XIII

—Lo que me ha sorprendido, lo confieso —dijo Alec Warner a la señorita Taylor—, es que, durante unos minutos, sentí unos reales y verdaderos celos. Olive, naturalmente, era una joven cordial y muy consciente al proporcionarme las informaciones que lograba recoger. Sentiré su falta. Pero el hecho curioso es que mi primera reacción a la noticia haya sido una punta de celos, de envidia por Ronald. No es que Olive haya sido nunca mi tipo, entendámonos…

—¿Has tomado nota de tu reacción?

—Sí, hice unas anotaciones.

«No dudo de que lo haya hecho», pensó Jean Taylor.

—Oh, sí, tomé unas notas. Tengo siempre referencias de esas imprevistas desviaciones de mi «Alta eclesiasticidad».

Su «Alta eclesiasticidad» era una expresión que él la había tomado a préstamo de Jean Taylor. Ella, en un lejano y feliz tiempo, se la aplicó a él a propósito de las dos únicas ocasiones en las cuales Alec había puesto los pies en una iglesia para observar, con respetuosa curiosidad a un sacerdote, conocido suyo, que celebraba las vísperas completamente solo y en una iglesia completamente vacía. Su respeto y su curiosidad eran dirigidas exclusivamente al humano ejemplar con su libro de rezos y a su espléndida obstinación ateniéndose a sus costumbres esenciales.

—Ha muerto la abuela Doreen —le anunció la señorita Taylor.

—Ah, ya he notado de que su cama está ocupada por una desconocida. ¿Qué enfermedad sufría la abuela Green?

—Arteriosclerosis. Pero lo último fue un ataque al corazón.

—Bueno, se dice que tenemos la edad de nuestras arterias. ¿Tuvo una buena muerte?

—No lo sé.

—¿Dormías a aquella hora? —preguntó Alec.

—No, estaba despierta. Hubo cierta confusión aquí, en la sala.

—¿No tuvo una muerte tranquila?

—No, por lo menos no para nosotras.

—Siempre me agrada saber si una muerte ha sido buena o mala —continuó Alec—. Vigila, por favor.

Por un momento, en su interior, ella le odió.

—Una buena muerte —polemizó— no está en la dignidad del comportamiento, sino en la disposición del alma.

De pronto fue él quien la odió a ella.

—Pruébame lo contrario —contestó Jean Taylor, cansadamente.

—Temo —dijo ahora Alec Warner—, que he olvidado de preguntarte cómo te encuentras. ¿Cómo estás, Jean?

—Me siento con un poco más de fuerzas, pero la catarata me fastidia mucho.

—Finalmente Charmian se ha ido a la clínica de Surrey. ¿Te agradaría ir con ella?

—Entonces Godfrey se ha quedado solo con la señora Pettigrew.

—Estoy seguro de que te gustaría estar cerca de Charmian.

—No —contestó ella.

Él echó una ojeada a la sala y también hacia el fondo, desde donde llegaba cierto barullo. Los casos geriátricos se amontonaban en torno al aparato de televisión y eran en consecuencia menos ruidosos que de costumbre, pero de vez en cuando emitían sonidos entremezclados, dentales y guturales, y, a veces, un discurso completo, por lo menos en la intención. Los que podían moverse dejaban alguna vez el sillón y paseaban por la sala, saludando con la mano y dirigiendo la palabra a las enfermas. Una paciente puso agua en un vaso y se lo llevó a los labios. Después, olvidando la finalidad de su gesto aún antes de haberlo llevado a término, vertió el agua en una jarra e invertió el vaso sobre su cabeza, por lo que la poca agua que quedara en el fondo le cayó por la frente. Parecía estar completamente satisfecha de su hazaña. Además, casi todos los geriátricos tenían la manía de ponerse objetos sobre la cabeza.

