IV
La razón por la cual la familia de Lisa Brooke había organizado aquella recepción fúnebre en un salón de té y no en el estudio de la difunta —un pequeño edificio de ladrillos en Hampstead— era esta: el ama de llaves, Pettigrew, residía aún en él. Mientras, la familia se había enterado de que Lisa había dejado la mayor parte de su fortuna a la señora Pettigrew, a quien hacía mucho tiempo, ellos consideraban un elemento nefasto en la vida de su allegada. Se habían afeccionado a esta intuición como a menudo acontece a la gente que, oscuramente, acaba por tener razón, aunque las sospechas que la condenen a sus conclusiones sean erróneas. Cualquiera que fuese la influencia ejercida por el ama de llaves, a la cual sospechaban que Lisa había estado sometida, los parientes confiaban que podrían impugnar el testamento, bajo pretexto de que, cuando Lisa lo redactó, no estaba en plena posesión de sus facultades mentales y probablemente había obrado bajo la ilegal influencia de la señora Pettigrew.
La propia forma del testamento —argumentaban—, probaba que cuando Lisa lo había redactado, no disfrutaba de un equilibrio mental perfecto. El testamento no había sido extendido en primera copia por un notario.
Era una simple hoja de papel convalidada con el testimonio de la sirvienta a horas y por su hija. Y todo eso se remontaba a un año antes de la muerte de Lisa. La fortuna en su totalidad había sido dejada «a mi marido, caso de que me sobreviviere, y después de él, a mi ama de llaves, Mabel Pettigrew». Pero —así lo creían por lo menos los parientes— Lisa no tenía ningún marido viviente. El viejo Brooke había muerto hacía ya tiempo y, por añadidura, Lisa se había divorciado de él durante la primera Guerra Mundial. Que la difunta fuese un tanto disipada, concluían, lo demostraba el simple hecho de la mención del marido. E insistían en que aquel pedazo de papel no podía ser considerado válido. Pero cuando los abogados no encontraron nada que pudiera invalidarlo, se alarmaron: Mabel Pettigrew, sin duda alguna, era la única beneficiaría.
Tempest Sidebottome estaba furiosa.
—Ronald y Janet —decía— deberían ser los herederos por derecho. Nos opondremos. Lisa jamás habría mencionado a su marido, de haber tenido el cerebro en su sitio. Está bien claro que la señora Pettigrew influyó a Lisa.
—Lisa soltaba con mucha facilidad algunas tonterías —hizo notar Ronald Sidebottome.
—Tú has nacido con el sentido de la obstrucción —contestó Tempest.
Así, por el momento, consideraron medida de prudencia evitar el umbral del Harmony Studio, y también prudente invitar al té a la señora Pettigrew.
Doña Lettie estaba contándoselo todo a la señorita Taylor, la cual había visto muchas cosas durante su dilatado servicio en casa de Charmian. Sin darse cuenta, doña Lettie en los últimos meses, se había habituado a hacer confidencias a la señorita Taylor. Muchas amigas de Lettie, que conocían su mundo y el pasado que encerraba, habían perdido la memoria o la vida, o sido internadas en clínicas particulares, en el campo. Era cómodo contar en Londres con la señorita Taylor y poder discutir con ella de los asuntos.
—¿Lo ve, señorita Taylor? —decía doña Lettie—. Nunca pudieron sufrir a la señora Pettigrew. Por otra parte, Pettigrew es una mujer extraordinaria. Yo confiaba que la persuadiría para que cuidara de Charmian; pero, naturalmente, con la perspectiva del dinero de Lisa, no desea continuar trabajando. Lógicamente, debe de haber pasado los setenta años, aunque ella dice… Bien, ya lo comprende usted, con el dinero de Lisa…
—Mabel Pettigrew no es la persona adecuada para Charmian —interrumpió la señorita Taylor.
—Bien, con franqueza, yo creo que Charmian tiene necesidad de una mano un poco dura, caso de que decidamos continuar teniéndola en casa. De lo contrario, debería ir a una clínica. Ella no puede imaginar siquiera cómo irrita al pobre Godfrey. Con todo, trata de hacerlo lo mejor que puede. —Lettie bajó la voz—. Y luego, señorita Taylor, está la cuestión del excusado. No podemos pretender que la señora Anthony la acompañe siempre. Por eso cada mañana le toca a Godfrey ocuparse de los orinales. No está acostumbrado a esta clase de cosas, Taylor.
En previsión del calor de la tarde septembrina, habían acomodado a la señorita Taylor en un sillón en la tribuna de la sala Maud Long, con las piernas envueltas en una manta.
—Pobre Charmian —dijo—. Querida Charmian. ¡A medida que se envejece, los problemas de la vejiga y de los riñones se vuelven tan importantes para nosotros! Confío en que tendrá una bacina junto a la cama. Ya sabe usted lo difícil que es para los viejos montones de huesos manejar un vaso de noche.
—El orinal ya lo tiene —dijo Lettie—. Pero no resuelve el problema durante el día. En ese aspecto la señora Pettigrew habría ido magníficamente bien. Recuerde lo que hizo por la pobre Lisa después de su primer ataque apoplético. De cualquier modo, con esa herencia en perspectiva, no podemos contar con la señora Pettigrew. Por parte de Lisa ha sido algo ridículo nombrarla su heredero.
