era una historia increíble, en el mejor de los casos.
De hecho, era la historia más increíble que yo había oído en mi vida. Y de eso se trataba precisamente.
Ahora, al fin, Pantalín había recordado la leyenda de la Suerte de Otramano. Entre las piezas del fabuloso y mítico tesoro supuestamente oculto en los alrededores del castillo figuraba un diamante solitario del tamaño de la cabeza de un cuervo, que, a pesar de su inmenso valor, llevaba en sí una maldición.
—Sí —explicó Pantalín—, decían que la Suerte de Otramano era un diamante maldito y que poseía el poder de causar fenómenos extraordinarios e increíbles en el área de su influencia. Mientras estuviera en el castillo, pasarían continuamente cosas tan extrañas como peligrosas. La familia, para evitarlo, decidió librarse del diamante. El problema es que, según la leyenda, la Suerte no podía regalarse ni tirarse sencillamente, porque en ese caso su poder permanecería activo para bien o para mal. Sobre todo, para mal.
»Así que, al final, siempre según la leyenda, o sea, si la
consideramos auténtica, algún Lord Otramano construyó una cajita
revestida de espejos por dentro y guardó allí el diamante. Los
espejos mantenían a raya su poder maléfico y así dejaban de
producirse los fenómenos extraños. La caja la escondieron en algún
rincón del castillo.
»Así pues —concluyó Pantalín, más avergonzado que nunca— hemos de concluir que el diamante ha sido liberado de la caja que lo aprisionaba y que está causando estragos de nuevo.
Yo mantuve el pico cerrado, porque aún me sentía más avergonzado que el mismísimo Pantalín. También yo conocía la leyenda de la Suerte de Otramano, y si ninguno de los presentes notó que me moría de vergüenza por no haberlo pensado antes, fue simplemente porque no puedes ver cómo se sonroja un cuervo. Cosa de las plumas, ¿comprendes?

—¡Pero todo esto es completamente increíble! —dijo Solsticio—. La historia entera. Desde el principio hasta el hecho mismo de que encontrases la caja rota.
Pantalín asintió mientras se dibujaba en su rostro una sonrisita maliciosa.
—Sí, mi querida muchacha, pero ese es precisamente el efecto del diamante. Hacer que sucedan las cosas más raras-rarísimas. Es imposible escapar a su lógica. Pero por qué está ocurriendo ahora de nuevo, eso solo lo sabe el cielo.
—Ah —exclamó Solsticio—, ¡ya lo tengo! Sí, ya está. ¡El terremoto! Todo empezó con el terremoto.
—¡Exacto! —exclamó Pantalín—. El terremoto debió de mover de su sitio la caja, que había sido colocada en ese pasadizo secreto que tú destapaste sin saberlo. Y al romperse la caja, ¡la Suerte de Otramano pudo desatar una vez más su tremendo poder!
—¿Y dónde está ahora el diamante? —preguntó Solsticio—. En el túnel no lo encontraste, ¿no?
—Desde luego que no —dijo Pantalín—. Pero sí te digo una cosa: en el punto del castillo donde se dé la mayor concentración de fenómenos extraños, allí encontraremos el diamante.
—Muy fácil —dijo una vocecita tímida, y todos vieron al girarse que era Silvestre—. Ese punto… es mi mono.