XIV
Transcurrieron cuatro días antes de que el lechero refiriese que hasta cuatro botellas de leche se habían acumulado en el umbral de la casa de doña Lettie Colston. La policía entró y encontró el cuerpo, la mitad fuera del lecho.
A Godfrey, entre tanto, no le había preocupado lo más mínimo no saber nada de Lettie. Desde que su hermana había hecho desconectar el teléfono, raramente recibía noticias suyas. De todas maneras, aquella mañana tenía otras muchas cosas en que pensar. Alec Warner había ido a verle para referirle, de parte de Jean Taylor, aquel increíble, perturbador e impúdico mensaje, el cual, con todo, le infundía nueva vida. Como es natural, había echado a Alec fuera de su casa. Este, que parecía ya esperarlo, obedeció con presteza al «¡Fuera de aquí!», de Godfrey, lo mismo que un actor que ha probado y vuelto a probar su papel. Pero en el momento de irse, dejó una hojita de papel con una serie de datos y de nombres de localidades. Godfrey examinó el documento y se sintió extraordinariamente más sano y gallardo que meses atrás. Salió, fue a beber un whisky con sifón, y, mientras, decidió lo que debía hacer. Mientras bebía, pensó en Guy con desprecio. Este pensamiento le procuraba cierto placer. Asociaba a él una nueva sensación de bienestar. Bebió otro whisky y rio para sí, pensando en Guy encorvado sobre sus dos bastones. ¡Había sido siempre un bruto ese marrano!
* * *
Guy Leet estaba sentado en su habitación, en Old Stable, en el Surrey, atento a escribir con mucha fatiga sus propias memorias, que se publicaban en folletón en una revista. El cansancio era todo físico, no mental. Los dedos funcionaban lentamente, apretados alrededor de la gruesa pluma estilográfica. Quizás aún le servirían otro año más, si es que podía decirse que aún le servían esos dedos deformados, de prominentes nudillos. De vez en cuando los miraba desaprobador. Sí, quizás resistirían otro año. Todo dependía del rigor del próximo invierno. ¡Cómo se convierte en primitiva la vida a una edad avanzada cuando un hombre, aunque esté rodeado por el calor de la familia, es más vulnerable a la acción de la naturaleza, que un joven explorador en el Polo! ¡Y con cuánta sencillez se imponen las leyes físicas, frustrando todo propósito! Guy estaba aquejado de una alteración de las articulaciones de las rodillas, a consecuencia de la cual una pierna se aflojaba echándose sobre la otra cada vez que era obligada al peso del cuerpo. «La ley de la gravedad, ¡qué maldición!», solía decir. No obstante, siempre estaba muy alegre. Sufría también de un reumatismo en el cuello que le obligaba a echar la cabeza hacia delante y a inclinarla hacia un lado. En cuanto le había sido posible había adaptado la vista y el cuerpo a esos defectos, habituándose a mirar de soslayo y a recurrir, para sus diligencias, a la ayuda de su criado y del automóvil, o bien a los dos bastones. A su servicio estaba un irlandés de mediana edad, soltero, religioso, de hablar pausado, que siempre andaba de puntillas. Guy lo apreciaba mucho. Cuando le dirigía la palabra le llamaba Tony, pero a sus espaldas era «Jesús de puntillas».
Tony entró con el café de la mañana y con el correo, que siempre llegaba más bien tarde. Colocó dos cartas junto al cortapapeles y el café delante de Guy. Después, con una sonrisa radiante, se alisó la parte delantera de los pantalones un tanto ajados. Hacía una novena perpetua para la conversión de su amo, pese a que Guy le había dicho: «Cuanto más rezas por mí, Tony, más me convierto en un pecador encallecido, o mejor dicho, me convertiría si tuviese la posibilidad».
Guy abrió el sobre más grande. Eran las galeradas de la última entrega de sus memorias.
—Toma, Tony —dijo—, corrige esas pruebas.
—Ya sabe que sin lentes no puedo leer.
—¡Eso es un eufemismo, Tony!
En efecto, como lector, Tony no era gran cosa, aunque —en caso de necesidad— salía del apuro siguiendo cada palabra con el dedo.
—Es un pecado, señor —dijo Tony, desapareciendo.
Guy abrió la otra carta. Tuvo una sonrisa que hubiera parecido siniestra para quien no se diera cuenta de que era otra consecuencia del cuello torcido por el reuma. La carta era de Alec Warner.
«Querido Guy,
»Confieso que he enviado a Percy Mannering el último episodio de tus memorias. De todas formas lo hubiera visto lo mismo. Creo que ha quedado un tanto descompuesto por tus nuevas referencias a Dowson.
»Contéstame dándome las gracias por haberle enviado el artículo. Mannering dice que irá a verte, evidentemente, para discutir el asunto. Confío que no será un peso demasiado grave que soportar y que tú apelarás a toda tu indulgencia.
»Ahora bien, querido amigo, yo sé que querrás ayudarme contando las pulsaciones y anotando la temperatura del viejo, apenas puedas hacerlo fácilmente, después que haya discutido el artículo.
»Ciertamente, sería preferible hacerlo “durante” la discusión, pero, probablemente, resultará difícil. Cualquier otra observación sobre su color, su conversación (y claridad de la misma, etc.), y también sobre su comportamiento en general “durante” la breve discusión, como te consta, será apreciadísima.
»Mannering estará mañana contigo —o sea, el mismo día en que supongo recibirás esta mía—, por la tarde, a las tres y cuarenta aproximadamente. Le he facilitado un horario de ferrocarriles y todas las necesarias indicaciones.
»Querido amigo, tu reconocidísimo,
»ALEC WARNER».
Guy volvió a colocar la carta en el sobre. Telefoneó a la clínica en donde ahora vivía Charmian, e hizo que le preguntaran si aquella tarde podía ir a visitarla. Después de haberse informado, la enfermera contestó que sí, que podía ir. Entonces le dijo a Tony que tuviera dispuesto el coche para las tres y cuarto.
Había decidido ya con anterioridad ir a ver a Charmian. El día era cálido y luminoso, aunque de vez en cuando el cielo se nublaba. Él no experimentaba resentimiento alguno contra Alec Warner: el tipo ese había nacido para crear embrollos, pero ni él mismo se daba cuenta, y eso era ya un atenuante. Le disgustaba que aquella tarde el pobre Percy afrontase el viaje, inútilmente.
Cuando se fue a las tres y cuarto, dejó una nota pegada a la puerta de Old Stable: «Ausente por algunos días».
«Es una cosa inverosímil —pensó—. Sea como sea, Percy no tiene elección, tendrá que tomarlo como verdadero».