La cara de la señorita Taylor asumió una expresión desolada.
—Sería desastroso —comentó— que la señora Pettigrew fuese con los Colston. Charmian sería muy desgraciada con esa mujer. No debe ni pensar en esa solución, doña Lettie. Usted no conoce a la señora Pettigrew como yo.
Cuando ella se inclinó acercándose un poco más a la señorita Taylor, los ojos castaños de Lettie parecieron posarse sobre una escena excitante.
—¿Supone —preguntó— que entre la señora Pettigrew y Lisa existían particulares relaciones? ¿Quiero decir, anormales?
La señorita Taylor no fingió que no había comprendido lo que su interlocutora quería insinuar.
—No podría pronunciarme —contestó— respecto de la naturaleza de sus relaciones en los primeros años. Sólo sé esto, y también lo sabe usted, doña Lettie, que la señora Pettigrew fue muy despótica con la señora Brooke durante los ocho o nueve años últimos. Esa mujer no interesa para Charmian.
—Precisamente por su aspecto despótico la hubiera deseado para Charmian —insistió Lettie—. Charmian «tiene necesidad» de una persona que la domine, para su bien. Pero ya que no es este el caso, no hablaremos más de ello. La señora Pettigrew no desea ese puesto en el hogar de mi hermano. He oído decir que Lisa se lo ha dejado prácticamente todo. Como ya sabe, Lisa era muy rica, y…
—Yo no estoy tan segura de que la señora Pettigrew acabe por heredar —insistió la señorita Taylor.
—Se equivoca, Taylor. Temo que la familia de Lisa tiene bien pocas probabilidades de conseguir la herencia. Es más, no creo que los abogados les aconsejen que lleven el caso ante los tribunales. No hay elementos para un pleito. Lisa tuvo perfectamente sana la cabeza hasta el día de su muerte. Es verdad que la señora Pettigrew ejercía sobre ella una influencia desagradable, pero Lisa estuvo muy lúcida hasta su fin.
—Sí, la señora Pettigrew tenía ascendente sobre ella, es verdad.
—Yo no hablaría de ascendente, sino de verdadera influencia. Si Lisa fue tan tonta de…
—Ciertamente, doña Lettie. ¿Por casualidad estaba el señor Leet en los funerales?
—¡Ah, sí!, Guy Leet también estaba. No creo que tire adelante por mucho tiempo. Artritis reumática con complicaciones.
Mientras hablaba, Lettie recordó que la artritis reumática era una de las aflicciones de la señorita Taylor, pero, después de todo, pensó, hay que afrontar la realidad.
—Va aguantando, con mucha dificultad, usando dos bastones.
—Es como hacer la guerra —observó la señorita Taylor.
—¿Cómo dice?
—Superar los setenta es como estar en guerra. Todos nuestros amigos están para ir a ella o bien ya han ido, y nosotros sobrevivimos rodeados de muertos y de moribundos, lo mismo que en un campo de batalla.
«Su mente delira. Hay algo patológico en ella», pensó doña Lettie.
—O bien sufrimos psicosis de guerra —prosiguió la señorita Taylor.
Lettie estaba despechada porque había confiado en que la señorita Taylor le hubiese dado algún buen consejo.
—Vamos, señorita Taylor —dijo—. Usted habla ahora como Charmian.
—Debe habérseme pegado mucho su modo de pensar y de hablar…
—Señorita Taylor, me gustaría oír su opinión. —Lettie miró a su interlocutora para cerciorarse de que le prestaba atención—. Hace cuatro meses —continuó— he empezado a recibir llamadas telefónicas anónimas de un hombre, y desde entonces sigo recibiéndolas. Una vez, estando en casa de Godfrey, aquel hombre, que debió seguirme hasta allí, dijo algo para mí y para mi hermano.
—¿Qué dice este hombre?
Doña Lettie se inclinó al oído de la señorita Taylor y se lo refirió en voz baja.
—¿Han informado a la policía?
—Claro que lo hemos hecho, pero los policías son unos inútiles. Incluso Godfrey ha tenido una conversación con ellos. Diríase que están convencidos de que se trata de una historia inventada por nosotros.
—Supongo que habrán pasado a consultarlo con Mortimer, el inspector jefe. Era un ferviente admirador de Charmian.
—Mortimer no tiene nada que ver con eso. Está retirado, jubilado, y casi tiene setenta años. El tiempo pasa. Usted vive en el pasado, señorita Taylor.
—Yo sólo pensaba en que el inspector Mortimer podría actuar privadamente, o cuando menos hacerse útil en alguna manera. Le he considerado siempre un hombre excepcional.
—Mortimer está fuera del asunto. Para esta labor queremos un investigador joven y activo. Un loco peligroso está en libertad. Quién sabe cuántas personas, además de mí, se encuentran en peligro.
—Si yo fuera usted, doña Lettie, no contestaría al teléfono.
—Querida señorita Taylor, no podemos quedar al margen por una eternidad. He de seguir ocupándome de mis instituciones de beneficencia. No estoy completamente fosilizada, querida. Es forzoso contestar al teléfono. Pero, se lo confieso, me siento muy nerviosa. Puede imaginárselo: cada vez que se contesta… se teme siempre oír aquella penosa frase. Sí, penosa.
