III

Lisa Brooke murió a los setenta y tres años, después de su segundo ataque de apoplejía. Necesitó nueve meses para morir, y en realidad sólo un año antes de su muerte, sintiéndose empeorar, decidió cambiar de vida. Consciente de ser aún muy agradable, ofreció su decisión —la de permanecer soltera— al Señor, para quien ningún donativo, de cualquier clase que sea, es inaceptable.

Mientras tomaba asiento en un banco de la capilla del crematorio, Godfrey no pensó en que todos los presentes, excepto él, habían sido amantes de Lisa. Ni menos le pasó por la mente haberlo sido incluso él también. Efectivamente, no lo fue en tal o cual localidad inglesa, sino tan sólo en España y en Bélgica. Además, en este momento, estaba completamente ensimismado haciendo una estadística. Los presentes eran diez y seis. De un primer análisis resultaba que cinco eran parientes de Lisa. Entre los once restantes, Godfrey reconoció al abogado de Lisa, a su institutriz, al director de su banco. Lettie hacía poco que había llegado. Luego estaba él, Godfrey. Quedaban seis personas, y de estas reconoció a una sola. Presumiblemente, todos habían sido parásitos de la difunta, y él estaba contento de que la fuente de dinero se hubiese secado. ¡Todos aquellos años de latrocinios a la luz del sol! «Un niño de seis años lo hubiera hecho mejor que tú», había repetido mil veces a Lisa, cuando ella desplegaba una de las pinturas, verdaderos ultrajes al arte, debidas a alguno de sus protegidos.

—Si hasta ahora no ha hallado su camino en la vida —le había dicho y más de una vez, refiriéndose al viejo Percy Mannering, el poeta—, ya no lo encontrará jamás. Eres una tonta, Lisa, permitiendo que se te beba la ginebra y te ladre sus versos al oído.

Percy Mannering, que casi tenía ochenta años, estaba de pie, delgado, encorvado, mientras el ataúd era transportado a lo largo de la nave de la capilla. Godfrey contemplaba fijamente los pómulos del poeta, salientes y recorridos por pequeñas y rojas venas. Miraba su afilada nariz y pensaba: «¡Apostaría algo a que está llorando por el fin de sus rentas! Todos la estrujaron viva. ¡Pobre Lisa!». En realidad, el poeta estaba en un estado de gran excitación. La muerte de Lisa le había llenado de un glacial terror. Aunque conocía perfectamente el axioma común en virtud del cual la muerte es el destino último de cada uno de nosotros, no conseguía creer en la posibilidad de tal o cual caso particular de muerte. Por este motivo cada defunción suscitaba en él una impresión diversa. Al empezar la ceremonia, pensó que dentro de pocos minutos, el ataúd de Lisa se deslizaría en el horno crematorio y, en una espantosa visión, vio los cabellos de ella, teñidos de un rojo llameante, resplandecer como siempre, en competición con las rabiosas lenguas del fuego de abajo. Puso al descubierto sus dientes en una sonrisa, igual que un lobo excitado, y derramó lágrimas de dolor humano, como si fuese mitad hombre y mitad bestia, y no mitad hombre y mitad poeta.

Godfrey, que no le perdía de vista, pensó: «Debe chochear. Sin duda ya no está en posesión de sus facultades».

El ataúd empezó a deslizarse despacio a lo largo del declive hacia una abertura en la pared, en tanto que el órgano tocaba suavemente un motivo religioso. Godfrey, que no era creyente, quedó muy turbado por aquella escena, y decidió, de una vez para siempre, hacerse incinerar también, cuando llegara su momento. «Y así es como se va Lisa Brooke», murmuró para sí, mientras miraba cómo el último ángulo del féretro bajaba hacia el horno. «La proa», pensaba el poeta, «se levanta y la nave se hunde con su capitán a bordo…» No. Demasiado trivial. Mejor imaginar que Lisa era la nave. Godfrey miró a su alrededor, pensando: «Habría podido muy bien tirar adelante otros diez años, pero ¿qué podía esperar bebiendo tanto y con aquellos estafadores revoloteando a su alrededor?». Miró en torno suyo con tanto furor en los ojos que suscitó la alarma en las caras de todos cuantos advirtieron su mirada.