—Pero es una mentira —comentó Tony subiendo en el automóvil para acompañar a su dueño.
A Charmian le gustaba la nueva habitación. Era vasta y estaba arreglada con chintz viejo estilo, de vivos colores. Le recordaba la habitación de su profesora, en la escuela, en los tiempos lejanos en los cuales los días, quién sabe por qué, eran siempre serenos y parecía que todo el mundo se amaba. Tuvo que cumplir dieciocho años para darse cuenta de que no era verdad que todos se querían. Y siempre se había fatigado persuadiendo a los otros de esta realidad. «¿Cómo es posible que hayas llegado a los dieciocho años sin haber chocado nunca con la malignidad y el odio?».
—Sólo de manera retrospectiva he logrado discernir el desacuerdo que existe entre las acciones de la gente —solía replicar—. Entonces todo me parecía armónico. Todos se querían.
Alguien decía que Charmian iluminaba el pasado con el reflejo color rosa de la nostalgia. Pero ella recordaba claramente el impacto que había recibido cuando a los dieciocho años de edad, adquirió conciencia del mal. Fue un caso insignificante. Su hermana hizo, respecto de ella, unas malignas apreciaciones. Sólo entonces Charmian descubrió que las palabras «pecado» y «calumnia» expresaban una realidad, aunque como palabras las conocía desde que tenía uso de razón.
La ventana de su habitación daba a un prado, en medio del cual se levantaba un gran álamo. Podía sentarse ante la ventana y contemplar a los otros huéspedes paseando por el jardín. Quizás, de adolescentes, habían frecuentado su viejo y querido colegio, retozando por todas partes a la hora del recreo, en tanto que ella y su profesora tomaban el té asomadas a la ventana.
—Todo respira inocencia en este lugar —dijo Charmian a Guy, después de que él, con mucha fatiga, logró atravesar la habitación—. Me siento casi limpia del pecado original.
—¡Qué tedio para ti, querida! —comentó Guy.
—Naturalmente, es sólo una ilusión.
Una joven enfermera llevó la bandeja con el té y la colocó entre ambos. Guy le guiñó un ojo. La muchacha contestó con otro guiño malicioso y se fue.
—Compórtate bien, Guy.
—¿Cómo has encontrado a Godfrey? —él le preguntó.
—Estaba muy deprimido. Le preocupan las llamadas telefónicas.
Con la mano indicó su teléfono blanco. El «joven tan gentil» había asumido en su mente la vaga forma de un aparato telefónico. En su casa era negro. Aquí se había vuelto blanco.
—¿A ti también te causa turbación? —le preguntó ahora a Guy.
—¿A mí? No. A mí no me desagrada divertirme un poco.
—En cambio, Godfrey está preocupado. Es sorprendente la forma como las personas reaccionan diversamente ante un mismo fenómeno.
—En lo que a mí respecta —dijo Guy—, ese jovencito puede muy bien irse al mismo infierno.
—Bien, pero, en cambio, Godfrey está agitado. Además tenemos una ama de llaves que no va. También ella tiene a Godfrey en un estado de continua agitación. Godfrey se enoja por todo. Si lo vieras, lo encontrarías cambiado. Envejece.
—No le gusta, ¿verdad?, esta nueva edición de tus novelas.
—Guy, no me gusta hablar mal de Godfrey, ya lo sabes. Dicho entre tú y yo, él está más bien celoso. A su edad podría pensar que en su ánimo no debería ya haber lugar para esos sentimientos. En cambio, es así. ¡Estuvo tan descortés con un joven crítico que vino a visitarme!
—Ese hombre no te ha comprendido nunca —dijo Guy—. Pero observo que aún alimentas un ligero sentimiento de culpa con respecto a él.
—¿Culpa? ¡Oh, no, Guy! Como te decía, me siento extrañamente inocente en este lugar.
—Quizás el sentimiento de culpa se transforma en conciencia de las propias virtudes —dijo él—. No veo la razón por la cual debas sentirte de la parte de la culpa, o de la de la razón, con respecto a tu marido.
—Un sacerdote viene de manera regular a visitarme —dijo Charmian—, y si tengo necesidad de consejos morales, se los pediré a él.
—¡Claro, claro!
Guy apoyó su deformada mano sobre el regazo de ella. Siempre temía olvidar la manera como deben ser tratadas las mujeres.
—Además, tienes que saber que Godfrey ha alejado a Eric —continuó Charmian—. Fue culpa suya, Guy. No me gusta decir esas cosas. Por otra parte, Eric ha sido una desilusión para su padre, pero no puedo por menos de pensar que el comportamiento de Godfrey…
—Eric tiene cincuenta y cinco años —dijo Guy.
—Cincuenta y siete los cumple el próximo mes —corrigió Charmian.
—Cincuenta y siete —repitió Guy—. Ha dispuesto de tiempo para adquirir el sentido de la responsabilidad.
—Eric no lo ha tenido nunca —suspiró Charmian—. Hubo un tiempo en que creí que podía ser pintor. Sobre su capacidad como escritor, nunca alimenté excesivas ilusiones. En cambio, sus cuadros… Parecía como si tuviera talento para eso. Por lo menos a mí me lo pareció. Pero Godfrey era tan avaro. Y luego…
—Lo recuerdo bien —interrumpió Guy—. Fue cuando Eric tuvo cuarenta y cinco años bien cumplidos cuando Godfrey negose a darle más dinero.
—Además, Lettie ha sido muy cruel con el asunto de sus testamentos —continuó Charmian—. Seguía prometiendo a Eric mares y montañas, para luego no mantener las promesas. No sé por qué no puede hacer algo por su sobrino mientras ella viva.
—¿Tú crees que el dinero le haría a él un poco menos hostil?
—Bueno… no, no lo creo. A escondidas, y durante años, le he mandado dinero por medio de la señora Anthony, nuestra asistenta. Pero sigue siempre lo mismo. Naturalmente, mis libros no le gustan.
—Son libros hermosísimos —dijo Guy.
—A Eric no le gusta mi estilo. Temo que Godfrey no ha tenido tacto con él, ese es el problema.
—Son hermosos de verdad —repitió Guy—. Hace poco he acabado de leer El séptimo hijo. Me agrada mucho, en especial, aquella escena, al final, cuando Edna, en impermeable, está de pie al borde de la escollera, en las costas de las Hébridas y deja que la alcancen las salpicaduras de las olas, mientras el viento le enmaraña los cabellos sobre la cara. Luego se vuelve y ve a Karl a su lado. Un detalle interesante de los amantes de tus novelas, Charmian, es que no tienen nunca necesidad de discusiones preliminares. Sencillamente, cambian una mirada entre sí, y «saben».