—«Recuerde que ha de morir» —repitió la señorita Taylor.
—¡Chist!… —dijo Lettie, mirando, preocupada, por encima de su hombro.
—¿No consigue despreocuparse de esas llamadas telefónicas, doña Lettie?
—No, no lo logro. Lo he intentado, pero ese asunto me turba profundamente. Es una cosa que me ataca los nervios.
—Quizás, a lo mejor, debería hacer caso de la recomendación —sugirió Taylor.
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a que quizá debería intentar recordar que ha de morir.
«Delira otra vez», pensó Lettie. A continuación, dijo:
—Señorita Taylor, yo no deseo que me aconseje respecto a lo que he de hacer. Yo sólo esperaba que pudiera sugerirme una manera de arrestar al criminal, pero observo que he de ocuparme personalmente del asunto. ¿Entiende usted sobre hilos de teléfono? ¿Pueden ponerse bajo control las llamadas que parten de aparatos particulares?
—Para las personas ancianas es difícil empezar a recordar que han de morir —continuó la señorita Taylor—. Es mejor acostumbrarse a la idea desde que somos jóvenes. Veré si concreto algún plan para descubrir a ese hombre, doña Lettie. Hubo un tiempo que yo entendía algo de instalaciones telefónicas. Intentaré volver a pensar en ello.
—Ya es hora de irme. —Lettie se levantó y añadió—: Deseo que aquí la traten bien, señorita Taylor.
—Ahora tenemos una nueva encargada de la sala. No es tan simpática como la anterior. Yo, personalmente, no puedo quejarme, si bien algunas de mis compañeras son algo quisquillosas. Tienen ideas fijas, manías.
Lettie miró a lo largo de la baranda soleada de la sala Maud Long, en la cual una hilera de ancianas estaban sentadas en sus sillones.
—¡Son afortunadas! —exclamó Lettie, reteniendo apenas un suspiro.
—Lo sé —dijo la señorita Taylor—. Con todo, no están contentas y tienen miedo.
—¿Miedo de quién?
—De la encargada de la sala.
—¿Qué tiene de especial esa encargada?
—Nada, excepto que le asustan esas viejas.
—¿«Ella» tiene miedo? Me pareció que usted dijo que son las pacientes las que tienen miedo de «ella».
—El resultado es el mismo —contestó la señorita Taylor.
«Disparata», pensó Lettie. Luego añadió:
—En los países balcánicos, al llegar el verano, los campesinos echan fuera de casa a sus viejos padres y los mandan a mendigar su comida para el invierno.
—¿De veras? Es un sistema muy interesante —exclamó la señorita Taylor.
Al despedirse de ella, Lettie estrechó su mano, de tal modo que le dolieron las deformes articulaciones.
—Espero —añadió aún Taylor— que no pensará emplear a la señora Pettigrew.
«Tiene celos de cualquiera que deba relacionarse con Charmian», pensó doña Lettie.
«Quizá los tengo», pensó la señorita Taylor, que había leído en la mente de su interlocutora.
Como de costumbre, luego que doña Lettie hubo salido, la señorita Taylor meditó largo rato y comprendió siempre con mayor claridad por qué Lettie iba a visitarla tan a menudo; porque parecía gustarle y, al propio tiempo, raras veces le demostraba simpatía, fuese con palabras o con su conducta. Todo era culpa de aquella vieja herrumbre por el asunto amoroso de Taylor en 1907. En realidad, doña Lettie ya lo había olvidado, peligrosamente olvidado, de modo que había quedado en su corazón una vaga, tenaz enemistad para Jean Taylor sin que hubiese llegado a una saludable clasificación. Por el contrario, ella, Taylor, hasta hacía muy poco tiempo recordaba los detalles de su historia de amor y el subsiguiente noviazgo de doña Lettie con aquel hombre, noviazgo que, en resumen, no había llegado a buen término.
«Sin embargo, de un tiempo a esta parte —pensaba la señorita Taylor—, empiezo a sentir lo mismo que siente ella. La enemistad es contagiosa».
La anciana señorita cerró los ojos y dejó caer sus manos sobre la manta que le cubría las rodillas. Pronto vendrán las enfermeras para llevar las abuelas a la cama. Mientras, ella pensaba, con un placer un poco soñoliento:
«Estoy contenta por las visitas de doña Lettie. Las espero con impaciencia, aunque luego la trato con mi acostumbrada aspereza. Quizá sea debido a que ahora tengo tan poco que perder, o acaso porque nuestras entrevistas tienen un fondo divertido. Si no fuese por esa vieja gordinflona de Lettie, me hundiría en una especie de apatía. Además, podré servirme de ella para el problema de la encargada de la sala, pese a que es poco probable que obtenga algo efectivo».
* * *
—Abuela Taylor Geminis. «Festejos nocturnos os divertirán cuanto confiáis en ellos. Día determinante para iniciativas de negocios».
La señorita Valvona leía el horóscopo por segunda vez.
—Ya —fue el comentario de la señorita Taylor.
Las huéspedes de la sala Maud Long habían sido acomodadas en sus camas y ahora esperaban la cena.
—Casi he dado en el blanco —dijo la abuela Valvona—. Por su horóscopo siempre puede saber cuándo recibirá visitas, abuela Taylor. O viene la señora, o viene aquel otro señor. Siempre conseguirá saberlo por las estrellas.
