XII
—Yo le he dicho Lisa y llanamente lo que pienso —dijo Mabel Pettigrew a la señora Anthony—. Le dije: «Todo eso son cuentos, inspector. La primera fue doña Lettie Colston, luego Godfrey, que también quería entrar en el asunto, y así aquella incitó a ese. Hasta el día de mi muerte yo juraré que todo eso es un tinglado…». Pero él no me apoyó. ¿Por qué? Yo le diré por qué: si él hubiese admitido que únicamente se trata de una fantasía, doña Lettie lo hubiera borrado de su testamento.
A pesar de que también ella, en una tranquila tarde, había conocido la llamada anónima, Mabel Pettigrew prefirió olvidarla. Poseía una relevante capacidad para rechazar, y aun admitir, una situación desagradable y abrir, con esa intención, una laguna en su memoria. Admitiendo haberle preguntado, por ejemplo, si dieciocho años antes se había hecho hacer un tratamiento plástico en la cara, ella habría contestado que no, convencida de decir la verdad, y, aún más, espontáneamente habría ofrecido, a título de particular diversión, una lista de personas que se habían hecho «verdaderamente» el tratamiento en el rostro o se habían sometido a otras operaciones de cirugía estética.
Y así Mabel Pettigrew continuaba convenciéndose de no haber oído la voz anónima al teléfono. No tenía la simple intención de ignorar el incidente. Incluso había cesado de conservar rasgo alguno en su memoria y —colocado el receptor en su sitio— lo había cancelado de su vida.
—Son todo fantasías —insistió.
—Bien, todos, un día u otro, tenemos que irnos —exclamó Anthony—. Pero, de verdad, a mí no me gustaría oír a ese individuo al teléfono. ¡Le contestaría algo que lo recordaría toda su vida!
—No existe ningún individuo —replicó la señora Pettigrew—. Me escucha, ¿sí o no?
—Tengo puesto mi aparato acústico y oigo lo que me dice sin necesidad de que levante usted la voz.
Mabel Pettigrew se sintió invadida por ese sentimiento de culpabilidad que experimentaba cada vez que se rebajaba a tratar con la señora Anthony en tono confidencial y dando voces, olvidándose de jugar hábilmente sus cartas. Para rehacerse, salió de la cocina con aire indiferente y fue a buscar a Godfrey.
Estaba sentado junto al hogar de la chimenea, enojado, delante de Charmian.
—Te lo suplico, Godfrey, no empecemos otra vez. ¿Ah, es usted, señora Pettigrew? —dijo Charmian.
—No es Taylor —rebatió Godfrey con automática irritación.
—Ya lo sé —contestó Charmian.
Él miró a Mabel Pettigrew con aire infeliz. ¡Para un hombre ya no existía serenidad en esta casa! Y luego la conducta cada vez más controlada de Charmian aumentaba su irritabilidad. No es que le desease ningún mal, pero su vitalidad parecía declinar en proporción al florecimiento de la de ella.
«Es sólo un fenómeno temporal —pensaba él, mirándola—. No puede durar. Tendrá una recaída».
En resumen, se sentía un pobre viejo metido en jaleos. La señora Pettigrew le había señalado otra entrevista con el abogado para aquella tarde. No se sentía con ánimos. Bien es verdad que un día u otro tendría que hablar con su letrado, pero el día anterior, con aquel inútil ir y venir de Kingston, le había dejado postrado. Y el loco de Mortimer con sus atenciones para Charmian (todos tenían muchos cuidados para Charmian, como si aún fuera alguien y no una pobre vieja inválida), azuzaba en su interior los resentimientos de su amoroso pasado. Así, víctima del antiguo error de considerar cada éxito de la mujer como un fallo personal, ahora, por la fuerza de la costumbre, no conseguía encontrarse bien del todo excepto cuando ella estaba enferma.
—Ya discutimos todo el asunto ayer por la noche —le estaba diciendo Charmian—. Dejemos ese asunto. Por descontado, a mí Henry Mortimer me cae simpático, y luego el paseo me ha divertido.
También la señora Pettigrew estaba alarmada por la reacción de Charmian, determinada —a lo que parecía— por la reedición y el éxito de sus antiguas novelas. En realidad, la reacción era debida, por lo menos en parte, también a la voluntad de resistir a los servicios de la gobernanta. Y la señora Pettigrew, por su parte, empezaba a pensar que ahora se perfilaba incluso alguna posibilidad de que Charmian sobreviviese a Godfrey. Esa mujer debería estar ya en un pensionado. Ya haría tiempo que estaría allí, si Godfrey no fuese un reblandecido en ese aspecto, y no hubiese tratado de explotar la compasión de la mujer para conservarla cerca de sí.