—Interesante —comentó Alec—. Interesante que la senilidad sea en cierto modo diferente de la locura. Los actos de esa gente, por ejemplo, difieren en muchos detalles de las acciones de los viejos a quienes voy a visitar a Folkestone, en el hospital de St. Aubrey. Allí hay personas que han estado dementes casi toda su vida y parecen, en un cierto sentido, más coherentes y mucho más metódicas que estas mujeres, las cuales se han convertido en unas desequilibradas cuando han llegado a la vejez. Naturalmente los locos, los verdaderos locos, cuando son viejos llevan a sus espaldas un hecho de comportamiento irracional. Pero todo eso no puede interesarte. Si uno no se ocupa de gerontología, como es tu caso, excluyo que le pueda ser grata la compañía de estos, día y noche.

—Quizás yo, en el fondo, soy una gerontóloga. Esas mujeres son inocuas y ahora ya ni me fijo en ellas. Alec, estaba pensando en el pobre Godfrey Colston. ¿Qué le habrá pasado por la cabeza a Charmian para marchar de su hogar, precisamente cuando su estado de salud ha mejorado?

—Las llamadas del teléfono la turbaban. Por lo menos así me lo ha dicho.

—¡Oh, no! Debe haber sido Mabel Pettigrew quien la ha obligado a irse. Y esa mujer va a transformar los últimos años de Godfrey en una tortura cierta.

Alec alargó una mano para coger el sombrero.

—Piensa un poco en la idea de ir junto a Charmian a la clínica —dijo—. Yo estaría muy contento de que lo hicieras.

—Alec, no puedo abandonar a mis viejas amigas: la señorita Valvona, la señorita Duncan…

—¿Y esas? —Y con la cabeza indicó el grupo de geriátricos.

—Son nuestro «momento mori». Lo mismo que para vosotros las llamadas telefónicas.

—Bien, entonces, adiós, Jean.

—Oh, Alec, quisiera que aún no te fueras. Tengo algo importante que decirte, si quieres sentarte un momento aún y dejar que ponga en orden mis pensamientos.

Él se sentó en silencio. Jean apoyó la cabeza en la almohada. Se quitó los anteojos y con suavidad pasó el pañuelito por el ojo inflamado. Luego volvió a ponerse los lentes.

—Tendré que pensar un poco —dijo—. Hay por medio un asunto de fechas. Ya las tengo en la memoria, pero debo pensar nuevamente en ellas por unos momentos. Mientras esperas, quizás podría interesarte hablar con la nueva ingresada que ocupa la cama de Green. Se llama Bean. Tiene noventa y nueve años. Cumple cien en septiembre.

Alec fue a hablar con la señora Bean, minúscula entre las almohadas. La pequeña boca sin dientes estaba abierta formando una «O». La piel era sutil y blanca, tirante sobre los huesos. Las ojeras enormes, los ojos extraordinariamente abiertos en una mirada fija como la de los recién nacidos, y los pocos cabellos blancos cortados cortos y esparcidos en desorden aquí y allá sobre la frente. Sin parar un momento, la cabeza hacía ligeramente el gesto de afirmar, de decir que sí.

«Si no estuviera en una sala para mujeres —pensó Alec—, nadie podría decir si es un hombre o una mujer».

Le recordaba a uno de sus alienados pacientes de Folkestone, un viejo que desde 1918 creía ser Dios. Alec dirigió la palabra a la Bean y recibió una respuesta amable y coherente, que pareció salir de un instrumento primitivo hecho de caña y oculto debajo de su esternón, tan débil era su respiración al contestar.

Después Alec se dirigió a la señorita Valvona. Le hizo sus cumplidos y le preguntó el horóscopo del día. Inclinó la cabeza en señal de saludo a la señora Reewes-Duncan, y agitó cordialmente la mano en dirección a otras internadas que le eran familiares. Se le acercó una del grupo geriátrico, le estrechó la mano y dijo que iba al banco; después de haberse alejado un momento de la sala, fue llevada nuevamente hacia dentro por una enfermera que le dijo: «Ahora ya viene del banco».

