tras el incidente del ojo de la cerradura, hubo muchas cábalas y mucho exprimirse la mollera.
Los tres nos retiramos para intentar reflexionar un poco, además de rascarnos la cabeza, y Silvestre decidió que lo mejor sería hacerlo con una buena taza de chocolate caliente y unos ratones de azúcar. Personalmente, hubiera preferido los de verdad, pero confieso que hundí el pico en uno de esos pequeños dulces blancos y que me parecieron un bocado bastante aceptable para ayudar a la reflexión.
Toda aquella
historia de salir corriendo había sido como para morirse del
canguelo, y nadie se volvió dos veces a ver qué fiera espantosa nos
perseguía por el pasillo.
Los chicos doblaban los recodos como si llevaran unos patines propulsados a reacción, y yo aleteaba con tanta fuerza que poco me faltó para que se me partieran las alas. De este modo, o sea, sin mucho sigilo, huimos del peligro y salimos pitando hacia las cocinas para buscar compañía y ponernos a salvo.
Llegamos tan despavoridos que doña Sartenes se olió que la cosa era seria. Silvestre le pidió que preparase chocolate y enseguida nos pusimos los tres a examinar los hechos.
Nuestras reflexiones discurrieron así:
—¿Tú qué has visto?
—No sé. ¿Y tú?
—Bueno, primero a Brandish…
—¿Y al cabo de un momento un lobo?
—¡Sí! ¡Un lobo! ¡Grito! De los capaces de hacerte papilla.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Bueno, piénsalo.
Solsticio se puso de pie, apurando los restos de su chocolate caliente.
—¿Te has fijado en la luna, Silvestre?
Él se estremeció.
—No. ¿Era…?
—Sí. Luna llena. ¿Qué te sugiere eso?
Él soltó un gemido ahogado y Solsticio se apresuró a rematar la jugada.
—¡Ajá! ¡Tú también lo has pensado!
—No —protestó Silvestre—. No pienso nada. ¡Nada de nada!
—¡Sí, ya lo creo! —exclamó la chica más lúgubre del condado—.
Sí. Recuerda lo
peludo que es. Y la peste que echa. Y las huellas de pezuñas que
había en la escalera, y que a veces llega tarde a clase, y la luna
llena, y la carne de ternera que desapareció de la cocina. Y
resulta que primero es él y al cabo de un minuto… al cabo de un
minuto… es… ¡Vamos, Silvestre!, ¡ya sabes a dónde voy a parar! Es
un…
—… un lobo —dijo Silvestre, con voz afligida.
—¡Exacto! —proclamó Solsticio, zampándose también ella otro ratón de azúcar.
Silvestre se sorbió los mocos. Eso, sumado al bigote de chocolate que le había quedado en los labios, le daba un aire extremadamente patético.
—Es un hombre
lobo, ¿no?
—¡Mucho me temo que sí! —dijo ella, aunque tampoco parecía muy asustada—. Y además, vamos a tener que demostrárselo a nuestros obcecados familiares. —Silvestre frunció el ceño—. A nuestros elusivos progenitores. —Todavía lo frunció más—. A madre y padre —le explicó Solsticio con paciencia—. Porque a veces llegan a ser muy cortos.
Silvestre asintió.
—¿Sabes una cosa? —dijo.
—¿Qué cosa, hermanito querido?
—Yo no sabía que existieran en serio los hombres lobo. Creía que eran, ya me entiendes, un invento.
—Hum —dijo Solsticio—. Tal vez. Pero si hubiera la menor posibilidad de que existieran, habrás de reconocer que lo que hoy hemos visto con nuestros propios ojos en este castillo, habría de constituir un caso cierto y probado de hombre lobo, ¿no?
Creo que Silvestre estaba un poco perdido a aquellas alturas, pero captó lo esencial de lo que su hermana le estaba diciendo, o sea, que si alguien había visto alguna vez en alguna parte a un hombre lobo, entonces lo que nosotros habíamos visto era uno sin la menor duda.
—Y —prosiguió Solsticio—, si es así, lo único que podemos decir es que se trataría de un fenómeno extraordinariamente insólito. Y en tal caso, solo quisiera decir esto: ¡Que en este castillo últimamente no paran de ocurrir cosas raras!
—¡Rark! —grazné. Había dado en el clavo, por decirlo así, y como para demostrar lo que acababa de afirmar, el mono Colegui apareció lentamente en la cocina ataviado con un vestidito blanco de boda, y fumando en pipa.
No parecía muy convencido de ninguna de las dos cosas.