Godfrey miró, por encima del fuego, a su aliada y enemiga, Charmian, y sentada entre ellos, a Mabel Pettigrew, a quien tanto temía. Decidió darles esquinazo también esa tarde, e ir a ver a Olive, en lugar del abogado.
«Leo en su mente como si fuera un libro» —pensaba Mabel.
Desde hacía más de cuarenta años que no leía libros. No lograba nunca concentrarse en la lectura. Con todo, ese fue su pensamiento. Por eso decidió por sí misma, acompañar a Godfrey al despacho del abogado.
Después de que Charmian se fue a hacer su siestecita de cada día, la señora Pettigrew entró en la habitación de su ama.
Charmian abrió los ojos.
—No la he oído llamar, Mabel —dijo.
—No —contestó aquella—. No lo ha oído.
—Llame siempre, por favor —insistió Charmian.
—La señora Anthony —empezó a decir Mabel Pettigrew— cada día está perdiendo más y más la memoria para que pueda atender la cocina. Usted ya lo sabe, hace tres días se olvida de poner sal. Ayer en la verdura encontré una oruga. Luego puso una exorbitante cantidad de ajo en la cazuela de los menudillos y, como disculpa, dijo que lo había cambiado por apio. Esta mañana ha dejado cocer demasiado el huevo de Godfrey que no ha podido comérselo.
—No la pierda de vista, Mabel. No tiene usted muchas cosas que hacer.
Los sentimientos de la señora Pettigrew —aquellos que estimulaban cada una de sus decisiones— le subieron a la garganta, enfrentada con esa postura independiente que, poco a poco, Charmian había ido asumiendo durante el invierno. Su respiración mientras se inclinaba sobre la cama de su dueña, se hizo jadeante y agitada.
—Siéntese, Mabel. Está sin aliento —dijo Charmian.
La señora Pettigrew se sentó. Charmian la observaba esforzándose en clasificar en su mente esas nuevas quejas sobre Anthony y preguntándose qué se ocultaba en ellas, aparte de su sentido inmediato. Como para darle valor, sus pensamientos volaron una vez más hacia la clínica de Surrey, igual que en el pasado —ella lo sabía— Jean Taylor se había refugiado allí contando con los ahorros que tenía en el banco, cuando, de vez en cuando, su vida con los Colston se le hacía demasiado oprimente.
La respiración de Mabel Pettigrew se hacía por momentos más afanosa. Se había dejado sorprender por un acceso de resentimiento que fue madurando en su interior desde que Charmian empezó a recuperarse un poco. El poder que la anciana ejercía evidentemente sobre Godfrey —tan fuerte que ni ella misma parecía advertirlo— la afectaba como una injusticia. Era como una mágica fascinación que emanaba de su personalidad. Tan patente que —por temor de que sus míseras infidelidades en España y en Bélgica con Lisa Brooke, llegaran a conocimiento de su mujer— Godfrey hasta ahora se había plegado dócilmente a las amenazas y a las humillaciones del pasado invierno. A Mabel sólo le había bastado el hecho de estar en posesión de toda la correspondencia cambiada entre él y Lisa Brooke en los años 1902, 1903 y 1904, para que él pensase en el acto: «¡Charmian no tiene que saberlo! ¡Dígaselo a Eric, dígalo a cualquiera, pero a Charmian no!».
Mabel Pettigrew se daba cuenta de que con su comportamiento, él no daba prueba de particular consideración para los sentimientos de Charmian. Eso aún hubiera sido soportable. La verdadera razón iba más allá de su comprensión. Con todo era innegablemente presente y operante, y suficientemente viva para transformar a Godfrey en un fantoche entre sus manos. Lo que él parecía temer era cierta superioridad de Charmian, y el fracaso, ante ella, de su orgullo. Y, pese a que Mabel lograra de Godfrey mayores ventajas de cuanto ella hubiese esperado, sentada en la habitación de la anciana, se sentía como arrollada por la inexplicable influencia de Charmian sobre Godfrey.
—Diría que usted tiene un ligero ataque de asma —le hizo notar Charmian—. Es mejor que esté tranquila todo cuanto pueda. Le diré en seguida a Godfrey que telefonee al médico.