Alec observó atentamente los progresos de las pacientes de la sección geriátrica y reflexionó sobre el hecho de que muy a menudo esas viejas farfullaban algo a propósito del banco. Después regresó junto a Jean Taylor, la cual le dijo:

—Debes informar a Godfrey Colston de que Charmian le fue repetidamente infiel a partir del segundo año de matrimonio. Comenzó en el verano de 1902, cuando ella tenía una villa junto al lago de Ginebra, y siguió todo aquel año, cuando a menudo iba a reunirse con un hombre en su departamento en Hyde Park Gate. La relación continuó durante todo el 1903 y el 1904 y también, lo recuerdo, cuando Charmian se fue en otoño al Perthshire. En aquella época Godfrey no podía salir de Londres. Luego hubo otras ocasiones en Biarritz y en Torquay. ¿Has tomado nota, Alec? Su amante era Guy Leet. Ella siguió viéndolo en su pisito de Hyde Park durante muchos meses en 1905, hasta septiembre. Escúchame bien, Alec: has de referir a Godfrey Colston todos esos hechos. Guy Leet. Charmian lo dejó en septiembre del 1907, lo recuerdo bien. Yo estaba con ellos en los Dolomitas y ella se puso enferma. No debes olvidar que Guy tiene diez años menos que Charmian. Luego, en 1926, la relación se reanudó y fue adelante cerca de dieciocho meses. Más o menos por aquellos tiempos te conocí, Alec. Guy quería que Charmian abandonara a Godfrey, y me consta que ella pensó muy a menudo en hacerlo. Pero luego se enteró de que Guy tenía muchas otras mujeres: Lisa Brooke, naturalmente, etcétera. Charmian no podía depositar su plena confianza en Guy, pero sentía mucho su falta, porque Guy la divertía. Después, Charmian se convirtió al catolicismo. Ahora yo deseo de que tú refieras esos hechos a Godfrey, que jamás ha sospechado de su mujer. Ella lograba siempre salir airosa. ¿Tienes un lapicero, Alec? Es mejor que escribas esas cosas. Primer hecho: 1902…

—Pero ¿sabes, Jean, que estas revelaciones podrían ser un asunto muy serio para Godfrey y para Charmian? Compréndeme: no puedo ni pensar que quieras traicionar a Charmian al cabo de tantos años.

—Ciertamente, no lo deseo, Alec —protestó Jean—, pero de todas formas lo haré.

—Puede ocurrir que Godfrey ya lo sepa todo.

—Las únicas personas que estamos al corriente de eso somos Charmian, Guy y yo. También lo sabía Lisa Brooke, y en realidad, lo chantajeó despiadadamente. Fue entonces cuando Charmian tuvo aquel agotamiento nervioso. Y en realidad, la razón principal por la cual Guy se casó con Lisa fue la de tenerla sosegada y salvar a Charmian de la amenaza de un escándalo. No fue nunca un matrimonio verdadero y como debe ser, pero te repito que Guy se casó con Lisa por amor de Charmian. He de decirlo en su favor. Ciertamente, Guy Leet tenía mucho atractivo…

—Lo tiene aún —dijo Alec.

—¿Ah, sí? Bien, no lo dudo. Ahora escríbelo todo, Alec, por favor.

—Jean, podrías arrepentirte.

—Si tú no das esos informes a Godfrey, tendré que rogar a doña Lettie que lo haga ella. Sin duda alguna, ella haría que todo eso le resultara todavía más penoso a Charmian. En mi opinión, es necesario que Godfrey Colston deje de tener ese reverencial temor por su mujer. Por lo menos vale la pena intentarlo. Yo creo que si él es puesto al corriente de la infidelidad de Charmian, ya no tendrá temor alguno de que salgan a la luz, las suyas. Deja que se eche ávidamente sobre los asuntos de Charmian. Deja que…

—Charmian quedará muy alterada. ¡Tiene tanta confianza en ti!

Alec se había pasado a la oposición, pero Jean se daba cuenta de que estaba muy excitado por su propuesta. En otros tiempos nunca había vacilado en buscar quebraderos de cabeza a otros, si podían servir para satisfacer su curiosidad.

«Ahora Alec puede servir a mis fines», pensaba Jean Taylor.

—Hay momentos en los cuales es preciso ser leales, y hay otros en los cuales la lealtad no tiene ya razón de ser. Charmian ahora debería haberlo aprendido —contestó Jean.

