XI

En la clara, nueva luz del sol abrileño que la abordaba filtrándose por la ventana, Emmeline Mortimer se ajustó los lentes y se alisó la blusita. Estaba contenta por haberse librado de sus jerseys invernales y vestir de nuevo una blusa y un jersey ligero.

Decidió que aquella mañana plantaría perejil, y quizás arreglaría los claveles y los guisantes dulces. Comprobaría si Henry había podado las rosas. Henry ya había superado el momento peor, pero era necesario impedir que azadoneara, que arrancara las malas hierbas, es decir, que se encorvase e hiciera esfuerzos de cualquier clase. Debía tenerle la vista encima, sin aparentarlo. Por la tarde, cuando ya todos se hubieran ido, podría vaporizar con cal y azufre la parra para preservarla del moho, los perales con la mezcla de Bordeaux contra la roña y las grosellas contra los gusanos. Había mucho trabajo en el jardín y Henry no debía de cansarse demasiado. No, no debía rociar los perales, porque tendría que estirar demasiado los brazos y podría fatigarse. Seguramente que aquella gente le cansaría.

Esta mañana tenía el oído muy fino. Henry se movía alegremente por el piso de arriba mientras canturreaba.

El perfume de los jacintos sobre el alféizar de la ventana le llegaba en ondas cortas, irregulares, que Emmeline acogía con una sensación de placer agudo y penetrante. Bebió su té caliente, exquisito, y cubrió la tetera con el paño. Así el té se conservaría caliente para Henry. Se ajustó los lentes y cogió el periódico de la mañana.

Al cabo de pocos minutos bajó Henry Mortimer. Cuando entró, su mujer movió imperceptiblemente la cabeza y en el acto volvió a su lectura.

Él abrió completamente las puertas-ventana y por unos momentos estuvo vigorizando el cuerpo al nuevo sol, gustando el aire primaveral a la vista de su jardín. Luego las cerró y se sentó a la mesita.

—Hoy tendré que tirar de azada un poco.

La mujer no hizo objeción alguna. Era necesario esperar el momento justo. No es que Henry fuese susceptible o difícil, por lo que a su angina se refería. Era, más que nada, cuestión de principio o de costumbre. Ella siempre había esperado el momento adecuado para oponerse a las decisiones de su marido.

Con el dorso de la mano él señaló al esplendoroso sol primaveral.

—¿Qué te parece? —preguntó.

Emmeline levantó la mirada, sonrió y afirmó con la cabeza. Su cara era toda una red de sutiles arrugas, excepto en los puntos en los cuales la piel era tensa sobre pequeños y puntiagudos huesos. Tenía la espalda recta, la figura aún armoniosa, ágiles los movimientos. La mitad de su cerebro estaba ocupado calculando el número de puestos que en la tarde de hoy debería preparar en la mesa. Tenía cuatro años más que Henry, el cual había cumplido los setenta a principios de febrero. Su primer ataque cardíaco fue poco después de su cumpleaños, y Henry, bastante inclinado a considerar al médico como una encarnación de su enfermedad, había manifestado sentirse mucho mejor desde que el doctor dejó de visitarle regularmente cada día. Primero le habían permitido que se levantara al mediodía y luego que estuviera levantado todo el día. El médico le había recomendado que no se disgustara, que llevase siempre consigo la cajita de los comprimidos, se atuviera a la dieta prescrita y evitase cualquier esfuerzo. Y había dicho a Emmeline que le telefonease en cualquier momento, en caso de que fuese necesario. En fin, con gran alivio de Henry, había desaparecido de la casa.

Henry Mortimer, en otros tiempos inspector jefe, era de elevada estatura, enjuto de carnes, calvo, y de vivaz espíritu. A los lados y sobre la nuca los cabellos le crecían tupidos y grises. Pobladas y negras eran las cejas. Inexacto sería no decir que tenía nariz y labios carnosos, ojos pequeños y una barbilla huidiza dirigida hacia el cuello. Pues bien, sería también inexacto decir que él no era un magnífico ejemplar de hombre, pues tanta puede ser la fuerza expresiva de una cara.