Abuela Trotsky levantó su marchita cabeza, de frente baja y nariz respingona, y dijo algo. Su estado de salud había empeorado de unas semanas a esta parte. No se conseguía percibir con claridad lo que decía. De toda la sala, la señorita Taylor era la más rápida en formular conjeturas sobre palabras pronunciadas por la abuela Trotsky, pero la señorita Barnacle era la que daba prueba de mayor inventiva.
Abuela Trotsky repitió sus palabras, cualesquiera que fuesen.
—Naturalmente, abuela —respondió la señorita Taylor.
—¿Qué ha dicho? —preguntó la abuela Valvona.
—No lo sé con exactitud —repuso la señorita Taylor.
La señora Reewes-Duncan, que se alababa de haber vivido en sus buenos tiempos en un bungalow, se dirigió a la abuela Valvona.
—¿Se da cuenta de que el horóscopo que nos ha leído hace poco habla de fiestas nocturnas, en tanto que la amiga de la abuela Taylor ha venido hoy por la tarde a las tres y cuarto?
Abuela Trotsky levantó de nuevo su cabeza de extraño perfil. Habló subrayando sus palabras con vivaces ademanes de aquella cabeza cuya conformación era tan increíble y espantosa.
—¡Ha dicho festejos, un cuerno! —se arriesgó a decir a este punto la abuela Barnacle—. ¿De qué va a servirnos que las estrellas nos hagan predicciones con esa carroña de enfermera de allí fuera, la cual únicamente espera el invierno para vaciar la sala, cuando tengamos que quedarnos en cama con la pulmonía? ¡Podrá leer magníficamente bien en sus estrellas cuando tengan necesidad de nuestras camas para la próxima hornada! Eso es lo que ha dicho… ¿No es así, abuela Trotsky?
La interpelada, levantando la cabeza hizo otro y aún más trémulo esfuerzo; luego, exhausta, dejóse caer sobre la almohada y cerró los ojos.
—Eso es lo que ha dicho —repitió la abuela Barnacle—. Por descontado, le asiste plena razón. Cuando llega el invierno, las que han dado más molestia no duran mucho en estas condiciones.
A lo largo de la fila de camas de la sala pasó una ola de murmullos. Cesaron cuando la enfermera recorrió la sala y se reanudaron apenas se fue.
Los ojos de la señorita Valvona hurgaron, a través de sus gafas, en el pasado, como hacían a menudo en otoño. Ella volvió a ver la puerta abierta de la tienda en una tarde dominguera y los exquisitos helados que hacía su padre. Oyó también de nuevo el armonioso sonido de la armónica que él seguía tocando cuando ya había llegado la noche, hasta la hora del cierre.
—¡Oh, la salita detrás de la tienda y los helados mixtos, y los white ladies, que servíamos a nuestros clientes! —exclamó—. Y mi padre con la armónica… Los white ladies se mantenían firmes y duros sobre el mostrador de cinc, compactos y fabricados con ingredientes de primera calidad. Y los amigos me decían: «¿Cómo estás, Doreen?», pese a venir del cine acompañados de otra muchacha. Y mi padre cogía la armónica y tocaba como un campeón. Le había costado cincuenta esterlinas. En aquel tiempo, recuerden, era mucho dinero.
—¿Ha rogado a aquella señora que hiciera algo en favor nuestro? —preguntó la abuela Duncan a la señorita Taylor.
—No de manera directa, pero he logrado que comprendiera que ahora no estamos tan bien como antes.
—¿«Hará» algo por nosotras? —preguntó la abuela Barnacle.
—Ella no forma parte del comité directivo —explicó la señorita Taylor—. Una amiga de ella forma parte de la directiva, y por eso necesitará cierto tiempo. Es una mujer que fácilmente pierde la paciencia. Entretanto, nosotras debemos esforzarnos en afrontar la situación como mejor podamos.
La enfermera volvió a atravesar la sala pasando por entre las ancianas, hoscas y silenciosas, excepto la señora Trotsky que ahora se había dormido ruidosamente con la boca abierta.
«Es verdad —pensaba la señorita Taylor— que las enfermeras jóvenes son menos alegres desde que la hermana Burstead ha asumido la dirección de la sala».
Naturalmente, pocos minutos bastaron para que la hermana Burstead se convirtiera en «hermana Bastard»[3], por boca de la abuela Barnacle. Quizá la asociación de ese apellido con la edad —la hermana Burstead había cumplido hacía mucho tiempo los cincuenta— suscitó inmediatamente en Barnacle unos sentimientos hostiles.
«Pasados los cincuenta adquieren una mentalidad de hospicio para pobres. No es de fiar una encargada de sala que ha pasado de los cincuenta. No se dan cuenta de que desde el fin de la guerra están vigentes unas leyes sobre nuevos sistemas directivos».
Estos sentimientos contagiaron, una tras otra, a las demás huéspedes de la sala. Pero el terreno había sido preparado la semana anterior, cuando se enteraron de que la encargada más joven de la sala se iba de allí.
—Un cambio, ¿lo habéis oído? Habrá un cambio. Abuela Valvona, ¿qué dicen las estrellas?