Alec la miró con curiosidad, como si intentase descubrir en el rostro de su amiga alguna cosa que hasta ese momento se le hubiera escapado: ciertos celos de Charmian.

—Cuanto más religiosas son las personas, más perplejas me dejan. Yo insisto en que Charmian sufrirá mucho por tu modo de obrar.

—También Charmian es una mujer religiosa.

—No, ella es, solamente, una mujer con una religión.

Alec siempre había encontrado extraño que Jean Taylor, la cual había abrazado el catolicismo para satisfacer a Charmian, se hubiese vuelto la más devota de las dos.

Tomó nota de la información que Jean le había dado.

—Métete bien en la cabeza —le recomendó Jean Taylor— que eso es un encargo que has recibido de mí.

Si pudiera servirme de mis manos, lo hubiera escrito yo misma. Dile de parte mía que no tiene que temer nada de Mabel Pettigrew. ¡Pobre viejo!

—¿Has estado alguna vez celosa de Charmian? —preguntó Alec.

—Naturalmente que lo he estado, de vez en cuando.

Mientras escribía en la libretita los detalles de la historia de amor de Charmian y de Guy, Alec se preguntaba si Godfrey Colston le haría el favor de medirse las pulsaciones y la temperatura antes y después de la entrevista. En líneas generales, pensó que la respuesta sería negativa. Guy Leet se prestaría con mucha gentileza. Pero, claro, Guy era un hombre de espíritu. De todas formas, podía intentarse.

* * *

—Sepa, señorita Taylor —dijo doña Lettie—, y lo siento, que no podré seguir visitándola. Esa gente me trastorna demasiado, y ahora que no logro dormir bien como de costumbre, no tengo los nervios lo suficientemente sólidos para soportar a esas decrépitas mujeres. Verdaderamente hay para preguntarse qué finalidad existe para mantenerlas en vida a expensas del Estado.

—En lo que a mí respecta —dijo Jean Taylor—, sería feliz si me dejaran morir en paz. Pero los doctores se indignarían si oyeran que yo lo digo. ¡Están tan orgullosos de sus nuevos medicamentos y de sus nuevos sistemas curativos! Alguna vez, dado el ritmo actual de los descubrimientos científicos, incluso tengo miedo de no llegar a morir jamás.

Doña Lettie reflexionó sobre esa afirmación, y no sabía si juzgarla frívola o no. Se removió cansadamente en su silla y volvió a pensar en las palabras de Jean, mientras arrugaba la frente y las bolsas de su gorda cara parecían aflojarse más.

—Naturalmente, el principio de mantener en vida a la gente siempre es encomiable.

Lettie echó una ojeada al grupo de las geriátricas, quienes, en ese momento, estaban bastante dóciles y tranquilas. Una vieja sentada sobre su camita, cantaba una canción o algo similar; otras recibían la visita de algunos parientes, que no hablaban, pues estaban sentados todo el tiempo, al lado de sus viejas, y quebraban el silencio, de vez en cuando, gritando alguna noticia de las respectivas familias a aquellas caras que comprendían y no comprendían; y aceptaban la respuesta con calma inerte. Un cloqueo, un graznido o quizás algo más consistente. Las otras geriatras estaban agrupadas en el rincón de la televisión y miraban comentando. En verdad, no había razón para lamentarse de su comportamiento.

Pero cuando llegó, Lettie ya estaba más nerviosa que de costumbre. Sin contestar al saludo de Jean Taylor, había acercado muy ruidosamente la silla hacia la cama y comenzó a hablar en seguida.

—Jean, fuimos todos a casa de Mortimer. Ha sido un trabajo inútil.

—Sí, me lo dijo ayer el señor Warner.

—Absolutamente un trabajo inútil. Mortimer no es de fiar. La policía, naturalmente, le protege. Debe tener cómplices. Uno de ellos, por lo que parece, es un joven.

Otro, un hombre de edad media con un defecto al hablar. Luego hay un extranjero, y también…

—El inspector jefe Mortimer —interrumpió Jean—, siempre me ha parecido que era hombre de mente sana.