Con mucha parsimonia, en homenaje a las prescripciones médicas, untó de mantequilla el pan.

—He dicho a toda aquella gente que vengan esta tarde —dijo, dirigiéndose a su mujer.

—El periódico de hoy sigue aún hablando de ello —dijo ella.

Y por el momento evitó decirle que debía poner atención a no cansarse con los visitantes. De lo contrario, ¿de qué serviría haberse retirado de la policía si continuaba ocupándose de acontecimientos criminales?

Mortimer alargó la mano y la mujer le dio el periódico. «El bromista del teléfono continúa sus fechorías», leyó en voz alta. Luego, mentalmente, siguió leyendo.

«La policía aún está desorientada a propósito de las continuas quejas de cierto número de personas ancianas, las cuales, a partir de agosto del año pasado, reciben llamadas telefónicas anónimas de un bromista de sexo masculino.

»Es posible que detrás de la burla se oculten más de una persona. En efecto, los juicios sobre el tipo de su voz son varios: “muy joven”, “voz de persona madura”, “voz de persona anciana”, etc.

»Invariablemente, la voz amonesta a su víctima así: “¡Usted morirá esta noche!”. Los aparatos telefónicos de las personas afectadas han sido intervenidos y los controlan las autoridades, y la policía ha invitado a todos los interesados a que prolonguen lo más posible la conversación con el desconocido. Pero la policía ha admitido que este o cualquier otro medio para descubrir a los autores de la mofa han fracasado.

»En un primer tiempo se había creído en que la actividad de la banda estuviese circunscrita a la zona de Londres, pero una reciente denuncia por parte del ex-crítico Guy Leet, de setenta y cinco años de edad, domiciliado en Stedrost (Surrey), demuestra que la red se va ampliando cada vez más.

»Entre las muchas personas que ya hace tiempo se han lamentado de haber recibido “la llamada”, figura doña Lettie Colston O. B. E.,[9] de setenta y nueve años, adalid de la reforma carcelaria, y su cuñada Charmian Piper, casada con Godfrey Colston, la novelista de ochenta y cinco años, autora de “Séptimo hijo”, etc.

»Yo no estoy convencida de que el C. I. D.[10] haya tomado suficientemente en serio esos incidentes, manifestó ayer Lettie Colston a los periodistas, “y por eso me he dirigido a un investigador privado. Realmente es una lástima que haya sido abolida la pena de los azotes. A ese desgraciado debería serle impuesta una severa lección”.

»Charmian Piper, cuyo marido, Godfrey Colston, de ochenta y seis años, ex-presidente de la “Cerveza Colston”, figura también entre las víctimas de la befa, declaró ayer: “Nosotros no estamos conturbados por las llamadas de nuestro corresponsal telefónico, el cual es un joven bien educado”.

»Un portavoz del C. I. D. ha asegurado que se está haciendo todo lo posible para descubrir al culpable».

Henry Mortimer dejó el periódico y tomó la taza que le entregaba su mujer.

—Un caso verdaderamente extraordinario —dijo ella.

—Muy embarazoso para la policía —añadió Henry—. ¡Pobrecillos!

—Pero agarrarán al culpable, ¿no es cierto?

—No veo cómo podrán lograrlo, en atención a los elementos de que disponen.

—Bien, pero tú les conoces, naturalmente.

—Precisamente, y porque los he tomado en consideración, a mi entender la culpable es la propia Muerte.

Ella no experimentó sorpresa alguna al oírle decir eso. Había seguido los pensamientos de su marido durante toda su vida de funcionario y, naturalmente, en los últimos meses, como hombre independiente, y nada de lo que decía podía causarle extrañeza. Henry había vivido bastante para ver a sus hijos dejar de tomarle en serio. Su palabra tenía mucho más peso fuera del ambiente de su familia. Incluso los nietos mayores —pese a que le querían mucho— no se daban cuenta, ahora, del valor que él representaba a los ojos de los otros. Eso él lo sabía y no le importaba nada. De todas maneras, Emmeline no podía considerar nunca a Henry como a un querido viejo que se hubiese puesto a desarrollar una filosofía, tal como otros hombres —cuando son jubilados— cultivan su pasatiempo preferido. No permitía que sus hijos conocieran enteramente sus sentimientos y, en efecto, quería complacerles y aparecer a sus ojos como una mujer de temperamento y dotada de sentido práctico. Pero tenía confianza en Henry y no podía hacer por menos de tenérsela.