Mabel Pettigrew estaba pensando en aquel famoso escándalo de la «Cerveza Colston», al que, a su tiempo, le echaron tierra encima, pero del cual, ahora, ella poseía la documentación. Si en verdad Godfrey hubiese temido que se diera publicidad a aquellos documentos, ella lo comprendería. Mas, por el contrario, se atormentaba por las cartas cambiadas entre él y Lisa Brooke. Charmian no debía saber nada de ello. Siempre su orgullo frente a Charmian, a Charmian, a una vieja ruina como Charmian.
Charmian alargó la mano hacia el timbre junto a la cama.
—Le diré a Godfrey que telefonee al médico.
—No, no, ahora estoy mejor —protestó Mabel Pettigrew, que poco a poco había conseguido dominar su respiración. Cuando estaban en juego los negocios, ella sabía imponerse la autodisciplina de una monja—. Ha sido sólo un pequeño ataque. ¡La señora Anthony es una grave preocupación!
Charmian se apoyó en las almohadas y pasó cansadamente las manos sobre su cara.
—¿Ha tenido ya otros ataques de asma, Mabel? —preguntó.
—No es asma. Es sólo un ligero trastorno del aparato respiratorio.
La cara de la señora Pettigrew aún estaba enrojecida por el esfuerzo, pero ya menos que poco antes. Respirando con lentitud y profundamente después del acceso sufrido, encendió un cigarrillo.
—Tiene mucho valor, Mabel —observó Charmian—. Si al menos lo aplicase a una finalidad justa. Le envidio su fuerza de voluntad. A veces llego a sentirme como perdida cuando no tengo a mis amigos a mi alrededor. Ahora son muy pocos los que vienen a verme. Godfrey había dejado entrever que no le gustaba verles por casa después de haber tenido aquel golpe… ¡Entonces yo sí que era valiente estando cada día rodeada de mis amistades!
—Estaría mucho mejor fuera de casa —sugirió Mabel—. Le consta. Tendría mucha compañía, y además sus amigos podrían visitarla de vez en cuando.
—La verdad es que yo preferiría ir a esa clínica —añadió Charmian—, pero Godfrey me necesita.
—En eso está equivocada —replicó Mabel Pettigrew.
Charmian se preguntó de nuevo cuáles eran los secretos de su marido de los cuales se había adueñado esa mujer. ¿El asunto de la «Cerveza Colston»? ¿O sólo una o varias de sus numerosas infidelidades? Naturalmente, era necesario fingir siempre que no sabía nada tratándose de un hombre como Godfrey. ¡Su dichoso orgullo! Ese había sido el único modo de poder vivir con él de una manera razonable. Por un momento estuvo tentada de ir a buscar a su marido y decirle: «No puedes decirme nada sobre tu pasado que pueda turbarme en lo más mínimo. Conozco ya la mayor parte de lo que tú consideras tus secretos. Y lo que aún no sé, ya no me sorprendería ahora en absoluto».
Pero le faltaba valor. Quizá —lo más seguro, ciertamente— Godfrey se habría irritado en contra de ella. No le perdonaría nunca haber estado fingiendo, durante más de cincuenta años, que no sabía nada pese a saberlo todo. Lo mismo que una persona que simula «no estar en casa», cuando en realidad sí está. ¿Qué nueva tiranía no dejaría de inventar para castigarla por haber sabido siempre?
Y además, la misma idea de enfrentarse para hacer y oír declaraciones de ese género, le resultaba atroz. Era necesario haberlo hecho años antes. No, ni tampoco años atrás. Por otra parte, entonces había demasiada sinceridad en la vida matrimonial. Era un criterio inconveniente el de decírselo todo, y que a menudo turbaba la vida familiar y podía incluso provocar el divorcio.
Hasta ella también debía tener en cuenta su orgullo. En su interior rumiaba continuamente las humillaciones sufridas por causa de Godfrey. De él no había recibido nunca el más mínimo elogio, ni un modesto reconocimiento, sin tener que pagarlo con un gesto del marido, áspero, mezquino, que lo estropeaba todo.
«Pero yo podría sacrificar mi orgullo con tal de liberarlo —pensó—. Es cuestión de valor. Lo máximo que puedo hacer es quedar aquí, en casa, con él».
En verdad, envidiaba el valor de Mabel Pettigrew.
Esta se puso de pie y se colocó junto a la cama.
—Aquí, en casa, usted es un peso para Godfrey mayor que el estorbo que le representaría en una clínica. Es ridículo decir que tiene necesidad de usted.