—Natural que es de mente sana. No digo que no lo sea. Yo he cometido el grave error de hacerle saber que le había recordado en mi testamento. Me había parecido tan servicial en los comités, de tan buen sentido común… Pero ahora comprendo que todo era una ficción. Él no esperaba que yo tirara para tan largo, y ahora se sirve de esos infames medios para hacer que me muera de miedo. Naturalmente, le he borrado de mis últimas voluntades y he dado los pasos necesarios para que él acabe enterándose, en la esperanza de terminar con su persecución. Pero ahora, en su rabia, ha intensificado sus esfuerzos. Los otros que también reciben las llamadas anónimas funcionan solamente como una pantalla, para desviar las ideas, ¿comprende, Jean?, además, creo que Eric colabora con Mortimer. He escrito a mi sobrino, pero no me ha contestado, y ese hecho hace surgir por sí, serias sospechas. Soy yo a quien toman por mira, soy yo su verdadera víctima, vea ahora, un nuevo episodio. ¿Recuerda que hace alguna semana logré hacer aislar el aparato?

—Sí, lo recuerdo —dijo Jean Taylor, cerrando los ojos para dejarlos reposar.

—Pues bien, poco tiempo después, en el momento en que me iba a la cama, puedo jurar que oí ruidos en la ventana de mi habitación. Como usted sabe, la ventana da al…

En las últimas semanas, Lettie había tomado la costumbre de inspeccionar cada noche la casa antes de acostarse. La prudencia nunca está de más. Rebuscaba de arriba abajo, miraba detrás de los divanes, dentro de los armarios, debajo de las camas. Sin embargo, de cada rincón salían chirridos y ruidos inexplicables.

Esa inspección de la casa y del jardín duraba tres cuartos de hora. A su término, doña Lettie no estaba en situación de enfrentarse con los histerismos de la criada. Al cabo de una semana, Gwen manifestó que la casa estaba habitada por espíritus, que doña Lettie era una loca, y se había despedido.

Así Lettie no estaba ciertamente del humor adecuado para soportar a los geriátricos, al ir a visitar a Jean Taylor en la sala «Maud Long».

—Supongo que habrá informado a la policía de sus sospechas —se arriesgó a decir Jean—. Si alguien intenta introducirse en su casa, seguramente la policía…

—La policía —explicó Lettie con estudiado énfasis—, protege a Mortimer y a sus cómplices. Los policías se apoyan siempre entre ellos. Eric también es de la pandilla. Todos van de acuerdo.

—Quizás le haría a usted un gran bien que se tomara un período de descanso en una casa de reposo, en el campo. A la larga, esa situación resultará agotadora.

—No —rechazó Lettie—. De ninguna manera, Jean. Nada de casas de curación para mí mientras pueda razonar y esté en situación de aguantarme sobre las piernas. Estoy buscando una nueva sirvienta. Una mujer anciana. ¡Me ponen tantas dificultades! Todas quieren televisión. —Miró a las geriátricas agrupadas alrededor del televisor—. Un gasto demasiado fuerte para el Estado. Y además, ¡un invento aborrecible!

—A decir verdad, en casos como el de ellas, es de gran utilidad. Mantiene viva la atención.

—Taylor, no puedo venir más aquí. Es demasiado desmoralizador.

—Tómese unas vacaciones, doña Lettie. Olvídese de la casa y de las llamadas telefónicas.

—También el investigador privado a quien he contratado está en combinación con Mortimer. Detrás de todos está Mortimer. Eric es…

La señorita Taylor se enjugó con el pañuelito, por detrás de los lentes, el ojo inflamado. Hubiera querido cerrar los dos, y no veía el momento en que la campana anunciase el fin de la visita.

—Mortimer… Mortimer… Eric —continuaba Lettie.

Jean Taylor se sentía indiferente.

—En mi opinión —dijo finalmente—, la autora de esas llamadas es la propia Muerte. Doña Lettie, no veo qué remedio pueda hallar. Si no nos acordamos de la Muerte, la Muerte nos avisa para que lo hagamos. Y si usted no sabe afrontar la realidad, lo mejor es que se tome unas vacaciones.

—Usted sí que ha enviado su cerebro de vacaciones, Jean —dijo Lettie—, y yo nada puedo hacer por usted.