Antes de volver a hacerle entrar en la casa para que descansara, le dejó trabajar un poquito en el jardín. Faltaban pocas semanas para que Henry se pusiera a esperar ansiosamente el correo, en la confianza de recibir cierta carta de un viejo amigo que vivía en el campo y le invitaba a ir con él a pescar durante quince días. Parecía un milagro que comenzara otra primavera y que pronto Henry anunciaría: «He recibido noticias de Harry. Las cachipollas han aparecido ya en el río. Será cuestión de que marche pasado mañana». Ella entonces se quedaría sola unos días, o quizás una de las hijas iría a pasar unos días con ella después de Pascua, y si el tiempo era suficientemente seco, los niños más pequeños retozarían por el prado.

Plantado el perejil, Emmeline se preguntó, excitada, cómo sería la delegación de la tarde de hoy que vendría a ver a Henry.

* * *

No era difícil llegar a la casa de Mortimer en Kingston-on-Thames, si se seguían las indicaciones de Henry, pero para la delegación fue ardua tarea encontrar el lugar de la meta. Llegaron con media hora de retraso y los nervios rotos, en el automóvil de Godfrey y dos taxis. En el auto de los Colston, además de Godfrey, iban Charmian, Lettie y la señora Pettigrew. El primer taxi llevaba a Alec Warner y a Gwen, la camarera de Lettie. En el segundo taxi llegaron Janet Sidebottome, la hermana misionera de Lisa Brooke, y con ella una pareja de viejos cónyuges y una anciana solterona, desconocida hasta este momento por todos los demás.

La señora Pettigrew, de punta en blanco, con un vestido a la medida, se apeó primero. Henry Mortimer, sonriente, fue al encuentro de ellos a lo largo del caminito de entrada y estrechó su mano. Luego Godfrey emergió de su automóvil, mientras a su vez los dos taxis descargaban sus pasajeros, ocupadísimos en encontrar y contar el dinero para pagar a los conductores.

—¡Oh, cuánto he disfrutado con ese paseo! —exclamó Charmian desde el asiento posterior del coche—. Es mi primera salida de este año. Hoy el río está maravilloso.

—Un momento, un momento —protestó Lettie, mientras su hermano la ayudaba a bajar—. ¡No tires!

Había engordado durante el invierno, y, por esta razón, estaba aún más delicada. Se le había debilitado la vista. Era claro que no lograba encontrar con el pie el borde del estribo.

—¡Espera, Godfrey!

—Vamos retrasados —arguyó el hermano—. Charmian, tú quédate tranquila. No te muevas hasta que no haya hecho bajar a Lettie.

La señora Pettigrew cogió a Lettie por el otro brazo, en tanto que Mortimer mantenía la puerta abierta. Lettie se liberó del brazo que le sostenía la señora Pettigrew. Al efectuar ese ademán, se le escapó el bolso y el contenido se desparramó. Los pasajeros del taxis corrieron a recoger los objetos caídos, mientras Lettie volvía a entrar en el coche y como un plomo caía con sordo ruido sobre el asiento.

Gwen, a quien doña Lettie había llevado consigo en calidad de testigo, quieta junto a la verja del jardín, se echó a reír a carcajadas. Emmeline Mortimer bajó rápidamente por el caminito, y dirigiéndose a Gwen, exclamó:

—¡Parece que la «señorita» está contenta! ¡Ayude a los más ancianos en vez de estar aquí riendo!

Gwen la miró, sorprendida, pero no se movió.

—Vaya a recoger lo que le ha caído a su tía —ordenó aún la señora Mortimer.

Lettie, temerosa de perder a su camarera, gritó desde el automóvil:

—¡No soy su tía, señora Mortimer! Déjelo, Gwen.