—No iré —manifestó Charmian—. Ahora quiero dormir un poco. ¿Qué hora es?
—He venido para hablarle de la señora Anthony —prosiguió Mabel Pettigrew—. Es preciso que no guise más, o de lo contrario acabaremos por arruinarnos el estómago. Tendré que ocuparme yo de las comidas. Por otra parte, la cena fría que nos deja para la noche no es absolutamente satisfactoria. A mí no me conviene ir a la cama después de una cena fría. Deberé ocuparme yo de la cocina.
—Muy amable por su parte —murmuró Charmian, y entre tanto se preguntaba qué se ocultaba detrás de su proposición, porque todo cuanto decía Mabel Pettigrew ocultaba siempre alguna cosa, o por lo menos así parecía.
—De otra manera —continuó la gobernanta—, uno de nosotros corre el riesgo de morir envenenado.
—Bueno, tanto como eso… —exclamó Charmian.
—¡Envenenado! —repitió la señora Pettigrew—. ¡Es tan fácil y sencillo, envenenarse! Piénselo.
Y salió de la habitación.
Charmian tenía miedo, pero al propio tiempo se había despertado de nuevo en su cerebro la facultad —amodorrada tanto tiempo— de valorar por lo que valía el trivial melodrama de aquellas palabras de Mabel Pettigrew. Así, en tanto yacía, temerosa, en la cama, Charmian llegó a la conclusión de que —cuando la gobernanta empezara a ocuparse de la disposición de la cocina— nadie estaría en situación de impedirla envenenarla. Es una verdad la que dice que no es empresa fácil lograr envenenar a una persona. Pero ¿quién podía afirmar si Pettigrew no conocía algunos sistemas a prueba de cualquier investigación? Pensando y volviendo a pensar, los temores de Charmian iban en aumento. Otra mujer, decíase, encontraría fuerzas para decirle a su marido: «Nuestra ama amenaza con envenenarme», o bien insistir para que sus amigos, su hijo, el médico, activaran unas investigaciones. Pero Godfrey era miedoso, Eric hostil y el médico se habría limitado a intentar tranquilizarla, llegando a la íntima y propia convicción de que la paciente empezaba a ser oprimida por las sospechas absurdas típicas de los viejos.
—Bien, está decidido —sentenció Charmian—. Aquí terminan los deberes que he cumplido durante tanto tiempo para con Godfrey. Iré a la clínica.
La decisión le proporcionó una sensación de alivio y de libertad. En la clínica podría volver a ser una persona en el verdadero sentido de la palabra, tal como lo había sido el día anterior con Henry Mortimer, y no solamente una inválida, paralizada por el miedo. Tenía necesidad de ser respetada, de ser objeto de atenciones. Allí, invitaría a las personas que no podía ver ahora en su casa por culpa de la descortesía de Godfrey. La clínica no estaba muy lejos de Stedrost. Quizá Guy Leet fuera en coche a hacerle alguna visita. Guy Leet era divertido.
Primero oyó el golpe de la puerta de entrada y después el de la del automóvil. A continuación, y en seguida, el taconeo de Mabel Pettigrew que se dirigía hacia la puerta de ingreso. Charmian oyó como la abría y decía en voz alta: «¡Espere, Godfrey. Voy con usted!». Pero el coche ya se había ido. Godfrey estaba en camino. Mabel Pettigrew dio un portazo y fue a su habitación. Pocos minutos después volvía a bajar y salía.
* * *
La señora Pettigrew había informado a Godfrey de su intención de acompañarle al despacho de su abogado. Cuando comprobó otra vez que Colston la había engañado, tuvo la certeza de que él no tenía ninguna intención de entrevistarse con el abogado. En cuestión de pocos segundos se puso abrigo y sombrero, y recorrió parte de la calle a la busca de un taxi.
Como primera providencia se hizo llevar al edificio bombardeado junto a King’s Road. Allí, como había previsto, estaba aparcado el automóvil. Pero ninguna traza de su propietario. Entonces dio órdenes al taxista para que diera una vuelta al cuadro de edificios, confiando sorprender a Godfrey antes de que alcanzase su destino, cualquiera que este fuese.
Entretanto, Godfrey se dirigía al pequeño departamento de Olive. Llegaba a él en unos siete minutos caminando con el paso más rápido que podía permitirse. Dio vuelta a Tite Street, manteniendo la cabeza mucho más baja de cuanto lo exige la naturaleza cuando uno tiene que ponerse al amparo de un imprevisto aguacero.