Y así, la mañana en la que la hermana Burstead comenzó su servicio —delgada, gruesos lentes, de media edad, con un antipático tic nervioso a un lado de la cara, entre el labio y la mandíbula—, la abuela Barnacle declaró que ya la había catalogado a la perfección.
—Mentalidad de hospicio para pobres. Verán lo que va a suceder ahora. Todas las que no sepan contener sus necesidades, como yo, por ejemplo, que tengo el morbo de Bright, no durarán mucho tiempo en esta sala. Buscan la pulmonía durante el invierno. No se puede dejar de atraparla, y esa no nos asegura nada de bueno.
—Pues, según usted, abuela Barnacle, ¿qué cree que hará?
—¿Que qué hará? Lo que importa es lo que no hará. Esperen el invierno. Se encontrarán clavadas en la cama y no habrá nadie que haga algo por ustedes, sobre todo si no tienen parientes o alguien que haga investigaciones.
—Pero las demás son buenas enfermeras.
—Notarán una diferencia incluso en «las demás».
Habían notado ya una diferencia. Las enfermeras le tenían terror a su nueva encargada. Este era el hecho. Pero, a medida que se convertían en más activas y eficientes, la mayor parte de las viejecitas las espiaban, cargadas de pensamientos hostiles y atroces sospechas. Cuando el personal iniciaba el turno de noche, la sala se relajaba. Dicho en otras palabras, las abuelas no cesaban de vocear en toda la noche. Gritaban en el sueño o en su agitado duermevela. Llenas de miedo, aceptaban las píldoras sedantes, y, por la mañana, se preguntaban recíprocamente:
—¿Qué hice esta noche? —porque no recordaban si fueron ellas o las otras las que hicieron ruido.
—Y todo acaba anotado en el registro. Nada de lo que sucede durante la noche deja de figurar en el registro. Y la Bastard lo lee cuando llega la mañana. ¿Verdad que ustedes saben lo que quiere decir todo eso cuando llegue el invierno?
Inicialmente, la señorita Taylor no dio importancia a esas habladurías. Sí: la nueva encargada era nerviosa, severa y estaba asustada; tenía más de cincuenta años. Pero la señorita Taylor creía que todo terminaría en nada cuando las dos partes se hubiesen habituado al cambio. Con sus cincuenta años, la hermana Burstead le daba pena.
«Treinta años atrás —pensaba— también yo tenía más o menos esa edad y empezaba a envejecer. Envejecer estropea los nervios. ¡Es mucho mejor ser viejo!».
En aquella época de su vida, había tenido muchas dudas por si debía dejar a los Colston y trasladarse a Coventry con su hermano, en tanto se presentaba la ocasión. ¡Era una tentación tan fuerte —la de dejarlos— para ella, que se había formado a través de una convivencia de veinticinco años con Charmian! A los cincuenta años le pareció absurdo de veras continuar sirviendo a la patrona, puesto que sus costumbres y sus gustos eran ahora superiores y mucho más refinados que los de las camareras que encontraba en sus viajes con Charmian. Alcanzada la cincuentena, había pasado un par de años de intranquilidad, no sabiendo elegir entre ir a Coventry a cuidar el hermano viudo y disfrutar de cierta consideración social, o bien seguir despertando a Charmian cada mañana y ser testigo silencioso de las infidelidades de Godfrey. Durante aquellos dos años, mientras maduraba sus decisiones, había convertido en un infierno la vida de su patrona, amenazándola, cada vez, con despedirse, colocando de cualquier manera en el baúl los vestidos de Charmian, de tal modo, que se ajaran, y yendo a visitar las galerías de arte, mientras la señora zarandeaba inútilmente la campanilla, llamándola.
—Estás mucho peor ahora que cuando tuviste la menopausia —le decía Charmian.
Charmian la atiborraba de frascos de reconstituyentes, que ella, con perversa alegría, acababa vaciando en el retrete. Luego de un mes de vacaciones al lado de su hermano en Coventry, descubrió que no conseguiría soportar una convivencia con él, con sus costumbres, expedirlo cada mañana al trabajo, tenerle arregladas las camisas, y asistir —llegada la noche— a encarnizadas partidas de whist. En casa de los Colston siempre había huéspedes de toda clase, y el salón de Charmian había sido pintado de negro y anaranjado. Durante todo el tiempo en que permaneció en Coventry, la señorita Taylor sintió la nostalgia de las divertidas conversaciones oídas durante las tardes de Charmian.
—Querida Charmian, ¿no cree, con toda franqueza, que debería haber matado a Boris?
—No. A mí Boris me cae simpático.
¡Y aquellas llamadas telefónicas en plena noche!
—¿Es usted, querida Taylor? Llame a Charmian, por favor. ¡Dígale que estoy en tal estado!… Dígale que quiero leerle mi último poema.
Eran cosas de treinta años antes. Porque cuarenta años atrás las llamadas eran diferentes.
—Señorita Taylor, diga a la señora Colston que estoy en Londres. Habla Guy Leet. Ni una palabra al «señor» Colston.
Estas eran las llamadas telefónicas, de las que la señorita Taylor, alguna vez, no daba cuenta a su patrona. En aquella época era Charmian quien tenía la menopausia, y era muy capaz de arrimarse como una gata a cualquier hombre que se atreviera a acercársele. Aunque hubiese sido Guy Leet, el cual, en otros tiempos, ya había sido su amante.