La obesa Lettie alcanzó a su hermano en el ábside, cuando este se dirigía, junto con los demás, hacia el pórtico.

—¿Qué te pasa, Godfrey? —le preguntó, jadeando.

En la puerta, el capellán estrechaba la mano a todos los del duelo. Mientras tendía la suya, Godfrey, hablando por encima de su hombro, dijo a Lettie.

—¿Que qué me pasa «a mí»? ¿Qué quieres decir? Di mejor ¿qué te pasa «a ti»?

Enjugándose los ojos, Lettie murmuró:

—No hables tan alto y no pongas estos ojos. ¡Todos te están mirando!

Sobre el pavimento del amplio porche, estaban expuestas las flores. Algunas, recogidas, formando ramilletes de buen gusto. Otras, en coronas de forma anticuada. Los parientes de Lisa las observaban, una tras otra. Los familiares eran el sobrino, de edad intermedia, y su mujer, la hermana mayor, la apergaminada Janet Sidebottome, que había sido misionera en la India cuando la India «era» aún la India; el hermano, Ronald Sidebottome, que, hacía tiempo, se había retirado de la City, y la consorte australiana de Ronald, que se llamaba Tempest. Godfrey no los identificó en seguida, porque sólo tenía delante la hilera de sus traseros. Estaban encorvados, en efecto, examinando las tarjetas de visita de cada ofrecimiento floral.

—Mira, Ronald, ¿verdad que es gracioso? Un ramillete de violetas. ¡Oh!, fíjate lo que dice: «Gracias, querida Lisa, por todas aquellas horas maravillosas. Afectuosamente, Tony»…

—Palabras un tanto raras. Estás segura…

—¿Quién será ese Tony?

—Janet, mira esa corona de rosas amarillas de la señora Pettigrew. ¡Debe de haberle costado una fortuna!

—¿Qué dices? —preguntó Janet, que era un poco dura de oído.

—Una corona de la señora Pettigrew. Debe de haberle costado una fortuna.

—¡Chist!… —dijo Janet, mirando a su alrededor.

Tenía razón, porque la señora Pettigrew —la vieja gobernanta de Lisa— se estaba acercando, con sus maneras distinguidas y eficientes. Janet, arrancada de la inspección de las tarjetas, se incorporó fatigosamente y se volvió para saludar a la señora Pettigrew. Dejó que le cogiera la mano.

—Gracias por todo lo que ha hecho por mi hermana —dijo Janet, con sequedad.

—Lo hice con mucho gusto —contestó la señora Pettigrew con voz inesperadamente suave.

Era evidente y claro que Janet estaba pensando en el testamento.

—Yo quería mucho a la señora Brooke, pobrecita.

Janet inclinó graciosamente la cabeza, retiró con brusquedad la mano y con mucha descortesía le volvió la espalda.

—¿Podemos ver las cenizas? —preguntó en voz alta Percy Mannering, mientras salía de la capilla—. ¿Hay alguna posibilidad de «verlas»?

Al oír su voz, el sobrino de Elisa y su mujer tuvieron un nervioso sobresalto y miraron a su alrededor.

—Deseo ver las cenizas, si es posible.

El poeta se había plantado ante Lettie, insistiendo ávidamente con su pregunta. Lettie advirtió algo morboso en el hombre y se apartó.

—Es uno de los artistas de Lisa —murmuró a John Sidebottome, sin demostrar ninguna intención de empujarlo hacia la salida con un «¡Oh!», de sorpresa y quitarle el sombrero en dirección a Percy, como por el contrario hizo.

Godfrey retrocedió un paso y pisó un ramo de claveles rosa.

—¡Oh, disculpen! —dijo a los claveles, apartándose con viveza.

Pronto se molestó por su torpeza, aunque sabía que nadie podía haberle visto.

Lentamente se apartó de las flores pisoteadas.

—¿Qué quiere hacer ese tipo con las cenizas? —preguntó John a Lettie.

—Quiere verlas. Quiere ver si se han vuelto grises. Es francamente desagradable.

—Es natural que sean grises. Ese fulano debe haber perdido sus facultades, siempre en el supuesto de que las haya poseído alguna vez.