—Esa es una de las cosas que Eric no puede soportar —dijo Charmian.
—Eric es un realista. No sabe referirse a la época y, además, no tiene espíritu de caridad.
—Querido Guy, ¿tú crees que esos jóvenes leen mis novelas por espíritu de caridad?
—Ciertamente, no por indulgencia o por bondad. La caridad eleva el espíritu y guía el ojo interior. Si una obra de arte válida es descubierta de nuevo después de haber pasado de moda, eso se debe a cierta caridad en quien la redescubre. Esa es mi opinión. Pero también estoy convencido de que si no se sabe evocar otra vez la época aquella, nadie puede apreciar tus libros.
—Eric no tiene caridad —dijo ella.
—Bien, quizá se deba a que es un hombre de media edad. Los verdaderos jóvenes son mucho más simpáticos —dijo Guy.
Charmian no le escuchaba.
—Es igual que su padre, en muchos aspectos —añadió—. No puedo por menos de recordar las veces que he tenido que cerrar los ojos. Lápiz de labios en los pañuelos…
—Deja de sentirte culpable respecto de tu marido —la interrumpió el amigo.
Había confiado en tener una entrevista más alegre con Charmian. No la había conocido nunca con esa inclinación plañidera. Se arrepintió por haberle preguntado tan pronto noticias de Godfrey. Las palabras de ella le deprimían. Eran lo mismo que azúcar vertido, que, por bien que se recoja, siempre queda algún granito por el suelo que cruje bajo los zapatos.
—En cuanto a tus novelas —siguió diciendo—, las tramas, los argumentos, ¡están tan bien construidos! Por ejemplo, en El séptimo hijo, aun cuando, naturalmente, se intuye que Edna no se casará nunca con Gridsworthy, aquel estado de tensión entre Anthony Garland y el coronel Yeoville (por lo menos hasta que no se revelan sus relaciones con Gabrielle) hace absolutamente verosímil que Edna acabe por casarse con uno de los dos. Y con todo, está clarísimo. El lector no deja nunca de ser consciente de una especie de «vida secreta» en Edna, especialmente cuando ella está sola en el jardín, en Neuflette, y poco después sorprende a Karl y a Gabrielle. Entonces parece tenernos seguros de que, a fin de cuentas, se casará con Gridsworthy sólo porque es bueno y de alma noble. Y en efecto, hasta llegar a la última página no se conocen los verdaderos sentimientos de Karl. O mejor dicho, el lector los conoce, pero él, Karl, ¿los conoce? He de confesar que, si bien recordaba muy bien el asunto, cuando el otro día volví a leer el libro, experimenté el mismo gran sentimiento de alivio cuando Edna renuncia a arrojarse desde lo alto del acantilado. El estado de suspense, el ritmo, son estupendos, por no decir nada de la prosa.
—Con todo —dijo Charmian sonriendo al cielo, que divisaba a través de la ventana—, cuando estaba a mitad de la redacción de una novela, siempre tenía las ideas confusas y no sabía adonde la narración me habría llevado.
Ahora dirá: «Parecía como si los personajes adquirieran vida por cuenta propia», pensaba Guy.
—Parecía —continuó Charmian—, como si al poco rato los personajes asumieran el control de mi pluma. Pero, en los primeros tiempos, me sentía terriblemente en un atolladero. Y solía decirme a mí misma: ¡Oh, qué enmarañada red tejemos apenas a engañar nos ponemos! Porque la inventiva literaria es muy semejante a la práctica del engaño —continuó.
—Y en la vida —preguntó Guy—, la práctica del engaño ¿es también un arte?
—En la vida es distinto. Todo es devuelto a la Divina Providencia. Cuando pienso en mi vida… Godfrey…
Guy se arrepintió de haber empezado a hablar de la vida. Debía haber continuado hablando de las novelas de Charmian. Era evidente que ella sufría por Godfrey.
—Godfrey aún no ha venido a verme. Tendría que venir la semana próxima, admitiendo que tenga éxito. Pero se está derrumbando. Mira, Guy, Godfrey es el peor enemigo de sí mismo. Él…
«¡Qué triviales y aburridas se vuelven hasta las personas más interesantes!, cuando se ven asaltadas, aunque sea por poco, por el complejo de culpa», pensaba Guy.
Se despidió a las cinco. Desde la ventana, Charmian le siguió con la mirada mientras le ayudaban a subir al coche. Se reprochaba por haber hablado demasiado de Godfrey. Guy no se había interesado jamás por sus problemas familiares. ¡Era una compañía tan agradable! La habitación, con sus chintz le pareció vacía.
Guy agitó la mano afuera de la ventanilla del coche en un ademán de saludo rígido y cansado. Sólo entonces Charmian advirtió otro automóvil, parado delante de la entrada mientras Tony ayudaba a Guy a subir. Miró hacia abajo. Parecía el coche de Godfrey. Sí, cierto. Y he aquí a Godfrey en persona que se apeaba con sus movimientos a sacudidas. Imaginose que había ido cediendo al impulso de sustraerse a la señora Pettigrew. ¡Si por lo menos pudiese vivir en un hotel silencioso y tranquilo! Pero, mientras Godfrey recorría el caminito, Charmian se dio cuenta de que parecía extraordinariamente vivaz y vigoroso. Y admitió de pronto, que más bien se sentía cansada.
* * *
Mientras el automóvil lo llevaba a casa, Guy Leet se preguntaba si disfrutaba de ese sentido de calma que se supone acompaña a la vejez. El día anterior había sido un viejo tranquilo. Hoy se sentía más joven, pero menos sereno. ¿Cómo saber, en un momento dado, qué significa para un hombre, en definitiva, la vejez? En general, pensaba tener que sufrir la experiencia de la calma y de la libertad, aun cuando esa experiencia no se asemejase para nada a cuanto él había esperado. Quizás era relativamente tranquilo y desapegado, sobre todo porque se cansaba con tanta facilidad. Estaba maravillado de la evidente energía de Charmian, a pesar de que tenía diez años más que él. Era, exactamente, un pobre viejo. Tenía la suerte de poseer lo necesario para vivir. Ahora que el testamento de Lisa había sido legalizado, quizás pudiera pasar el invierno en un clima ciertamente más cálido. ¡El dinero de Lisa se lo había bien ganado! No alimentaba ningún rencor hacia Charmian por su ingratitud. Pocos hombres se hubieran casado con Lisa al solo objeto de tenerla tranquila por amor a Charmian. Pocos hombres habrían tolerado mantener el secreto de un matrimonio de esa índole: un puro y simple vínculo legal, necesario para la plena satisfacción sensual, por parte de Lisa, de sus innumerables perversiones.
