¡oooooh!
El destino de un cuervo es bien extraño, de eso no hay duda. Las cosas habían alcanzado en el castillo nuevos niveles en la escala de lo raro-raro.
Por ejemplo, durante el segundo día de clases de los chicos hubo una racha repentina de accidentes insólitos que provocó la pérdida de tres doncellas. El más estrafalario de todos fue un accidente con el cortador de queso a resultas del cual falleció una preciosa y joven doncella llamada Cloe.
Mientras los empleados de Cajón e Hijos sacaban por la puerta de la cocina el quinto cadáver en dos días, Mentolina meneó la cabeza lentamente.
—Algo del todo inaudito está pasando, y no se me ocurre qué es.
Yo no podía estar más de acuerdo.
Pero aunque todo aquello nos pareciera rarísimo, no era nada comparado con lo que la suerte nos reservaba.
Antes de la hora de acostarse me senté un rato con Solsticio y
Silvestre, que estaban tomándose un vaso de leche caliente con miel
y con las mejores galletas de doña Sartenes: esas rellenas de
moscas chafadas, o de pasas si no hay moscas a mano. Solsticio
hacía distraídamente un solitario con una hermosa baraja de cartas,
mientras Silvestre se concentraba por entero en las
galletas.
Habían pasado otro día muy duro.
—Edgar —gimió Solsticio—. ¡Tienes que ayudarnos! Ha de haber alguna manera de librarse de él.
—¡Una manera rápida! —añadió Silvestre—. ¿Sabes qué nos ha hecho hacer hoy?
—Ark —dije, lo cual significaba «sí, lo sé», porque estaba espiando desde esa viga, con el pico abierto de asombro ante las nuevas formas de aburrimiento que Brandish es capaz de sacarse de la manga a diario.
—Ahora —prosiguió Solsticio— ya sabemos todo lo que hay que saber sobre la minería del carbón en Ucrania. Y te aseguro que son un montón de páginas.
—¿Sabes? —dijo Silvestre de pronto—. Acabo de darme cuenta. ¡Nunca recuperaré este día! Ocho horas de mi vida malgastadas en estudiar técnicas de perforación. ¡Imagínate todo lo que podría haber hecho durante esas ocho horas! ¡Dormir! ¡Comer! ¡Jugar con Colegui!
—Por cierto, ¿dónde está tu mono? —preguntó Solsticio.
Silvestre puso una cara tristona y tomó la baraja de su hermana.
—No sé. Por ahí. Pero no sé… no parece el de siempre. Va y viene por la casa, pero no tiene buen aspecto.
No me gusta parecer malo, pero eso era una excelente noticia para este viejo pájaro, porque cuando el mono estaba bien me seguía por todo el castillo pisándome los talones, digo las plumas de la cola, con intención de estrangularme.
Silvestre barajó las cartas y, con rápidos movimientos, empezó a lanzarlas por la mesa, una a una.
—¿Te has enterado de lo de esas tres doncellas? —le preguntó Solsticio—. Es un montón en un día. Incluso para nosotros. Algo raro está pasando aquí.
—¡Ajórk! —dije asintiendo, al tiempo que señalaba que eso mismo podría habérselo dicho yo hacía rato.
—¿Y te has enterado de que esta tarde han encontrado un rebaño de ovejas en el salón de baile? Nadie sabe cómo han entrado. Y todas llevaban un lazo rosa en la cabeza. Rarísimo, ¿no? Ha costado un montón ahuyentarlas y sacarlas al prado.
—Toma ya —dijo Silvestre.
—Sí. Aunque supongo que también las ovejas hacen cosas raras a veces…
—No…, quiero decir, ¡toma ya! Mira las cartas.
Le señaló las que había ido arrojando. Cada una había girado en el aire y caído de cara sobre la mesa… ¡y eran todas rojas! Silvestre ojeó rápidamente las que tenía aún en la mano.
—¡Todas negras…!
—¿Y? —dijo Solsticio—. Muy buen gusto, ¿no? Todo negro.
—Tú has visto cómo las he barajado primero, ¿verdad?
Solsticio se calló un segundo; luego se rascó la cabeza.
—¡Grito! ¿Sabes cuál es la probabilidad de una cosa así?
—No, no lo sé ni quiero saberlo, porque suena peligrosamente
como si pretendieras ponerme un problema de mates, y mañana ya
tenemos mates todo el día con el señor Apestoso.
—Vale —dijo Solsticio—, pero digamos que es muy, muy improbable. Hum. ¿Por qué no lo haces otra vez?
Silvestre tomó el mazo de cartas y las barajó a base de bien (más que nada porque se le caían todo el rato al suelo).
—¿Preparada? —dijo por fin.
—Preparada.
Volvió a lanzar las cartas por la mesa en rápida sucesión, pero esta vez no salieron las rojas. No, ahora fueron las negras las que salieron, hasta que se quedó con las rojas en la mano.
Si yo hubiera tenido pelillos en la nuca se me habrían erizado. En la práctica noté un hormigueo en las plumas, y te digo que no era por las pulgas.
—Esto es raro, raro, raro —dijo Solsticio—. Aquí pasa algo.
«Si alguien vuelve a repetirlo —pensé para mis adentros—, gritaré, haré las maletas y abandonaré para siempre este castillo. ¡Sí, ya, algo raro está pasando! Pero ¿qué?».
Los chicos se fueron a la cama, Silvestre todavía manoseando las cartas, como si fuesen a revelarle su secreto.
Yo me dejé encerrar en mi jaula sin rechistar, e incluso decidí que quizá pasara allí la noche por una vez, simplemente porque estaba cansado de tanto pensar y tanta cosa rara.
O sea, las posibilidades de un accidente fatal mientras se les saca brillo a los melones son ínfimas, pero eso era exactamente lo que le había ocurrido aquella misma mañana a una doncella llamada Jemima.
Y fue en el refugio seguro de mi jaula desde donde presencié una cosa la mar de curiosa.
Había estado durmiendo un ratillo, me parece, cuando desperté de golpe con todos mis supersentidos alerta y estiré el cuello para localizar dónde estaba el problema.
¡Aaaah!
Lo que vi fueron los cuartos traseros de un lobo enorme —y cuando digo «enorme», quiero decir enorme— saliendo tan pancho de la Habitación Roja. Aquello también era rarísimo, porque a los lobos no les está permitida la entrada en el castillo; al menos desde lo que pasó hace unos años con los hijos del párroco. Un estropicio espantoso.
Creo que fue entonces cuando comprendí que un nuevo misterio se había abatido sobre el castillo de Otramano y que, una vez más, me tocaría a mí encontrar la solución.
De acuerdo. ¡Edgar al rescate!
Pero no había motivo para no dormir tranquilamente primero, pensé. Así que cerré los ojos y enseguida me quedé frito.