—De sus facultades nada sé —replicó Lettie—. Lo que si sé de cierto es que carece de sensibilidad.

Tempest Sidebottome —apretadamente encorsetada, cabellera azulada— estaba diciendo con voz que llegaba por lo menos hasta el Jardín de los Recuerdos:

—Para cierta gente no hay nada sagrado.

—Señora —intervino Percy, mostrando en su sonrisa los dientes escasos y verdosos—, las cenizas de Lisa Brooke siempre serán sagradas para mí. Deseo verlas y besarlas, si ahora ya se han enfriado. ¿Dónde está aquel capellán?… Él debe tener las cenizas.

—¿Ves allí a la gobernanta de Lisa? —preguntó Lettie a Godfrey.

—Sí, sí, y me pregunto…

—Precisamente aquello que «también yo» me estoy preguntando —continuó Lettie.

Se estaba preguntando si Pettigrew buscaba una colocación y si aceptaría cuidar en persona a Charmian.

—Creo que a nosotros nos iría mejor una mujer más joven. Esa debe ser anciana, si no recuerdo mal —dijo Godfrey.

—Pettigrew es fuerte como un caballo —contestó doña Lettie, dirigiendo una mirada de tratante de ganado a la arrogante figura de la señora Pettigrew—. Además, hoy resulta imposible encontrar mujeres más jóvenes.

—Pero ¿está en posesión de todas sus facultades?

—Naturalmente. A la pobre Lisa le hacía hacer todo lo que quería.

—No creo que eso le guste a Charmian…

—Charmian necesita ser dominada. Precisamente exige un puño de hierro. Es el único sistema.

—¿Y la señora Anthony? —preguntó Godfrey—. Podría ocurrir que esa mujer no estuviera de acuerdo con ella, y después sería una tragedia si la perdiéramos.

—Si no encuentras pronto a alguien que cuide a Charmian, seguro que perderás a la señora Anthony. Charmian es una carga demasiado pesada para ella. La perderás, sin duda. Charmian continúa llamando a Jean Taylor. La señora Anthony acabará por molestarse. ¿Qué estás mirando?

Godfrey observaba a un hombrecillo encorvado, el cual, con la ayuda de dos bastones, daba vuelta a la esquina de la capilla.

—¿Quién es? —preguntó Godfrey—. Me parece que le conozco.

Tempest Sidebottome dirigíase apresuradamente hacia el hombrecillo, que le estaba sonriendo con su rosada cara bajo un ancho sombrero negro. Hablaba con un tono de voz aguda, infantil.

—Siento haber llegado con retraso —dijo—. ¿Ha terminado ya la ceremonia? ¿Sois incordios o cargantes de Lisa?

—Ese es Guy Leet —exclamó Godfrey, reconociéndole en el acto, porque Guy había designado siempre «incordios o cargantes» a hermanas y hermanos—[2]. ¡Qué bellaco! Una vez puso cerco a Charmian. Hará treinta años que no le ve. No puede tener más de setenta y cinco años, y fíjate como está, a qué ha quedado reducido.

* * *

Para la recepción posterior a la cremación de Lisa habían sido reservadas mesas en una sala de té cercana a Golders Green. Godfrey, en principio, quiso evitar la refacción, pero la llegada de Guy Leet le hizo cambiar de idea. Había quedado como magnetizado ante aquel hombrecillo inteligente, encorvado sobre sus bastones, y no conseguía apartar la mirada del renquear artrítico de Guy, el cual iba abriéndose paso por entre las flores del funeral.

—Será mejor que nosotros vayamos también a tomar el té con los demás —le dijo a Lettie—, ¿no te parece?

—¿Por qué? —preguntó su hermana, echando una ojeada a la reunión—. Podemos tomar el té en casa. Ven conmigo, lo tomaremos en la mía.

—Creo que es mejor que vayamos con los demás —insistió Godfrey—. Quizá consigamos cambiar unas palabras con la señora Pettigrew para saber si estaría dispuesta a cuidar a Charmian.