A los cincuenta y cuatro años la señorita Taylor se había calmado. Podía ahora encontrarse con Alec Warner sin experimentar ninguno de los sentimientos que en el pasado había alimentado por él. Iba con Charmian a todas partes. Durante horas y horas permanecía sentada escuchando a la escritora que leía sus novelas en voz alta, aun manuscritas, y le decía su opinión. A medida que los demás componentes de la servidumbre empezaron a ponerse difíciles y se fueron, Jean Taylor asumió sus obligaciones. Cuando Charmian se hizo ondular los cabellos, la señorita Taylor hizo otro tanto. Cuando Charmian se convirtió al catolicismo, también la señorita Taylor se convirtió, pero, en verdad, para dar una satisfacción a su ama.
Raras veces se encontraba con el hermano de Coventry y cuando esto sucedía se consideraba afortunada por haber escapado de él. En cierta ocasión, le dijo a Godfrey Colston que fuera con cuidado con lo que estaba haciendo. El tic nervioso que, producto de la desilusión, se le fijó en la comisura de la boca cuando tenía cerca de cuarenta años, había ido desapareciendo poco a poco.
Y también pasará lo mismo con la hermana Burstead, en cuanto se haya ambientado. El tic desaparecerá, pensaba la señorita Taylor. Pero bien pronto empezó a comprender que existían pocas probabilidades de que desapareciera el tic de la nueva encargada. Las abuelas estaban tan inquietas en sus relaciones con ella, que no sería de extrañar que la hermana Burstead las dejara morir de pulmonía, cuando se le presentara la ocasión.
—Ha de hablar con el médico, abuela Barnacle, si verdaderamente está convencida de que no la han curado bien —dijo la señorita Taylor.
—¿El doctor?… ¡Un cuerno! Esos dos son uña y carne. ¿Qué importancia tiene para ellos una pobre vieja como yo?
La única ventaja admisible, después de la llegada de la nueva encargada, era que ahora la sala se había hecho más vivaz. Parecía como si las facultades mentales de todas las internadas se hubiesen reanimado, como si la encargada hubiera obrado sobre ellas a modo de un electrochoc. Las abuelas ya no pensaban en redactar y volver a redactar sus testamentos, y ya no amenazaban con desheredar a las enfermeras o de desheredarse mutuamente entre ellas.
Pero un día en que, a la hora de la comida, la carne resultó dura, o nada fresca —la señorita Taylor no recordaba bien—, la señora Reewes-Duncan cometió un grave error: amenazó a la hermana Burstead con informar a su abogado.
—Vayan a avisar a la encargada —ordenó—. Tráiganla aquí.
La aludida entró en el preciso momento en que se la reclamaba.
—Bien, ¿qué sucede, abuela Duncan? Vamos, de prisa, porque estoy ocupada. ¿Qué quiere?
—Oiga, querida, esta carne…
En la sala comprendieron en seguida que la señora Duncan estaba cometiendo un burdo error.
—Informaré a mi sobrina… Mi abogado…
Pero sólo Dios sabe por qué razón la palabra «abogado» hizo perder la cabeza a la hermana Burstead. Aquella palabra, precisamente, fue la que hizo desencadenar el desastre. Amenazar con el doctor o los propios parientes, eso aún era posible. La enfermera-jefe lo habría tolerado. Rígida sobre sus pies, con ojos centelleantes, coléricos y el tic en la boca, se habría limitado a decir:
—Usted ni siquiera se ha dado cuenta de que vive en este mundo.
O bien:
—Conforme. Dígaselo a su sobrina, «querida».
Pero la palabra «abogado» la mandó a los siete infiernos, como tuvo oportunidad de decir la abuela Barnacle al siguiente día. Agarrándose a la barra de la cama, la hermana Burstead le gritó a la abuela Duncan durante sus buenos diez minutos. Las palabras aisladas, o reagrupadas en períodos, se desprendían como chispas del feroz estrépito que salía de aquella boca.
—Vieja bestia… puerca, cochina, vieja bestia… comida… rezongar y refunfuñar… Estoy de pie desde las ocho de la mañana… siempre de pie… trabajar, trabajar, trabajar todo el día para un rebaño de inútiles viejas marranas…
La Burstead dejó el servicio inmediatamente, asistida por una enfermera.
«Bastaría con que nosotras intentáramos ser unas amables y pacientes viejas criaturas —pensaba la señorita Taylor—, y también ella se comportaría bien. Pero, como nosotras no somos unas amables y pacientes viejas criaturas…».
—Escorpión —había empezado la abuela Valvona, unas cuatro horas más tarde, si bien, como el resto de todas las de la sala, estaba muy trastornada—. Abuela Duncan. Escorpión. «Podéis partir a toda vela, confiadas. El éxito de otra persona podrá alcanzaros de muy cerca». —Abuela Valvona dejó el periódico—. ¿Comprenden lo que quiero decir? —dijo—. Las estrellas jamás engañan. «El éxito de otra persona…». Una extraordinaria predicción.
El incidente fue referido a la directora y al doctor. A la mañana siguiente, la directora llevó a cabo una investigación en un tono que claramente traicionaba su esperanza —en contra de toda lógica— de poder exonerar del servicio a la hermana Burstead. Realmente habría resultado difícil su sustitución.
