mentolina le dio al señor Brandish hasta la hora del almuerzo para recoger sus cosas y marcharse. Ahora todo encajaba. El gran baúl con el que había llegado no contenía ropa y libros de texto, sino una perra enorme: una cazadora de alces noruega. El señor Brandish explicó avergonzado su problema.

—Es… mi esposa, ¿sabe? —dijo—. Ya no está dispuesta a aguantar a Felicity.

Ese era, entendí, el nombre de la perra.

—Se puso hecha una fiera… no sabe usted cómo es —dijo, temblando como un pajarito—. Me dijo que Felicity tenía que marcharse. O ella o yo, dijo. Así que nos marchamos y hemos andado de aquí para allá desde entonces.

Contó que habían ido a muchos sitios y que en todas partes pasaba lo mismo: Felicity le acababa complicando la vida. Por eso había decidido mantenerla en secreto cuando se presentó en el castillo de Otramano.

Así pues, la mitad de la crisis había sido superada. Pero quedaba la cuestión de los extravagantes brotes de mala suerte que seguían produciéndose cada vez con más frecuencia.

También ese peliagudo asunto, sin embargo, habría de quedar resuelto muy pronto y, bueno, debo aclarar con cierta inmodestia que tu viejo amigo Edgar desempeñó un papel nada desdeñable para encontrar la solución.

La cosa fue así.

Se oyó un grito en lo alto de la galería del Salón Pequeño.

—¡Eoooooo!

Sonaba algo apagado por la distancia, pero no cabía la menor duda: era la voz de Lord Otramano.

—¡Cuidado, los de abajo! ¡Cuidado!

Así continuó unos buenos cinco minutos, hasta que la mitad del castillo se congregó en la planta baja.

—¡Cuidado, digo! ¡Cuidado! ¡Despejad el salón! ¡Salid de ahí!

Alguien se decidió al fin a responderle a gritos.

Era Mentolina, que había salido a ver a qué venía el alboroto.

—¡Ya hemos despejado! ¿Qué córcholis pasa?

—¡Cuidado! ¡Cuidado ahí abajo!

—Por el amor de… —suspiró Mentolina.

El misterio enseguida se desveló.

Retorciendo el pescuezo y mirando hacia arriba, vimos que estaban bajando un piano poco a poco por el hueco de la galería. O al menos, parecía un piano al principio. Luego ya advertimos que, en realidad, era el ex piano: el Predictómetro.

—¡Espera, padre! —gritó Solsticio desde abajo—. ¿Qué haces? ¡Funciona! ¡Funciona de veras! ¿Por qué quieres destruirlo?

Pantalín respondió desde las alturas, aunque sin dejar de bajar el armatoste con un torno.

—No, no funciona, hija mía. Parecía que había funcionado, pero ¿habré de contarte precisamente a ti que no fuiste devorada por un profesor, peludo o no? Con lo cual se deduce que todo el experimento ha sido una monumental pérdida de tiempo.

—Por fin ha entrado en razón —murmuró Mentolina.

—Pero quizá solo necesite unos ajustes —dijo Silvestre—. Quizá ya casi esté listo. Al fin y al cabo —añadió mirando a su hermana—, poco te ha faltado para ser devorada por un hombre lobo. O más o menos.

Pero no había nada que hacer, porque en ese momento, sonó un último grito de aviso —«¡Cuidado, que va!»— y el piano Predictómetro inició su elegante descenso hacia la planta baja.

Levanté el vuelo y solté un graznido mientras el armatoste, rodeado de un extraño silencio, cruzaba prácticamente toda la altura del castillo y se estrellaba al fin, con un estruendo y un estropicio morrocotudo, en las baldosas del Salón Pequeño.

Casi se desintegró por completo. Digo «casi», porque, mientras Pantalín y Fermín bajaban corriendo como dos chiquillos, ansiosos por ver cómo había quedado, todos observamos que una parte del artilugio seguía intacta.

Los cilindros giratorios, en efecto, estaban aún de una pieza, y en su superficie figuraban estas palabras:

Estúpido Lord recuerda Otramano Suerte Diamante.

—¿Qué…? —dijo Solsticio lentamente—, ¿qué se supone que significa esto?

Oímos un murmullo avergonzado a nuestra espalda, y un carraspeo y, al volvernos, vimos a Pantalín con aire aturdido.

—Bueno, hum… —musitó—, me parece que ahora todo empieza a tener sentido. Je. Y veo que he sido un poquito, eh, negligente. Sí, todo tiene sentido. El diamante. La cajita de los espejos. Tantos fenómenos extraños, tantas cosas raras. Vaya por Dios. Creo que os debo a todos una explicación.