—He de casarme —solía decir con su agria voz—. No deseo tener un marido a mi lado, querido, pero he de saber que estoy casada, si no… no me divierto.
Tontamente, ellos habían cambiado algunas cartas sobre ese particular, cartas que hubieran podido convertir en humo sus pretensiones sobre el dinero de Lisa. Nunca creyó en que Tempest ganara el pleito, pero el asunto hubiera sido desagradable de todos modos. Al fin, todo había acabado en nada. Entraría en posesión del dinero de Lisa. ¡Se lo había ganado! Había dado satisfacción a Lisa y seguridad a Charmian.
Se preguntó si Charmian pensaba nunca con gratitud en ese gesto suyo. Y, con todo, él la adoraba. Había sido maravillosa, incluso cuando volvió a verla el año pasado, cuando su mente estaba ya debilitándose. Ahora había mejorado mucho. ¡Lástima que la obsesionaran sus preocupaciones por Godfrey! De todas maneras, él la adoraba por lo que ella había sido, y por lo que ella era aún. ¡Y el dinero de Lisa se lo había ganado! Trinidad sería un lugar delicioso para pasar el próximo invierno. O quizá las islas Barbados… Escribiría para que le informaran…
Cuando llegaron frente al Old Stable, Percy Mannering apareció por el jardín de detrás de la casa y se acercó al coche enarbolando una revista que apuntaba hacia la puerta de entrada en donde estaba fijada la nota dejada por Guy.
—¡Ausente por algunos días! —gritó Percy.
—Acabo de llegar —respondió Guy—. Tony me ayudará a bajar y luego entraremos para beber algo. Mientras, intentemos no alarmar a los lirios del campo.
—Ausente por algunos días… ¡un cuerno! —volvió a chillar Percy.
Con un ligero trotecito Tony dio vuelta al automóvil y cogió a Guy por los brazos.
—Me he quedado aquí esperándote —chilló todavía Percy.
En tanto su sirviente le ayudaba a ponerse en pie, Guy intentaba recordar qué era exactamente lo que había escrito de Ernest Dowson en el último capítulo de sus memorias, que había hecho salir a Percy de sus casillas. Apenas había atravesado el umbral lo supo en seguida, porque Percy, en el acto, empezó a informarle.
—Tú citas la poesía sobre Cynara: «¡Yo te he sido fiel, oh Cynara, a mi modo!». Y tú lo comentas así: «Sí, ese fue siempre el sistema de Dowson, y lo fue tanto que murió en los brazos de la mujer de otro hombre: ¡su mejor amigo!». Eso es lo que escribiste, ¿no es cierto?
—Si tú lo dices —dijo Guy dejándose caer en un sillón—, así debe ser.
—Pero tú sabes igual que yo que Sherard encontró a Dowson en un bar y se lo llevó a su casa para alimentarle y cuidarle —ladró Percy—. Y Dowson murió, es verdad, en los brazos de la señora Sherard, serpiente, que no eres más que una serpiente, porque ella lo sostuvo y le confortó hasta el último e imprevisto espasmo del mal que lo mató. Lo sabes tú lo mismo que yo. Sin embargo, has escrito como si Dowson y ella…
—Yo soy un viejo crítico sin corazón —disculpose Guy.
Percy dio un puñetazo sobre la mesa.
—¿Crítico…? ¡Eres un asqueroso bellaco!
—Un viejo periodista sin corazón —corrigió Guy.
—Un escorpión humeante. ¿Dónde está tu caridad?
—Nada sé de la caridad —argumentó Guy—. Ni tampoco he oído decir que los escorpiones humeen. En cuanto a los versos de Dowson, jamás me han interesado.
—Eres un sinvergüenza… Has calumniado su persona. Y eso nada tiene que ver con sus versos.
—Lo que yo he escrito es, poco más o menos, lo que, a mi entender, «hubiera podido suceder» —dijo Leet—, y, aproximadamente, corresponde a mis intenciones.
—Un bribón de siete suelas —tronó Percy—. Cualquier cosa, para una broma vulgar, serías capaz de escribir cualquier cosa…
—Admito que es vulgar —dijo Guy—. Por otra parte, esos artículos me los pagan menos de lo debido.
Percy agarró uno de los bastones del dueño de la casa, que estaban apoyados en el sillón. Guy cogió el otro y, llamando a Tony, miró de través a Percy con su cara de colegial.
—Escribe retractándote —exclamó Percy Mannering con mirada de lobo—, o te machaco ese trivial cerebro tuyo.
Con su bastón, Guy golpeó débilmente el de Percy y casi se lo hizo caer de sus temblorosas manos. Entonces Percy aferró el bastón más firmemente y, aguantándolo con ambas manos, logró hacer caer al suelo el de Guy, en el momento en que Tony entraba con una bandeja y un gran tintineo de vasos.
—¡Jesús y María! —exclamó Tony, y dejó la bandeja.
—Tony, ¿quieres hacer que el señor Mannering te dé mi bastón de paseo, por favor?
Percy Mannering quedó inmóvil, mostrando con ferocidad sus dos verduzcos dientes y manteniendo el bastón bien agarrado, y, en apariencia, dispuesto a golpear a cualquiera.
Tony, cautamente, dio unos pasos por la habitación hasta que tuvo entre él y el huésped la mesa escritorio de Guy. Luego bajó la cabeza, bizqueó los ojos y miró a Guy y a Percy por debajo de sus cejas de color de arena, igual que un toro que se dispone a embestir. Pero no tenía precisamente el aspecto de un toro.
—Cuidado con lo que hacen —dijo dirigiéndose a los dos.
Percy soltó una de las manos que sostenían el tembloroso bastón. Cogió con ella la revista con la frase insultante y la agitó en dirección a Tony.
—Su amo —dijo—, ha escrito una odiosa mentira respecto a un amigo mío, muerto ya.
—Eso entra en el ámbito de lo verosímil —dijo Tony agarrado al borde de la mesa escritorio.
—Hazme el favor, Tony. Pon una hoja de papel de escribir sobre la mesa —ordenó Guy—. El señor Mannering desea escribir una carta de protesta contra el director de la revista que tiene en la mano.
El poeta hizo una mueca salvaje. Misericordioso, el teléfono —que estaba sobre el escritorio, junto al sillón del dueño de la casa— empezó a sonar.
—Contesta —dijo Guy a Tony.
Pero Tony miraba a Mannering que seguía apretando el bastón.
El teléfono continuó repiqueteando.
—Si quiere coger usted el auricular, yo, mientras, prepararé el papel como me ha mandado —contestó Guy—. No se pueden hacer dos cosas a la vez.
Abrió un cajón y sacó una cuartilla de papel.