Al salir, se detuvo en la oficina de la administración, fuera de la sala. Solicitó hablar con la encargada jefe y le declaró que, en su opinión, la señorita Taylor discurría cosas fuera de razón, y era necesario no perderla de vista.

* * *

Como era lógico, cuando Gwen abandonó el servicio en casa de doña Lettie, se lo contó todo a su prometido: las inspecciones nocturnas de la loca de su dueña, que iba dando vueltas por la casa hurgando todos los muebles, todos los rincones y, en el jardín, por detrás de los matorrales, con una lámpara eléctrica portátil, y que no era para maravillarse si estaba perdiendo la vista.

—Y no me permitió avisar a la policía —añadió Gwen—. No se fía de los policías. No me extraña que se le rían en la cara. Pero a mí me venían escalofríos, porque cuando va a caza de ruidos, se oyen por toda la casa y una empieza a creer que ve sombras en la oscuridad. La mayor parte de las veces acababa por ir a chocar contra ella en el jardín. Esa casa está habitada por espíritus. No habría podido resistirlo ni un minuto más.

El novio de Gwen consideró que la narración era interesante y la explicó en la obra en construcción en la que trabajaba.

—Mi chica estaba al servicio de una vieja solterona, una noble, o una condesa, o qué sé yo, allá por la parte de Hampstead… y esa fulana iba dando vueltas por la casa todas las noches… Decía que había ladrones… Pero no quiso avisar a la policía… Mi chica se marchó la semana pasada. Estaba hasta la coronilla…

—Hay mucho loco suelto por el mundo, te lo aseguro —comentó uno de sus amigos—. Recuerdo que durante la guerra, cuando yo era asistente de un coronel, él…

Y fue así como un peón, nuevo en aquella obra en construcción, llegó a saber lo que Gwen había explicado. Era un joven que no se consideraba a sí mismo como un criminal, pero conocía a un pulidor de cristales, que le podría dar dos o tres libras esterlinas por una información de esa clase. Pero antes le era necesario procurarse la dirección.

—¿En dónde has dicho que vive esa condesa? —preguntó al novio de Gwen—. Yo conozco muy bien toda la zona de Hampstead.

—Oh, es un barrio elegante, Hackleton Rise. Mi chica dice que aquella vieja acabará en un manicomio. Es una loca. ¿Has leído en el periódico lo de las bromas con el teléfono? Ahora ha hecho desconectar el aparato…

El joven peón llevó la información al pulidor de cristales, el cual, sin embargo, no le pagó en el acto. «Primero comprobaré la dirección con mi compadre», dijo.

Tampoco el pulidor de cristales desarrollaba personalmente una actividad de esa naturaleza. Pero esa noticia podía producir dinero. Después de unos días, el compadre se declaró satisfecho y desembolsó diez esterlinas, no sin dejar de hacer notar de que la vieja solterona en cuestión, después de todo, no era condesa. El pulidor de cristales pasó una pequeña parte de la suma al peón. A su vez le hizo notar que la información no era exacta del todo y le recomendó que, en los días sucesivos, tuviese la boca bien cerrada.

Fue así como la casa de doña Lettie y sus inspecciones nocturnas acabaron bajo control.

El día de su última visita a Jean, Lettie regresó a Hampstead en taxi poco después de las cinco. Pasó por la agencia de colocaciones para ver si le habían encontrado una sirvienta de media edad, limpia, con buenas referencias y dispuesta a ir a su casa. No, aún no habían encontrado a nadie, pero estaban al tanto. Recorrió a pie el resto del trayecto.

Con mal humor, se hizo té y bebió una taza en la cocina, de pie.

Luego fue a su estudio y empezó una carta para Eric. Bien pronto la pluma quedó seca. Lettie la llenó y reanudó la escritura:

«… pienso tan sólo en tu pobre madre, acabando en una clínica, y en tu pobre padre que tanto ha hecho por ti y que está perdiendo la salud rápidamente, cuando te pido que por lo menos tú escribas y expliques las razones de tu silencio. Me consta que entre tú y los tuyos ha habido dolorosos contrastes; pero ahora que ellos son viejos, ha llegado el tiempo de que trates de corregirlo como puedas. Me decía tu padre el otro día que, por su parte, está dispuesto a poner una piedra encima del pasado; y, en cierto modo, me ha rogado que yo te escribiera en tal sentido».