Se inclinó sobre la señorita Taylor y le dijo calmosamente, en gran secreto:
—La hermana Burstead se toma unos días de descanso. Ha trabajado mucho.
—Evidentemente —contestó Taylor, que tenía una horrible jaqueca.
—Dígame todo lo que sepa de este incidente. La hermana Burstead ha sido provocada, ¿no es así?
—Evidentemente —dijo la señorita Taylor mirando la benévola cara inclinada sobre de ella, deseando, por otra parte, que se apartara.
—¿La hermana Burstead se ha enfadado con la abuela Duncan?
—Sí. Se ha encolerizado. Esto es todo. Yo sugeriría que se trasladara a la hermana a otra sala, en donde la gente sea más joven y el trabajo menos pesado.
—En este hospital todo el trabajo es pesado —arguyó la directora.
Casi todas las abuelas estaban demasiado inquietas para disfrutar de los pocos días de licencia de la hermana Burstead. En efecto, apenas el estado de histeria general señalaba la calma, la señora Barnacle volvía a soplar sobre el fuego.
—Esperen a que llegue el invierno. Cuando cojan la pulmonía…
En aquellos días la abuela Trotsky tuvo un segundo ataque apoplético. A su cabecera llamaron a un viejo primo, y alrededor de la cama fue colocado un biombo, de detrás del cual una hora después emergió ese pariente. Seguía manteniendo encasquetado en su cabeza el sombrero verde oscuro con el cual había llegado. Movía cabeza y sombrero, y su cara salpicada de manchas, extraña, estaba inundada de lágrimas.
Abuela Barnacle, sentada aquel día en una butaca, lo llamó con un «¡Pssst!».
Obediente, el hombre se acercó.
Con la cabeza, la abuela Barnacle hizo un signo en dirección a la cama rodeada por el biombo.
—¿Ha muerto?
—No. Respira, pero no habla.
—¿Sabe de quién es la culpa? Ha sido la hermana la que le ha provocado ese ataque.
—No tiene hermanas. Yo soy su más próximo pariente.
Entró una enfermera y, con rapidez, lo alejó de allí.
Abuela Barnacle manifestó otra vez en la sala:
—La hermana Bastard ha sido la causa del ataque de la abuela Trotsky.
—Es su segundo ataque. Siempre hay un segundo. Ya se sabe.
—Es culpa de la encargada de la sala y de su mal carácter.
Cuando se enteró de que la hermana Burstead no había sido trasladada a otra sala, sino que iba a reanudar el servicio al siguiente día, la abuela Barnacle manifestó al doctor que, a partir de ese momento, rehusaba dejarse curar, que se iría de allí a la mañana siguiente y que diría los motivos a todo el mundo.
—¡Pues no faltaría más! Conozco sobradamente cuáles son mis derechos de paciente —exclamó—. No crean que no conozco las leyes. Y, lo que es más grave, puedo procurarme el número del periódico. Es suficiente que les telefonee, para que vengan aquí a saber de qué se trata.
—Cálmese, abuela —le aconsejó el médico.
—Si la hermana Bastard vuelve aquí, yo me voy —insistió la abuela Barnacle.
—¿Adónde? —preguntó la enfermera.
La abuela Barnacle la fulminó con una mirada de fuego. Comprendió que la enfermera se sentía irónica. Con toda seguridad, ella debía saber que había pasado tres meses en la cárcel de mujeres de Holloway treinta y seis años antes, seis meses veintidós años antes y otros meses en épocas sucesivas. La abuela Barnacle se convenció de que la enfermera había querido aludir a sus procedentes cuando había preguntado con aquel tono de voz: «¿Adónde?».
El doctor miró a la muchacha arrugando la frente y dijo a la abuela Barnacle:
—Estése tranquila, abuela. Esta mañana su presión no es muy satisfactoria. ¿Cómo ha pasado la noche? ¿Algo agitada?
Estas palabras animaron a la abuela Barnacle, que, en verdad, había pasado una pésima noche.
Abuela Trotsky se había repuesto tanto, que quitaron el biombo, y volvió a emitir sus balbucientes gorgoteos. Sólo verla y oír el rumor de aquellos esfuerzos para hablar, y precisamente en ese momento, quitaron toda fuerza a la abuela Barnacle.
Miró al doctor a la cara, como esperando leer una sentencia.
—Doctor, efectivamente no me siento nada bien —dijo—. Y con esa asquerosa de servicio no estoy tranquila. Creo que me va a pasar algo.
—Vamos, vamos, abuela. Esa pobre mujer ha trabajado demasiado —la amonestó el médico—. Todos estamos contentos de poder ayudar de cualquier modo que podamos hacerlo. Intentamos serles útiles, abuela.
—¿Tengo mal semblante, querida? —murmuró la abuela Barnacle a la señorita Taylor, cuando el médico se hubo ido.
—No, abuela. Tiene un excelente aspecto.
En realidad, la cara de la abuela Barnacle estaba salpicada de manchas de rojo oscuro.
—¿Ha oído lo que el doctor ha dicho sobre mi presión? ¿Cree que era una mentira, sólo para que no me quejara?
—No lo creo.