Lettie observó como la mirada de su hermano seguía el giboso perfil de Guy Leet, quien, apoyándose sobre los bastones, había ya alcanzado la puerta de su taxi. Algunas personas de la comitiva le ayudaron a subir y después le siguieron dentro del coche. Mientras se iban, Godfrey dijo:

—¡Qué marrano! Oficialmente hacía crítica literaria, pero intentando siempre tomarse libertades con todas las escritoras. Luego, se lanzó a hacer crítica teatral y a probar con las artistas. Ya lo recordarás, supongo.

—Vagamente —contestó Lettie—. En lo que a «mí» se refiere, no logró nunca muchas satisfacciones.

—Lo dudo, jamás te cortejó —exclamó Godfrey.

* * *

En la sala de té, Lettie y Godfrey encontraron a los afligidos distribuidos en sus puestos por Tempest Sidebottome: setenta y cinco años, imponente y de busto erecto, cargada de esa energía acumulada que lanza la desesperación en el corazón de la juventud consumida y exhausta y que ahora intimidaba no poco a dos sujetos relativamente jóvenes de la comitiva: el sobrino de Lisa y su mujer, los cuales tenían algo más de cincuenta años.

—Ronald, siéntate aquí y sé bueno —dijo Tempest a su marido, que se ajustó las gafas mientras se sentaba.

Godfrey buscaba con los ojos a Guy Leet, pero su mirada fue distraída por las mesas, encima de las cuales colocaban centros de metal plateado con delgadas rebanaditas de pan y mantequilla en el plano inferior, trocitos de tarta de fruta en el de en medio y, en el plano superior, una hilera de pastas heladas envueltas en celofán. Godfrey empezó a sentir un vivo deseo de tomar su té y apartó a Lettie para ponerse bien a la vista de Tempest, la organizadora. Ella le vio en seguida y le asignó un puesto en una mesita.

—Lettie —llamó él entonces—. Ven. Nos sentaremos aquí.

—Doña Lettie —dijo Tempest por encima de la cabeza de Godfrey—. Venga aquí con nosotros, querida. Aquí, al lado de Ronald.

«Maldita presumida —pensó Godfrey—. Evidentemente está convencida de que Lettie es un importante personaje».

Alguien se inclinó para ofrecerle un cigarrillo, de los de filtro. Dijo:

—Gracias. Lo guardo para después del té.

Luego, al levantar los ojos, vio un gesto de lobo en la cara del hombre que le tendía el paquete con mano temblorosa. Godfrey cogió un cigarrillo y lo colocó junto al plato. Estaba muy molesto porque le habían colocado al lado de Percy Mannering, no sólo porque Percy Mannering había sido uno de los parásitos de Lisa, sino porque el poeta, con toda seguridad, estaba idiotizado, a juzgar por aquel guiño y aquellos espantosos dientes, además de que, sin duda alguna, no habría sabido hacerse con la taza del té, de tanto como le temblaban las manos.

Godfrey tenía razón. Percy vertió buena parte de té sobre el mantel. «Deberían recluirlo en un asilo», pensó Godfrey. De vez en cuando, Tempest echaba una ojeada a su mesa y solicitaba silencio. Pero lo hacía con todos, como si se tratara de un banquete para niños. Percy era indiferente a los problemas que creaba, a la desaprobación de cualquiera. Otras dos personas estaban también sentadas a su mesa: Janet Sidebottome y la señora Pettigrew. El poeta había dado por descontado que él era la persona más importante y por eso estaba convencido de que a él le incumbía dirigir la conversación.

—Una vez me enamoré de Lisa —bramaba—. Fue cuando ella se juntó con Dylan Thomas.

Pronunciaba «Dailan».

—Dylan Thomas —continuó—. Lisa fue buena con él. Tomen nota de esto: si supiera que yo tenía que ir al Paraíso y allí encontraría a Dylan Thomas, preferiría ir al Infierno. Y nada me extrañaría que Lisa haya sido mandada al Infierno por incitarle a escribir aquellas avillanadas poesías.

Janet Sidebottome acercó su oído a Percy.

—¿Qué decía de la pobre Lisa? No he oído bien.

