XVI
El verano había terminado. Era el cumpleaños de la abuela Bean. Desde hacía varios días toda la sala estaba preparada para los festejos.
Había una enorme tarta con cien velitas. Llegaron periodistas con máquinas fotográficas. Otros hablaron un momento con la abuela Bean, a quien habían hecho sentar sobre la cama y llevaba una chaquetita de punto, nueva, color azul.
—Sí —contestaba la abuela Bean con aquel hilo de voz que parecía venir de muy lejos—. Sí, he vivido tantos años.
—Sí —seguía diciendo la abuela Bean—, soy muy feliz.
—Justamente —asentía—. Una vez, cuando era niña, vi a la reina Victoria.
—¿Cómo se siente uno cuando se han cumplido cien años, señora Bean?
—Muy bien —contestó ella, débilmente, afirmando con la cabeza.
—No la cansen —dijo a los periodistas la hermana Lucy, que, para esta ocasión, se había colocado sobre el pecho la medalla que le había sido concedida como reconocimiento por los servicios prestados.
Los hombres tomaron nota de otras noticias que se hicieron dar por la encargada de la sala.
—Siete hijos, de los cuales sólo uno vive. Está en Canadá. Empezó a trabajar como cosedora, a los once años de edad…
La directora llegó a las tres. Leyó en voz alta el telegrama de la reina. Todos aplaudieron.
—«En el día de su centésimo aniversario» no suena bien —comentó la abuela Valvona—. La reina Mary siempre decía: «En ocasión de su centenario».
Pero todos convinieron en que era lo mismo.
A la directora le correspondió apagar las velitas de la tarta para la homenajeada. Pero al llegar a la vigésimotercera, quedó sin aliento. Las otras, por turno, fueron apagadas por las enfermeras.
Luego cortaron la tarta.
—¡Tres vivas para la abuela Bean! —propuso uno de los periodistas.
La alegría fue decayendo. Los hombres iniciaban la marcha cuando empezaron a llegar los visitantes corrientes. Algunos geriátricos aún estaban comiendo su pedazo de tarta o haciendo con él las cosas más raras.
La abuela Valvona se puso los anteojos y alargó la mano para coger el periódico. Y por tercera vez durante el día leyó: —«21 septiembre… Para los que han nacido en este día. Este es el año que os espera, y lo tendréis pleno de acontecimientos. De diciembre a marzo quizás dominarán los motivos de discusión. Las personas relacionadas con el mundo de la música, de los transportes y de la moda comprobarán que el nuevo año traerá consigo notables progresos». ¿Verdad que usted ha tenido algo que ver con el mundo de la moda, abuela Bean? Aquí está escrito, palabra por palabra…
Pero la abuela Bean se había quedado dormida sobre la almohada, después de que la enfermera le diera de beber algo caliente. Su boca volvió a formar una pequeña «O» a través de la cual se oía el suave silbido de la respiración.
—¿Festejos en curso? —había preguntado Alec Warner contemplando la sala dispuesta y arreglada para la fiesta del cumpleaños.
—Sí. Hoy la señora Bean ha cumplido cien años.
Las arrugas marcadas sobre la cara y la frente de Alec parecían aún más profundas. Habían transcurrido cuatro meses desde que en el incendio perdiera todos sus apuntes y sus registros.
Jean Taylor le había dicho:
—Intenta empezar de nuevo, todo desde el principio, Alec. Ya verás como mucho irá volviendo a la memoria. De manera que te pongas a trabajar.
—Jamás podré confiar en mi memoria, tal como confiaba en aquellas anotaciones —contestó.
—Bien, pero debes volver a empezar desde el principio.
—No me siento con ganas de empezar otra vez, a causa de mi edad. Aquello era el fruto de años de trabajo y tenía un valor incalculable.
Raramente, desde que le había ocurrido aquella desgracia, hacía mención a la pérdida sufrida. Le parecía —había dicho un día— que estaba completamente muerto desde cuando sus archivos habían dejado de existir.
—Esa es una idea metafísica, Alec —admitió Jean Taylor—, porque en realidad no estás muerto. Aún vives.
Él admitió que era verdad. A menudo repasaba mentalmente sus libretas como si hubiesen sido un fichero.
—Nunca más tomaré ningún apunte —añadió—. Ahora, por el contrario, leo, y, en cierto sentido, creo que es mejor así.
Ella lo sorprendió mirando con avidez casi canibalesca a la abuela Bean que aquel día había cumplido sus cien años. Después, él suspiró y apartó la mirada.