—¡Ah!, ¿es usted? —decía Guy—. Bien, muchacho, en este momento estoy ocupado. Aquí conmigo está un poeta y amigo, con quien voy a beber alguna cosita.
Guy oyó nítida la voz del muchacho que añadía:
—¿Está Percy Mannering con usted?
—Exactamente —contestó Guy.
—Quiero hablarle.
—Para ti —dijo Guy ofreciendo el teléfono a Percy.
—¿Para mí? ¿Quién me llama? ¿Qué quiere?
—Es para ti, sí —contestó Guy—. Es un jovencito, un estudiante, diría.
Receloso, Percy gritó en el receptor:
—Diga, ¿quién habla?
—Recuerde que ha de morir —dijo la voz de un hombre, que no era ya la de un joven.
—Aquí Mannering, Percy Mannering.
—Conforme —dijo la voz, y colgó.
Percy, con aire asustado, paseó la mirada por la habitación.
—Es el tipo de quien se habla —dijo.
—Bebida, Tony —ordenó Guy.
—Es ese hombre —bramó Percy, cuyos ojos centelleaban como por una íntima avidez.
—Ciertamente, un simpático jovencito. Probablemente ha estudiado demasiado preparando sus exámenes. Con toda seguridad, la policía lo pescará.
—¡No es ningún joven! —rechazó Percy levantando el vaso hasta los labios y vaciándolo—. Era una voz fuerte y noble, de hombre maduro, como la de W. B. Yeats.
—Llena el vaso del señor Mannering —ordenó Guy—. El señor Mannering se queda a cenar.
Percy cogió el vaso, guardó el bastón y dejóse caer en un sillón.
—¡Qué experiencia! —exclamó.
—Presagios de inmortalidad —comentó Guy.
Percy miró a su huésped y luego apuntó un dedo hacia el teléfono.
—¿Acaso estás tú detrás de todo ese asunto?
—No —contestó Guy.
—No. —El viejo poeta escurrió el vaso. Miró el reloj y se levantó del sillón—. Perderé el tren —dijo.
—Quédate aquí esta noche —dijo Guy—. Quédate.
Con inseguros pasos, Percy paseó por la habitación, recogió la revista y dijo:
—Escucha…
—Ahí tienes, delante de ti, un papel sobre el que puedes escribir tu protesta al director —le interrumpió Guy.
—Sí —dijo el viejo—. Mañana la redactaré.
—Hay un pasaje de Childe Harold —dijo Leet—, que me agradaría discutir contigo.
—Nadie, de cincuenta años para acá, ha comprendido Childe Harold —precisó Percy—. Tienes que empezar por los últimos dos cantos, querido. Allí radica el «secreto» del poema. Los episodios…
Tony apareció en el umbral.
—¿Ha llamado?
—No, pero ya que estás aquí, dispon lo pertinente ya que el señor Mannering se queda aquí esta noche.
Percy no sólo se quedó aquella noche en casa de Leet (y a la mañana siguiente escribió la carta de protesta al director de la revista), sino que amplió la estancia hasta tres semanas, durante las cuales escribió un soneto shakespeariano titulado Memento Mori. Los dos últimos versos de la primera versión sonaban así:
«Afuera, de lo profundo, el tétrico grito resuena:
»Recuerda… ¡Oh, recuerda que has de morir!».
La segunda versión fue:
Pero lento resuena en mi oído
el suspiro: «Recuerda que has de morir».
La tercera:
Y de lejos las Voces se mezclan y gritan:
¡Oh, hombre mortal, «recuerda que has de morir»!
Y aún hubo muchas otras revisiones y sucesivas versiones.
* * *
Eric Colston y la señora Pettigrew esperaban el regreso de Godfrey.
—Hoy al viejo le zumba algo raro en la cabeza —dijo Mabel Pettigrew—. Yo creo que la causa está en la visita que esta mañana le ha hecho el viejo Warner. No se entretuvo mucho tiempo. Yo había ido a la tienda de ahí enfrente para comprarme cigarrillos, y a mi regreso encontré a Warner en el umbral. Le pregunté si quería ver a Godfrey. Me contestó que ya le había visto. Ya descubriré de qué se trata. Espere y verá como me entero. Luego, cuando entré, Godfrey me dirigió una sonrisita verdaderamente feroz, en el momento que él «salía». No me dio tiempo a detenerlo. No ha regresado a la hora de la comida. Aún tiene el plato de pescado sobre la mesa. ¡Pero lo descubriré todo!
—¿El testamento lo ha firmado ya? —preguntó Eric.
—No. Los abogados dijeron que necesitaban tiempo.
«¡Seguro que lo necesitan!», pensó Eric.
Apenas acababa de recibir la carta de Olive, él había tomado el primer tren para Londres, y su primer acto fue ir a ver al abogado. Luego se había puesto en contacto con la señora Pettigrew.
El ama de llaves llenó el vaso de Eric, y al igual que en el curso de la jornada, su mirada se posó sobre las pequeñas manos del hombre. Le hicieron experimentar un sentimiento de terror.
Eric era un hombre membrudo, muy parecido a su madre. Sólo que en él, los rasgos femeninos de la cara y la estructura de su persona resultaban un tanto curiosos. Tenía las caderas anchas y la cabeza grande. Pero los ojos, enormes, la barbilla puntiaguda y la pequeña nariz afilada eran los de Charmian. Por el contrario, la boca era ancha como la de Lettie, cuyo cadáver sería hallado más tarde, aquella misma noche.
Mabel Pettigrew pensaba que ella sabía cómo se manejaban los hombres como Eric. No porque hubiese encontrado a otros de idénticas características de comportamiento. Pero, en conjunto, ese género le era familiar. Ya había comprendido que Eric no era normal, porque —pese a ser muy avaro— parecía igualmente dispuesto a sacrificar cualquier cantidad de dinero con tal de procurarse una satisfacción más intensa y complaciente. En su vida, Mabel Pettigrew ya había encontrado a esa clase de hombres que están prontos a sacrificar la perspectiva del dinero a la de satisfacer, por ejemplo, una ambición mundana.
Hasta ese punto intuía conocer el tipo con quien tenía que vérselas, y no se maravillaría en absoluto de saber que un hombre así fuese capaz de sacrificarlo todo a la venganza. Pero, de todas maneras, ¿podía fiarse de él?
—Hago esto —le había dicho Eric—, por razones morales… Creo, firmemente, que el viejo hará bien. Démosle una lección.
¡Oh, pero Eric era una mescolanza de tantas cosas! Mabel Pettigrew miró las pequeñas manos y el corte femenino de sus ojos, similares a los de Charmian.
Pensó que quizás era una tonta confiando en él.