La señora Mortimer, que casi nunca se inquietaba, cogió a Gwen por los hombros y la empujó hacia el pequeño grupo que, con muchas fatigas, encorvaba las doloridas espaldas para recuperar el contenido de la bolsita.

—Dejen que la chica recoja todo eso —dijo.

Pero ya la mayor parte de los objetos habían sido rescatados, y —mientras Alec, orientado por Henry Mortimer, se inclinaba para sacar a la luz con el paraguas, de debajo del coche, el estuche de los lentes de Lettie— Gwen superó, finalmente, su sorpresa y logró decir a la señora Mortimer:

—Yo nada tengo que ver con usted.

—¡Déjelo, Gwen, déjelo! —repetía Lettie desde el automóvil.

Esta vez la señora Mortimer calló, pero era evidente que le hubiera gustado decir algo más a la muchacha. Inmediatamente le desazonó el espectáculo de esa gente malparada, agitada, que, con tanta fatiga, alcanzaba la entrada de su casa.

«¿En dónde están sus hijos, o sus nietos, o sus nietas? —pensaba—. ¿Por qué están abandonados así, al cuidado de ellos mismos?».

Pasó junto a Gwen y se inclinó en el coche para coger el brazo de Lettie. Por la parte opuesta del automóvil, Mortimer hacía otro tanto con Charmian. Mientras ayudaba a la invitada, Emmeline deseó para sí que su marido no tuviese que hacer demasiados esfuerzos, en tanto que le decía a Lettie:

—Veo que nos han traído la primavera.

Cuando, al fin, Lettie llegó a tierra sana y salva, Emmeline levantó la mirada y diose cuenta de que Alec la miraba fijamente.

«¿Por qué me estará mirando ese hombre?», pensó.

Charmian dio un pequeño trotecito por el caminito, cogida del brazo de Mortimer. Él le estaba diciendo que acababa de leer su novela The Gates of Grandella, en la nueva y magnífica edición.

—Hace más de cincuenta años que no la he vuelto a leer —dijo Charmian.

—Capta la atmósfera de la época —insistía Henry—. Nos hace revivir cada una de las cosas de aquellos tiempos. Quisiera que usted volviera a leerla.

Charmian le lanzó una mirada de coquetería. Los jóvenes periodistas que venían a interviuarla encontraban esa expresión muy fascinadora. Luego dijo:

—Usted, Henry, es demasiado joven para recordar cuándo fue publicado el libro.

—¡Oh, no! —argumentó él—, yo ya era agente de policía, y un agente de policía no olvida nunca.

—¡Qué casa tan simpática! —exclamó Charmian.

En este momento vio a Godfrey que estaba esperando en el vestíbulo, y diose cuenta de que —como siempre que la gente se ocupaba demasiado de ella— su marido sufría por tal razón.

Aún pasó bastante tiempo antes de que comenzara la reunión. En el vestíbulo, Emmeline Mortimer consultó en voz baja con las señoras para saber si primeramente deseaban subir «arriba». De otro modo, si la escalera era demasiado cansada, en la planta baja también había un puestecito. Bastaba atravesar la cocina y luego a la derecha.

—Charmian —dijo la señora Pettigrew en voz alta—. Venga a arreglarse. La acompaño. Vamos, venga.

Henry Mortimer dispuso, bien ordenadamente, sobre unas banquetas, los abrigos y los sombreros de los hombres, y después de haber enseñado a los candidatos masculinos el camino para ir «arriba», hizo pasar a los otros al comedor, en donde en una larga mesa sin nada encima —con excepción de un vaso de espléndidos narcisos y, en un extremo, una carpeta hinchada de papeles— Gwen se había ya sentado, enfurruñada y furibunda.

Cuando Godfrey entró, con aire inquisitorial dirigió una mirada circular al mobiliario.

—¿Es esta la habitación? —preguntó.

«Probablemente está buscando trazas de una bandeja para el té —pensó Alec Warner—, y empieza a creer que quizás no nos lo ofrecerán».