Hacía votos por que Olive tuviese preparado ya el té y esperaba que no hubiesen visitas que lo obligaran a pedir, empleando un comportamiento de tonto, la dirección del abuelo poeta. Quizás Olive estaría dispuesta a oírle. Sabía escuchar y sabía dar consuelo. Probablemente había tenido noticias de Eric. A saber cuáles, no obstante. Le había prometido que escribiría a Eric, de manera estrictamente confidencial, sobre sus dificultades con Mabel Pettigrew, pidiéndole ayuda. Indudablemente Eric no desearía nada mejor que volver a relacionarse normalmente con sus padres. Ese hijo había sido un desengaño, ciertamente. Pero ahora se le presentaba una ocasión para rehabilitarse. Eric colocaría cada cosa en su sitio. Sin duda alguna Olive había tenido noticias.
Llegó al cancel y lo abrió. Cosa rara, en el vestíbulo interior de la escalera había un cúmulo de despojos. El bidón de la basura estaba rebosante y por la tapadera sobresalían zapatos viejos, bolsos y cinturones. Por el suelo, esparcidos, periódicos, latas, utensilios de cocina enmohecidos, botellas vacías de diversas formas y una pantalla estropeada.
«Olive habrá hecho la limpieza de primavera y tirado todos los trastos viejos —pensó Godfrey—. ¡Qué despilfarro, y qué desorden! Siempre se queja de que le falta dinero. Viendo esto no me extraña».
Nadie contestó a su llamada. Se acercó a la ventana, la cual estaba protegida por un enrejado de la habitación delantera, y sólo entonces se dio cuenta de que no había visillos. Echó una ojeada al interior. La habitación estaba completamente desnuda. ¿Habíase equivocado de casa? Subió los peldaños y observó el número atentamente. Volvió a bajar, por segunda vez, y de nuevo miró la estancia vacía. Olive se había ido para siempre. Al darse cuenta, su primer pensamiento fue dejar lo antes posible los aledaños de la casa. En todo eso había algo misterioso, y Godfrey no soportaba los misterios. Quizás Olive se había visto envuelta en un escándalo. Cuando la semana anterior fue a verla, ella no le había manifestado intención alguna de dejar el departamento. Mientras ahora iba a lo largo de Tite Street, sentía aumentar cada vez más su temor de un escándalo imprevisto y tenía un único deseo: olvidar que jamás había conocido a aquella joven.
Atravesó King’s Road. Compró un periódico de la tarde. Dio vuelta por una calle lateral en donde tenía el coche. Antes de que llegara a él, se detuvo un taxi a su lado, del cual bajó la señora Pettigrew.
—¡Ah, está aquí! —exclamó la mujer.
Mientras ella pagaba el taxi, Godfrey quedó de pie, inmóvil, sintiéndose culpable. El sentimiento de culpa era el estado de ánimo fundamental que la señora Pettigrew suscitaba en él. Ningún pensamiento, palabra o acción de su vida le había hecho probar nunca algo que se asemejase a lo que estaba experimentando ahora, de pie, en espera de que su perseguidora pagase al chófer y se diese vuelta para preguntarle:
—¿Dónde ha ido?
—A comprar un periódico —contestó.
—¿Ha aparcado aquí el coche para recorrer a pie toda la calle e ir a comprar un periódico?
—Tenía ganas de dar cuatro pasos —dijo Godfrey—. Me sentía un poco entumecido.
—Llegará a la entrevista con retraso. ¡Venga, muévase pronto! Le dije que me esperara. ¿Por qué se marchó sin mí?
—Olvidé que usted también quería venir —excusose Godfrey mientras subía al coche—. Tenía prisa por ir al despacho del abogado.
Ella se dirigió al otro lado del automóvil y se sentó al lado de él.
—Habría podido abrirme la puerta —dijo.
Al momento, Godfrey no comprendió ni siquiera a qué se refería. Desde hacía mucho tiempo había tomado la costumbre de servirse de su avanzada edad como pretexto para sustraerse a las costumbres «caballerescas» de su juventud. Ahora, por automatismo, se había vuelto grosero en su comportamiento, como si eso fuera un derecho adquirido hacía ya tiempo. Mientras nerviosamente se dirigía hacia Sloane Square, advirtió, tras las palabras de Mabel Pettigrew, un nuevo y pavoroso trastorno de sus costumbres.