—Se lo juro, abuela Taylor, quisiera salir por aquella puerta y bajar las escaleras, aunque después me muriera de repente.
—No se lo aconsejo —dijo la abuela Taylor.
—¿Podrían declararme loca?
—No lo sé.
—Se lo diré al cura.
—Ya sabe lo que le contestará —dijo la señorita Taylor—. Ofrezca su condenado sufrimiento a las ánimas benditas.
—Sí.
—Es una religión severa, abuela Barnacle. Si mi madre no hubiese sido católica, yo jamás hubiera…
—Conozco a una señora…
Fue entonces cuando la señorita Taylor dijo imprudentemente:
—Yo conozco a una señora, que conoce a otra señora que forma parte del comité de este hospital. Se necesitará un poco de tiempo, pero ya veré qué puedo hacer para que trasladen a la Burstead.
—Que Dios la bendiga, abuela Taylor.
—No puedo prometer nada, pero lo intentaré. Deberé usar de mucha diplomacia.
—¿Oyen? —dijo la abuela Barnacle, dirigiéndose a todas las pacientes de la sala—. ¿Saben lo que va a hacer la abuela Taylor?
La señorita Taylor no quedó demasiado desilusionada de su primera tentativa de indagar con doña Lettie. Aquello era sólo el principio. Insistiría. Y, después, quizás podría intentar algo con Alec Warner. Quién sabe si podría inducirle a hablar con Tempest Sidebottome, que formaba parte del comité directivo del hospital. Y quién sabe también si se habría podido disponer cada cosa sin vituperio y sin daño para aquella desgraciada abuela Burstead.
* * *
—Así, pues, ¿su «doña» no le ha prometido nada definitivo? —preguntó la abuela Barnacle.
—No. Necesitará tiempo.
—Pero ¿cree que lo logrará antes del invierno?
—Confío que sí.
—¿Le ha explicado lo que ha hecho a la abuela Duncan?
—Exactamente, no.
—Debiera habérselo dicho. Pero lo comprendo. Tengo la impresión de que usted no está completamente de nuestra parte, abuela Taylor. Además, creo que recuerdo aquella cara.
—¿Qué cara?
—La de su «doña».
La dificultad estaba en el hecho, pensaba la señorita Taylor, de que en realidad ella consideraba que aquel asunto no era tan importante como lo planteaban. Alguna vez le habría gustado poder decirles a sus compañeras: «¿Y si vuestras sospechas fuesen fundadas? ¿Y si muriéramos en el próximo invierno?». Alguna vez decía:
—De todos modos, alguna de nosotras morirá ese invierno. Es muy probable.
—Yo ya estoy dispuesta para presentarme ante Dios. En cualquier momento —contestaba la abuela Valvona.
—Pero no antes de su momento —añadía rápidamente la abuela Barnacle, con decisión.
—Debería insistir a su amiga, señorita Taylor —decía la señorita Duncan, que, de todas, era la que mayor irritación causaba a la hermana Burstead.
Abuela Duncan tenía cáncer. A menudo, la señorita Taylor se había preguntado si la hermana Burstead no tendría miedo precisamente a causa de esto.
—Creo que ahora recuerdo la cara de aquella señora —continuaba repitiendo la abuela Barnacle—. ¿Se la veía a menudo por Holborn, durante la noche?
—No lo creo —contestó la señorita Taylor.
—Quizás era una antigua cliente mía —insistía la otra.
—Creo que estaba suscrita directamente a sus periódicos.
—¿No iba a trabajar por esos barrios?
—Verá… No iba precisamente al trabajo. Formaba parte de varios comités. Se ocupaba de cosas de este tipo.
Abuela Barnacle volvía a ver con el pensamiento la cara de doña Lettie.
—¿Dice que se ocupaba de obras asistenciales?
—Sí, algo por el estilo —contestó la señorita Taylor—. Nada de especial.
Abuela Barnacle la miró con sospecha, pero la señorita Taylor no quería dejarse inducir a decir demasiado y a admitir que doña Lettie era visitadora de las cárceles de Holloway desde que tenía treinta años hasta que —gorda y asmática como se había vuelto— le resultaba ya difícil subir escaleras.
—Insistiré a doña Lettie —prometió.
Era el día de descanso de la hermana Burstead, y una enfermera entró silbando mientras llevaba la bandeja con la cena.
Abuela Barnacle comentó con robusta voz: «Mujer que silba, gallina que canta, no es agradable a Dios, ni al hombre encanta».
La enfermera dejó de silbar y lanzó una intensa mirada a abuela Barnacle. Luego, con gran ruido, depositó la bandeja y fue a recoger otra.
Abuela Trotsky intentó levantar la cabeza y decir algo.
—Abuela Trotsky quiere hablar —dijo la señora Duncan.
—Dice —explicó la señorita Taylor— que no deberían ser descorteses con las enfermeras, sólo porque…
—¡Descorteses con las enfermeras! Ya veremos lo que harán cuando en invierno…
La señorita Taylor empezó el benedicite.
«¿No hay forma —pensaba— de lograr que ellas olviden el invierno? ¿Por qué no empiezan a redactar y volver a redactar sus testamentos cada semana?».
Durante la noche murió la abuela Trotsky. Se le reventó un vaso sanguíneo en el cerebro, y su alma retornó a Dios, que se la había dado.