—Sí, creo que esta es la habitación más adecuada, ¿no le parece? —contestó Henry, como si hubiese solicitado la opinión del huésped—. Podemos sentarnos todos alrededor de la mesa y discutir sobre nuestros asuntos antes de tomar el té.

—¡Ah! —exclamó Godfrey.

Alec Warner se felicitó a sí mismo.

Finalmente todos tomaron asiento después que los tres desconocidos fueron presentados como señorita Lottinville y los esposos Rose. Emmeline Mortimer se retiró, y el ruido de la puerta que se cerraba a sus espaldas fue como la señal para empezar la conferencia. La luz del sol se derramaba dulcemente sobre la mesa y sobre las personas sentadas a su alrededor, iluminando el polvillo suspendido en el aire, las pequeñas trazas de polvo sobre los trajes de quienes vestían de negro, las mejillas y las arrugadas manos de los viejos y el maquillaje exagerado de Gwen.

Charmian, a quien habían sentado en el sillón más cómodo, fue la primera en hablar.

—¡Qué sala tan simpática!

—Recibe el sol de la tarde —dijo Henry—. ¿Hay quizá demasiado sol para alguno de ustedes? Charmian, otra almohada…

Los tres extraños se miraron. Se sentían incómodos porque eran desconocidos y, en cambio, los demás se conocían desde hacía cuarenta o cincuenta años.

Godfrey movió el brazo para empujar hacia dentro la manga de la chaqueta y dijo:

—Mortimer, ese hombre del teléfono exagera, me parece…

—Aquí tengo una copia de la declaración de usted, Colston —le interrumpió Henry Mortimer, abriendo la carpeta—. Propongo leerles sus declaraciones en voz alta, y que ustedes, terminada la lectura, añadan ulteriores, eventuales comentarios. ¿Aprueban este sistema?

Nadie expresó ningún desacuerdo serio sobre el sistema a seguir.

Gwen miró afuera de la ventana. Janet Sidebottome manipuló la batería eléctrica de su complicado aparato acústico. La señora Pettigrew puso el brazo sobre la mesa y apoyó la barbilla en la mano, asumiendo un aire de extrema concentración. Charmian sentada, su rostro, en forma de corazón tranquilo bajo el nuevo sombrero azul turquesa. Alec Warner miró con atención a los tres desconocidos: primero a la señora Rose, después al señor Rose y por último a la señorita Lottinville. La señora Rose tenía las cejas constantemente levantadas en una expresión resignada que surcaba su frente de profundas arrugas. Su consorte tenía la cabeza ladeada, enormes espaldas y una boca carnosa y caída, con una inclinación de igual grado que el de su mentón, de sus mejillas y de su nariz. Los Rose debían tener ochenta años, si no más. Lottinville era bajita, pequeña y su cara reflejaba siempre una constante expresión irritada. El lado izquierdo de su boca y el ojo derecho eran sacudidos, simultáneamente, por un tic nervioso.

La voz de Henry Mortimer no tenía un timbre demasiado oficial, pero era firme.

«… poco después de las once de la mañana… en tres distintas ocasiones… Parecía la voz de un hombre de pueblo. Tono amenazador… Cada vez las palabras fueron…

»…en varias horas del día… la primera vez fue el 12 de marzo. Las palabras fueron… Tono decidido, sin particulares inflexiones… Voz juvenil, tipo gamberro…

»…primeras horas de la mañana… cada semana desde últimos del pasado agosto. Era la voz de un hombre de edad media… Tono muy siniestro…

»Era la voz de un joven muy amable…». Esta era la declaración de Charmian.

Godfrey interrumpió.

—¿Cómo puede ser un «joven muy amable» para decir cosas de ese calibre? ¡Sé razonable, Charmian!

—Lo era —insistió ella—. Las tres veces estuvo muy amable.

—Quizá si me dejasen continuar… Más tarde Charmian podrá añadir sus comentarios —intervino Henry.

Y acabó de leer la declaración de la señora Colston.

—Exacto —comentó la interesada.

—Pero ¿cómo podía ser muy amable? —insistió Godfrey.

—El señor Guy Leet —anunció Henry, cogiendo la hoja siguiente—. ¡Ah, es verdad! Guy no está aquí, naturalmente.