Lettie se interrumpió y miró al otro lado de la ventana. Un coche desconocido se había detenido delante de la casa de enfrente. Evidentemente, alguien iba a visitar a los Dillinger, y no sabía que estaban fuera. Empezó a notar fresco y se levantó para correr las cortinas. Un hombre estaba sentado ante el volante del coche, esperando, pero en el momento en que ella corrió las cortinas, lo puso en marcha.

«No creas que no sé de tus actividades en Londres, y tus tentativas para asustarme. No te ilusiones pensando que estoy lo más mínimo asustada».

Subrayó las últimas frases. Al principio, ciertamente, lo había pensado, pero en una segunda ocasión —ahora lo recordaba— se había decidido a escribirle usando un tono que sonase como a una llamada. Con un hombre como Eric era necesario jugar con astucia. Cogió otra hoja de papel y empezó de nuevo, deteniéndose una vez para mirar por encima de sus hombros, y prestar atención, escuchando algún ruido.

«Pienso sólo en tu pobre madre, acabando en una clínica, y en tu pobre padre que ha perdido sus energías y declina rápidamente, cuando te…».

Acabó la carta. Escribió la dirección y cerró el sobre. Luego llamó a Gwen para que fuera a echarla al correo para la recogida de las seis. Pero en seguida recordó que Gwen se había ido.

Desconsolada, Lettie dejó la carta sobre la mesita del vestíbulo y reunió fuerzas para pensar en la cena, conectar la radio y escuchar el noticiario.

Se preparó pescado hervido. Comió y lavó la vajilla. Oyó la radio hasta las nueve y media, luego apagó el aparato y se fue otra vez al vestíbulo. Permaneció cinco minutos escuchando. Por último le llegaron unos ruidos, primero desde la cocina, luego desde el comedor, a su derecha, y desde el piso de arriba.

Durante tres cuartos de hora inspeccionó la casa y el jardín minuciosamente, por la parte de la calle y por la parte trasera. Luego cerró con llave la puerta de entrada y puso la cadena. Cerró también todas las habitaciones y se quedó con la llave. Por último subió lentamente las escaleras para ir a la cama, deteniéndose a cada tres o cuatro peldaños para tomar aliento y escuchar. Indudablemente, alguien debía estar sobre el tejado.

Cerró con llave a sus espaldas la entrada del dormitorio y colocó una silla bajo el tirador. Sin duda alguna había alguien abajo, en el jardín. Al día siguiente por la mañana se pondría en contacto con su diputado. No había aún contestado a su última carta, entregada en correos el lunes. ¿No era el martes? Bien, aún había tiempo para una respuesta. La corrupción en las fuerzas de la policía era un hecho muy grave. Debía ser objeto de una interpelación en la Cámara de los Comunes. Una bien tiene el derecho de ser protegida. Alargó la mano para sentir el pesado bastón de paseo que tenía apoyado a la escalera de la cama.

Por fin se durmió. La despertó, de repente, un ruido, y, pese a todo, le sorprendió darse cuenta de que era verdadero.

Lettie encendió la luz. Eran las dos y cinco. Un hombre estaba de pie frente a su tocador, cuyos cajones estaban abiertos y completamente revueltos. El hombre se volvió y la miró. La puerta de la habitación estaba abierta. En el pasillo había luz y Lettie oyó los pasos de otra persona. Chilló, agarró su bastón y estaba intentando levantarse de la cama, cuando desde el pasillo una voz masculina dijo:

—Ya basta. Vámonos.

El hombre que estaba junto al tocador tuvo un relámpago de excitación nerviosa. Velozmente se acercó a la cama por la parte donde estaba Lettie, mientras esta abría la boca y se le desencajaban los ojos. El hombre le arrancó el bastón de la mano, y con la embotada puntera la golpeó hasta matarla.

Doña Lettie murió a la edad de ochenta y un años.