como bien sabes, yo soy todo un filósofo, un pensador capaz de agudas y penetrantes reflexiones, y me gusta sentir que puedo sumirme en las profundidades de cualquier problema y emerger de nuevo con una solución vivita y coleando en este pico estilizado que me ha dado el cielo.

Y ahora, una vez más, vi la ocasión pintiparada para actuar y salvar la situación tan delicada en la que nos encontrábamos. Di un saltito, impulsándome con los talones, y en un par de aletazos dejé atrás el Predictómetro atascado en la escalera, para ir en busca de mi aliado favorito, o sea, de Solsticio.

Tenía que conseguir que viese lo que yo había visto: la frase acertada quizá por pura chamba que había aparecido en el artilugio de su padre. Y era vital que la viera antes de que los dos inventores acabaran despeñando el condenado cacharro escaleras abajo, o bien antes de que lo utilizaran de nuevo, borrando el mensaje para siempre.

No había tiempo que perder. Encontré a Solsticio en las cocinas, ya después de clase, justo cuando salía con una enorme pierna de cordero en los brazos.

Dio un respingo al oírme aletear a su espalda y, en cuanto se recuperó del susto, me miró con aire culpable.

—Oye, Edgar, no hace falta que le cuentes a nadie que me has pillado con las manos en la masa, ¿entiendes? Esto forma parte de mi plan y lo necesito para librarme de Brandish. Así que guárdame el secreto como un buen chico, ¿de acuerdo?

¡Ajórk! —grazné.

—Gracias, Edgar —dijo—, eres un pájaro muy, muy bueno y te quiero mucho. Pero no te vayas a creer que fui yo la que robó la carne el otro día, de eso nada. Se la debió pulir Brandish de aperitivo… ¡Deprisa! ¡Alguien viene!

Tenía razón. Se oían unas pisadas muy cerca, seguramente de doña Sartenes, pues, aunque ya era tarde, el castillo no estaba todavía dormido.

Solsticio huyó a toda prisa, o tan aprisa como pudo, teniendo en cuenta que la pierna de cordero medía más de medio metro, y yo me dediqué a vigilar y a cubrirle las espaldas mientras regresaba a su habitación.

Con toda aquella excitación se me había olvidado el motivo por el que había salido a buscarla.

Una vez escondida la pierna de cordero debajo de su cama (la tapó con la colcha de terciopelo negro, por si acaso), empecé a tirar como un loco del dobladillo de su vestido.

—¡Edgar! ¡Déjame! ¿Qué haces?

Yo seguí tirando.

—¡Edgar! ¡Por favor! ¿Qué mosca te ha picado? ¡Para ya!

No paré.

—¡Edgar! ¿Te encuentras bien? ¿Quieres algo? Me detuve y grazné: ¡Aaark!, y creo que entonces lo pilló.

Salí disparado sin más explicaciones y comprobé que la cosa había funcionado, porque la oí siguiéndome por el pasillo.

—¡Edgar! ¡Espera! ¿Te encuentras bien?

Seguí adelante, llegué a la escalera del Torreón Este en un periquete y subí por el hueco de la escalera.

Solsticio sonaba un poco alarmada, pero no iba a disuadirme con sus gritos.

Yo sí que me alarmé al ver que Fermín, Pantalín y el Predictómetro ya no estaban donde los había dejado. Subí a toda velocidad y me colé por la puerta entreabierta del laboratorio.

Pantalín carraspeó al verme, pero cuando entró Solsticio detrás de mí, ya se armó el follón del siglo.

—¡Hija! —rugió—. ¿Qué haces aquí? ¡Llévate ahora mismo a ese condenado pájaro! ¡Esta habitación tiene el ambiente regulado! ¡Cualquier cuerpo extraño puede provocar graves trastornos en mis aparatos!

Y así siguió.

No le hice ni caso y me puse otra vez a tirarle a Solsticio del vestido, arrastrándola hacia el Predictómetro, para que viese la frase que yo había leído antes.

Pero ella estaba muy ocupada disculpándose ante su padre y tratando a la vez de agarrarme por las alas, y entonces… ¡Qué desastre! Entonces vi que habían vuelto a usar la máquina otra vez y que ahora tenía una frase nueva.

Soplar peludo tubo cordero sorber mascullas.

Me desmoroné sobre las losas del laboratorio, convertido en un montón de plumas alicaídas.

Al ver que me había desanimado de golpe, Solsticio me tomó en brazos, preocupada.

—¿Qué pasa, Edgar? —dijo.

¿Cómo podía explicárselo? Tanto esfuerzo para nada. Ahora ya solo había en el maldito artilugio otra retahíla disparatada y sin el menor sentido.

—Vamos, Edgar. Creo que padre preferiría que saliéramos de aquí. Venga, te buscaré alguna cosa repulsiva para comer. ¿Es lo que te gusta, no?

Ya salíamos, cuando oí que Pantalín le decía al mayordomo una cosa de extraordinario interés.

—Anota la frase, Fermín, y luego le damos otro viaje, ¿eh?

¡Claro!

Me zafé de las garras de Solsticio, localicé con la vista lo que buscaba —un trocito de papel entre otros muchos— y, agarrándolo con el pico, huí del laboratorio mientras sonaban más gritos y maldiciones de Lord Otramano.

—¡Un día —dijo cuando me alejaba—, habrá que deshacerse de ese pájaro!

Pero me daba lo mismo, ya me había puesto fuera de peligro. Reduje la velocidad, planeando suavemente, y esperé a que Solsticio me diera alcance.

—Bueno, ¿cuál es ese gran misterio? —dijo, tomando el papel.

Lo leyó en silencio y se quedó boquiabierta.

—¿Esto es una frase de ese cacharro? —dijo—. ¿Una de las sentencias del Predictómetro que Fermín ha anotado?

¡Ark! —grité. Y luego añadí—: ¡Croc!

Ella volvió a leerlo, ahora en voz alta:

«Fumando Blanco Mono Vestido Pipa Idiota».

Durante unos instantes se quedó sin habla; luego pronunció la única palabra que podía ocurrírsele en aquel momento:

—Grito.