—Guy me ha rogado que les dijera que podíamos discutir su caso como quisiéramos —empezó a decir Alec—, con tal de que no hablásemos de su vida privada hasta el año 1940.

—Se ve obligado a moverse con dos bastones —comentó Godfrey.

—Las manifestaciones de Guy —continuó Henry— son, substancialmente, iguales a las otras, con la sola diferencia, muy interesante, de que él recibe llamadas por conferencia telefónica desde Londres, entre las seis y las ocho, cuando funciona la tarifa reducida. En su opinión el culpable es un estudiante.

—¡Tonterías! —exclamó Lettie—. Es un adulto.

—Es sencillo interceptar una llamada por conferencia desde Londres a las localidades de fuera —continuó Henry—. Con todo, la policía no ha encontrado hasta hoy a nadie que haya llamado a Guy Leet a Stadrost.

—¡Claro! —prorrumpió Lettie—. La policía…

—De todas maneras esos detalles los discutiremos más adelante —cortó Henry.

—Ahora le toca a Ronald Sidebottome. ¡Ah, es verdad, Ronald también está ausente! ¿Qué le ha pasado, Janet?

—Era un joven… un gamberro, como ya he dicho —contestó Janet Sidebottome.

—Ronald —tronó Godfrey pegado a su oreja—. ¿Por qué no ha venido Ronald? Aseguró que no faltaría.

—¡Oh, Ronald! Debía venir a recogerme. Se le habrá olvidado. Ha sido muy molesto. Le he estado esperando y luego le he telefoneado, pero no estaba en casa. En este período, a fuerza de sincera, no puedo decirles nada de Ronald. No está nunca en casa.

Alec Warner sacó una pequeña agenda y escribió algo con lápiz.

—La declaración de Ronald —reanudó Mortimer—, describe al desconocido como a un hombre de edad muy avanzada, con una voz quebrada, más bien temblorosa y de tono suplicante.

—Debe tener el aparato estropeado —intervino Lettie—. La voz de aquel hombre es robusta y tiene un tono siniestro. Se trata de una persona de mediana edad. No debe olvidar, Henry, que yo, de ese individuo, he hecho una experiencia mucho más larga que cualquier otro.

—Sí, querida Lettie, admito que usted se ha visto perseguida de manera particular. Ahora, señorita Lottinville, su declaración… «A las tres de la madrugada… Un extranjero…».

Por el umbral de la puerta apareció la cabeza de la señora Mortimer.

—El té ya está preparado, Henry, para cuando tú digas. Lo tengo todo a punto en el carrito de la primera comida, así…

—Dentro de cinco minutos, Emmeline.

Ella desapareció, y Godfrey la siguió con ávida mirada.

—Llegamos ya al señor Rose —dijo Henry—. «He recibido la llamada en mi puesto de trabajo a mediodía y durante dos días consecutivos… El hombre tiene la voz de un funcionario… Edad: madurez avanzada».

—Esta me parece una declaración concreta —comentó Lettie—. Tan sólo que yo calificaría esa voz de «siniestra».

—¿Tenía algún defecto de habla, señor Rose? —preguntó Godfrey.

Rose, en su declaración, no había mencionado dificultades de pronunciación.

—¿Tenía algún defecto de pronunciación, señor Rose? —preguntó Henry a su vez.

—No, no. Tenía la voz de un funcionario. Mi mujer sostiene que es un militar, pero yo diría que se trata de un funcionario del Gobierno.

Todos hablaron a la vez.

—¡Oh, no! —intervino Janet Sidebottome—. Era…

Doña Lettie:

—Una banda, debe tratarse de una banda.

Lottinville:

—Le aseguro, inspector jefe, que en mi opinión es un oriental…

Henry esperó algún minuto para que las voces se aquietaran. Luego preguntó a Rose:

—¿Está satisfecho de su deposición tal como la he leído hace un momento?

—Enteramente.

—Bien, entonces reanudaremos la discusión después del té —propuso Mortimer.

La señorita Lottinville intervino:

—No ha leído la declaración de la señora que está a mi izquierda.