* * *
Sí, Eric era una mezcla de muchas cosas. La carta de Olive le había revelado que su padre era extorsionado por «una tal señora Pettigrew», la cual quería obligarle a que le dejara en herencia una parte importante de sus bienes. Había actuado rápidamente y sin pensarlo ni un solo segundo más. Ya en el tren, durante el viaje de Cornwall a Londres, no había recapacitado aún en lo que debía hacer. Mientras duró el viaje se había regodeado con pensamientos que le deleitaban: la derrota de Godfrey, la desautorización de Charmian, la posibilidad de qué virtud de corazón y de comprensión maternal se ocultaran detrás del aspecto exterior, probablemente frío, de esa señora Pettigrew; el gusto de estar en posición de desenmascarar a todos delante de todos, caso de que fuese útil hacerlo, y, por último, la excitación de poder obtener inmediatamente dinero líquido en cantidad suficiente para ir a escape a ver a tía Lettie y decirle lo que pensaba de ella.
¡No es que supiese, en verdad, lo que pensaba de ella! Desde su juventud se había metido este axioma en la cabeza: la familia, pérfidamente, le había abandonado; incluso la familia lo había admitido de común acuerdo, cuando Eric estaba entre los veintidós y los veintiocho años, y el siglo estaba entre los veintitrés y los veintinueve. Él había repudiado las opiniones a las cuales la familia siempre se había atenido, excepto una: «De un modo u otro hemos abandonado a Eric. ¿Cómo ha sido posible? ¡Pobre Eric! Charmian lo ha mimado demasiado, pero nunca fue una verdadera madre para él. Godfrey, demasiado atado a sus negocios, no se cuidó nunca del muchacho. Godfrey ha sido demasiado débil, demasiado severo, demasiado avaro; le dio demasiado dinero, etc., etc». Los ancianos, más tarde, tomaron la costumbre de repetir esas sentencias cuando ya estaban pasadas de moda. Pero ahora Eric las había hecho suyas. Eran su credo. Para consolarlo, Lettie lo llevaba consigo de vacaciones. Él la robaba y la culpa siempre recaía en el personal del hotel. La tía también intentó interesarle en la obra de asistencia a los presos, pero él empezó a contrabandear cartas y tabaco en Wormwood Serubs. «¡Pobre Eric, nunca se le ha ofrecido una buena oportunidad para sobresalir! ¡No debían haberle enviado a aquella pésima escuela! ¿Cómo podíase esperar que lograra aprobar nunca un examen? Yo la culpa se la doy a Charmian… Yo la culpa se la doy a Lettie… Godfrey no se ha cuidado nunca…, etc., etcétera». Frecuentó una academia de pintura, pero le sorprendieron robando los tubos de colores. Lo enviaron a un psicoanalista freudiano, que le era antipático. Luego, a uno «adleriano». Finalmente, a uno individualista. Mientras, ocurrió aquel incidente con el joven portero de un club, y a consecuencia de lo ocurrido fue enviado a otro psiquiatra, comprensivo y persuasivo.
Salió de allí tan perfectamente curado que creó un verdadero problema a una de las camareras. Charmian se convirtió al catolicismo. «Eric saldrá de esta fase negra —dijo su madre—. Mi abuelo, de joven, era también un alocado calavera».
Pero Eric quedó estupefacto, cuando los suyos, por último, dejaron de atribuirse la responsabilidad de las míseras condiciones en las cuales ahondaba. Los juzgó, para usar sus mismas palabras, de hipócritas y sin corazón. Hubiera querido que empezaran de nuevo a discutir con él usando el viejo estilo. Por el contrario, cuando alcanzó los treinta y siete años, le dijeron cosas amargas. Había comprado un cottage en Cornwall y allí se bebía su dinero. Al estallar la guerra estaba internado en una clínica haciendo una cura de desintoxicación de alcohol. Salió de allí para ser soldado, pero fue dado por inútil a causa de su anamnesis psicológica. Odió a Charmian, a Godfrey y a Lettie. Odió a su primo Alan que se defendía muy bien ejerciendo de ingeniero y que, de niño, comparado con él, había sido considerado un retrasado. Se casó con una mujer negra de la cual se divorció seis meses después. Godfrey cuidó de fijarle una asignación. De vez en cuando escribía a Charmian, a Godfrey, a Lettie, para decirles que les detestaba. Cuando, en 1947, Godfrey se negó a darle dinero, Eric hizo las paces con tía Lettie. De ella obtuvo alguna pequeña ayuda y promesas más generosas para el futuro. Pero cuando ella vio que el dinero gastado le rendía tan poco en cuanto a la compañía que le hacía el sobrino, tía Lettie redujo su munificencia a meras y sencillas divagaciones sobre el testamento. Eric escribió una novela que fue publicada gracias al prestigio del cual aún disfrutaba el nombre de Charmian. La crítica encontró cierta semejanza con el estilo de la madre. «Pobre Eric —exclamó Charmian—. No tiene demasiada personalidad. En mi opinión, Godfrey, ahora que Eric finalmente se ha puesto a hacer algo, creo que nosotros deberíamos ayudarle». Y, durante dos años, ella le mandó todo el dinero de que disponía. Eric la juzgó tacaña. «Tengo la sospecha de que Godfrey incuba el secreto terror de que haya otro novelista en la familia», había dicho Charmian, confiándose a Guy Leet. Y añadió lo siguiente, lo cual, si no era precisamente exacto, sonaba como lógica conclusión: «Naturalmente, Godfrey siempre deseó que Eric entrase en su tétrica fábrica».
A sus cincuenta años, Eric empezó a hacer ostentación de algo que parecía ser una manifestación típica y muy suya. En vez de dirigir insolencias y violentas acusaciones contra la familia, se puso a enviar frías y razonadas denuncias. Demostró, punto por punto, que, pérfidamente, lo habían dejado aparte desde que sus ojos vieran la luz por vez primera.
—Al envejecer, Eric se va asemejando cada vez más a Godfrey —comentó Charmian—, pero naturalmente, Godfrey no lo nota.
Eric dejó de definir las novelas de su madre como verdaderas porquerías. En cambio, las analizó párrafo por párrafo, puso en ridículo los momentos más débiles, lo derribó todo, y encontró amigos dispuestos a aplaudirle sus esfuerzos.
—Pero toma en serio mi obra —aún comentó Charmian—. Nadie me ha escrito nunca en términos semejantes.
Entre los cincuenta y los sesenta años la salud de Charmian se hizo debilucha. La reedición de sus novelas aturdió a Eric. Por una especie de distracción, él había equivocado su juicio sobre un elemento del carácter de su tiempo. Habló con sus amigos y quedó sorprendido y encolerizado al descubrir que muchos se habían consagrado al culto de la época de Charmian Piper.