—Estoy diciendo —repitió Percy—, si Lisa no habrá ido al Infierno por culpa de su…

—Por respeto a mi querida hermana —empezó Janet con mirada hostil—, no creo que deberíamos discutir…

—Dylan Thomas murió de delirium tremens —continuó el viejo, alegremente—. ¿Notan la coincidencia? Sus iniciales eran D. T. y «murió» de «Delirium Tremens». ¡Ja, ja!

—Por respeto a mi difunta hermana…

—¡La poesía! —exclamó Percy—. Dylan Thomas no conocía ni siquiera el significado de esta palabra. Como yo le decía a Lisa: «Estás haciendo un modesto papel de estúpida», le dije, «dando alas a ese charlatán». La suya no es poesía. Es una tomadura de pelo. Pero ella no se daba cuenta. Nadie lo notaba. Les aseguro que sus versos, todos, eran una burla, una befa.

Tempest se volvió en la silla.

—¡Silencio, señor Mannering! —exclamó dándole un golpecito en la espalda.

Percy la miró y rugió:

—¡Ah! ¿Saben lo que podría sugerírsele a Satanás que hiciera con la poesía de Dylan Thomas?

Apoyose en el respaldo de la silla para observar, con su mirada maligna, el efecto de su pregunta, a la cual se apresuró a contestar en términos irreferibles, haciendo exclamar «Dios mío» a la señora Pettigrew, en tanto que con un pañuelo se enjugaba las comisuras de la boca. Mientras, varias señales de agitación se elevaron en las otras mesas, y la camarera más vieja advirtió:

—¡Aquí «no», señores!

El disgusto de Godfrey fue frenado por el temor de que la recepción se interrumpiera bruscamente. En tanto la atención de todos aún estaba concentrada sobre Percy, Godfrey, furtivamente, cogió del piso más alto de una bandeja un par de pastas envueltas en celofán y se las metió en el bolsillo. Miró a su alrededor y quedó convencido de que nadie había sorprendido su gesto.

Janet Sidebottome se inclinó hacia la señora Pettigrew.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

—Verá, señora Sidebottome —contestó Pettigrew, en tanto que de soslayo se miraba en un espejo colgado de la pared—, por lo que he podido comprobar, a mi entender hablaba mal de cierto señor.

—¡Pobre Lisa! —exclamó Janet.

Asomaron lágrimas a sus ojos. Besó a los parientes y se fue. El sobrino de Lisa y su mujer se escabulleron, pero antes de haber alcanzado la puerta, fueron reclamados por Tempest, porque el sobrino había olvidado su bufanda. Por último se permitió a la pareja que se fuera. Percy Mannering quedó riendo burlonamente en su silla.

Con gran alivio de Godfrey, la señora Pettigrew le llenó la taza, luego se sirvió otra para sí, pero cuando Percy le tendió la suya, vacilante, ella fingió que no le veía. Percy dijo:

—¡Ja, ja! Ha sido un tanto fuerte para ustedes, señoras, ¿no es verdad?

Alargó el brazo hacia la tetera.

—Confío que no habré sido yo la causa del llanto de la hermana de Lisa —dijo solamente—; sentiría haberla hecho llorar.

La tetera, que pesaba demasiado para sus trémulos dedos, se inclinó, y un mar amarillento, salpicado de hojitas, se deslizó de la levantada tapadera sobre el mantel y sobre los pantalones de Godfrey.

Tempest se levantó, empujando la silla hacia atrás con el aire de quien va a resolver el asunto en serio, y fue, hasta la mesa de la desgracia, seguida por Lettie y por una camarera. Mientras secaban a Godfrey, Lettie cogió al poeta por un brazo y le dijo:

—Le ruego que se vaya.

Tempest ocupada con los pantalones de Godfrey, llamó al marido, que estaba a sus espaldas.

—Ronald, tú que eres un hombre, da una mano a doña Lettie.

—¿Qué dices? ¿Quién? —preguntó Ronald.

—Despabílate, Ronald. ¿Es posible que no veas de qué se trata? Ayuda a doña Lettie a poner al señor Mannering a la puerta.

—¡Oh, mira! —exclamó Ronald—. Alguien ha derramado el té.

Y contempló el empapado mantel.

Percy apartó de su brazo la mano de Lettie y, sonriendo a derecha y a izquierda, se fue, abotonándose el ajado abrigo.