—Cuando somos viejos todos nos sentimos desilusionados, Alec, porque nos agarramos con fuerza a cualquier cosa. Pero, en realidad, tenemos aún que completar nuestra vida.
—Un amigo mío la completó ayer.
—¿Quién era?
—Matt O’Brien, de Folkestone. ¡Creía que era Dios! Murió en el sueño. Ha dejado una fortuna, pero nunca lo supo. Se trataba del dinero de Lisa, naturalmente. No hay ningún pariente.
—¿Y Guy Leet?
—Guy Leet no tiene derecho alguno. Creo que ahora, de acuerdo con su voluntad, los bienes de Lisa pasarán a la señora Pettigrew.
—En tal caso, después de todo, ella habrá obtenido su recompensa —sentenció Jean Taylor.
* * *
La señora Pettigrew tuvo su recompensa. Fue reconocida beneficiaria del testamento de Lisa, y heredó el patrimonio entero. Después de su primer ataque, fue a vivir en una pensión de South Kensington. Puede vérsela todas las mañanas, a las once, en el Harrods’Bank, en donde se encuentra regularmente con alguno de los viejos huéspedes para discutir las deficiencias de la organización del pensionado, y meditar campañas contra el personal. Se la puede ver aún, por la noche, luchar por el puesto más cercano a la entrada del comedor, en la espera de que suene el timbre anunciando la comida.
Charmian murió una mañana de la primavera siguiente, a los ochenta y siete años. Godfrey murió en el mismo año a consecuencia de un accidente automovilístico. Su coche chocó con otro en la curva de Kensington Church Street. No murió del golpe. Se apagó, pocos días después, de pulmonía traumática. En cambio, las otras dos personas que iban en el otro automóvil murieron en el acto.
Guy Leet murió a los setenta y ocho años.
Percy Mannering vive en un asilo para ancianos, en donde se le conoce por «El Profesor» y se le trata con particulares atenciones, de tal manera que su cama ha sido dispuesta en una especie de alcoba a un extremo del dormitorio. Un lugar reservado a los pacientes que conocieron días mejores. Alguna vez su nieta Olive va a visitarle y luego se lleva las poesías y las cartas que el abuelo continua escribiendo a directores y editores de periódicos. Ella lo pasa todo a máquina y luego lo expide conforme con las indicaciones de Percy.
En cuanto a Ronald Sidebottome le consienten que se levante por la tarde, pero no confían en que pueda pasar otro invierno.
Janet Sidebottome murió a los setenta y siete años de un ataque apoplético a consecuencia de la elevación de su presión arterial.
La señora Anthony, ahora viuda, recibió un legado de Charmian, y se trasladó a un pueblecito junto al mar, cerca de la residencia de su hijo casado. Alguna vez, cuando oye hablar de viejos que reciben llamadas telefónicas anónimas, dice que, a juzgar por lo que ha visto, es un gran bien para ella ser dura de oído.
El inspector jefe Mortimer murió repentinamente de un colapso cardíaco, a los setenta y tres años a bordo de su yate «La Libélula». La señora Mortimer pasa gran parte de su tiempo ocupándose de sus numerosos nietos.
Eric está malgastando el dinero de los Colston, del cual entró en posesión a la muerte del padre.
Alec Warner tuvo un ataque de parálisis por hemorragia cerebral. Al principio quedó paralizado de un costado, y se expresaba con dificultad. Con el tiempo logró readquirir el uso de los dedos, y también puede hablar más claramente. Se ha trasladado, en forma definitiva, a un pensionado y a menudo se esfuerza, hurgando en su memoria como si fuera un fichero, en releer las anamnesis de sus amigos, muertos o moribundos.
¿De qué han enfermado? ¿De qué han muerto?
Alec lee mentalmente.
Lettie Colston: fracturas múltiples del cráneo. Godfrey Colston: pulmonía hipostática. Charmian Colston: uremia. Jean Taylor: degeneración del miocardio. Tempest Sidebottome: carcinoma en los bronquios. Guy Leet: arteriosclerosis. Henry Mortimer: trombosis coronaria…
La señorita Valvona voló a su reposo, y, la siguieron muchas abuelas. Jean Taylor se demoró aún un poco más en este mundo, sirviéndose de sus sufrimientos para glorificar al Señor, y, alguna vez, meditando confiadamente sobre la Muerte, la primera de las últimas cuatro cosas que no se deben olvidar jamás.