Los envíos de dinero, pasados de contrabando por la madre a través de Anthony, fueron acogidos en silencio. Su segundo libro obtuvo el consentimiento secreto de Lettie. Había sido definido como «realista y de brutal sinceridad». Pero la energía que quizás él debería haber gastado para desarrollar su talento de «realista» y de escritor «de brutal sinceridad», quedó dispersa en el resentimiento contra la madre. La reedición de las novelas de Charmian fue su golpe de gracia. Descubrió que no sabía escribir.
Ni tampoco las noticias aparecidas en los periódicos, según las cuales, Godfrey, Charmian y Lettie habían sido objeto de amenazadoras llamadas telefónicas, consiguieron conmoverle.
Durante la guerra, y también después, Eric había vivido, especialmente, a costa de mujeres maduras y adineradas, la primera de todas ellas Lisa Brooke. A la muerte de esta le resultó difícil sustituirla. Todas tenían poco dinero, y por añadidura —no obstante sus preocupaciones— Eric había engordado, cosa que, ciertamente, no le ayudaba mucho. Sus dificultades estaban ya alcanzando el límite, cuando recibió la carta de Olive. «Tu padre es despiadadamente chantajeado por una tal señora Pettigrew, el ama de llaves. Si pudieses hacer algo, naturalmente, sin que tu madre se enterara…».
Tomó, pues, el primer tren para Londres, en un estado de gran excitación. Durante todo el viaje sólo examinó las posibilidades que tenía en perspectiva.
Cuando llegó a la estación de Paddington a las seis menos cuarto no tenía ni remota idea de lo que debía hacer. Fue a un bar a beber cualquier cosa. Salió de allí a las siete y vio una cabina telefónica. Llamó al abogado de su padre y, dada la importancia de lo que debía comunicarle, obtuvo hora para una entrevista a celebrar aquella misma noche. El abogado le aseguró que la preparación del nuevo testamento iría para largo y le dio además algunos consejos que Eric se guardó mucho de tomar en consideración.
Fue a casa de Olive, pero el departamento estaba desierto. Pasó la noche en Notting Hill Gate con unos conocidos, más bien reacios a darle hospitalidad. A la mañana siguiente, a las once, telefoneó a la señora Pettigrew, y decidieron encontrarse para comer en un bar de Kensington.
—Quisiera que creyese usted, señora Pettigrew, que estoy de su parte —dijo Eric—. El viejo merece una lección. Yo considero el asunto desde el punto de vista moral. Estoy más que dispuesto a pasar por encima de la cuestión del dinero.
—No sé exactamente a lo que usted quiere referirse, señor —contestó al momento Mabel Pettigrew.
Secose con el pañuelo las comisuras de la boca y al efectuar ese gesto ladeó ligeramente el labio inferior.
—Estaría dispuesto a morir —insistió Eric—, con tal de que mi madre, pobrecilla, no llegase a conocer sus groseras infidelidades. Y yo, otro tanto. En realidad, señora Pettigrew —añadió con aquella sonrisa suya que hacía ya tiempo había dejado de ser fascinadora—, usted nos tiene a los dos en el puño: a mi padre y a mí.
—He hecho mucho por sus padres —dijo ella—. Por su madre, antes de que se la llevaran, hice «de todo». Bien pocas personas lo habrían resistido. Su madre tendía a ser… bien, usted ya sabe como son los viejos. Ciertamente, también yo soy vieja, pero…
—En absoluto —protestó Eric—. Usted no demuestra en manera alguna más de sesenta años.
—¡Pero cuando cuidaba a su madre, bien notaba todos mis años!
—Estoy convencido. Es de una presunción insoportable. ¡Insoportable! —repitió.
—Absolutamente insoportable. Por lo que a su padre se refiere…
—También es insoportable. Un viejo insensato.
—Exactamente, ¿cuáles son sus intenciones, señor? —preguntó Mabel Pettigrew.
—Bien, me he dado cuenta de que mi deber es apoyarla a usted. Por eso estoy aquí. El dinero significa bien poca cosa para mí.
—Verá… No se pueden hacer muchas cosas sin dinero, señor…
—Llámeme Eric.
—Sus mejores amigos son los bolsillos, Eric.
—Ciertamente, algo de dinero en el instante preciso siempre va bien. En el momento justo. Es sorprendente como mi padre ha vivido tantos años con la vida que ha llevado.
—Eric, yo no permitiría nunca que usted estuviera escaso de dinero. Hasta que llegue el momento quiero decir…
—¿Consigue usted siempre que él le dé dinero contante y sonante?
—¡Oh, sí!
«Lo creo», pensó Eric.
—Opino que deberíamos hablarle los dos juntos —propuso Eric.
La señora Pettigrew miró las pequeñas manos de su interlocutor. «¿Puedo fiarme? —se preguntaba—. El testamento aún no ha sido firmado y sellado».
—Confíe en mí —la exhortó Eric—. Dos cabezas valen más que una sola.
—Quisiera pensarlo bien —contestó ella.
—¿Prefiere trabajar por su cuenta?
—¡Oh, no, no diga eso! Quiero decir, más bien, que el plan de usted es precipitado y, después de todo lo que he hecho por Godfrey y por Charmian, entiendo que tengo el derecho de…
—En resumen —la interrumpió Eric—, es mi deber trasladarme a Surrey a visitar a mi madre e informarla de las pequeñas imprudencias de su marido. Por desagradable que sea este camino, en realidad, puede evitar una montaña de problemas. Libraré a mi padre de graves preocupaciones y usted ya no tendrá necesidad de interesarse por él. Debe resultarle muy cansado…
—Usted desconoce los detalles pormenorizados de los negocios de su padre, pero yo sí —contestó Mabel Pettigrew con aspereza—. Usted no tiene pruebas, yo las tengo. Pruebas por escrito.
—Naturalmente que tengo pruebas —replicó él.
«¿Es una finta?», pensó la señora Pettigrew.
—¿Cuándo quiere que vayamos a casa para hablarle? —preguntó al fin.
—Ahora.
Pero cuando llegaron, Godfrey aún estaba fuera y la señora Anthony ya se había ido. Mabel Pettigrew estaba asustada. Cuando Eric empezó a dar vueltas por la casa tocando los objetos y dando vueltas a las figuras de porcelana para examinarlas mejor, empezó a sentirse seriamente preocupada, pero no dijo nada. Estaba segura de conocer a su hombre. Por lo menos hubiera debido conocerlo, dada su experiencia.
Cuando Eric se sentó en el viejo sillón de Charmian, ella se puso a alborotarle cariñosamente el cabello, exclamando:
—Pobre Eric, le han tratado muy duramente, ¿no es verdad?
