su hijo, Eric, me ha dicho que se habla de reeditar sus libros, a favor de los cuales se ha producido una ola de nuevo interés. Alguien ha escrito un artículo, dice Eric. Pero él sostiene que las novelas de su madre están llenas de personajes que se consideran touché recíprocamente, y que ese nuevo interés es una afectación debida sólo al hecho de que la autora vive todavía, es muy vieja, y una vez fue famosa.
—Es aún famosa. Siempre lo ha sido. Tu fallo, Olive, es que no sabes nada de nada. Todos conocen a Charmian Piper.
—No es verdad. Nadie la ha oído mentar, excepto alguna persona anciana. Con todo, parece que sus obras serán exhumadas. Repito que han escrito un artículo…
—Tú no sabes nada de literatura.
—Touché —protestó la joven, ya que Percy repetía siempre que nadie había olvidado realmente su poesía.
Después Olive le dio tres esterlinas para hacerse perdonar su crueldad, la cual, por otra parte, él ni siquiera había notado. Sencillamente, Percy no aceptaba la idea de la reedición ni en un caso ni en otro, porque no quería admitir la muerte, aunque fuera temporal. De todas formas, aceptó las tres esterlinas de la nieta, de cuyas actividades marginales él estaba completamente a oscuras. En efecto, además de disponer de una pequeña herencia de su madre, alguna vez la muchacha trabajaba como actriz en la B. B. C.
Percy Mannering primero en autobús y luego en el metro acarreó su dinero hasta Leicester Square, en donde la oficina de correos estaba abierta toda la noche. Utilizando los pertinentes impresos, escribió con letras mayúsculas un telegrama para Guy Leet: «“The Old Stable, Stedrost, Surrey. Groseramente equivocado su juicio sobre Ernest Dowson, ese poeta en extremo amargado que, con todo, supo evitar el sentimentalismo y la autocompasión. Stop. Ernest Dowson fue el hijo espiritual y artístico de Swinburne y Tennyson y especialmente de Verlaine, de cuyos versos estuvo auténticamente obsesionado. Stop. Los versos de Dowson son leídos en voz alta, lo cual no resiste la mayor parte de los versos escritos por poetas posteriores. Stop. Yo pedí música más vivaz y vino más fuerte” —aparte— “pero cuando el festín ha terminado y las lámparas se apagan” —aparte— “cae entonces tu sombra, Cynara, la noche es tuya” —aparte— “y yo estoy desolado y enfermo por una vieja pasión”, etcétera. Lea en voz alta su balbuceo de retórica aliteración de cuatro cuartos que no tiene ningún pero. Stop. Usted se equivoca. Stop. Percy Mannering».
Dejó en la ventanilla el pliego de impresos. El empleado contempló al viejo, y este le enseñó las tres esterlinas.
—¿Está decidido —le preguntó finalmente— a enviar todo esto por telégrafo?
—Muy decidido —manifestó Percy Mannering levantando la voz.
Entregó dos de los billetes de banco, recogió el cambio y salió a la noche llena de luces.