La señora de la izquierda de la señorita Lottinville era Mabel Pettigrew.

—Yo no he recibido llamadas por teléfono como las de ustedes, y por eso no he tenido que declarar nada —dijo Mabel Pettigrew.

Dada la vivacidad del tono con la cual había hablado, Alec Warner se preguntó si la mujer no estaría mintiendo.

Emmeline Mortimer se sentó. La tetera de plata descansaba sobre una bandeja cuidadosamente preparada.

—Venga a sentarse a mi lado —dijo amablemente a Gwen—. Así me ayudará a pasar las tazas.

Gwen encendió un cigarrillo y se sentó de través en el lugar que le había sido indicado.

—¿Usted también se ve perseguida por esas llamadas? —le preguntó Emmeline.

—¿Yo? No, yo siempre recibo las llamadas de los que se equivocan de número.

—Personalmente, no he tenido ninguna molestia por ese motivo —dijo la señora Pettigrew dirigiéndose a Emmeline—. Dicho entre nosotros, yo creo que todo eso es un tinglado. No creo ni media palabra de lo que dicen. Únicamente tratan de atraer sobre ellos la atención del prójimo. Son igual que niños.

—¡Qué magnífico jardín! —exclamó Charmian.

* * *

Estaban de nuevo reunidos en el comedor, en donde el fuego brillaba débilmente a la luz del sol.

—Si tuviese que empezar a vivir de nuevo desde el principio —dijo Henry Mortimer—, tomaría cada noche la costumbre de predisponerme al pensamiento de la muerte. Ningún otro ejercicio fortifica más la vida que este. La muerte, cuando se acerca, no debería cogernos de sorpresa. Por el contrario, debería ser una parte de la esfera de la vida. Sin el sentimiento, siempre presente, de la muerte, la vida no tiene sabor. ¡Tanto valdría vivir de claras de huevo!

Doña Lettie le interrumpió ásperamente y de improviso.

—¿Quién es ese hombre, Henry?

—Querida Lettie, en eso yo no te puedo ayudar.

Ella le miró de manera tan fija que el inspector se sintió casi como si sospechara de él.

—Lettie piensa que ese hombre es usted —insinuó Alec malévolamente.

—No creo —rechazó Henry—, que Lettie pueda atribuirme toda la energía y la constancia que evidentemente posee el culpable.

—Nosotros sólo deseamos que lo deje —intervino Godfrey—. Y para conseguirlo hemos de descubrir de quién se trata.

—Yo creo —dijo Janet Sidebottome— que todo cuanto Mortimer decía hace poco sobre resignarnos ante la muerte es muy alentador, muy edificante. En estos días nos olvidamos muy fácilmente del lado religioso. Le doy las gracias, Mortimer.

—Gracias a usted, Janet. Quizá su expresión «resignarnos a la muerte» no refleje exactamente lo que yo quería decir. Claro está que yo no me atrevo a expresar un punto de vista estrictamente religioso. Mis observaciones tan sólo se limitan…

—A mí me ha parecido que sus palabras estaban inspiradas por un profundo sentido religioso —insistió Janet.

—Gracias, Janet.

—¡Pobre joven! —dijo Charmian, meditabunda—. Tal vez se encuentra solo y siente la necesidad de hablar con alguien. Por eso telefonea.

—La policía no puede hacer nada. De verdad, Henry, que va siendo hora de que se haga una interpelación a la Cámara —dijo Lettie en tono admonitorio.

—Consideren las discrepancias más bien notables que se revelan entre sus declaraciones —reanudó Henry—. En determinado momento de sus investigaciones, la policía debe haber llegado a la conclusión de que no sea un hombre solo el que actúa, sino toda una banda. La policía, por tanto, ha empleado todos los sistemas de investigación conocidos a la criminología y la ciencia, pero hasta hoy sin éxito alguno. Ahora bien, un factor solo es la constante en todas las declaraciones de ustedes. Las palabras, «Recuerden que han de morir». Tener eso presente es una cosa excelente, me parece, porque no expresan ni más ni menos que la verdad. Acordarse de la muerte es, en cierto sentido, una norma de vida.