Hicieron sitio a Godfrey y a la señora Pettigrew en la mesa de los Sidebottome.

—Pediremos que traigan otra tetera —dijo Tempest.

Todos emitieron un profundo suspiro. Las camareras remediaron el desastre. En la sala reinaba un tal silencio que todos lo notaron.

Doña Lettie empezó por preguntar a la señora Pettigrew cuáles eran sus proyectos para el futuro. Godfrey deseaba atender a su conversación. No estaba muy seguro de desear tener en casa al ama de llaves de Lisa Brooke, para que cuidase de Charmian. Quizás era demasiado vieja, o acaso exigiría un estipendio demasiado elevado. Tenía el aire de ser una mujer elegante y probablemente de dispendiosas costumbres. Y él no estaba aún muy convencido de que Charmian no tardara en ser internada en una clínica.

—Naturalmente, no se trata de una oferta definitiva —intervino Godfrey.

—Bien, señor Colston, como estaba diciendo, no puedo hacer proyectos hasta que las cosas no estén arregladas —dijo Pettigrew.

—¿Qué cosas?

—Godfrey, por favor —le interrumpió Lettie—. La señora Pettigrew y yo estamos hablando.

Y apoyó con fuerza un codo en la mesa y se volvió hacia la señora Pettigrew impidiendo a su hermano que viese y escuchara.

—¿Cuál es su opinión sobre el servicio? —preguntó Tempest.

Godfrey miró, en torno suyo, a las camareras.

—Muy satisfactoria —contestó—. Esa vieja camarera ha sabido manejar muy bien a Mannering, creo yo.

Tempest cerró los ojos como quien está invocando la bendición celestial.

—Me refiero al rito fúnebre para Lisa, al crematorio.

—¡Ah! —exclamó Godfrey—. Usted tenía que haber indicado el servicio fúnebre. Cuando dijo servicio, yo, naturalmente, pensé…

—¿Qué le ha parecido el servicio de incineración?

—De primera calidad —contestó Godfrey—. He decidido, para cuando llegue mi momento, recurrir también a la cremación. Es el sistema más higiénico. Bajo tierra, los cadáveres contaminan nuestras reservas hidráulicas. Pero usted había debido precisar en el acto que estaba refiriéndose al servicio de cremación.

—A mí me ha parecido algo frío —insistió Tempest—. Me hubiera gustado que el capellán hubiese leído el elogio fúnebre de la pobre Lisa. En la última cremación a la que yo asistí (la de Henry, el pobre hermano de Ronald), leyeron el elogio fúnebre publicado en el «Nottingham Guardian», dedicado por entero a su servicio militar y a su trabajo para la S. S. A. F. A. y la «Road Safety». ¡Fue tan conmovedor! ¿Por qué no lo han hecho también por Lisa? Deberían habernos leído todo lo que han dicho los periódicos a propósito de lo que ella hizo por las artes. Deberían habérnoslo leído.

—Perfectamente de acuerdo —dijo Godfrey—. Era lo menos que el capellán podía hacer. Pero ¿no hizo usted la solicitud formal?

—No. Dejé el encargo a Ronald para que lo organizara todo. Pero si las cosas no las hace uno por sí mismo…

—Se encolerizan siempre cuando entran en juego otros poetas —intervino Ronald.

—Mire, apenas la poesía se pone en marcha, se sienten atacados en lo vivo.

—¿De qué están hablando? —exclamó Tempest—. Todavía hablan de Mannering. De eso están hablando. Pero nosotros no hablábamos de Mannering, Ronald. Mannering ya se ha ido. Ya es harina molida. Habíamos pasado a otro tema.

Mientras se ponían de pie para irse, Godfrey sintió que le tocaban un brazo. Se volvió y vio, detrás de él, a Guy Leet, el busto inclinado sobre bastones y la cara infantil levantada oblicuamente hacia él.

—¿Has tenido ya tu parte en el banquete fúnebre? —preguntó Guy.

—¿Qué? —inquirió Godfrey.

Guy hizo con la cabeza un ademán señalando el bolsillo de Godfrey, hinchados los dos a uno y otro lados. —¿Te las llevas a casa para Charmian?