Ella cogió el periódico y echó una ojeada a la primera página.
—¡Ronald! —exclamó—. ¡Ronald Sidebottome en el periódico! Esta es su fotografía. ¡Se ha casado! No, no mire, procure ver por dónde va, o acabaremos por chocar con alguien. ¡Cuidado! ¡Luz roja!
Fueron proyectados violentamente hacia delante. Godfrey había frenado.
—Vamos, esté un poco más atento y sea más prudente.
Él miró al regazo de ella, en donde tenía el periódico. La cara fofa de Ronald le sonreía desde la fotografía. Daba el brazo a Olive, zalamera. En la parte superior, el título decía: «Viudo de setenta y nueve años se casa con una joven de veinticuatro».
—¡Olive Mannering! —exclamó Godfrey.
—¿La conoce?
—Es la nieta de mi amigo poeta.
—El semáforo —advirtió Mabel Pettigrew.
El coche dio otro brinco adelante.
—«Rico ex-agente de cambio…» —leyó la señora Pettigrew—. Innegablemente, esa muchacha sabe lo que se pesca. «Olive Mannering… extra cinematográfica, y actriz de la B. B. C… ha dejado ahora su coquetón departamento de Tite Street, Chelsea…».
Las piezas del mosaico se iban reajustando ante los ojos de la señora Pettigrew. Un corazón, decíase, habla a otro corazón. Ella contempló la fotografía de Olive y comprendió adonde se dirigía Godfrey durante las tardes en las que aparcaba el coche frente del edificio bombardeado.
—Naturalmente, Godfrey, ese será un duro golpe para usted —dijo.
«Dios mío, lo sabe todo», pensó Godfrey.
Subió al estudio del abogado, dócil como un corderito, mientras Mabel Pettigrew lo esperaba en el coche. Ni siquiera intentó eludir los deseos de ella, como casi había esperado poder hacer si, al fin, se hubiese visto obligado a modificar el testamento. No examinó ni siquiera la idea —por la cual habíase dejado llevar— de confiar la situación a su asesor. Mabel Pettigrew lo sabía todo y habría podido contarlo todo a Charmian. Por eso dio instrucciones para que fuese preparado un testamento en el cual dejaba la legítima a su hijo y la totalidad del patrimonio a Mabel Pettigrew. A ella le confiaba también la administración de casi toda la parte perteneciente a Charmian, en el caso de que su esposa le sobreviviera.
—¡Bien! —exclamó el abogado—. Naturalmente, necesitaremos cierto tiempo para preparar el nuevo redactado.
—Debe hacerlo inmediatamente —dijo Godfrey.
—¿No sería mejor que lo pensase de nuevo, señor Colston? La señora Pettigrew, ¿es su gobernanta?
—Tiene que ser preparado inmediatamente —repitió Godfrey—. Sin demora, se lo ruego.
—¡Repugnante! —dijo más tarde, aquella noche misma, a Charmian—. ¡Un hombre que va para los ochenta años casarse con una muchacha de veinticuatro! ¡Absolutamente asqueroso! ¡Y por añadidura, más sordo que una campana!
—Godfrey —dijo ella—, el próximo domingo por la mañana iré a la clínica. Me he puesto ya de acuerdo con mi médico y el banco. Las «Universal Aunts»[11] vendrán mañana por la mañana a ayudarme a hacer el equipaje. Me acompaña Janet Sidebottome. No quiero que te molestes, Godfrey. Podías sufrir si tuvieras que llevarme tú mismo. En pocas palabras, temo que no podría soportar más esas llamadas telefónicas. En cuatro días me llevarían a la tumba. Es necesario, incluso, que evite la vista de un teléfono. He hablado con Lettie, la cual ha aprobado mi decisión. Incluso la señora Pettigrew cree que esta es la solución mejor, ¿no es verdad, Mabel? Todos están de acuerdo. Confieso que me siento muy triste. Por otra parte, eso tenía que acabar así. Tú mismo has dicho a menudo…
—Pero a ti no te importan nada las llamadas telefónicas —gritó él—. ¡No te importan absolutamente nada!
—¡Oh, sí que me importan, y de qué manera! No lo resisto más.
—¡No es necesario que seas tú la que contestes al teléfono! —chilló aún Godfrey.
—Pero cada vez que el aparato llama, siento que es él.
Charmian tuvo un breve escalofrío.
—¡La impresiona tanto el teléfono! —exclamó la señora Pettigrew.
Godfrey comprendió que no podía oponerse.