—Para concretar… —interrumpió Godfrey.

—Godfrey —dijo Charmian—, estoy segura de que todos están fascinados por lo que está diciendo Henry.

—Es muy confortador —intervino Janet Sidebottome—. Siga hablando, Mortimer.

—¡Oh, sí! —exclamó Lottinville, quien gustaba también de las consideraciones filosóficas del inspector. Y también el señor Rose, con sus ojos indulgentes y resignados, hizo un ademán afirmativo con la cabeza, en un melancólico, sabio y antiguo signo de consentimiento.

—¿Han considerado —preguntó Alec— la hipótesis de un caso de histerismo colectivo?

—¿Qué hace sonar los teléfonos? —objetó Rose, poniendo las palmas de sus manos sobre la mesa.

—¡Es absurdo! —exclamó Lettie—. Podemos excluir la histeria colectiva.

—¡Oh, no! —rebatió Mortimer—. En un caso de esa índole no podemos descartar ninguna posibilidad. Lo difícil radica precisamente en eso.

—Dígame —preguntó Alec al inspector jefe mirándole con sus penetrantes ojos—, ¿podría darnos la definición de un místico?

—No he sido nunca invitado a definirme antes de ahora. Verdaderamente, no sabría qué responder.

—El punto es ese —dijo el señor Rose—, ¿quién es el individuo que intenta infundirnos de ese modo el temor de Dios?

—¿Y cuál es el motivo? —continuó Godfrey—. Eso es lo que yo pregunto.

—El motivo puede ser diferente para cada uno de los casos, a juzgar por las pruebas que tenemos delante —dijo Mortimer—. Todos nosotros hemos de darnos cuenta de que, en cada caso particular, el culpable es la persona que cada uno de nosotros cree que sea.

* * *

—Pero ¿les dijiste a ellos cuál es tu teoría? —preguntó Emmeline a su marido, cuando todos se hubieron marchado.

—¡No, querida! En vez de exponerles mi teoría les he dedicado breves sermones filosóficos, que me han ayudado a pasar el tiempo.

—¿Les han gustado tus sermones?

—A las mujeres, en parte, sí. La muchacha parecía menos aburrida que de costumbre. Lettie ha protestado.

—¡Oh, Lettie!

—Ha dicho que habían perdido toda la tarde.

—¡Qué falta de tacto! ¡Después de mi delicioso té!

—Fue un té maravilloso. Pero la parte que yo he representado ha sido inútil, y me temía ya que precisamente lo sería.

—¡Si hubiese podido decir lo que pienso! ¡La culpable es la Muerte! ¡Me hubiera gustado ver sus caras!

—Se trata de una opinión personal. No se puede imponer la propia opinión a los otros.

—Entonces, ¿no se arriesgan a decidirse?

—No. Creo que ahora iré a poner el desinfectante a los perales.

—Tesoro —intervino Emmeline— hoy ya has hecho bastante. Tú lo sabes. Y también yo estoy segura.

—El problema con esa gente —continuó diciendo Mortimer— es que creen que el C. I. D. es el Padre Eterno, capaz de distinguir todos los misterios y depositario de todo el saber. Cuando, en realidad, nosotros sólo somos unos meros policías.

Fue al comedor para leer, junto al hogar. Antes de sentarse arregló las sillas alrededor de la mesa y colocó otras a su sitio acostumbrado apoyadas a la pared. Vació el cenicero en la chimenea. Por la ventana miró el cielo sumergido en la penumbra y se deseó un bueno verano. Aún no había hablado con Emmeline, pero aquel verano confiaba poner el yate en el mar, el cual —desde que estaba jubilado— había sacrificado al automóvil. Le parecía que ya estaba notando en las orejas el viento marino, húmedo y fuerte.

El teléfono llamó. Mortimer fue a la habitación y contestó. Después de pocos segundos colgó el receptor.

«Es extraño. La mía es siempre una voz de mujer —pensó—. Los otros, al teléfono, oyen hablar a un hombre. Por el contrario, yo oigo a una mujer de tono distinguido y respetuoso».