Él apoyó su enorme cabeza sobre el seno de ella y se sintió perfectamente a su comodidad.
Después del té, Mabel Pettigrew tuvo un ligero ataque de asma, se retiró al jardín y allí consiguió superar el malestar. Cuando volvió a entrar creyó ver a Godfrey en el sillón en el que se había quedado Eric. Pero era el propio Eric. Dormía con la cabeza colgante y ladeada. Aunque en las facciones se asemejaba muchísimo a Charmian, en esa posición parecía precisamente su padre.
* * *
La impresión de vitalidad y salud que Godfrey había dado a Charmian cuando ella le viera por la ventana, se acentuó apenas fue introducido en la habitación.
—¡Un sitio alegre! —exclamó Godfrey mirando a su alrededor.
—Ven a sentarte, Godfrey. Guy Leet se ha ido no hace mucho. Me siento cansada.
—Sí, le he visto cuando se iba.
—¡Sí, pobre! Ha sido muy gentil por su parte al venir a verme. ¡Se cansa tanto al moverse!
Godfrey, con aire satisfecho, se apoyó en el respaldo del sillón y estiró las piernas.
—¡Qué diferente —dijo— de cómo era en el verano del 1902 en la villa junto al lago de Ginebra! O en el 1907 en su pisito de Hyde Park Gate, y en Escocia, y en Biarritz, y en Torquay, y después en los Dolomitas cuando enfermaste… y, luego, diecinueve años después, cuando vivía en Ebury Street, hasta que…
—Quiero un cigarrillo —atajó Charmian.
—¿Qué dices?
—Dame un cigarrillo, Godfrey, o llamo a la enfermera y haré que me lo dé.
—Escucha, Charmian, sería mejor que no fumaras. Quiero decir que…
—Quiero fumar un cigarrillo antes de morir. En cuanto a Guy Leet… tú, Godfrey, no tienes ningún derecho a hablar. ¡Tú, precisamente tú! Lisa Brooke, Wendy Loos, Eleanor…
—¡Ese sinvergüenza! —exclamó Godfrey—. Bien, pero fíjate a lo que ha quedado reducido. ¡Y sólo tiene setenta y cinco años! ¡Doblado sobre dos bastones!
—Jean Taylor debe haber hablado —dijo Charmian. Alargó una mano y repitió—: Dame un cigarrillo, Godfrey.
Se lo dio y le ofreció fuego.
—Estoy librándome de Mabel Pettigrew —dijo Godfrey—. Es autoritaria. Una verdadera peste. Y le lleva el mal vivir a la señora Anthony.
Charmian aspiraba el humo del cigarrillo.
—¿Otras noticias? —preguntó.
—Alec Warner está perdiendo el cerebro. Esta mañana ha venido a verme. ¡Quería saber mis pulsaciones y mi temperatura! Lo he puesto de patitas en la calle.
Charmian se echó a reír. No lograba dominarse. Por último tuvieron que acostarla. Godfrey fue obligado a salir. Le dieron un huevo pasado por agua con pan y mantequilla. Luego lo mandaron a su casa.
* * *
Terminaron de cenar a las ocho.
—Si no ha vuelto a las nueve llamaré a la policía —dijo Mabel Pettigrew—. Podría haber sufrido un accidente de coche. Su automóvil no es muy seguro. Y él es un verdadero peligro público.
—Yo no me preocuparía —dijo Eric, reflexionando en que, después de todo, aún no se había firmado el nuevo testamento.
—Yo me preocupo siempre por él —insistió Mabel—. Eso es lo que yo quiero decir cuando afirmo que tengo el derecho de…
Godfrey conducía con mayor prudencia que de costumbre. Después de haberse cerciorado de que las informaciones de Warner eran exactas, le parecía que valía la pena velar cuidadosamente por su propia vida. No es que hubiese dudado ni un solo momento de los informes de Warner. ¡Pobre Charmian! Fuera como fuere, ahora ya no tenía ningún derecho a hacerse la orgullosa, ni la virtuosa. En realidad, ella nunca se había dado esta importancia, pero siempre había tenido ese tono de pureza en virtud del cual «uno» se consideraba, forzosamente, un sucio y maloliente puerco. ¡Pobre Charmian! Había sido de verdad una maligna perversidad por parte de Jean Taylor, ponerse a chismorrear acerca de su dueña después de tantos años. Y he aquí que, sin quererlo, la señorita Taylor le había hecho un óptimo y excelente servicio…
Al fin ya había llegado a casa. Una larga carrera en coche para un viejo.
Godfrey entró con los lentes en la mano, frotándose los ojos.
—¿En dónde diablos ha estado? —le preguntó Mabel Pettigrew—. Eric ha venido a verle.
—Buenas tardes, Eric —dijo Godfrey—. ¿Quieres beber algo?
—Ya he bebido —contestó Eric.
—Me siento en plena forma —proclamó Godfrey, levantando la voz.
—¿De verdad? —dijo Eric—. La señora Pettigrew y yo nos hemos puesto de acuerdo, papá.
—¿A propósito de qué?
—De tu nuevo testamento. Pero, mientras tanto, espero ser recompensado tal como la situación requiere.
—Estás echando barriga —dijo Godfrey—. Yo aún no la tengo.
—O de otro modo tendremos que poner a mamá al corriente de los hechos.
—Sea razonable, Godfrey —intervino Mabel Pettigrew.
—¡Vete al infierno! ¡Fuera, fuera de aquí, Eric! —vociferó Godfrey—. Te doy diez minutos de tiempo, o de lo contrario llamo a la policía.
—Quizá todos estemos algo fatigados —intervino Mabel Pettigrew—. ¿No lo cree así?
—Y usted se marcha mañana por la mañana —dijo Godfrey a la gobernanta.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Quién puede ser? —murmuró Mabel Pettigrew—. ¿Se ha olvidado de dejar encendidos los faros del coche, Godfrey?
Godfrey hizo caso omiso del timbre.
—No podrías decir nada a Charmian que ella ya no sepa.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Mabel Pettigrew.
El timbre sonó por segunda vez.
Godfrey se levantó y fue a abrir. En el umbral había dos hombres.
—¿El señor Colston?
—Yo soy.
—¿Podemos hablarle? Somos del C. I. D.
—Tengo los faros encendidos —dijo Godfrey.
—Se trata de su hermana —le interrumpió el que parecía más viejo de los dos—. Desgraciadamente, doña Lettie Colston…
El día siguiente era domingo. «El autor de las burlas telefónicas se decide a matar —decían los titulares de los periódicos—. Anciana asistenta social muerta en su lecho. Han sido robadas joyas y objetos de valor».