—Sí —contestó Godfrey.

—¿Cómo está Charmian?

En parte, Godfrey había recobrado su compostura.

—Está en espléndida forma —contestó—. Siento —añadió— verte tan malparado. Debe ser terrible no poder sostenerse sobre las propias piernas.

Guy lanzó una risita. Se acercó a Godfrey y le susurró dentro del chaleco.

—Pero en el pasado «yo» la he corrido, amigo mío. Por lo menos, «yo» la he corrido.

Cuando regresaban a casa, Godfrey tiró las pastas por la ventanilla del coche. ¿Por qué, pues, «uno» se mete en el bolsillo estas malditas cosas? «Uno» no tiene necesidad de hacerlo. Puede comprarlas en todas las pastelerías de Londres, y no por eso quedarse sin dinero, pensó. «¿Por qué lo hace “uno”? No tiene sentido».

—He ido a los funerales de Lisa Brooke —dijo a Charmian cuando entró en casa—. Mejor dicho, he asistido a su cremación.

Charmian recordaba a Lisa Brooke. Tenía motivos para recordarla.

—Personalmente —dijo—, tengo mis razones para creer que alguna vez Lisa fue un tanto malévola con respecto a mí, pero también tenía su lado bueno. Era generosa, cuando establecía relación con la persona adecuada, pero…

—Fue Guy Leet —la interrumpió Godfrey—. Está casi acabado. Va doblado en dos, apoyado en sus bastones.

—¡Pensar que era un hombre tan inteligente! —comentó Charmian.

—¿Inteligente? —preguntó Godfrey.

Al ver la cara de su marido, Charmian se echó a reír con una carcajada estridente y nasal.

—He decidido hacerme incinerar cuando llegue mi día —continuó Godfrey—. Es el sistema más higiénico. Los cementerios sólo sirven para contaminar nuestras reservas hidráulicas. Es mejor la cremación.

—Estoy de acuerdo —contestó Charmian, adormilada.

—No, tú «no» estás de acuerdo conmigo —dijo el marido—. A los católicos no se les permite hacerse incinerar.

—Sí, claro. Creo que tienes razón, Eric.

—Yo no soy Eric —replicó Godfrey—. Pero tú no estás convencida de que yo tenga razón. Pregunta a la señora Anthony. También ella te dirá que los católicos son contrarios a la cremación.

Abrió la puerta y, a grandes voces, llamó a la señora Anthony. Esta entró lanzando un gran suspiro.

—Señora Anthony, usted es católica, ¿verdad?

—Sí, naturalmente, pero ahora tengo algo en el hornillo.

—¿Usted cree en la incineración?

—Verá usted, no me seduce mucho la idea de que me despachen con tanta prisa y con tanta furia. Parece que sea como si…

—No importa ahora lo que le seduzca a usted. Ahora se trata de lo que su Iglesia le prohibe que haga. Su Iglesia dice que no debe hacerse quemar, ese es el caso.

—Verá usted, señor Colston, tal como le decía, no me seduce la idea de…

—No le seduce la idea… No se trata de si le gusta o no. No tiene elección en eso, ¿comprende?

—Bueno…, a mí me gusta siempre asistir a unos buenos funerales, me ayuda siempre…

—Para su Iglesia, el hecho de que usted no se haga quemar es una cuestión de disciplina —insistió él—. Ustedes, las mujeres, no conocen siquiera la parte normativa de su propia religión.

—Lo comprendo, señor Colston. Tengo algunas cosas en el hornillo…

—«Yo» creo en la cremación, pero tú no… Charmian, tú «desapruebas» la cremación, ¿comprendes?

—Está bien, Godfrey.

—Y usted también, señora Anthony.

—De acuerdo, señor Colston.

—Es cosa de principios —insistió Godfrey.

—Eso es —sentenció Anthony, y desapareció.

Godfrey se escanció un abundante whisky con soda. De un cajón cogió una caja de cerillas y una hoja de afeitar y con mucho cuidado se puso a cortar a lo largo cada cerilla a fin de lograr dos cajitas de una. Y mientras trabajaba, sorbía su whisky con satisfacción.